Las claves Las novelas
Hay una expresión que siempre me ha parecido un estereotipo difícil de justificar: la del escritor de raza. Sin embargo, no sé por qué, sale sola de mi pluma (bueno, de mi teclado) cuando comienzo a escribir sobre Emilio Salgari. Y es que no cabe duda: se trata de un autor que escribía de manera atropellada, que es dudoso que alguna vez revisara lo que escribía, por lo que su historias carecen de estructura, de tal modo que acaban haciéndose repetitivas, sin un desarrollo modulado y que para colmo las concluye del modo más abrupto y casi inesperado, como si de pronto advirtiera que el límite de páginas que tenía establecido por libro está a punto de ser rebasado. Ahora bien, como decía bien Alfredo Lara en un artículo dedicado a las películas inspiradas por el veronés1: «imaginaba en su fantasía desmesurada las historias que uno quiere oír, leer, conocer». Empezar un libro de Salgari (vale casi cualquiera) es precipitarse de pronto en un espacio lejano y exótico que, sin embargo, a la segunda página ya nos resulta el lugar más familiar del mundo, y asistir a una peripecia trepidante a más no poder en la que se nos lleva de la mano sin que nos detengamos mucho a pensar qué diablos está pasando. Narración en estado puro, la propia, retorno ahora a mi afirmación, de un hombre que vivía para escribir tanto como escribía para vivir, que rellenó miles de páginas y publicó e inspiró una cantidad tan colosal de libros que todavía hoy resulta difícil distinguir los originales suyos de los apócrifos. Y no se me ocurre mejor ejemplo para penetrar en su sugestivo mundo literario que el ciclo aventurero que dedicó al más famoso personaje surgido de su imaginación: Sandokán, el Tigre de la Malasia.
Son muchas las generaciones que han leído a Salgari, pero quizá la última en haberlo tenido como lectura normal es la mía, la que conoció al personaje por la famosa serie italiana que hizo una efímera estrella del actor indio Kabir Bedi. De hecho, la lectura del ciclo nos reveló que la serie se basaba tan solo en su primer título (y con libertad: el villano James Brooke, rajá blanco de Sarawak —personaje de existencia real, por cierto— está tomado del tercer libro) y que Mariana, su amada, no aparecía en más novela que esa inaugural. Por cierto que de la serie habremos olvidado casi todo, o querido olvidarlo (la escena en que Sandokán sajaba el vientre del tigre que acecha a su amada nos sobrecogió de pequeños y hoy la descarada transparencia nos provoca una sonrisa), pero de seguro que pocos hemos olvidado su canción, con aquella letra extravagante y fabulosa que adaptaron sus mismos autores italianos, los hermanos De Angelis: «Corre sangre por las venas y un gran viento en la noche cálida se alzará / Sandokaaán, Sandokaaán, luz del sol que la fuerza me da / Sandokaaán, Sandokaaán, dame fuerza de día y de noche el valor llegará…».
El escenario propio de las aventuras de Sandokán es la isla de Borneo, entonces (como ahora) dividida entre varios poderes, unos autóctonos (el sultanato de Varauni, hoy Brunei, tan hostil para el pirata) y otros alógenos (por el intrusismo imperialista europeo, sobre todo por parte de ingleses y holandeses). Quien busque en los mapas la isla de Mompracem, hogar del pirata, no la encontrará: es un espacio inventado por Salgari, si bien alguna teoría señala que el escritor utilizó fuentes hoy apenas disponibles tanto para los escenarios como para el mismo personaje central2. En el primer libro se nos dice que fue el joven rajá de un pequeño principado de Borneo, injustamente despojado por un ambicioso rival con la ayuda de los siempre odiados ingleses, destronamiento que costó la vida de su madre y sus hermanos (en un episodio avanzado se cambiará la versión, algo habitual en Salgari, señalándose que el destronado fue su propio padre). Los proscritos y descontentos del territorio (en especial, los malayos, pues los feroces dayakos, los indígenas cazadores de cabezas de la selva borneana, tan pronto son amigos como enemigos) se han unido bajo su férula, guardándole una fidelidad hasta la muerte. Y es fácil morir a su servicio: a Salgari no le temblaba el pulso a la hora de matar tigres de Mompracem, no en vano en el ciclo las derrotas son mucho más numerosas que las victorias.
