En esas ocasiones en que alguien me pregunta cuál es la mejor película de la historia del cine, y yo hago como que creo que pueda haber respuesta a esa cuestión, no vacilo en señalar que se trata de El manantial (1949). No sé si lo es, aclaro, pero no hay película que me provoque tanto cada vez que la veo. Es una película que no se deja ver en paz; que solo admite contemplarla en estado de enervación. En teoría, y utilizando como elemento conductor el enfrentamiento de un arquitecto que proclama orgulloso su independencia artística frente a las convenciones estéticas de su época, efectúa una apología de la libertad personal de modo tan extremo que la orgullosa independencia de su personaje central acaba lindando con la pura egolatría. A poco que se reflexione, su argumento, el dibujo de los personajes y el desarrollo de la acción están construidos sobre un cúmulo tal de inverosimilitudes que lo normal es que hubieran conducido a la película al terreno del puro ridículo. El triunfo del film radica en que en ningún momento pretende jugar sus cartas en el terreno del realismo, sino en el de la pura abstracción. Por mucho que su protagonista lo proclame una y otra vez, El manantial no trata de la libertad en términos concretos sino de la búsqueda del Absoluto. Y esa búsqueda no la hace el personaje central (él es asumidamente absoluto) sino quienes lo rodean, los únicos tres seres capaces de medirse con él: la mujer que lo ama, el hombre que intenta ser su amigo y el antagonista que intenta destruirlo porque lo sabe incorruptible. Y esa forma de asumir en imágenes esa búsqueda sin caer en lo ridículo, de conseguir esa abstracción sin incurrir en la trivialidad de lo concreto, requería de una capacidad narrativa a la altura de tan ambiciosa intención: requería de unos creadores capaces de tensar hasta el límite las posibilidades del relato mediante un sentido genial de la síntesis y de la expresión del máximo de sugerencias emocionales y soluciones narrativas en el mínimo espacio.
Son muchos los responsables del resultado de este film, comenzando por ejemplo por la autora de la historia en que se basa, la exiliada rusa Ayn Rand, y no en su condición de autora del libro original (no ya mediocre, sino insoportable) sino porque, exigiendo absoluta responsabilidad como adaptadora del mismo, no dudó en concentrar sus más de 700 páginas, abundantes en las digresiones propias de quien se toma todo el tiempo del mundo para expresar sus ideas sin rendir cuentas a nadie, en un guion espléndido, que destaca por una increíble concisión de conceptos y personajes.
Habría que hablar, por supuesto, de un reparto en estado de gracia, o de un director de fotografía formidable, Robert Burks, que no necesita enfatizar nunca las luces para crear la atmósfera necesaria, no por nada enseguida se convertiría en el iluminador favorito de Hitchcock, o de un músico, Max Steiner, que compuso un tema central indudablemente altisonante, que suena una y otra vez amenazando con hacerse cansino o cargante, pero que consigue transmitir a las imágenes la obsesión sonora que estas requieren.
Ahora bien, el responsable principal que obra el prodigio de hace que una historia tan peligrosa se convierta en la fascinante sinfonía abstracta que es tiene un nombre, y es el de su director, King Vidor, uno de los grandes creadores del cine. Si una de las aportaciones funda-mentales de Hollywood a la narración visual fue la economía narrativa, la capacidad para sugerir el máximo con el mínimo de elementos, El manantial seguramente sea uno de sus ejemplos emblemáticos (no dudo que hoy, con el mismo guion incluso, un remake se iría las cuatro horas). Estamos ante una película en la que cada plano informa o sugiere, define o relata, sin perder el tiempo en nada que no sea absolutamente necesario, uniendo de modo genial una escena con otra, encadenando momentos que aportan nuevos datos a lo que acaba de contarse. Y todo ello con un sentido expresivo que no proporciona un momento de respiro al espectador, sumergiéndolo en una paranoia narrativa ante la que no encuentra protección: de ahí que diga que, quien acabe cayendo atrapado por ella, solo podrá contemplarla en estado de enervación. Afortunado, en cierto sentido, quien sea inmune a su hechizo, porque no tendrá que medir el resto de obras de ficción del arte por el altísimo listón que supone la narración de esta.
