Es probable que el de Ramón del Valle-Inclán sea hoy tan solo un nombre que figura en los manuales de Literatura cuando hay que hablar de la Generación del 98. Como mucho, supongo que se sigue conociendo Luces de bohemia, porque el concepto de «esperpento» aún se estudia en Bachillerato (aunque es absurdo que ya no se haga leyendo la obra que mejor lo expresa). Por lo demás, salvo para los especialistas, es ante todo un icono, la fotografía añeja de una figura extravagante con barbas de chivo. Aparte de la genial obra de teatro, a la que es conveniente volver de cuando en cuando, mi conocimiento de Valle se limita (por el momento) a dos novelas, separadas por veinte años, y tan diferentes entre sí que pasar de una a otra es dar un salto mortal sin red. Dos novelas que no son pocas páginas, pues cada una está formada por varias. La primera por cuatro, las Sonatas: cuatro nouvelles cuya lectura seguida me ha resultado deliciosa (con excepción de la cuarta, la Sonata de invierno, que me ha parecido algo redundante). La segunda, El ruedo ibérico, por tres, la última de ellas inacabada. La lectura de esta última me ha dejado en verdad anonadado, pues no esperaba encontrar semejante maravilla. Se trata de una escenificación, bajo el familiar signo del esperpento o, lo que es lo mismo, de la crónica grotesca, del último año del reinado de Isabel II. Valle se documentó a fondo para dar un suelo firme a unos personajes, en su mayor parte reales, a los que luego aplicaría su muy particular mirada disolvente. Como profesor de Historia, la recreación me parece espléndida (y absolutamente complementaria, en otro sentido literario, de la obra magna de Galdós, los Episodios Nacionales, que inevitablemente Valle tuvo en el horizonte al redactar su obra). Ahora bien, como amante de la literatura, me he encontrado ante una de las mejores novelas jamás escrita en español, un prodigio desde cualquier punto de vista desde el que la contemplemos: la estructura, el ritmo, la narración, el uso del lenguaje, el perfil psicológico de los personajes, la brillantez de los diálogos y las descripciones. En prosa, se suele citar Tirano Banderas como la mejor obra del escritor. Yo que todavía no la he leído solamente puedo decir: ¿cómo será de magnífica si supera este Ruedo ibérico?
Valle-Inclán se encontraba en la cumbre de su arte: la segunda y definitiva versión de Luces de bohemia es de 1824; Tirano Banderas ve la luz en 1826. No es el primer acercamiento de Valle a la Historia (o al pasado, que para él era lo mismo), pues en lo que yo sé la mayor parte de su obra siempre ha estado ambientada en el tiempo pretérito, comenzando por las mismas Sonatas. Pero ahora el propósito no es recurrir al pasado como ese escenario «más acogedor que el presente y mucho más seguro que el futuro» que proclamaba el maestro de ceremonias del film de Max Ophüls en La ronda (1950), dicterio con el que sin duda Valle habría estado de acuerdo. El objetivo en ese momento (Valle la pergeña en plena dictadura de Primo de Rivera, que había significado la inevitable degradación de un sistema, el de la Restauración, que desde el primer momento ya contenía ese germen de degradación) es plasmar desde su particular punto de vista el momento en que España perdió la oportunidad de enderezar el tronco desviado desde la Guerra de Independencia, cuando el país había parecido encontrar la luz. Ese momento es el destronamiento de Isabel II con la Gloriosa Revolución, para a continuación contar el decepcionante ciclo del Sexenio y terminar con el regreso del hijo de la destronada, ese príncipe al que ya en los libros escritos no retrataba precisamente de modo esperanzador.