El más firme apoyo de Sandokán es su incondicional camarada Yáñez de Gomera, portugués pese a la isla canaria que le proporciona el sobrenombre (¿o es apellido?). Es curioso que de Yáñez nunca lleguemos a saber nada, salvo leves referencias a un pasado agitado en distintos lugares de Asia, por ejemplo en la India. Sin embargo, leyendo el ciclo es fácil advertir que, de los dos personajes, y tal vez porque Sandokán le resultara demasiado sublime, el escritor sintió mayor predilección por el luso. Yáñez destila familiaridad: con su eterno cigarrillo en los labios, su socarronería flemática, más propia de un inglés que de un latino (o de un ibérico), y su capacidad para templar el temerario arrojo del Tigre, el portugués recibe muchas veces mayor atención que aquel, hasta el punto de merecer, en ocasiones, bastantes más páginas. Y no debe olvidarse que, si el escritor no dudó en arrebatarle al Tigre su amada Mariana, en cambio a Yáñez lo recompensó con un amor para toda la vida, el de la bella Surama, si menos sublime al menos más tierno y permanente, que acabaría además proporcionándole nada menos que un principado en la India y un hijo ya en su madurez.
El ciclo de Sandokán fue iniciado en 1883 y no concluyó con la muerte del escritor en 1911 (por suicidio), pues este no solo dejó tres volúmenes que se publicaron de forma póstuma sino que sus editores, por acuerdo con la familia, publicarían unos cuantos más que llevarían su firma pero serían escritos por otros autores, algo que sucedería con otros de sus personajes (el Corsario Negro, por ejemplo). El canónico está formado por once novelas (aunque habría que matizarlo: las últimas bien pueden ser una sola dividida en varias entregas). Los primeros títulos fueron publicados por entregas, forma editorial que practicaron buena parte de los escritores del siglo y no solo los de aventuras: el caso más famoso es el de Charles Dickens. Tiempo después, esas historias aparecían en el formato de libro, por lo común con diversos cambios, a modo de lo que hoy llamaríamos «edición definitiva» (por ejemplo, es lo que sucede con la emblemática novela La isla del tesoro, y con tantas otras).
Así, la historia fundacional, hoy conocida como Los tigres de Mompracem, vio la luz primero en una revista bajo el título de El tigre de la Malasia, entre 1883 y 1884, y todavía volvería a aparecer en distintas publicaciones, siempre bajo el mismo sistema de entregas, hasta que en 1900 saliera en forma de libro, a cargo del editor de la mayor parte de sus éxitos, Antonio Donath, que es el que hoy sirve de base a todas las ediciones. Eso sí, para mayor confusión, muchas editoriales, por lo menos en el ámbito hispano, se encargaban además de dividir la novela original en dos partes, como si fueran distintas (lógicamente, las ganancias así eran superiores). Por ello, esta primera novela ha aparecido en ocasiones como Sandokán y La mujer del pirata. Esta práctica detestable y confusa sería repetida con otros capítulos del ciclo, como por ejemplo el cuarto, Los dos tigres, muchas veces dividido en Los estranguladores y Los dos rivales.
El ciclo de Sandokán es también conocido como ciclo indo-malayo por la importancia que en el devenir de la historia tienen diversos personajes, tanto amigos como enemigos, y escenarios de la India. La razón estriba en otra novela, Los misterios de la jungla negra, independiente de los piratas de Mompracem en el momento de su publicación (por entregas, en 1887), que transcurre en Bengala y narra el enfrentamiento de un humilde cazador de serpientes llamado Tremal-Naik contra los célebres thugs, los estranguladores, por el amor de una joven inglesa llamada Ada Corishant. En 1891 Salgari daba a la luz Los piratas de Malasia, que unía a los personajes de las dos previas novelas. El marco de acogida era el mundo de Sandokán, mas Tremal-Naik y su fiel sirviente Kammamuri se convertirían en personajes fijos del ciclo, fundamentales incluso por cuanto el motor argumental de las siguientes novelas (Los dos tigres, de 1904, y El Rey del Mar, del mismo año) se fundamentaría en el auxilio que el Tigre de la Malasia corre a prestar a sus amigos indios. Y las restantes novelas irían fluctuando del escenario malayo al indio sin el menor problema.