El mejor ejemplo es su inicio, para mí, y aquí sí que no quiero refugiarme en ningún relativismo, el mejor inicio de toda la historia del cine. Se trata de la presentación de su personaje protagonista, consistente en tres planos que repiten la misma composición, con aquel de espaldas y en penumbra, en el espacio más cercano al espectador (el propósito de identificación entre uno y otro es evidente), sin que veamos su rostro y sin que hable o se mueva puesto que quien lo hace es su interlocutor. Tres planos. En el primero, el hombre de espaldas está siendo expulsado de su facultad: el decano le reprocha su carencia de respeto por los clásicos, su petulante búsqueda de vanguardismo, y dictamina que nunca será arquitecto. En el segundo, su compañero de facultad (Peter Keating, quien luego, a lo largo de la película, será la personificación del arquitecto mediocre y servil, el doble negativo del protagonista) le reprocha, suavemente, casi temiendo despertar su ira, la ausencia de cualquier sentido del compromiso en su carácter. En el tercero, un viejo arquitecto, Henry Cameron (al que en la previa escena, Keating ha puesto de ejemplo ante su amigo como un hombre acabado precisamente por su rechazo de todo compromiso artístico), a la vista de los planos y dibujos que le ha presentado para pedirle trabajo, le recrimina acerbamente su petulancia por querer ser un mártir por ser fiel a sus principios, que es lo que, le dice, sucederá inexorablemente si, como él, no cede ante los demás. Al final de su discurso, Cameron suaviza el tono y le indica que empieza a trabajar con él desde el día siguiente. Entonces le pregunta su nombre, y es cuando el plano cambia al hombre que ya está en la puerta del despacho y, mostrando su alargada figura (enfatizando esa orgullosa individualidad que será su sello), el protagonista da su nombre: Howard Roark.
¡Tarda más en ser escrito y leído de lo que dura en pantalla! Desde ese arranque, en que se dedica al personaje un solo plano y se le deja hablar una sola vez, nada más necesitamos saber acerca del mismo, porque cuanto hará en el resto de la historia es mera confirmación de lo que los otros ya han expresado de él. Es por eso que señalaba que no es Roark quien busca el Absoluto porque él ya lo posee: él ya lo es. Son los demás personajes quienes, ante el supremo reto que supone relacionarse con él (cada uno a su manera), deben reaccionar en consonancia. Y buen ejemplo de esa formidable paranoia narrativa es el modo en que presenta a los demás personajes centrales, encadenándolos unos a otros de modo sucesivo, en especial a la mujer que Roark amará y al hombre que creerá estar a su altura.
Recapitulemos antes de hablar del formidable juego dramático entre los personajes. Haciendo honor a lo que de él se ha dicho en ese prólogo, Howard Roark emprende una carrera por completo al margen de las convenciones estéticas de la época, lo cual parece condenarlo al ostracismo, pues se niega a realizar la mínima transacción de ideas con aquellos interesados en emplear sus servicios, y en efecto, la Sociedad —las mayúsculas son imprescindibles, puesto que hablamos de un concepto— intentará no ya marginarlo sino destruirlo, porque, como dirá el personaje que actúa como portavoz de la misma y antagonista principal, Toohey: «un hombre más capaz que los demás insulta a sus semejantes». Ayn Rand se inspiró, se ha dicho mil veces, en Frank Lloyd Wright y el famoso principio artístico que expresa Roark («cada casa tiene su propia personalidad, como cada cuerpo humano») bien podría haber salido de labios de aquel. Roark considera que el cliente, que por no ser creador solo tiene derecho a aceptar cuanto diga alguien que sí lo es, debe aceptar sus proyectos tal y como son. Si esto no va a suceder, se niega a trabajar para él; si el proyecto es terminado pero sufre una desvirtuación que él no puede evitar, sencillamente lo destruye. De hecho, el clímax de la historia será el juicio a que es sometido por volar el proyecto de viviendas sociales (por supuesto, esta noble finalidad será utilizada por sus denunciantes para denigrar aún más su acto) cuyo diseño había sido desvirtuado por sus promotores.
En su empresa, Roark solo encontrará a tres seres a su altura: Dominique Francon, la mujer a la que ama y que lo ama locamente pero se niega a asistir en primera persona al destino que ella considera inevitable, el de su aplastamiento por una sociedad que odia todo lo que es firme y noble y creativo; Gail Wynand, el magnate de la prensa hecho a sí mismo que cree manejar como quiere a esas masas de infelices de entre las que él mismo emergió a través de su periódico sensacionalista, el Banner, y que encuentra en Roark el estímulo que no creía posible de hacer algo digno: inevitablemente, será quien se case con Dominique; y por último, Ellsworth Toohey, el crítico de arte del Banner que no tardará en manifestarse como el genio malo cuyo gran objeto será la manipulación de las fuerzas vivas de la sociedad para obligar a Roark a doblar la espalda y, si no, a destruirlo.