El ciclo estaba concebido para tres series formada cada una de ellas por tres novelas, de las cuales Valle solo llegó a concluir, y no por completo, la primera, titulada Los amenes de la reina. A ella pertenecen La corte de los milagros (1927), Viva mi dueño (1928) y Baza de espadas (1932), cuya acción se extiende entre los meses de febrero y agosto de 1868, quedando inacabada la última de ellas (por tanto, no llegó ni a ese septiembre en que tuvo lugar la Gloriosa). De hecho, su elaboración fue más laboriosa de lo que indica hoy el texto de corrido, pues el escritor comenzó publicando episodios sueltos antes de entender que estos implicaban un conjunto mayor en el que luego los iría integrando. Las dos primeras series vieron la luz en forma de libro y después fueron publicadas como folletín en el diario El Sol, con diversas correcciones y añadidos. La tercera iniciaría su publicación directamente en el segundo medio y solo sería editada como libro en 1958. Es decir, el camino inverso al usual: lo normal desde el siglo XIX (Balzac, Dickens…) había sido ver la luz en el medio periodístico y después encontrar su versión definitiva en el volumen.
La especialista argentina Leda Schiavo, autora de un imprescindible estudio sobre el libro[1], afirma que la razón que explica la no finalización de esa tercera serie se debe no solo a los problemas de salud o los quebrantos familiares (la separación de su esposa en ese mismo 1932) que iniciarían su decadencia final, sino al hecho mismo de la proclamación de la Segunda República, que cambió la perspectiva bajo la que había iniciado el ciclo: el cambio que no pudo traer la Gloriosa sin embargo ahora sí parecía haber llegado, lo cual había hecho entrar a Valle en otra órbita, que lo distrajo del proyecto, ahora demasiado vasto.
Quedaron pendientes por ello la segunda serie, Aleluyas gloriosas, que debía haber estado formada por España con Honra, Trono de ferias y Fueros y cantones, y la tercera, La Restauración borbónica, ídem por Los salones alfonsinos, Dios, patria y rey y Los campos de Cuba. Los títulos informan sobradamente del contenido que estaba previsto para cada novela.
Con audacia, Valle-Inclán da voz, es decir, convierte en personajes de su ciclo a las principales figuras históricas de ese momento: Isabel II y su consorte don Francisco; su hermana la infanta María Luisa y su esposo y notorio conspirador, el duque de Montpensier, así como otras figuras centrales de la corte como sor Patrocinio, la inefable monja de las llagas, o el padre Claret; los principales espadones que protagonizarán la Gloriosa, comenzando por Prim y Serrano (más Narváez, con cuya muerte finaliza el primer título); políticos civiles como Cánovas, Sagasta o el presidente al que pilló de lleno la revolución, González Bravo; revolucionarios como Fermín Salvochea y, atención, nada menos que el mismísimo apóstol del anarquismo Mijail Bakunin; el pretendiente carlista, futuro Carlos VII, y la principal figura militar de su facción, el general Cabrera… Es más, bastantes de los personajes que por falta de renombre parecen creaciones ficticias del autor resultan también haber tenido recorrido real, cual es el caso de Fernández Vallín, uno de los personajes centrales de la segunda novela
En su ambición, el fresco otorga presencia a todos los estratos sociales y recorre todos los escenarios. Salta de los salones de la reina a los de la aristocracia, tanto la más lacayuna como la que ya busca otra sombra regia bajo la que cobijarse, y no olvida entrar en las tabernas y en los teatros o darse una vuelta por los barrios populares. Del mismo modo, marcha de la capital al entorno rural, lo que le permite dar vida a esa España campesina que seguía siendo la clase social más numerosa de nuestro país, confrontando directamente en este medio a los señores dueños de los grandes latifundios con la masa que malvive bajo su yugo o que sobrevive como puede. Asimismo, abandona España cuando le conviene para ir en busca de los exiliados, ya sean los conspiradores liberales o los partidarios del carlismo, de Londres o a Gratz, corte carlista, sin desdeñar una travesía en barco desde la península hasta la capital inglesa que ocupa buena parte del tercer libro y que constituye una de las cimas del ciclo.