Es de admirar la facilidad que siempre tuvo Salgari para situar al lector en el punto de vista de sus héroes. Y como buena parte de estos son proscritos del mundo civilizado, y con frecuencia ni siquiera europeos o blancos (verbigracia, Sandokán), llama la atención el aroma anti-imperialista que destila su obra, un aire (no me gusta decir mensaje) que además destaca por su naturalidad: no está determinado por la mala conciencia burguesa, o por el aburrido peso de la concienciación (o corrección, táchese lo que se prefiera) política, sino que surge sencillamente porque Salgari no sabía hacer otra cosa que compartir el credo de sus personajes, es decir, fundirse con ellos, al menos mientras se ocupaba en contarnos sus aventuras.
Ahora bien, lo divertido, como apunta muy bien Fernando Savater en el capítulo que dedicó al héroe en su todavía imprescindible La infancia recuperada (1976), es que Sandokán nada tiene de caballero demócrata. Bien al contrario, y por mucho que se subraye siempre su humanitarismo y sea incapaz de ensañarse con el rival ya derrotado, es un déspota: un déspota oriental en el sentido exacto del término, educado para ser obedecido y no para obedecer, y casi ni para pedir consejo, salvo a su buen amigo Yáñez. Leyendo la saga del Tigre de la Malasia, uno tiene bien claro qué es lo peor del mundo: ser uno de sus fieles tigres, pues lo normal para estos es morir solo porque su líder los empuja a la muerte sin mayores explicaciones. Uno no se explica cómo Sandokán puede seguir manteniendo un cortejo nutrido de seguidores, puesto que en casi cada novela pueden perecer decenas de ellos, a veces más.
Lo señalaba en el párrafo introductorio: los defectos de Salgari son tantos que por fuerza no debiera ser buen escritor. Y sin embargo, sus libros se leen con devoción, mucho más allá del fácil entretenimiento: las ficciones que sirven solo para pasar el rato, hay que recordarlo, no admiten la relectura. Salgari, doy fe de ello, se lee a los doce, a los treinta y a los cincuenta años.
En otros artículos he señalado, y no habré sido el primero, que el veronés fue un escritor proto-pulp. Como los grandes de la literatura popular estadounidense de la primera mitad del siglo XX, Salgari escribió sin parar, acuciado por la necesidad de dar salida a sus narraciones sin la menor reflexión, seguramente sin la menor corrección, lo cual explica las repeticiones, los olvidos y la falta de una mínima estructuración. No se le puede comparar con los grandes de su época, con los Verne, Stevenson o Conan Doyle. Muchas veces se ha citado al primero a modo de pareja natural del italiano. Por ejemplo, Salgari (seguramente para asemejarse al francés, que era el referente del tipo de aventura que él abordaba) también gustaba de añadir detalles de la fauna y la flora, de la botánica y de la antropología. La diferencia, sin embargo, es notable. Mientras que Verne construye toda una poética, racionalmente lírica o líricamente racional, de la geografía, que es fundamental en sus relatos (cuyos temas, recuérdese, giran acerca del dominio de la naturaleza por el hombre), las referencias de Salgari tiene como función crear «ambiente» y son evidentes interpolaciones extraídas de las enciclopedias de donde este hombre, que nada viajó más allá de su pequeño entorno mediterráneo, extraía su aparente dominio de los rincones más lejanos.
