Uno es un lector veterano y, salvo alguna excepción saludable, ya actúa sobre seguro a la hora de elegir nuevas lecturas. Es decir, intento ir sobradamente informado, ya sea por referencias sólidas o porque del autor en cuestión me haya leído otras obras que me aportan confianza, lo cual no excluye los tropezones. Pero hubo un tiempo en que existió un elemento fundamental a la hora de elegir lecturas: su frase inicial. Por ejemplo, a mis doce añitos cayó en mis manos un librito que empezaba así: Al despertar una mañana, después de un sueño inquieto, Gregorio Samsa se encontró convertido en un espantoso insecto. ¿Cómo iba a resistirse un niño a quien ya le fascinaban los argumentos fantásticos ante semejante principio? Con La metamorfosis, además, entré en un universo, que ya nunca he abandonado y que sigue sorprendiéndome/inquietándome como el primer día: el de Franz Kafka.
En un libro de lectura de la EGB (Editorial Santillana; el acertado título del libro: Senda), donde cada año leíamos fragmentos de distintas obras, encontré un sugestivo fragmento en torno a un pueblo en el que «el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre», y que empezaba así: Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. La frasecita era, primero, complicada. ¡Esa forma de mezclar el futuro de los «muchos años después» con el pasado de «la tarde remota» y encima, algo tan presente como estar «frente al pelotón de fusilamiento»! Lo que seguía a continuación también era muy interesante, pero fue la frase la que me persiguió durante unos cuantos días. Un par de años después, al abrir un libro que ya de por sí contaba con un título afortunado, Cien años de soledad, en su primera página, en sus primeros renglones, me la volví a tropezar y ya no pude soltar el libro hasta concluirlo, con otra frase no menos memorable. Lectura que me costó las notas de una evaluación de bachillerato: hacía falta un sentido del deber sobrehumano para, obligado a levantarme a las 5 de la mañana en la semana de exámenes para estudiar lo que no había estudiado antes, no abrir las páginas del libro prestado y sumergirme en él, en vez de en los de Física y Química o Matemáticas.
Desde esas lecturas de la adolescencia, he tenido tendencia a considerar harto torpes a los novelistas que inician sus novelas de modo banal, con cualquier frase o diálogo, dando la impresión de que se empieza por ahí como si se pudiera empezar con cualquiera otros. ¡Error! La primera frase de un libro es el ancla que el escritor arroja al agitado mar de la atención del lector. Un primer párrafo sin interés, una primera página sin sustancia, son ganas de hacer que nuestras manos se suelten y se dirijan hacia otro libro. ¿Va a ser lo mismo Todos los niños crecen, excepto uno que La señorita Brooke poseía ese tipo de hermosura que parece quedar realzada por el atuendo modesto? Conclusión: mientras que Peter Pan lo leí todavía en la edad mágica de la lectura, la estupenda Middlemarch (y a muchas novelistas inglesas tan excelentes como George Eliot) no la descubrí hasta pasados los treinta. También explica por qué no leí nada de Henry James (tal vez hoy el escritor que me resulta más imprescindible) hasta bien avanzada mi vida lectora: y también viene a dejar claro que mi teoría sobre la necesidad de buenas primeras frases es del todo inconsistente, claro. Pero, qué diablos, este comentario del blog lo hago para reivindicarlas, de modo que prosigo.
A veces, el atractivo de una frase inicial estriba en su sencilla capacidad de crear complejas evocaciones con pocas palabras. Un buen ejemplo lo constituye el inicio de La Regenta: La heroica ciudad dormía la siesta. Una ciudad «heroica» que duerme, ¿atenúa o llena aún más de significados ese primer adjetivo? En ocasiones, el atractivo estriba en una afortunada construcción en el inicio de la frase sin la cual el resto de ella sería de lo más común. Me sucede con El misterio del cuarto amarillo, de Gastón Leroux: No sin cierta emoción, comienzo a narrar las aventuras de mi amigo Joseph Rouletabille. Ese pequeño énfasis inicial señala que el narrador en primera persona quiere transmitir al lector, cuanto antes, la entrañable excepcionalidad de ese amigo que va a protagonizar su historia (cuyo resonante apellido, lo confieso, ayuda bastante a dotarlo de interés incluso antes de ser presentado). O bien puede ser la gracia insolente con que, de entrada, se describe al protagonista del relato: Nació con el supremo don de la risa, y con la sensación de que el mundo está loco (Scaramouche, de Rafael Sabatini).