No puede eludirse, ya lo he dicho, el contenido altamente resbaladizo del que partía El manantial, película, y que no es otro que El manantial, libro. Ayn Rand (1905-1922) había nacido en San Petersburgo y conoció bien la Revolución Rusa antes de emigrar a Estados Unidos a mediados de los años 20. No extraña, claro, que se convirtiera en una de las grandes defensoras del american way of life o del capitalismo como impulsor del progreso del hombre. Rand, a la que solo puedo juzgar por este libro concreto y que, después de haber estado un tanto olvidada, parece que resurge de nuevo en la atención editorial, defendió con pasión sus ideas sobre la libertad, convirtiendo esta no ya en un ídolo absoluto a través de un concepto como mínimo resbaladizo puesto que puede interpretarse de varias maneras, no todas ellas agradables —lo cual se deja entrever en las imágenes de la película—, comenzando por ese concepto de egoísmo creativo que ha de guiar al hombre verdaderamente libre.
Esta idea, a la que Rand dedicó toda una filosofía (que llamó objetivismo), la expresa en su libro, y por tanto en la película, a través del discurso que Howard Roark efectúa ante el jurado a modo no de justificación de su voladura (un hombre como él no necesita jamás justificarse) sino de explicación de sus actos para tratar de provocar una catarsis en el oyente (cosa que consigue: por increíble que parezca, conociendo el desarrollo previo del caso en que TODA la sociedad ha estado contra él, será absuelto). El discurso, leído dentro de un guion, es insidiosamente ambiguo, pero en imágenes, con todo el talento de Vidor para comunicar el crescendo pasional con que va siendo escuchado, y encarnado en el inolvidable actor Gary Cooper, es contagioso. Milagros del arte y del ser humano: en función del mecanismo bajo el que se pronuncia, un mismo mensaje puede provocar dos efectos muy diferentes.
El guion que entregó Ayn Rand a Vidor, por tanto, conduce la historia bajo un mensaje muy simple: un panfleto contra el gregarismo, esto es, contra el colectivismo, esto es, contra el comunismo (aunque esta palabra no necesita pronunciarse dentro de la historia). Rand reduce la humanidad a borregos o a creadores insobornables, convirtiendo estas dos categorías en antagónicas, sin más solución que la absoluta claudicación de los primeros, que son legión, ante los segundos, que son pocos y elegidos. Aunque no me gusta la facilidad con que se utiliza este término, no me extraña que, en su época y después, se haya hablado de fascismo en su retrato del tipo carismático e infalible que representa Howard Roark.
Pero, repito también, he aquí la magia de la película. La misma Rand proporciona una ayuda fundamental contra sí misma al ofrecer un guion tan condensado en ideas que permite que estas queden adecuadamente desnudadas de sus implicaciones más equívocas para convertirse en arquetipos eternos que potencian su lado más abstracto y eluden sus sugerencias más sombrías. A partir de aquí, solo queda rendirse al extraordinario juego dramático que proporcionan esos personajes tan extremos y absolutos.
Parece ser que también se debe a Rand la insistencia en darle el papel central a Gary Cooper. Con casi cualquier otro actor —y Vidor había propuesto a Humphrey Bogart, ahora inimaginable en el papel— el personaje habría carecido de la nobleza químicamente pura con que el actor salva a Roark de ser el inhumano superhombre nietzscheano del libro. Aun así, la proverbial sobriedad del actor, ayudada por esa dicción un tanto seca y parsimoniosa que era uno de sus sellos, no puede evitar provocarnos la impresión de que estamos ante una criatura que no puede medirse con los parámetros del ser humano corriente. Dicho de otro modo: a ratos, aun de modo fugaz, Gary Cooper no puede evitar asustarme.
Frente a él, y por obvias necesidades de equilibrio dramático, se sitúa un personaje femenino no menos extremo. Su misma presentación (que la propia Rand ideó para la pantalla) es tan memorable como la de Roark. Se trata de un plano que la muestra ante una ventana, con una estatuilla de aire helénico en las manos, que enseguida arroja por la misma con el rostro embargado por una profunda revulsión interior. La llegada inmediata de Gail Wynand —el encadenamiento es genial: los tres personajes «satélites» de Roark están unidos en escenas diferentes a menos de un minuto entre ellas, y cada uno conduce hasta el otro, de Toohey al editor hasta llegar a la muchacha, que es columnista de arquitectura en el Banner— sirve para justificar este acto: estaba comenzando a amar demasiado la belleza de esa estatuta y ella ha decido que un mundo tan horrible como este no merece que entreguemos nuestro amor a nada bello (por supuesto, esta declaración basta para fascinar a alguien como Wynand, a quien atrae fácilmente lo diferente).
