La saga/fuga de J. B.: el Único y el Múltiple

La saga-fuga de J. B. en Destinolibro, la edicion en que yo la lei«Jota Be es uno y múltiple: en el presente es José Bastida, un humilde gramático; pero se encarna en otros J. B. del pasado. Uno de ellos es Joaquín María Barrantes, un vate decimonónico de Castroforte del Baralla, acerca del cual no se ponen de acuerdo la historia y la leyenda. Un día, el vate Barrantes, presa de hondas tribulaciones (ha recibido el disparo de una mujer despechada, ha escrito unos versos extraños…) siente que su cerebro “se divide en dos mitades”: es la voz de José Bastida que se ha metido dentro de él». Debo a este condensado pero sugerente resumen argumental (y al fragmento que lo acompañaba) el descubrimiento de una de las novelas más asombrosas que he leído en mi vida. El texto es de don Fernando Lázaro-Carreter, autor del manual de Literatura de COU al que tanto conocimiento debí en años fundamentales de mi formación como lector (por eso, para mí siempre será don). La novela, La saga/fuga de J. B., a cuyo autor, el gallego Gonzalo Torrente Ballester, los niños de mi generación relacionábamos con una serie que nuestros padres no nos dejaron ver por su supuesto morbo sexual, Los gozos y las sombras. En El Corte Inglés de Málaga, que entonces tenía una librería más que notable, encontré el libro mencionado por don Fernando, en su edición de Destinolibro, nº 94, descubriendo que tenía la forma perfecta de un ladrillo. Y al hojearlo (y dejando de lado la misma «dificultad» del título: ¿cómo se lee eso, pensé?), descubrí que prácticamente no tenía un solo punto y aparte; que aparecían en él, de cuando en cuando, versos en un idioma incomprensible; que aquí y allá se distinguían extraños gráficos o escisiones del texto en columnas, etc. Dudé un momento antes de comprarlo: mas vivía un año de tenaz heroísmo, en el que cayeron Volverás a Región, Pedro Páramo, una selección de cuentos de Borges y algún que otro texto raro más. Y me zambullí en su lectura a lo largo de unas imborrables semanas de diciembre en que la soleada ciudad en la que siempre he vivido pareció transmutarse en la brumosa localidad gallega donde transcurre la historia, y yo mismo creí convertirme en un avatar más de esos J. B. que se entrecruzan en el pasado, el presente y quién sabe si en el futuro de esa novela que luego he vuelto a leer en varias ocasiones. El siguiente texto intentará contagiar de esa sugestión.

La cualidad de partida del libro es el mágico equilibrio con que concurren los tres distintos objetos que lo animan. Por un lado, La saga/fuga de J. B. supone un canto arrebatado al mero placer de contar, proponiendo un vasto tejido narrativo en el que prima la necesidad esencial de todo relato: el deseo de saber qué va a suceder a continuación, qué pasará con los personajes, qué pasó con ellos en el pasado, no en vano el mosaico argumental se pierde en el tiempo y acaba tejiendo de modo inextricable, e inexorable (y perdónenme tan burdas aliteraciones) la realidad con la leyenda, el ensueño con la razón. Por otro, es una genial sátira de esta necesidad de los hombres, en todo momento y lugar, de buscar unos mitos con los que fabricarse una esencia identitaria. Torrente arremete contra cualquier naturaleza mítica: la religión, la identidad colectiva, la moral, la propia literatura incluso, pero con un sentido iconoclasta que nunca es ceñudo sino que comprende bien la naturaleza y necesidad de todos ellos. Finalmente, también es una particular parodia del experimentalismo que estaba de moda en la literatura española de la época, que a la vez es un apasionado homenaje a la libertad de la literatura.