Es difícil encontrar un personaje dentro de las clases acomodadas que no resulte ridículo, que no guíe sus actos por la doble moral y por las apariencias, que no esté marcado por un acendrado egoísmo que brota de su instinto de privilegiado. En cuanto a las clases populares, abundantes en la novela, Valle tampoco se llama a engaño: ya sea por embrutecimiento, ya sea por vileza (recuérdese: el sufrimiento y la miseria no otorgan patente de nobleza ética porque sí), ya sea porque su vida se ciñe a la mera supervivencia, estos tampoco son precisamente seres admirables. Abundan la violencia (una violencia muchas veces torpe y sin sentido, de la que nada se gana), la mentira, la incapacidad para ver más allá del mezquino horizonte cotidiano, si bien Valle se encarga de dejar bien clara la responsabilidad de quienes los explotan o los mantienen en la miseria: no es justificante, repito, pero sí debe conocerse como causa importante de los males del país.
Si el fresco social es riquísimo, no digamos el político. En primer lugar, la mirada de Valle sobre las distintas facciones del liberalismo (que fueron las que encabezaron la revolución contra la reina) es implacable, comenzando por el mismísimo general Prim, al que describe como un oportunista pagado de sí mismo, dispuesto a transaccionar con quien sea si obtiene beneficio de ello, una vez asumido que bajo el reinado de Isabel ya no podrá progresar más. Por supuesto, las peores invectivas son contra la clericalla que rodea a la reina e intenta jugar sus bazas, seguramente de modo suicida (el retrato tanto de la «monja de las llagas» como del padre Claret es verdaderamente vitriólico) y contra esa legión de espadones cuya pomposa palabrería apenas puede encubrir la mera adicción por el poder que los ocupa a todos, en distintos rangos y medidas.
Dos son las ideologías que merecen la simpatía del escritor, si bien este es lo suficientemente lúcido como para no idealizarlas y mostrar, por ende, sus sombras. Una claro, es ese carlismo con el que tanto se empeñó en asociarse; la otra es la facción verdaderamente revolucionaria, la única que sí que aspira al cambio, y que se bifurca en dos, el republicanismo demócrata y el anarquismo. Esta asociación entre extremos tan divergentes puede parecer contradictoria, pero recuérdese que, paradójicamente, las facciones radicales más opuestas del espectro político nos han demostrado que poseen más vasos comunicantes de lo que diríase a simple vista. Por ejemplo, todas ellas (nuestro país lo sabe bien) han compartido una misma mirada mesiánica sobre la realidad social, ajustada cada una, por supuesto, a sus respectivas justificaciones ideológicas.
Es bien conocida la proclamada toma de partido por el carlismo de Valle. Sin embargo, quien tenga que guiarse única y exclusivamente por El ruedo ibérico para intentar delimitar un perfil ideológico del escritor es muy posible que considere que está ante un autor de ideas izquierdistas. Así quieren indicarlo la despiadada denuncia que hace de los vicios de la España liberal y del doble virus militarista y clerical tan inoculado dentro de la sociedad española, y la evidente cercanía que en muchos momentos manifiesta hacia el desmedrado pueblo (si bien la debilidad por el tono grotesco actúe a modo de contrapeso). Sabido es, además, que Valle-Inclán fue un acendrado defensor de la Segunda República. Fallecido pocos meses antes de la rebelión militar, quién sabe cuál habría sido su destino durante la guerra en caso de haberla llegado a vivir…
He leído en varios lugares que el famoso carlismo de Valle —que, hay que repetir, existió y no es fastidiosa invención de quien quiera hablar mal de él— nació inicialmente como una cuestión de estética, lógica en un hombre de su filiación modernista, que entendió este credo en el sentido más decadente y anticuario del término: puesto que el carlismo, en ese momento al menos, no podía representar nada concreto en el escenario cotidiano en que se movía Valle, era fácil abrazarlo como causa perdida, y ya sabe que, para determinadas mentalidades, una causa perdida puede ser más intensa, más bella, que una victoria real. En El ruedo ibérico, Carlos VII tiene voz propia en varios capítulos, y Valle lo trata con mucha mayor dignidad que a los Borbones titulares del trono, que son seres directamente caricaturescos. Del mismo modo, también hace comparecer al protagonista de las Sonatas, el marqués de Bradomín, si bien este personaje, tan querido para él, ya había hecho acto de presencia en otras obras del escritor, por ejemplo en la misma Luces de bohemia.