Para pronunciar esta declaración de intenciones sin incurrir en la caricatura se requería una actuación que supiera transmitir todo el tormento sensible de un ser destruido por la contradicción entre el ideal interior y la grisácea realidad exterior. Y se encontró en una joven actriz, Patricia Neal, que está absolutamente maravillosa y que, por desgracia, nunca volvió a encontrar un papel a la misma altura. Pocas intérpretes como ella han sabido expresar una necesidad moral e intelectual mediante un gesto de placer sensual continuamente contrariado. La genial parte del film en que Dominique conoce a Roark (quien, incapaz de conseguir contratos, trabaja en la cantera vecina a su finca en el campo) es justamente famosa por el voltaje erótico que contiene. En primer lugar, por la forma en que el personaje femenino, incluso antes de fijarse en ese hombre alto y delgado, parece demandar una satisfacción sexual con que compensar su insatisfacción existencial (se mueve por su hogar como una gata en celo, y el estallido de la dinamita en la cercana cantera parece producirse en su interior). En segundo, por el intercambio de miradas entre ella y Gary Cooper, que Vidor transmite de modo extraordinario, con una sucesión de planos progresivamente más cercanos al rostro de cada uno de los actores: pocas veces se ha contado mejor la inmediata atracción física entre dos desconocidos.
Dominique está dominada por una morbosa sed de autoinmolación, apenas templada por el deseo de alcanzar una ataraxia que la libre del daño de saberse demasiado consciente de ese mundo destructivo (en cierto momento declara cuáles son sus aspiraciones: «No pedir nada, no esperar nada, no depender de nada»). Su forma de combatir este asco moral es el desdén, la indiferencia. Renunciará al amor de Roark por no querer asistir a la destrucción de este, que considera inevitable, y para resistir la tentación corre a refugiarse en la otra única voluntad fuerte que reconoce, la de Wynand. Sabe que nunca podrá amarlo, pero espera hallar en ese matrimonio la protección que no podría hallar en el arquitecto, demasiado expuesto a todas las tempestades. Sin embargo, paradójicamente será ella el vínculo inicial entre los dos hombres, cuya insólita amistad —el editor, antes de conocerlo, había lanzado una campaña de prensa contra el arquitecto que arruinó el empuje inicial de su carrera— vuelve a ponerlo en constante contacto con el hombre al que ama (y al que sigue amando furiosamente). Por tanto, El manantial nos mostrará la doliente senda que Dominique habrá de recorrer hasta hacerse merecedora de él. Y aunque Roark sabe que ella es, al igual que él, un ser nacido para el Absoluto, también sabe que habrá de desprenderse de ese instinto de protección, del miedo a quemarse ante el manantial de luz que supone su presencia.
El papel de Gail Wynand es, precisamente, el del hombre con dotes para reflejar la luz del Absoluto, para asumirla en cierta medida, pero que es demasiado imperfecto como para poder soportarla en su integridad. Wynand es un hombre endurecido por el rigor empleado en alzarse desde su humilde origen en el famoso barrio neoyorquino conocido como la Cocina del Infierno (de lo que hará gala en varios momentos) y su máscara es el cinismo con que se jacta de manejar a esas masas de las que él fue parte (creyendo ingenuamente que así niega su común origen) alimentando con sus campañas sensacionalistas esa hoguera de mediocridad que impide a aquellas escapar como él consiguió hacer. Wynand, en realidad, es un hombre que espera el estímulo de la grandiosidad ajena para reaccionar. La cree encontrar, primero, en su amor hacia Dominique y por mucho que esta no le engaña, diciéndole que nunca lo podrá amar, él se emplea hasta el fondo en darle ese entorno bello y tranquilo a que sabe que aspira. Y después, en Roark, en quien cree ilusamente encontrar un alma gemela, alguien con el mismo carácter insobornable que él.
Sin embargo, Wynand ignora que es un gigante con los pies de barro: aun cuando inicialmente se entrega hasta la extenuación poniendo el Banner al servicio de la causa de Roark en el asunto de la voladura de las viviendas sociales, finalmente su determinación se quebrará ante la presión de su junta de accionistas, retractándose, renegando públicamente de su amigo. Es por ello que, en la celebración del juicio contra Roark, él se siente también acusado, y cuando el jurado regresa a la sala con el veredicto, en un plano irrepetible, él también se pone en pie para escucharlo. La inocencia de Roark será para él el dictamen de su culpabilidad: y él sabe cómo habrá de ejecutar la sentencia. El gran Raymond Massey, un actor especialmente dotado para todo tipo de personajes implacables, con frecuencia villanos, encontró aquí también el papel de su vida.
El cuarto personaje es el más desapercibido en términos estelares y, sin embargo, es imprescindible en el curso de la historia, incluso más que Wynand. Se trata de Ellsworth Toohey, ese implacable enemigo de Roark que inicialmente parece un tipo de segunda categoría y que, sin embargo, a medida que avanza la historia, se revela como el implacable demiurgo que dirige el combate de la Sociedad contra el arquitecto. Toohey es el Enemigo, la némesis exacta de Roark y de que lo que este representa, y lo hace sabiendo (y reconociendo) tanto la supremacía artística de este como su superioridad moral: es por eso por lo que Roark debe ser destruido.