Capitel romanico que bien pudiera estar en la Colegiata de CastroforteVoy a sintetizar, en lo que pueda, su exuberante argumento. De acuerdo con uno de los dos sustantivos que componen su título, el libro compone toda una saga, orquestada en un espacio concreto, Castroforte del Baralla, una pequeña ciudad de la costa gallega ubicada entre dos ríos, el que contiene el topónimo y el Mendo (feraz, y feroz, en lampreas, su fuente de riqueza), cuya mayor gloria es la Colegiata que alberga el Cuerpo Santo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso, venido por mar al milagroso modo de un apóstol Santiago, cuya posesión es la envidia de sus vecinos y sempiternos enemigos de Villasanta de la Estrella.

El acontecimiento medular que vincula a los habitantes nativos frente a los godos —es decir, los que vienen de «fuera», los que ocupan el poder, del alcalde al gobernador, el Poncio— es la recurrente repetición desde tiempos medievales de un mismo episodio con diversas variantes (el intento de los castrofortinos de hacer valer su independencia —esto es, su heterodoxia— en cuatro ocasiones distintas a lo largo de la Historia, guiados siempre por un individuo carismático cuyas iniciales siempre han sido J. B., , por mas que en todos los casos la ciudad fuera finalmente tomada por la fuerza, con tropas venidas desde Villasanta). En el siglo XII es el obispo Jerónimo Bermúdez, amigo en París del filósofo Abelardo, sustentador en Castroforte de una herejía que proclama la divinidad del coito y la relación libre entre hombres y mujeres. En 1609, el canónigo Jacobo Balseyro, acusado de nigromancia por la Inquisición, que lidera la sublevación de los navegantes locales. En 1811, el almirante John Ballantyne, un marino irlandés al servicio de Napoleón que ayuda a los castrofortinos en su insólita resistencia contra los ingleses y la Junta Central. En 1873, el vate Joaquín Barrantes, miembro destacado de la Tabla Redonda, el grupo de notables que ha proclamado el cantón independiente.

Todos estos hechos y personajes son evocados desde un presente que se sitúa en un tiempo indeterminado posterior a la guerra civil (los estudiosos señalan los años 50, por determinadas referencias, pero la atmósfera moral y política parece más bien responder a la década de los 40). El catalizador de esos recuerdos (y narrador en primera persona de algunas de sus partes) es un profesor de gramática llamado José Bastida, un galio (un gallego no nativo de Castroforte) represaliado tras la guerra debido a sus ideas republicanas, cuya principal característica es la insignificancia que él mismo (enteco, mal formado, en extremo infortunado) cree que impregna su persona de modo indeleble.

Es en este personaje se simboliza la fuga, el anhelo de escapar de la opresiva realidad (aun sabiendo que el lazo que nos ata con lo real nunca puede ni debe ser soltado del todo). Perseguido, humillado por cualquiera con un mínimo poder sobre él (el canónigo don Acisclo, guardián de la moral; el director del colegio donde tiene su pequeño puesto docente, que lo expulsará a instancias del primero; el dueño de la fonda donde se aloja, que le escatima la comida y asimismo está deseando echarlo), Bastida encuentra protección contra esas adversidades en su diálogo íntimo con diversos avatares de sí mismo (que anticipan su futuro contacto con los J. B. del pasado); en el idioma propio en el que compone su sentida poesía; en el gusto por la erudición de los mitos de su ciudad de adopción; en el amor callado que siente por Julia, la hija de su posadero, que vierte en él las lágrimas de su propio desengaño amoroso). Humilde, noble, dispuesto a la mayor entrega cuando es menester, siempre lúcido pero también demasiado permeable al romanticismo, José Bastida me parece, sin discusión, uno de los personajes mejor trazados y más inolvidables de toda la literatura española.