La magia de las enumeraciones está presente en el inicio de Historia de dos ciudades (que, curiosamente, buena parte de las traducciones al español se empeñan en estropear): Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; era una época de creencia y era una época de incredulidad; era una época de luz y era una época de tinieblas, era la primavera de la esperanza y era el invierno del desaliento. Claro, crea una enorme expectativa sobre cuál puede ser esa época tan contradictoria: resultará ser el momento en que estalla la Revolución Francesa y esas dos ciudades no son sino París y Londres. Dickens sabía cómo empezar una historia. Su imborrable Canción de Navidad nos coge por las solapa directamente: Para empezar, digamos que Marley bien muerto estaba. ¡Cómo! ¿Quién ese Marley sobre el que hay que dejar claro semejante cosa? Lo sabremos pronto: el antiguo socio del protagonista, el avaro Scrooge, y el primero de los fantasmas que se le presentarán esa imborrable nochebuena. En otro cuento navideño, menos conocido, El grillo del hogar, principia del modo siguiente, que tampoco está mal: Empezó el puchero.
No hace falta, sin embargo, que el arranque sea una frase inicial afortunada. Puede ser también un abrupto inicio in medias res, o sea, en mitad de una acción. La isla misteriosa comienza con un cambio anónimo de frases en medio de la nada: —¿Subimos? —No, al contrario: bajamos. —Peor aún, señor Cyrus, caemos. —¡Por Dios, arrojad lastre! —¡Ahí va el último saco! ¿Qué mejor forma de plantear el dramatismo de la situación de partida, un globo que se cierne sobre el Pacífico, en medio de un huracán, y cuyos tripulantes se ven ya derribados sobre el tormentoso océano?
O puede ser una conversación en la que sólo identificamos la edad y naturaleza de sus interlocutores por el contenido de los diálogos: en Auto de fe, la extraordinaria novela de Elias Canetti, de esas palabras inferimos que un adulto con conocimientos sobre China (no tardaremos en sabe que es un sinólogo) se complace en hablar con un niño que se ha detenido ante el escaparate de una librería y que le dice que prefiere un libro a un chocolate. Sugestiva manera de presentarnos a su protagonista, Peter Kien, el erudito que vive ajeno al mundo y que caerá aplastado por ese mundo que, como ingenuo niño, mejor dicho, peor aún que un niño ingenuo, no está preparado para afrontar fuera de su universo-biblioteca. Por cierto, que otra novela en lengua alemana, desde luego inferior pero a su modo entrañable, La historia interminable, de Michael Ende, comienza con un niño asomado a otro escaparate de librería para leer: Noisaco ed sorbil, o sea, «Libros de ocasión», uno de los cuales, que sustraerá el niño protagonista de aliterativo nombre, Bastián Baltasar Bux, será el que da título a la novela y en el que él mismo se introducirá para vivir aventuras.
Aunque, siempre, siempre, cuando me preguntan por mi arranque literario favorito, cito uno que, por lo común, obliga a mi interlocutor a enarcar las cejas con aire interrogativo: Un minuto antes era invierno en Ohio. Creo que no hay frase inicial más bella ni evocadora en las páginas de la literatura. La clave, claro, está en ese «un minuto antes» que cambia la estación en Ohio (hay que pronunciar en inglés el topónimo, si no ya no es lo mismo), y que provoca, primero, el interrogante sobre qué es capaz de hacer que cese un invierno y, después, todo un torrente de sensaciones imposibles de contar a otro sin parecer cursi o rebuscado. ¿Y qué es lo que sucede ese minuto después que acaba con el invierno en Ohio? Búsquenlo más allá de esa primera frase, que se encuentra en las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.
En adelante voy a estar muy pendiente de las primeras palabras de cada libro.
Me gusta mucho tu blog en general y esta entrada en particular. Enhorabuena.
Y, claro, quedan muchos otros arranques de antología que no he reseñado: por fortuna, todo en literatura es inagotable. ¡Muchas gracias por tus palabras y espero que sigas «siguiéndome»!
Preciosa esta entrada, Jose Miguel. Estoy contigo, las primera palabras de un libro pueden engancharte. Me parece especialmente logrado el que citas al final, de «Crónicas marcianas». ¡Qué dominio de la elipsis! Porque uno se pregunta, efectivamente, qué pasaba en Ohio para que, «un minuto antes» (¡¡magistral!!) fuera invierno y después, como consecuencia ¿lógica?, qué estación es entonces en Ohio (pronúnciese en inglés, sí) a la vuelta de ese minuto y por qué. De los que has nombrado al hilo de tu comentario, rescato el arranque de «Canción de Navidad», más que nada porque es una obra que releo TODAS las Navidades en la edición de Anaya, sobre todo gracias a la espléndida traducción de Santiago R. Santerbás por la que siento un cariño enorme. Alguna vez he leído otra versión en castellano y… no es lo mismo. No tiene la misma música, las palabras no saben igual…
Y hablando de otros inicios de antología, ¿qué te sugiere «Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa» de «Orgullo y prejuicio»? ¿O «Todas las maneras de sentirse uno feliz se parecen entre sí; pero los desdichados ven en su infortunio un caso personalísimo» de «Anna Karenina»?