Sugerentemente, Vidor sugiere cierta condición especular entre ambos al presentar al nuevo personaje. Toohey también aparece de espaldas al espectador, y entre sombras, solo que el modo en que lo hace ya delata su inferioridad con respecto a él: entra en el plano de modo un tanto furtivo, sin intervenir en la acción que tiene lugar en segundo término (el rechazo de Roark de la comisión que le encargan, puesto que se le quieren imponer modificaciones «clásicas» a su diseño). Toohey comienza siendo poco más que una sombra siniestra, mas enseguida, cuando el protagonista ha salido de la estancia, es mostrado en un plano cuya lejanía, de nuevo, viene a negarle la necesaria categoría, si bien le añade un elemento visual turbio, su gusto por expulsar voluptuosamente el humo de su cigarro. Sabremos enseguida que fue Toohey quien propuso su nombre pero también quien insistió en que le impusieran esos cambios, lo cual basta definir su turbiedad aun cuando todavía no se pueda adivinar qué papel jugará en la historia. El actor que lo encarna, Robert Douglas, un secundario especializado asimismo en papeles de villano, y que es el cuarto intérprete fabuloso del film, le proporciona a Toohey un aire distinguido pero en un sentido instintivamente decadente (por ejemplo, Douglas era mucho más joven de lo que denota su caracterización, con la frente muy despejada, a un paso de la calvicie, y los cabellos blancos).
La mefistofélica insidia de Toohey se desarrolla inicialmente entre sombras (él es quien sugiere la campaña del Banner contra el Roark que acaba de ganar una primera notoriedad con un edificio audaz, que arruina ese prometedor inicio), pero poco a poco se va agigantando, hasta el punto de necesitar, en algún momento, el reconocimiento de su importancia ante el protagonista. Hay una magnífica escena en que este, vagando por la ciudad en los años en que dicha campaña le ha arrebatado los grandes contratos que esperaba, se detiene ante una de las obras que pudo ser suya y el mismo Toohey se halla también ahí y le revela su participación en su desgracia, preguntándole acto seguido que piensa de él. «Yo no pienso en usted», es la respuesta de Roark (el timbre seco y profundo de Gary Cooper, reviste el momento de una sonoridad especialmente humillante).
Voy a dejarme caer yo mismo por la senda de los absolutos. ¿Acaso no podría considerarse que el enfrentamiento final entre el arquitecto y el crítico, entre el creador y el juzgador, no es la eterna disputa entre Dios y el diablo, entre la Luz y la Oscuridad, entre el Bien puro —tan puro que, inevitablemente, hace casi imposible estar a su altura— y el Mal? Toohey no sería sino otro avatar de ese señor de las tinieblas que sabe que su ejército es numeroso, si bien para su desesperación se nutre de las filas de los mediocres y su victoria, por ende, requiera de la manipulación y de la intriga, moviendo los hilos entre las sombras hasta que su revelación como Enemigo definitivo ya no necesite dilatarse más, porque el Bien no lo esperaba; no lo esperaba, al menos, así, aunque a veces él se anuncie con ambigüedad. Es genial ese momento, situado cuando todavía Toohey permanece a la sombra subalterna de Wynand, en que alguien le pregunta qué pretende con sus pequeñas maniobras, y él no puede evitar responder, con cierta jactancia: «lo que pretendo es algo que tal vez se sabrá algún día».
Si aceptamos esta interpretación teológica, no sería tal vez descabellado considerar a Wynand algo así como el San Pedro de Roark, su discípulo predilecto y quien le falla al final, negándolo. Y sobre todo, deberíamos considerar que la célebre escena final en que Patricia Neal sube al ascensor del rascacielos que Roark está construyendo, que la asciende literalmente sobre toda la ciudad (de modo imposible en términos realistas, ya que el contraplano sobre la mirada de ella revela una altura inconcebible; de modo necesario en términos de abstracción dramática), no supone sino el premio final para el personaje que, sobreponiéndose a todas las dudas y adversidades, ha tenido la «fe» necesaria para merecer su puesto en el Cielo: donde la espera su amado, exultante de arrogancia, con los brazos en jarras sobre la cintura, dominando una vez más el plano mediante un soberbio contrapicado, triunfante y todopoderoso, envuelto todo y todos de nuevo por el tema musical de la película.
