El corazón de las tinieblas El pirata/The Rover
Publicada inicialmente en trece entregas en la famosa revista Blackwood’s Magazine, entre octubre de 1899 y noviembre de 1900, y finalmente en volumen en 1917, Lord Jim constituye tal vez la cima de toda la producción de ese marino polaco llamado Jozef Konrad Korzeniowski, que en su madurez se convirtió en el escritor Joseph Conrad. Cuando menos, es el libro que contiene la quintaesencia de su autor, los rasgos principales que han hecho tan perdurable su literatura: el acercamiento al género aventurero desde un punto de vista directamente psicológico antes que activo, lo cual se deriva del profundo conocimiento que el autor tuvo de los escenarios y tipos de sus ficciones, debido a su larga actividad como marino mercante; la complejidad narrativa, heredada directamente de su amigo Henry James —igual que Conrad dio la mejor definición posible de James (el «historiador de la conciencia refinada»), también puede decirse que sus libros son los que el bostoniano habría escrito de dedicarse al género—, concentrada en el punto de vista, limitado, del relator de los hechos; la capacidad para desmitificar el escenario de la aventura, lo cual es lógico en alguien que lo conoció directamente: el mar, Oriente o África son espacios reales, ante los cuales el europeo, como todo extranjero en tierra y cultura muy diferentes a la suya puede o bien dejarse devorar (como le sucede a Kurtz en El corazón de las tinieblas) o esforzarse por hacerlas suyas; y un profundo humanismo que nace de la consideración de sus personajes no como seres excepcionales sino, bien al contrario, perfectamente comprensibles, en sus bajezas y en sus intentos de grandeza. Y de entre toda su galería, para mí no hay otro más ambiguo, más borroso, más sugestivo, que el del hombre al que los indígenas malayos darán el apelativo de Tuan Jim, es decir, Lord Jim, o sea, aquel en el que se puede confiar: «uno de los nuestros».
El personaje titular, del que jamás conoceremos su apellido (en la película, de la que enseguida hablaré, Richard Brooks le dio el de Burke), es un joven de orígenes modestos, hijo de un párroco rural con familia numerosa, que sigue la vocación del mar, espacio que considera, él sí, el lugar de la aventura y del honor. Sin embargo, recién comenzada su carrera en la marina mercante es protagonista de un lamentable episodio: el abandono, con el resto de la tripulación blanca, del barco donde iba enrolado como piloto, el Patna, un desvencijado carguero abarrotado de peregrinos musulmanes que son dejados a su suerte, al creer que estaba a punto de hundirse sin salvación posible. Esa fuga, ese «salto» (es el término al que se referirá siempre a propósito del asunto), no es consecuencia de una sobrevaloración de sus capacidades y una caída en el pánico sino de un momento de sugestión en que tomará la peor decisión, casi como un súbito arrebato: él mismo explicará que, en la vida, todo «consiste en estar preparado. Yo no lo estuve, no en aquel momento».
El incidente marcará su vida para siempre. Por un lado, porque en la subsiguiente encuesta de las autoridades navales (él es el único miembro de la tripulación que la afrontará: el resto huyen como ratas al descubrir que el barco se salvó y, por tanto, hay muchos testigos de su villanía) pierde su licencia como piloto. Por otro, porque, ante sus propios ojos, queda manchado irreversiblemente por una culpa para la que no encuentra expiación posible. Jim renuncia a regresar para siempre a su casa, quedándose en Oriente como corredor de los proveedores de barcos que, en cada puerto, se disputan cada embarcación que llega a ellos: un pobre sustituto de sus sueños marinos. Tarde o temprano, sin embargo, la huella del Patna acaba alcanzándolo, a lo que él responde mediante una huida hacia delante que lo va empujando cada vez más al este. Finalmente, encontrará la oportunidad que anhela como representante de un comerciante de origen alemán, Stein, que lo envía a Patusan, un enclave perdido en la costa de Borneo (aunque, como es habitual en el autor, no solo el topónimo es ficticio sino que la isla donde se ubica tampoco se especifica con claridad) donde se convertirá, a ojos de los lugareños, en una figura semidivina, amén de encontrar el amor en la persona de Joya, una joven mestiza.
La trama, apasionante desde el punto de vista psicológico, es sometida por Conrad a un denso desarrollo narrativo que, ante todo, se encarga de potenciar el carácter enigmático de ese joven en principio tan diáfano. En los cuatro primeros capítulos, un narrador omnisciente convencional nos cuenta la formación marinera de Jim, su viaje en el Patna y el inicio del proceso contra él. En el quinto, el muchacho advierte que uno de los asistentes al juicio está atendiendo a sus palabras con tranquila intensidad, como tratando de comprenderle. Ese hombre es Marlow, quien desde entonces asume la voz narrativa, bajo el pretexto de estar contando su historia a un grupo de anónimos oyentes, todos ellos, se supone hombres de mar (la última parte del relato adopta la forma de una misiva que el mismo envía a uno de los tipos que lo escucharon aquella noche, al que se refiere como el más interesado por el destino de Jim). Se trata del recurrente narrador de Conrad en cuatro de sus obras: el relato Juventud (1898), donde lo hizo aparecer por vez primera, las dos obras maestras, muy próximas en el tiempo que son El corazón de las tinieblas (1899) y Lord Jim, más una novela más tardía y hoy escasamente conocida, pero que en su momento supuso el mayor éxito comercial del escritor, Azar (1913).