Esa edición del «Cuento de Navidad» en Anaya Tus Libros es justo la que yo también he leído muchas veces (sobre todo, claro, en las fechas en que hay que leerla…) y me resulta imprescindible por todo: por la traducción de Santerbás (un hombre muy vinculado a esa colección, tristemente desaparecida), por la introducción del gran Juan Tébar, por las ilustraciones…
Por supuesto, los dos arranques que mencionas son espléndidos. La frase de Tolstoi es especialmente penetrante; la de Austen es deliciosamente irónica, como su novela (mi favorita de las suyas) y como ella misma. Por fortuna, hay muchos inicios magistrales de libros, muchos más de los que menciono -al releer el artículo me pregunto por qué no puse entonces el de «Moby Dick», esas dos palabras (en español) tan memorables- y son la mejor puerta para sus páginas… aunque, claro, haya muchas obras maestras cuya primera frase no sea magistral. Eso sí, me ratifico: nada como la bella sugestión elíptica que provoca ese «Un minuto antes era invierno en Ohio»…
La introducción de Juan Tébar me parece magnífica así como el apéndice de Santerbás. No dejo de reerlos cada Navidad, junto con el «Villancico en prosa o cuento navideño de espectros» de Dickens 😉
El arranque de «Moby Dick» que traías a colación en una entrada reciente también me parece muy inspirado. Estos decimonónicos sabían escribir, no cabe duda.
Por cierto: «Especialmente PENETRANTE» y «deliciosamente IRÓNICA»… Siempre tan atinado con los adjetivos…
Un abrazo.
A Tébar le tengo un cariño especial de las primeras tertulias de Garci en su programa de cine, siempre era de los que decían cosas más interesantes (su análisis de «Scaramouche», una película de la que entonces no había escuchado reivindicación alguna y que a mí me entusiasma, bastó para que le guardara cariño eterno).
¡Un abrazo!
La Metamorfosis de Kafka… Ese fue el primer libro que leí… También siendo niño (no recuerdo la edad, tenía 10 años mas o menos) ví que mi tío lo estaba leyendo, le pregunté de qué trataba y me dijo que de un hombre que se convertía en cucaracha… también me dijo que era una metáfora de la sensación de aislamiento con su familia y cómo se veía a sí mismo, pero con lo de la transformación insectóide me atrapó. Uno que me atrapó con la primera frase fue el relato Mas Allá de los Eones, de Lovecraft: (Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard H. Johnson, doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)… La idea de que todo eso fuera real me intrigó por muchos días; luego, al saber que ese realismo era parte del estilo de Lovecraft y era sólo un relato… me gustó más aun; crear ese tipo de sensaciones a través de un relato es todo un arte, así me hice Lovecraftmaniaco… Y ese Crónicas Marcianas de Bradbury… Tremendo libro, así como El Hombre Ilustrado (con todo y el nombre que al principio me hizo pensar en una persona con muchos conocimientos y estudios…), muy buenos los dos. Saludos!
¡Me encanta que te estés dando una buena vuelta por mi blog, y por comentarios tan distintos! Sí, yo también me leí Kafka de pequeño y porque me impactó conocer el argumento (creo que su inicio venía en el libro de lectura de EGB que teníamos). El realismo en el estilo de Lovecraft es uno de sus atractivos de entrada, aunque luego compruebas, claro, que todo es cuestión de un estilo mucho más elaborado de lo que parece. En cuanto a Bradbury, nada me ha gustado más que las «Crónicas marcianas», salvo un precioso relato titulado «La sirena en la niebla», sobre un dinosaurio que emerge del fondo del mar porque confunde un faro (y su sirena) con un congénere.
Un abrazo!
Ese relato de la Sirena… como dices, es precioso. A parte de crear una atmosfera envolvente y crear un buen suspenso conforme el visitante del faro se acerca, tiene un análisis melancólico de la vida al mas puro estilo romántico (romantico en el sentido literario claro, aunque también con guiño al romanticismo de pareja), y una que otra frase profunda como para no olvidar, dejando claro que la fantasía y la ficción no deben ser frías ni mecánicas todo el tiempo (me recuerda un poco el relato de «El Otro Pie», también de Bradbury). No puedo dejar de sentir algo de pena por la sensación del «monstruo» al descubrir que lo que esperó tanto tiempo era una ilusión… Muy bueno tu blog; se ve que le has puesto empeño, pero sobre todo, que te gusta lo que haces, eso se refleja. Saludos!
Rocktubre, inmejorable esa definición del relato: si me han entrado ganas de releerlo… Es una obra maestra, y la frase con que el farero, con triste melancolía, responde al joven que asiste asombrado a la aparición del «monstruo» para remarcar que éste es el que tiene derecho a considerarlos intrusos de la realidad a ellos («No, nosotros somos imposibles»), una de las más bellas que he leído nunca.