Por otra parte, las ingenuidades de Salgari difícilmente se encontrarán en sus compañeros de la edad gloriosa del género de aventuras. (Como mucho, en la obra de un escritor coetáneo, popularísimo también pero este más olvidado fuera de su tierra natal, el alemán Karl May, a quien también podría incluírsele entre los precursores del pulp.) Es de destacar algunas de aquellas, comenzando por el hecho de que sus héroes serán valientes a rabiar, pero no parecen en exceso perspicaces (sus rivales tampoco, en esto la ecuanimidad es completa). Es fácil que sean engañados por algún traidor cuyas arteras intenciones el lector las ve venir desde que entran en acción, o que ellos mismos cometan imprudencias indignas de estrategas de su supuesta talla. Así, en uno de los capítulos iniciales de A la conquista de un imperio, sexta novela del ciclo, Sandokán, Yáñez y sus diez leales, buscando una valiosa reliquia hindú, penetran en la cripta secreta de una pagoda a la que se accede alzando una enorme piedra… y no se preocupan en dejar algún hombre atrás para evitar que suceda lo que está claro que sucederá: que cuando se disponen a salir descubren que han sido encerrados en el subterráneo. Añado otra ingenuidad que me resulta descacharrante: la debilidad del autor por poner títulos a los capítulos que desvelan lo que va a suceder en ellos, a modo de muy modernos spoilers.
Salgari fue un narrador vehemente, nada amigo de las pausas ni mucho menos de esa introspección psicológica que se tiene por la principal característica de la literatura del siglo XIX, al que él pertenece por mucho que se proyectara también sobre el siguiente. Sus personajes no evolucionan en ese sentido lo más mínimo a lo largo de los veinticinco años que, en la realidad y la ficción, atraviesa su ciclo. Del mismo modo, un crítico «serio» no lo llamaría estilista, lo que es un error: hasta el escritor más mediocre tiene un estilo. Y el de Salgari consistió en agilizar todo lo posible la narración, otorgando prioridad absoluta al diálogo (incluso en medio de la acción más trepidante) y haciendo que uno y otra sean lo que caracterice a sus personajes y cree la atmósfera. Y no se olvide: el buen escritor es siempre convincente: sabe convertir su ficción en realidad mientras lo leemos. En este sentido, Salgari fue un maestro, por cuanto muchas veces la sombra del delirio, de la acumulación más insensata, del giro argumental más delirante, amenaza con romper la magia y, sin embargo, rara vez sucede.
Volviendo al pulp, el parangón más evidente que debemos citar, el hombre a quien el italiano presagia, es el genial Robert E. Howard, con el que comparte múltiples vínculos, alguno tan estremecedor como el hecho de que ambos acabaran suicidándose, dejando un vacío creativo irrecuperable. Los dos amaron a los héroes de una pieza, sin complicaciones psicológicas, que se definen antes por la acción que por la reflexión (la cual, para ellos, suele ser bastante molesta). Los dos se complacieron en situarlos en espacios exóticos (Howard, en espacios y tiempos exóticos). Comprendieron bien que la clave de una ficción, sin la cual lo demás es secundario, es hacer que el lector siempre desee saber qué va a pasar a continuación: y ellos obligan a pasar la siguiente página con ansiedad. Jugaron a su favor con el concepto del mercado popular, dándole al público lo que estos deseaban: multiplicando las aventuras de los personajes predilectos de las masas, Sandokán o el Corsario Negro en un caso, Conan o Solomon Kane en otro.
Pero por encima de todos, en ambos brilla con luz propia un concepto que es el que les permite superar la prueba del tiempo, el que consigue que sus ficciones sean mucho más que un espectáculo narrativo que se agota con la reiteración. La palabra que lo define es italiana, pero los lectores de Howard lo entenderán bien: la terribilità. Alfredo Lara y Fernando Savater lo han dicho: es el fuego interior que devora a sus personajes, sobre todo a Sandokán en el caso de Salgari, que los arrastra más allá del mero empeño racional, haciéndolos capaces de sacrificar todo, al deseo de satisfacer un fatum que no se puede explicar, pero que se puede comprender. Para Salgari, en sus mejores momentos, es el amor.