De hecho, y al igual que sucede en otros clásicos inmarchitables de la literatura —como El gran Gatsby, de Fitzgerald, o El señor de Ballantree, de Stevenson—, Lord Jim es uno de estos maravillosos libros que, contando en apariencia la historia de un individuo de especial carisma, también acaba siendo la de ese narrador, en principio mucho más modesto, a través del cual se trazan las peripecias de aquellos. Jim es, sin duda, un personaje fascinante; Marlow es inolvidable. Sin la sencillez y la firmeza moral de Marlow, la historia de Jim habría carecido de la densidad que posee, del complejo dibujo que adquiere ese muchacho que, en el fondo, es tan unidimensional, pero que, nos dirá, es alguien que tiene «el don de encontrarle un significado especial a todo lo que le suced[e]». Un hombre de mirada limpia, de presencia llana, de conmovedora pulcritud, en quien Marlow encuentra a alguien con los valores y el instinto para saber qué es lo correcto y el coraje para llevarlo a cabo, pese a ese error que parece desmentir tal impresión.
Marlow tiene poco que contar en primera persona, porque sus encuentros con Jim han sido contados, y lo fundamental de la existencia de este siempre se ha producido en su ausencia. Por lo tanto, lo que hace es registrar tanto las conversaciones habidas con él en distintos rincones de ese Oriente como de otros tipos implicados en su vida que van completando la exigua información sobre este hombre que, para él, en el fondo tan sencillo, es un auténtico enigma.
Y es que aquí está la clave de la historia: por mucho que, en famoso leit-motiv, Jim sea llamado más de una vez como «uno de los nuestros», Lord Jim, o sea, Marlow (y con él, todos los lectores), lo que tenemos que decidir es qué clase de individuo es este tipo capaz de sacrificarlo todo por una culpa que él mismo no es capaz de considerar nunca redimida. Alguno de quienes lo llaman así lo hacen para considerar un agravio aun mayor su cobardía, como hace el en principio pomposo capitán Brierly, uno de sus jueces en el proceso, que acabará suicidándose en alta mar obsesionado porque la debilidad de Jim lo confronta con la posibilidad, hasta entonces inconcebible, de que cualquiera de los «nuestros», los hombres de mar y blancos, como él mismo, pueda también demostrar ser falible: se trata de un imborrable episodio, en apariencia digresivo, pero como siempre en Conrad fundamental para la construcción dramática del relato. Otros, como el propio Marlow, porque ven en él un emblema depurado de los mejores valores de esa doble categoría moral que es ser marino y ser británico. En la película, el director Richard Brooks añade a un niño malayo que lo llama así para indicar el prodigio de que un hombre blanco haya sabido integrarse tan bien en su pueblo.
Sin embargo, José María Latorre ha dicho bien (en su libro La vuelta al mundo en 80 aventuras) que yerran cuantos, en la historia, lo engloban entre los suyos, ya que Jim no pertenece a ningún grupo ni comunidad sino, ante todo, a sí mismo. Su tragedia radica en la amplitud del concepto de lo sublime que anima sus actos, lo que le impedirá encontrar el descanso, ni siquiera en su peripecia en Patusan, tal vez porque para alguien como él es imposible. Por eso, acaso la mejor definición sobre él sea la de Stein: es un «romántico», y añado yo que un romántico para quien no hay realidad que se ajuste a los sueños propios.
Por todo ello, la estructura narrativa elegida por Conrad termina siendo la más coherente para desarrollar este planteamiento, este enigma en torno a este muchacho, sin duda nada brillante, que estaba tal vez llamado a desempeñar una aurea mediocritas de barco en barco, recluyendo sus sueños en la cabina de popa, con algún que otro momento para demostrar su firmeza, pero que, demasiado pronto, se encuentra con que aquellos se han desmoronado bajo sus pies. Pocas novelas como Lord Jim, y más dentro del género al que pertenece (solo se me ocurren, claro, varias de Robert Louis Stevenson) han sabido mirar el fondo del alma humana como lo hace aquí Joseph Conrad.