El rey Arturo, en una miniatura medievalCon todos estos mimbres, Torrente Ballester crea un fascinante mosaico que maravilla por el brillante entrecruzamiento de referencias, episodios y personajes. Como si cada una de sus criaturas implicara a todas las demás, la trama salta de una a otra bajo el impulso de esa necesidad mítica, de esa capacidad de fabulación que tanto asociamos al entorno gallego y a su supuesta herencia céltica. No por nada, la leyenda artúrica se filtra de modo poderoso por sus páginas, primero proporcionando esa atmósfera que funde de modo insoluble el mito y la leyenda y, segundo, inspirando literalmente a muchos de sus personajes. Las fuerzas vivas de Castroforte, en buena medida gracias a la erudición de Bastida, forman una sociedad llamada la Tabla Redonda, con su Rey Artús (el arcaísmo es imprescindible), su Lanzarote y su Merlín, a su vez inspirada en el grupo del mismo nombre al que perteneció el vate Barrantes y que, en 1873, lideró la ya señalada proclamación del cantón independiente.

De hecho, y al igual que, en la Edad Media, un elemento irrenunciable de este mito fue la esperanza en el regreso futuro de ese rey Arturo que, tras su última batalla, ha marchado al sueño mágico de Avalon, también los castrofortinos fundan sus esperanzas en un quinto J. B. que vuelva a guiarlos de nuevo contra la mediocridad venida de fuera. En el presente, son tres los habitantes del pueblo que poseen esas iniciales: Jacinto Barallobre, descendiente del marino que rescató del mar el Santo Cuerpo y detenta el privilegio sobre la Colegiata que lo alberga; Jesualdo Bendaña, a su vez descendiente de la familia que, en las cuatro ocasiones anteriores, lideró las fuerzas invasoras, si bien acabó naturalizándose en Castroforte; y el mismo y pobre José Bastida… La leyenda, además, señala que nada menos que en los próximos idus de marzo, y en función de determinada conjunción estelar, uno de los tres habrá de morir cesáreamente. Y siempre que eso sucedió, en el pasado, fue a consecuencia de una de las hazañas de resistencia que sustentan el mito de Castroforte.

En el fondo, esa (con)fusión entre la Leyenda y la Historia señala que la aspiración fundamental de los castrofortinos (¿de todos los pueblos, de la humanidad entera?) es la proclamación de una esencia que los identifique sobre todas los demás. No digo que Torrente realice una sutil diatriba contra los nacionalismos, porque sería una aspiración demasiado pobre para este torrente de imaginación, sino que es el propio ser humano el eterno aspirante a la trascendencia. Ahora bien, convencido con resignación de su insignificancia personal, aquel busca sumirse en un grupo que sustente la misma pretensión. Y toda identidad, eso sí, necesita al otro para reafirmarse: en La saga/fuga son los godos, pero también los villasantinos, todos implicados en una conspiración en verdad descabellada, la ocultación de que la ciudad fue, en otro tiempo, la capital de una quinta provincia gallega. Es más, la misma existencia de Castroforte es negada por muchos, si bien en Madrid, uno de sus habitantes afirma haber descubierto una oficina (que lleva el dickensiano nombre de Sección de Dispersos Centralizados) que se encarga de tratar, o encubrir, todos los asuntos relacionados con la ciudad.

El joven Torrente y el Torrente anciano¿Acaso esta necesidad de trascendencia no era el mismo impulso que embargaba al propio Torrente Ballester, un escritor que tenía 62 años en el momento de su publicación y que, pese a que una década atrás había obtenido un primer, y único, éxito con la trilogía de Los gozos y las sombras, todavía buscaba su lugar bajo el sol? Quien más, quien menos, recuerda su rostro anciano y muy arrugado, encubierto tras unas gruesas gafas de miope de las de antes. La imagen que de él se perpetuó parecía convertirlo en un hombre que siempre había sido mayor. Sin embargo, su relevancia artística había sido muy temprana, durante la guerra, como uno de los jóvenes intelectuales falangistas del círculo de Dionisio Ridruejo que intentó auspiciar una revolución cultural a su manera que jamás llegó (él mismo vio cómo se prohibía su primera novela, Javier Mariño, en 1943). Durante muchos años, Torrente se dedicó sobre todo a la enseñanza y la crítica literaria, antes de convertirse, por fin, en un escritor conocido con la mencionada trilogía, publicada en tres partes: El señor llega, en 1957; Donde da la vuelta el aire, en 1960; La Pascua triste, en 1962.