Ahora bien, si puede hablarse de personajes sustancialmente positivos sin ambigüedad, se encuentran entre aquellos para los que la revolución no ha de ser un mero cambio de nombres (el famoso «todo debe cambiar para que nada cambie» de Lampedusa) sino la oportunidad para darle al pueblo los derechos que le corresponden, comenzando por una aplicación auténtica de la soberanía nacional. En el capítulo titulado Alta mar, contenido en Baza de espadas, aparece como personaje voz un Mijail Bakunin a quien Valle trata como un idealista precariamente aferrado a la realidad pero indudablemente noble y carismático. Destaca especialmente el retrato que hace de Fermín Salvochea, revolucionario gaditano que jugó un papel importante en los turbulentos tiempos del Sexenio y, sobre todo, durante el cantonalismo, hasta el punto de erigirse casi en el personaje mejor tratado por Valle en todo su fresco.
Cambiando de perspectiva, en términos estilísticos y narrativos El ruedo ibérico es una obra tan excepcional como lo serán más adelante las otras dos novelas que sitúo en la cumbre del siglo XX español (a las que ahora uno esta otra). Es decir, las excepcionales Volverás a Región (1967), de Juan Benet, y La saga/fuga de J. B. (1973), de otro gallego, Gonzalo Torrente Ballester (¡advierto ahora que las iniciales que contiene este último título —cuyo carácter mágico conocen bien los lectores de la novela— se corresponden también con las del genial autor de la anterior!). Se trata de tres libros difíciles por distintas razones, lo que no se debe a la pretenciosidad típica de quien confunde la complejidad con la falta de claridad sino al propósito de ofrecer una coherente conjunción entre forma y fondo a través de un registro estilístico que complemente y explique el registro dramático, haciendo que ambos sean una y la misma cosa. Sin duda, son lecturas que al principio cuestan; pero si se persevera, el resultado compensa mil veces el esfuerzo. ¿Alguien ha aprendido a caminar sin caerse unas cuantas veces?
Las ochocientas páginas que abarca El ruedo ibérico se devoran en un suspiro, doy fe, porque no hay la menor caída de ritmo, pese a que cambian constantemente personajes, escenarios e incidencias. La razón (aparte del mayúsculo interés de todos los personajes, claro) radica en la deslumbrante narrativa. Valle deja atrás la clásica voz del tipo de novela al que, en rigor, parece pertenecer El ruedo ibérico, con sus descripciones «objetivas» a cargo de un narrador omnisciente (o de distintos narradores, subjetivos, da igual) y, por supuesto, con el ortodoxo ordenamiento de las frases. Eso le da igual. El autor gallego otorga preeminencia al diálogo (en una entrevista de esa misma época afirmó que escribía las novelas de «forma escénica», como una obra de teatro por tanto, porque le parecía la forma mejor de conducir la acción) y, coherentemente, otorga a la frase descriptiva, tanto para personas como escenarios, un tratamiento propio de la acotación teatral, muchas veces sin necesidad siquiera de verbos, con enumeraciones cortas e imaginativa adjetivación. Ejemplos los hay infinitos: «El Salón de la Marquesa Carolina —rancia sedería, doradas consolas, desconcertados relojes»; «El Rey, menudo y rosado, tenía un lindo empaque de bailarín de porcelana»; «La Católica Majestad, vestida una bata de ringorrangos, flamencota, herpética, rubiales, encendidos los ojos del sueño, pintados los labios con las boqueras del chocolate, tenía esa expresión, un poco manflota, de las peponas de ocho cuartos»…
La vivacidad que consigue con ello es extraordinaria. Del mismo modo, hace un uso inédito de los dos puntos para separar frases seguidas que, en rigor, deberían haberlo sido mediante el mero punto, o del guion como elemento de superación, consiguiendo que el ritmo que otorga a la sucesión de oraciones sea de una fluidez casi musical.