El manantial es una obra que absorbe la energía vital de quienes la contemplamos. No toma prisioneros: o nos rinde o nos enfada. Sus personajes no son humanos; la puesta en escena, es sobrenatural; el conjunto de ideas, venenosas: de ese veneno que provoca la embriaguez más inolvidable. No hay respiro: no hay compromiso: no hay pacto. Tomamos lo que nos cuentan o no lo tomamos. Eso sí, si nos dejamos llevar la experiencia es única; los momentos de enorme belleza, incontable. Dejo constancia del que a mí mas emociona cada vez que veo el film, aunque no parezca de los más importantes. Está también en el inicio: el irreductible arquitecto Cameron agoniza en la ambulancia que lo lleva al hospital, con su fiel Roark a su lado y él, obsesivo, lamenta haber dedicado su vida a perseguir quimeras e insta a su joven discípulo a no seguir su camino, mientras contempla la ciudad al otro lado de la ventanilla y defiende una vez más su ideario sobre arquitectura (y, es evidente, cada palabra convence más a Roark de su propósito). De pronto, su rostro doliente, atormentado, se suaviza al mirar el exterior; entonces contempla un edificio diferente a los demás, que el contraplano nos mostrará luego, y señala: «Yo construí eso». Un gesto, unas palabras, una sensación (al menos, hice eso): la justificación de una vida. Un momento absoluto vale por muchas concesiones. Una película puede justificar toda la historia del cine. Sí, tal vez El manantial sea esa. Y King Vidor pudo decir: «Yo filmé eso».
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El manantial / The Fountainhead. Año: 1949.
Dirección: King Vidor. Guión: Ayn Rand, según su propia novela. Fotografía: Robert Burks. Música: Max Steiner. Reparto: Gary Cooper (Howard Roark), Patricia Neal (Dominique Francon), Raymond Massey (Gail Wynand), Robert Douglas (Ellsworth Toohey), Kent Smith (Peter Keating), Henry Hull (Henry Cameron) . Dur.: 114 min.
Mis felicitaciones más ardorosas por tu texto. Mejor no creo que se pueda desentrañar El manantial, ni conjugar como lo haces el análisis puramente fílmico con tus impresiones personales. Tan bien lo ves todo que se queda uno como sin argumentos para refutarte esa impresión u opinión tuya de que es o podría ser la mejor película de la historia del cine. Yo jamás la incluiré en ese pedestal que remuevo cada varios años, dependiendo más de cómo me va la vida a mí que de cómo son las películas que lo ocupan, pero no puedo quitar ni una sola de tus razones.
Después de leerte esta tarde he querido verla de nuevo antes de contestarte -tampoco la tenía muy lejos, quizá a un par de años de memoria- y releerte ahora es aún más enriquecedor. De verdad, un placer.
Si yo tuviera que expresar lo que pienso de El manantial diría algo muy parecido y distinto a la vez. A mí me parece un peliculón precisamente porque no me repugna. Es decir, como muy bien has desentrañado es tal el mérito de Vidor y el equipo artístico que han sabido hacer del peor y más rechazable de los puntos de partida (para mí) una película de la que, es verdad, no puede uno desconectar ni tomársela a la ligera. Hay otra película que aunque no se parece en casi nada a ella es muy comparable en mi fuero interno, me refiero a Whiplash (2014), supongo que la conoces. Esa peli la vi y sentí tal repugnancia, tal asco moral hacia el mensaje que transmite que, aunque tengo que reconocer que era una buena película a la que poco se podía reprochar, jamás he hecho por volver a ella ni ganas que tengo. Y es un caso raro, porque a mí la ideología o mentalidad que hay tras las pelis no suele afectarme para el disfrute (yo mismo en mi blog he reseñado varios productos de la más vomitiva propaganda nazi), pero precisamente este individualismo, este desprecio por el otro, este empeño en que una vida solo merece la pena si eres el mejor en hacer «x», es que me repugna de una forma visceral, no puedo con ello. Por eso me parece tan meritorio que me guste El manantial, aunque cada palabra del discurso final me provoque arcadas morales e intelectuales. Si de verdad te has leído el tocho de esta señora, por cierto, voy a encargar otro pedestal de mármol purísimo al que subirte y pondré una placa en él que diga: «Al más sufrido lector»
Creo que -no quiero aburrir- solo me queda por explicar por qué motivo para mí El manantial, a pesar de su perfección cinematográfica, jamás podría ocupar mi pedestal de la mejor película. Yo, para poner tan alto una peli, necesito que además de ser muy buena y hacerme sentir o pensar mucho, tiene que acompañarme el alma, no sé expresarlo de otra forma. Tiene que, de alguna forma, presentarse en el mundo con la misma mirada con que yo lo veo, aunque cuente algo con lo que mi vida nada tenga que ver. La realidad en la que se proyecta El manantial es muy antipática, un universo de hombrecillos que van de semidioses (no veo mal tu símil teológico, aunque no lo comparto) porque ellos mismos están convencidos de ser lo que solo ellos parecen ver que son. No es mi mundo, ni siquiera un buen mundo que le merezca la pena a alguien.