La relectura del primer libro de Sandokán, Los tigres de Mompracem, a poco que se piense, causa asombro. Cuando lo lógico es esperar que el escritor, antes que nada, vaya a dedicar el espacio debido a plasmar la naturaleza aventurera y libertaria del héroe, a describir su entorno y exponer su lucha indomable, lo que hace es afirmar que la única obsesión presente del Tigre es una muchacha blanca, Mariana Guillonk, conocida como la Perla de Labuán, a la que nunca ha visto pero que lo ha hechizado a distancia, hasta tal punto que se dirige a la isla de este nombre, poniendo en peligro barcos y hombres (los cuales, claro, se perderán) con tal de satisfacer su necesidad de verla. Y tan pronto la ve se apodera de él una pasión tan salvaje como la que él inspira en ella, y todo pasa a ser secundario salvo conseguirla y llevársela a su isla. Es más, obtendrá lo que se propone pero será a costa de perder Mompracem en manos de sus rivales. Nuevo asombro, por tanto: la primera aventura de ese guerrero supuestamente excepcional es la crónica de una derrota.
Ahora bien, en Los misterios de la jungla negra Salgari incluso superaría la fulgurante atmósfera de pasión borrascosa. Esta magnífica novela, cuyo dominio del escenario es impresionante, supone, en el fondo, una reelaboración del mismo planteamiento de Los tigres de Mompracem: el amor arrebatado que siente un hombre (también oriental, pero en este caso indio) por una muchacha (blanca, como Mariana) de la que se enamora nada más verla y por quien está dispuesto a enfrentarse a los mayores peligros, tanto físicos como morales. Ahora bien, Salgari añade un matiz tan rico como estremecedor. Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra, primero combate a muerte a los thugs para rescatar de sus garras a la joven Ada, mas después no dudará en convertirse en asesino a sus órdenes cuando no le queda otra salida si quiere volver a verla con vida. Admirablemente, Salgari no juzga a su personaje: con sencillez, describe todos sus actos con la misma convicción objetiva, dejando desnudo al lector frente al personaje, y aquel se descubre identificado tanto cuando el protagonista se empeña en enfrentarse él solo al ejército de asesinos, como cuando ahora, unido a estos, utiliza todo su valor e inteligencia (dejándose llevar por la rabia cuando algo se interpone en sus designios) en su intento de acabar con el gran enemigo de los estranguladores, el capitán inglés MacPherson. Para mayor aliento trágico, ignora que este hombre es el padre de su amada, que lleva años buscándola y que por eso ha declarado la guerra sin cuartel a los thugs. Eso es terribilità.
Hablaba líneas arriba de que entre la primera y la última de las historias transcurre al menos un cuarto de siglo, como indican las descripciones físicas de unos cabellos que se van encaneciendo, si bien el vigor y la intrepidez nunca se pierden. Ahora bien: para Salgari, los rasgos crepusculares no existen. Lo decía bien Savater: su gesta es luminosa y solar.
Por tanto, y retomando las palabras del español, que me siguen entusiasmando tanto como cuando leí su encomio del personaje, el primero que encontré sobre él, volvamos a sumirnos en la jungla impenetrable, donde nos amenazan el peligro de los dayakos y sus dardos envenenados y acecha el templo de Kali y los siniestros estranguladores. «Mas ¡fuera miedo!, tenemos al lado al sereno y astuto Yáñez de Gomera, hermano de armas; nos cubren las espaldas Tremal-Naik y el enorme Sambigliong, junto con todos los tigrecitos malayos dispuestos a dejarse matar sonriendo por su Tigre. ¿Recompensa? No hay más recompensa que la aventura misma: pero la aventura es Mariana…». ¿Cómo no volver a Salgari?
1 Lara, Alfredo: Sandokán, Ventimiglia y otros. Emilio Salgari en el cine, artículo contenido en el libro «Bolsilibro & Cinema Bis», coordinado por Javier G. Romero (Siero, Asturias, 2012).