Esta obra, sin embargo, no terminó de darle el puesto cimero que esperaba, y ello porque estaba escrita a contracorriente del realismo social y el subsiguiente compromiso literario que entonces parecía obligado en todo autor de prestigio. Su trilogía, en cambio, entroncaba más bien con la gran novela del siglo XIX, gracias al magnífico sentido del psicologismo con que retrataba su excelente galería de personajes y su atinado dibujo social. La saga/fuga de J. B. sí le proporcionó el respeto crítico y, sobre todo, la relevancia cultural que tanto había perseguido. No en vano, este libro sí se incrustaba en la corriente literaria en boga de esos tiempos, la renovación que para las letras había supuesto, primero en el ámbito nacional, el impacto de Tiempo de silencio (1961), de Luis Martín Santos, y después en el ámbito hispánico general, el boom de la literatura latinoamericana.

El primero había tenido continuidad con otras novelas como Volverás a Región (1967), de Juan Benet, o Reivindicación del conde don Julián (1971), de Juan Goytisolo, y de su impacto da fe que incluso algún autor consagrado en las armas del realismo, como Miguel Delibes, no pudiera resistirse a hacer su propia aportación (Parábola del náufrago, de 1970). Ahora bien, si en el ámbito nacional es dudoso que esas novelas tuvieran un gran impacto popular, sí lo tuvo la narrativa venida del otro lado del Atlántico.

Portada de la primera edicion de Cien anos de soledadEn concreto, los especialistas señalan la influencia que en su J. B. tiene Cien años de soledad (1968). Torrente lo negaría, en general, pero a mí me parece incuestionable: la estructura de saga situada en una ciudad imaginaria, el registro narrativo-temporal o el uso de lo maravilloso ya bastarían para acreditarlo, pero sobre todo es cuestión de tono, del uso de los elementos míticos (la plaga de los estorninos que asola el pueblo, y a la que dan fin las lampreas, parece transcurrir antes en Macondo que en Castroforte), el concepto hiperbólico que se da al sexo o a determinadas recurrencias entre lo simbólico y lo grotesco (ese individuo que acaba transitando cada dos por tres por la historia, don Benito Valenzuela, «godo activo y…» lo que sea, arrastrando toda clase de objetos casi como si fueran cadáveres exquisitos). Pero sobre todo, el pulso maestro con que las acciones de los múltiples personajes no pesan en el vacío, sino que acaban siendo piezas imprescindibles en todo el conjunto.

La saga/fuga de J. B., por tanto, es una novela que estaba en la «onda». ¿Cómo negarlo con solo hojear fugazmente sus páginas y encontrar todo lo que ya he señalado en el primer párrafo? Pero es que su lectura en profundidad remarca su propósito de deconstrucción de la ficción: en determinado momento (que no concretaré), uno de los personajes comienza a dialogar con el mismísimo autor acerca del acto supuestamente irreversible que acaba de comenzar, y este, regañándole porque lo considera «feo», cambia el curso de la acción. Total para nada, porque poco después el mismo personaje volverá a repetir el mismo acto, como si los entes de ficción acabaran siempre escapándose de las manos de su creador…