Un abrazo fuerte, compañero. Tienes toda mi admiración, y más aún si has sido capaz de sacarte esto de la manga en época de exámenes, que yo estoy frito…
Muchas gracias, Manuel. Es seguro que habrá análisis más certeros y seguramente más ponderados, pero es verdad que el apasionamiento que me produce esta película invade mi juicio como pocas veces. Y concuerdo contigo, como expreso en el artículo, en lo venenoso de un planteamiento que inicialmente parece encomiable (la defensa de la individualidad) pero que lo hace de un modo que no puede ser más arrogante y antipático. Ahora bien, si pese a ello la película prende en mí seguramente cuente mucho que la primera vez que la vi, adolescente, el planteamiento me sedujo del todo, incluso en el aspecto ideológico: es decir, la vi como la lucha del gran Gary Cooper, haciendo del tipo noble e íntegro de siempre, contra los malvados del mundo. Por supuesto, solo mucho después reparé en el libro de partida y en la figura de Ayn Rand: como digo siempre (y no es una afirmación original), somos espectadores, y lectores, cambiantes, y nuestras apreciaciones varían como variamos nosotros. INcluso una película que nos gusta siempre, según el momento en que la recuperamos nos puede convencer por motivos diferentes a los de las primeras veces.
Y sí, he visto «Whiplash» y me pasó justo como a ti. Reconozco que todo está contado con convicción, y que J. K. Simmons está genial, pero el planteamiento es repulsivo: en este caso, además, pesa mucho la propia condición de profesor, como te habrá sucedido a ti, como para aceptar, así sin más, que «la letra con sangre entra» y todas las demás implicaciones de la película. Por lo demás, Chazelle no es Vidor, claro.
En cuanto al tiempo, lo cierto es que este comentario lo escribí con una rapidez inusitada en mí, después de volver a ver la peli hace un par de semanas, y luego decidí revisarlo solo una vez. Temía que si me lo pensaba mucho no solo acabaría encontrándole más reparos sino que perdería toda posible visceralidad. Y «El manantial» nos exige ser viscerales…
¡Un abrazo para ti también!
Efectivamente, la película es fascinante. Me recordó, el aire, la forma de trabajar las secuencias de imágenes, al comic «Spirit» de Will Eisner. Algunos films de Hollywood tiene influencias cruzadas con los comics (lo decía Umberto Eco). Ayn Rand tenía razones personales para asumir esta ideología que ahora se llama «libertaria»; había salido de la incipiente Unión Soviética. La película es un auténtico panfleto pero su ejecución es impecable y brillante.
Aunque es el cómic el que parte del lenguaje del cine (como este partió inicialmente del teatro y la literatura), es verdad que «El manantial» se presta mucho a un análisis secuencial en ese sentido de que hablas. De ahí que, por primera vez en mi blog, haya incluido tantas imágenes de una misma secuencia, porque la narración de Vidor aquí lo pide a gritos, para mejor degustar una realización que fluye de modo muy armónico pero que, es evidente, es fruto de una reflexión muy detenida.
La historia del cine cuenta con más panfletos brillantes (en el otro «bando», que diría Rand, los de Eisenstein), pero este es para mí es el más rotundo y genial.
Cuando vi esta película en la adolescencia, o casi, me pasó exactamente lo mismo que a tí, José Miguel. Me fascinó como obra de arte y me puse absolutamente de parte de Gary Cooper. Este es de los míos, me dije. Y si hay que demoler un edificio, pues se demuele. Me propongo esta semana volverla a ver, con mis ojos cinquentenarios, a ver qué pasa. ¿Seguiré defendiendo ese individualismo a ultranza? Ya te contaré.
Es que, claro, para la gente de nuestra generación, Gary Cooper era la NOBLEZA en grado puro. Incluso en esos papeles del final de su carrera en que se permitió alguna que otra ambigüedad, como en «El árbol del ahorcado». Y es evidente que, con otro actor, Howard Roark nos habría dejado entrever su endiosamiento de modo mucho más evidente. Será curioso, por ello, si hace tanto que no las has visto, que juzgues al personaje ya sin la inocencia de nuestros años más jóvenes. Todos hemos sido nobles alguna vez jajaja.