Por supuesto, hace un alarde léxico de un barroquismo sin igual, mediante el uso de cultismos, de galicismos, de galleguismos, de términos de germanía o de gitanismos (confieso que sin una edición anotada hay fragmentos, sobre todo los que, claro, tienen lugar entre la gitanería de la novela, que serían incomprensibles[2]). Pero de nuevo el efecto que produce no es de trabajosa pedantería sino de misteriosa armonía: quitar una de estas palabras dejaría cojo el andamiaje del texto, mediante el cual Valle vendría a declarar su perplejidad ante el hecho de que el hombre, el ser más dotado por la naturaleza para la comunicación, sin embargo lo hace ante todo mediante las armas de la apariencia y de la simulación. Las palabras, por tanto, no clarifican: antes bien, enredan.
De las tres novelas, las dos primeras tienen una estructura similar; la tercera e inacabada es más disímil. Aquellas dividen la acción entre la capital, con la inminente conspiración revolucionaria como centro argumental de la pluralidad de corros sobre los que Valle va pasando, y el campo, en este caso bajo distintas excusas, para regresar de nuevo, circularmente, al escenario donde se iniciaron.
En La corte de los milagros, un grupo de jóvenes delfines de la aristocracia, entre los cuales destacan Adolfito Bonifaz (que enseguida se convertirá en el penúltimo amante de la reina: en este caso, el personaje es ficticio) y Gonzalón (vástago —tuberculoso: metáfora en este caso poco sutil de la corrupción moral de su clase— del Marqués de Torre-Mellada), arrojan a un guardia por la ventana de la taberna donde estaban celebrando la calaverada habitual. Enseguida queda claro que las autoridades van a echar tierra al asunto, denigrando progresivamente la figura del infeliz fallecido, pero los muchachos son enviados a la finca del Marqués en el límite de la llanura manchega. Valle aprovecha, de paso, para describir el violento entorno rural en que el conflicto social se expresa todavía a través de un bandolerismo ya muy decadente, significativamente amparado por esos mismos propietarios que explotan la comarca. El final de la novela es la muerte de Narváez, que para todos significa el principio del fin para la reina.
En Viva mi dueño, dos son los excursos rurales, en este caso por tierras cordobesas. El primero gira en torno a las aventuras del conspirador Fernández Vallín, obligado a escapar de la persecución gubernativa por sus manejos a favor de Montpensier. El segundo vuelve al grupo de aristócratas que gira en torno a Torre-Mellada y tiene como centro un violento episodio sucedido durante unas ferias, con Bonifaz de nuevo en el meollo. La novela concluye con la expulsión de España del duque de Montpensier y su esposa (la infanta, hermana de la reina) y con la detención de los espadones unionistas.
Entre el vasto conjunto de personajes que entran y salen con fluidez sin igual, no puedo sino destacar a algunos que dejan especial huella. El primero de ellos, es el mencionado Marqués de Torre-Mellada (es significativa la poca dignidad del apellido), notorio «palaciego» de Isabel II, personaje totalmente ficticio que en su casi inverosímil fatuidad es el perfecto emblema de esa aristocracia parásita que solo vive para contemplarse a sí misma y al que Valle parece complacerse en rebajar como a nadie en toda la obra). Otro es el llamado Vicario de los Verdes, párroco rural al que desquicia la seducción prototípica que el ya conocido Barón de Bonifaz hace en la persona de su sobrina y que, en su rabia contra los privilegiados por extensión, acaba proclamando su propósito de arrojarse al monte y unirse a la revolución que considera la única forma de purificar España.
El último libro, Baza de espadas, acelera el contexto conspiratorio, saliendo de Madrid hacia Cádiz (donde tendrá lugar un primer y fallido intento en el mes de agosto) y Londres (en torno a la pequeña corte reunida en torno a Prim, pero por donde también acaba viéndose al pretendiente carlista, a quien el catalán intenta enredar en sus intrigas). En este contexto es donde figura el mencionado capítulo Alta mar, que tal vez sea el más conseguido de toda la obra. La acción transcurre a bordo de un barco inglés, el Omega, en el que confluyen pasajeros españoles del más diverso pelaje (además de Bakunin), entre ellos un par de músicos de flamenco que se dirigen a Londres para asesinar a Prim. Los dos más conseguidos, aquellos además a los que Valle ahorra, con respeto, el tratamiento grotesco que otorga a casi todos los demás, vuelven a ser dos figuras reales. El primero es Paúl y Angulo, demócrata revolucionario y firme partidario de Prim —aunque después de la Gloriosa, decepcionado, se volvería contra él, siendo uno de los principales sospechosos de su asesinato—, al que Valle otorga una extraña ecuanimidad, librándolo incluso del exceso de mesianismo de otros arcángeles de la revolución mediante una perspectiva realista que lo convierte en un tipo cercano y simpático.