El amante de las ficciones férreas, en las que causas y consecuencias tienen un sentido inconmovible, la narración progresa hacia un fin inevitable y la armonía preestablecida entre sus partes se da por sentada, arquearán las cejas y pensarán que poco sentido tiene leer un novelón de casi 600 páginas cuyo hilo conductor puede quebrarse al pasar cualquier página. Sin embargo, se equivocará. Torrente consigue que esta heterodoxia literaria sea el atributo más consecuente de su historia, no en vano esta se caracteriza por la continua tensión (y distensión) entre lo que debe ser real y lo que tan solo puede haberlo sido (o podrá serlo). Por eso, forma parte imprescindible del rito dramático propuesto por el libro que las acciones apunten diversas posibilidades, sin que por fuerza unas se excluyan a otras, puesto que la historia (con y sin mayúscula) se erige en un vasto palimpsesto en que unas acciones se repiten, otras se imitan y otras, tal vez, no hayan sucedido nunca.

Por otra parte, a Torrente se le nota absolutamente fascinado por el atractivo de su densa historia, y nunca pierde de vista la sustancia de la narración clásica. Por ello, la progresión de la trama siempre es continua, incluso cuando vuelve hacia atrás para situarnos (mediante el ingreso de Bastida en los J. B. del pasado) en aquellos fabulosos episodios a los que tanto se ha referido previamente: es como si hiciera realidad el sueño del lector de querer vivirlos en primera persona.

[Quien no conozca el final de esta genial novela, debe dejar de leer aquí]

Galicia, siempre magica

De hecho, la última parte de la novela (de las tres que lo componen: Manuscrito o quizá monólogo de J(osé) B(astida), ¡Guárdate de los idus de marzo! y Scherzo y fuga) ya no se lee, sino que se devora. Su acción ya se concentra en unas pocas horas, justo en el momento en que esa mágica efeméride sancionada por el mito de Julio César indica la probable resolución del destino de Castroforte, y en ella Torrente funde todos los episodios del pasado (Bastida los recorre a través de los múltiples J. B.) con la inexorable inminencia del momento que dará sentido a la existencia de los J. B. del presente.

Y el final no defrauda. Lo que acaba reivindicando Torrente podrá parecer convencional, pero es la lógica traducción de los anhelos de ese infeliz en busca de la felicidad que es el entrañable Bastida. Después de tanto mito, de tanto presagio, de tanta reconstrucción del pasado o de desentrañamiento del futuro, lo fundamental es lo que nunca puede ser mito sino realidad: el amor (y por supuesto, el sexo). Y ese triunfo lo remarca el único modo que garantiza la felicidad: la huida de ese epicentro del ensimismamiento que es Castroforte del Baralla. Si una de las mágicas ideas afortunadas de la historia es que, en aquellos momentos en que una tribulación ocupa la mente de todos sus habitantes, la ciudad levita literalmente (y es una de las explicaciones «racionales» que se da de su negación: algunos de los que no la encontraron puede que fueran allí en uno de tales instantes), Bastida, disfrutando del calor del cuerpo de Julia en esa mañana de los idus de marzo que para él ha sido de plenitud, siente que el acontecimiento está volviendo a suceder, y quién sabe si ahora para siempre.

Y no lo piensa un instante, porque no necesita más que ponerse una mínima ropa y saltar, con ella, antes de que la ciudad se aleje definitivamente del suelo. El instante le inspira un nuevo poema en su idioma personal, quién sabe si el último ahora que ya tiene con quien compartir su soledad. Y el texto final de Torrente está a la altura del famosísimo de la novela de García Márquez: «Cuando se levantaron [Bastida y Julia, tras dar el salto], riendo todavía, pero ya un poco serios, Castroforte parecía una nube lejana, donde quizás el Rey Artús empezase a proponer al pueblo la proclamación inmediata, definitiva, del Cantón Independiente, hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso».

La imagen mas conocida de Torrente Ballester, anciano y con cristales de culo de botella

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a La saga/fuga de J. B.: el Único y el Múltiple

  1. Grego Guerrero Jiménez dijo:

    Iba a escribir un comentario más sesudo aquí, pero… ¿Berto Romero?

  2. Gracias por este texto. Tengo el libro ahí pendiente para su lectura.

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