2 En su artículo Sandokan of Malludu. The Historical Background of a Novel Cycle set in Borneo by the Italian Author Emilio Salgari (en la revista Archipel, nº 55: se puede consultar en la red), la especialista Bianca Maria Gerlich da cuenta de la inspiración de Salgari en el episodio equivalente de un gobernante real, Syarif Osman, destronado de su pequeño reino por una alianza entre el soberano de Brunei y los ingleses. Es más, afirma que un consejero de aquel tenía el nombre de Sandakan, que por otra parte es el de un topónimo muy real, el de una localidad de la costa noreste de Borneo.
La saga de Sandokán, sobre la que pretendo escribir deteniéndome en cada uno de sus títulos, está compuesta por los siguientes episodios. La doble fecha, en su caso, es la de la publicación inicial por entregas y por último la de su edición en libro. A partir del octavo, ya vieron la luz directamente en forma de volumen. Algunos títulos poseen diversas variantes, y además fueron publicados, en español, en varios tomos, lo que detallaré en esos artículos.
1. Los tigres de Mompracem (1883-84, 1900).
2. Los misterios de la jungla negra (1887, 1895).
3. Los piratas de Malasia (1891-92, 1902).
4. Los dos tigres (1904)
5. El Rey del Mar (1906).
6. A la conquista de un imperio (1907).
7. El desquite de Sandokán (1907).
8. La reconquista de Mompracem (1908).
9. El falso bracmán (1911).
10. La caída de un imperio (1911).
11. El desquite de Yáñez (1913)
Por añadir una nueva semejanza entre Salgari y Howard, muchos han señalado las similitudes entre la novela «El capitán Tormenta» y el relato «La sombra del buitre»: una muchacha pelirroja que adopta la vestimenta masculina y combate en una ciudad sitiada por las tropas turcas, durante el siglo XVI. Aunque también se apunta que es improbable que el tejano hubiese leído alguna vez al veronés.
De todos modos, también cabe decir que en Italia se considera a Luigi Motta como el más destacado heredero de Salgari, incluso algunos lo consideran superior, por más que en España sea prácticamente desconocido.
https://es.wikipedia.org/wiki/Luigi_Motta
Un saludo.
De modo consciente, o producto de nuestras propias lecturas y la facilidad con que encontramos endogamias, los vínculos entre los autores pulp y la generación aventurera del XIX-principios del XX afloran con naturalidad, solo que entre Howard y Salgari es muy evidente. No conocía a Luigi Motta, y en mis primeras búsquedas veo que las últimas ediciones de este escritor son muy remotas. ¡Gracias por la información, Alfredo!
Acabo de encontrar este blog y tengo que decirte, José Miguel, que eres ¡¡MI HERMANO!!. Tranquilo, no de sangre, ni siquiera de leche, pero todo lo que me parece hermoso y emocionante de este mundo está en este blog. Gracias y gracias. Creo que me quedan muchas horas de disfrute leyéndote. Un abrazo
Evidentemente, muchas gracias por tan emotivo comentario, porque son ellos los que hacen que siga adelante con el blog: buscando lectores con los que compartir maravillas de la ficción y, por qué no, ayudarles a descubrir otras nuevas. Un abrazo muy muy fuerte, David, y por supuesto ¡viva la fraternidad, en el grado que sea!
Como siempre, articulazo. Me has hecho volver a caminar por las junglas, de la mano de Sandokan y su destino. Un genio, Don Emilio, con todos los defectos que se quiera, pero con una llama de autenticidad que ya quisieran muchos para sí. Esperaré con ansiedad tus restantes artículos sobre la saga. Muchisimas gracias. Comparto en F, mencionándote, pues son varios los aficionados al pulp con los que mantengo contacto y a quienes interesará mucho este aporte. Gracias, de nuevo. Alvaro
Muchísimas gracias, Álvaro, tanto por tus elogios a mi artículo como por la difusión. En cuanto a Salgari, en efecto, qué mejor prueba que él de que la perfección no es necesaria si se cuenta con la pasión y la intensidad narrativa (y los personajes, claro). Espero ir completando en próximas semanas mi acercamiento a los libros, y que tú los recibas con la misma generosidad.
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