Pues ya está vista, aunque en una copia que no hace justicia al gran trabajo de Robert Burks, y la verdad es que es un film sobre el que podríamos estar polemizando durante horas. Película de tesis reducida casi al absurdo, panfleto matizado por el soberbio trabajo de Vidor, obra extremada en planteamientos y personajes, políticamente muy incorrecta vista hoy (sobre todo para el feminismo de nuevo cuño, que encontrará horrorizado símbolos fálicos por doquier, cultura de la violación y sometimiento al macho alfa -¡cómo es, por favor, ese final, que hasta el propio Vidor juzgaba ridículo!-). Pero, amigos, ¡qué película! Y la verdad es que sigo compartiendo en gran medida el discurso de Howard Roark, al menos en lo que respecta a la integridad de la obra de arte, porque de otro modo ¿no estaríamos justificando que terceras personas (un productor, un editor, un censor, un grupo de tuiteros encolerizado…), alterasen una obra de arte porque se considere que el público no la va a entender o no está preparado? ¿No estaríamos justificando, de hecho, que cualquier poder, en defensa de los ofendidos, de los débiles, de cualquier minoría, modificase el contenido del propio film de Vidor? No podríamos disfrutar «El manantial» ni otras muchas obras maestras en su integridad hoy día si no estuviéramos de acuerdo con la tesis de Roark. Cuenta Fernando Fernán-Gómez en «El tiempo amarillo» que cuando se estrenó «El gatopardo» de Visconti, Julián Marías recogió en su crónica que, a pesar de las mayoritariamente buenísimas críticas, montones de personas se manifestaban fuera del cine mostrando su cólera ante semejante obra. ¿El fascismo es Ayn Rand, es Roark, o esas hordas de buenos ciudadanos manipulados que en el film de Vidor destrozan los quioscos de The Banner y apalizan a los vendedores? Cultura de la cancelación, en definitiva. ¿Hay en los cines ahora mismo una película más moderna que esta? Pero, claro, luego viene la extrapolación de la tesis, esa especie de darwinismo en que unos triunfan porque son como semidioses y otros fracasan sin remedio porque no valen lo suficiente, y nadie debe dar ni pedir ayuda, nadie se debe sino a sí mismo, el mundo es de los más fuertes y los débiles no pueden ni deben esperar amparo. Un ultraliberalismo que no es sino un Adam Smith exacerbado. ¿Estoy a favor de eso? Claro que no. Todos en nuestro fuero interno somos un poco Roark, queremos ser puros e íntegros, queremos que el mundo nos acepte como somos, que asuma nuestras obras, pero luego salimos a la calle y empieza la negociación, el pacto, los pequeños y grandes sometimientos de cada día, porque el mundo no es en blanco y negro, hay matices, hay que imponerse unas veces y otras adaptarse, todo es más complejo. Lo dejo aquí. Perdón por el rollo, pero es que «El manantial» tiene esa fuerza tremenda…
Esa profunda ambivalencia de la tesis que plasma la película (que no la novela, que es mucho más unidimensional) es uno de sus grandes atractivos, y que a ratos la compartamos y a ratos nos desagrade es la prueba de su triunfo. Hay que recordar que en la carrera de Vidor se encuentran cantos al esfuerzo comunal («El pan nuestro de cada día») y aterradoras denuncias de la inhumanidad de la masa (en «Y el mundo marcha», el famoso leit-motiv que se repite varias veces es: «La multitud siempre ríe contigo, pero llora solo un día por ti»). Por tanto, entiendo que en esta película encontrara tantos elementos discutibles como compartibles en un sentido como en otro. A mí lo que me incomoda es que Gary Cooper, para mí símbolo de nobleza inmaculada y sin fisuras, «enturbie» su imagen, al menos a ráfagas, con ese fondo de intransigencia mineral que se adivina tras sus frases secas y contundentes. Por otra parte, reconozco que la premisa de que derribe unos enormes edificios porque los han «adornado» contra su voluntad me parece inverosímil. Tan inverosímil como ese empeño de todos los mediocres de la ciudad, dominados por Toohey, en incorporar frontones y columnatas grecolatinas en todos los edificios: eso no es creíble. Ahora bien, la película no juega sus bazas en el campo del realismo sino, precisamente, en la tensión de lo realista, de lo creíble. Y ahí gana por completo gracias a la genial puesta en escena de Vidor, a esa fuerza que arrasa cualquier prejuicio, a esa música rimbombante que no nos deja un momento de tranquilidad, a esos actores que se devoran con la mirada…
Completamente de acuerdo, solo que a mí no me incomoda el protagonismo de Cooper, aunque sí me inquieta. Aporta una ambigüedad muy interesante y se erige en un ejemplo mayúsculo de lo que Luc Moullet llamaba política de los actores. Porque sin cambiar una coma del guion y conservando todas y cada una de las decisiones de puesta en escena de Vidor, cuán diferente hubiera sido esta película de protagonizarla por ejemplo James Cagney, que era uno de los candidatos preferidos del director.
No digamos con Bogart, que parece ser el que más cerca estuvo de hacer el papel. Por cierto, magnífico y muy penetrante el libro de Moullet. Hace muchos años que estoy de acuerdo en que los actores remodelan sus personajes y, por tanto, sus películas según sus características y el «pasado» que arrastran con ellos en forma en cada nuevo rol.