De este idealismo radical no se libra, en cambio, el antes mencionado Fermín Salvochea, al que aun así Valle otorga tal fuerza que lo convierte, para mí, en el personaje más imborrable de toda la obra. Esa cualidad seráfica, que prácticamente lo aparta de la rudeza de lo real, da pie a un maravilloso y casi masoquista ejercicio de firmeza moral al defender a la Sofi (otro personaje inolvidable), una criatura del arroyo, degradada por la vida y por el maltrato de los hombres a los que ha conocido, víctima en el presente de Indalecio (que es uno de los dos sicarios comisionados para matar a Prim), que se ve deslumbrada, mas sin esperanza, por la figura noble del gaditano. Este inesperado trance particular resplandece con luz propia en medio del mezquino devenir general que aprisiona a todos los personajes como títeres de un destino que no pueden controlar. Un recurso dramático que es una prueba más de la riqueza conceptual de El ruedo ibérico.
El carácter trunco de Baza de espadas es una de las mayores tragedias que conoce la literatura española. Quien como yo haya pasado un par de semanas arrastrado sin remisión por el fulgor de El ruedo ibérico sabe bien de lo que supone la amarga sensación de saber que la acción se detiene cuando quedaba tanto por contar. Sin embargo, es otro de los atractivos incuestionables de esta obra cumbre: pasan los días y uno vuelve a abrirla por cualquier episodio, por cualquier página, y descubre que no hace falta recordar siquiera en qué rincón del ruedo ha ido a parar para caer de nuevo fascinado por la magia de su autor.
[1] Schiavo, Leda: Historia y novela en Valle-Inclán. Para leer «El ruedo ibérico» (Castalia, 1980), donde desgrana libro por libro las correspondencias entre el contexto ibérico y el uso que Valle hace de ellos, amén de ofrecer una imprescindible guía de personajes.
[2] La mejor edición actual es la del profesor Diego Martínez Torrón, en Letras Hispánicas, de Cátedra (edición de 2021, que amplía y corrige la primera, de 2017), que aparte del sustancioso estudio previo habitual en tan admirable colección, cuenta con un nutrido cuerpo de notas que no solamente aclaran términos o informan sobre personajes históricos sino que también puntúan con comentarios críticos el cuerpo de la obra, dejando bien claro, tal vez de modo demasiado insistente, el entusiasmo del especialista por la novela.
¡Bravo, bravo… Es que es mi autor preferido y salvo Femeninas y La pipa de kif, me he leído todas sus obras que son tan distintas y de tantos géneros en los que nunca me ha defraudado. Siempre he creído que él pensaba en el Cine al escribir sus obras con tanto diálogo y con esas acotaciones tan escénicas. Elúltimo que me leí fue una crónica autobiográfica (falsa parece ser) sobre su estancia en la Gran Guerra como corresponsal «La media noche: visión estelar de un momento de la guerra» (1917), que me impresionó mucho (tanto como antes me había impresionado «Imán» de Sender con el que ahora encuentro alguna similitud) . Jo, y Tirano Banderas también me noqueó. Y esa otra trilogía anterior a esta sobre el Carlismo, que ahora no recuerdo cómo se llamó… ¡Qué grande
Hay una reciente edición en Alba de las tres novelas que forman el ciclo del carlismo, que se ha publicado bajo el título de «La guerra carlista», y que va a ser mi próxima lectura de Valle. Después vendrán los otros esperpentos del autor. Llevo un par de años buceando en la literatura española del siglo XX, en especial los nombres que estudié en el COU pero en los que no profundicé (o directamente nunca leí), y las sorpresas agradables están siendo muchas: Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Mario Lacruz, ¡Azorín!… Y a seguir encontrando, claro.