El libro había sido adaptado una primera vez, durante el cine mudo y en Hollywood, en el año 1925, con Victor Fleming como director al frente de un reparto cuyos nombres no han trascendido fuera de su época. Cuarenta años después, Richard Brooks, un hombre que ya se había enfrentado al reto de llevar a la pantalla dos novelones como Los hermanos Karamavoz (en 1958) y Elmer Gantry (aquí llamado El fuego y la palabra, en 1960), asumió el proyecto de llevarlo de nuevo a la gran pantalla. El primer desafío para Brooks, claro, era tener que equilibrar el colosalismo de lo que, para los financiadores del film, era ante todo una gran superproducción de aventuras (pantalla panorámica; espectaculares escenarios naturales, comenzando por el lugar escogido para hacer de Patusan, nada menos que el camboyano Angkor Vat; reparto de estrellas; larga duración), con la necesaria introspección que exigía el mínimo respeto a la novela de Conrad.
Brooks centra su planteamiento en el proceso de redención de Jim, de ahí que haga más profunda su degradación profesional: si en el libro, en todo momento, el protagonista mantiene una mínima compostura profesional, en la película pasa por toda clase de trabajos subalternos, incluido el de conductor de rickshaw. No extraña, por tanto, el relieve que el director y guionista le dan al episodio en que Jim redime su falta anterior, que constituye además la parte más larga del film: su llegada a Patusan y su enfrentamiento con el General (en el libro es un jerife que no recibe la menor personalización, al contrario que aquí, que es interpretado por Eli Wallach en un papel similar al de su jefe de bandoleros en Los siete magníficos). Como es natural, la compleja estructura narrativa desaparece, y por ello el personaje de Marlow, con lógica, apenas tiene importancia. Es más, en el guion Marlow se convierte en algo así como el mentor de Jim, su instructor y su primer patrón, y si en la novela hacía acto de presencia en el momento del juicio, aquí es justo al revés: desaparece entonces. De hecho, el papel de hombre maduro que protege y comprende al protagonista lo asume aquí por entero el personaje de Stein (magnífico Paul Lukas, como siempre), que multiplica su presencia, siendo él quien acude a Patusan en vez de Marlow e incluso asistiendo personalmente al episodio final.
Otra variación considerable con respecto al original es probable que esté motivada por un elemento más coyuntural, el contexto político en que el film fue rodado. En el libro, Jim intervenía en un conflicto a tres bandas entre distintas facciones de Patusan, tomando partido por los amigos de Stein, puesto que estos, además, son quienes asumen los rasgos más o menos definidos de pueblo llano y sencillo. En la película, Stein envía a Jim con un cargamento de armas para liberar a los habitantes de Patusan de la opresión del General, que los esclaviza para la extracción del estaño que es la principal fuente de riqueza del lugar, y lo que hace el protagonista es asumir el liderazgo de la rebelión. Brooks, cineasta de conocida trayectoria liberal, traduce de este modo el contexto revolucionario del Tercer Mundo, y por ello también incluye alguna invectiva contra el colonialismo, todavía no extinto del todo, siendo esta una acusación que algún personaje episódico esgrime contra el mismo Jim. Eso sí, de modo un tanto fastidioso, Brooks subraya más de la cuenta las vacilaciones del personaje en diferentes momentos, en que asoman a su rostro los temores de dejarse atrapar de nuevo por el miedo. Es más, el actor que encarna a Jim, como era de esperar, sobreactúa más de la cuenta en esos momentos de tortura.
Es hora ya de señalar que Peter O’Toole tal vez no fuera la elección más adecuada para el papel. Se sabe que Brooks quería para el mismo a Albert Finney, que se me antoja mucho más acertado, pero que seguramente fue descartado porque los productores no vieron en él la debida capacidad de convocatoria estelar. (Peor aún hubiera sido, eso sí, el otro nombre que se barajó, el del inefable Marlon Brando.) O’Toole era algo mayor para el personaje, aunque, curiosamente, su físico se ajusta como un guante a la descripción que Conrad hace de Jim en el libro: intensamente rubio y siempre vestido ante los lugareños de blanco inmaculado. Por supuesto, esta descripción, más que al propio O’Toole a quien nos recuerda es al personaje que, pocas temporadas atrás, lo había lanzado al estrellato, Lawrence de Arabia. De hecho, el mayor problema que le encuentro a su interpretación es que el registro con que la encaró es el mismo que utilizó para la gran película de David Lean, comenzando por el énfasis en denotar el masoquismo del personaje (por mucho que algo de esto ya se halle en el Jim original), así como esos referidos momentos de intensa tortura interior (o la exhibición de una inevitable carcajada histérica en el momento en que descubre que el Patna no se ha hundido). En cualquier caso, su prestación es de lo más adecuada, en buena medida gracias a su poderosa fotogenia, en los momentos de sobriedad, que brilla especialmente en toda la parte final.
Es evidente que la película no consigue alcanzar la profunda densidad del libro, en buena medida porque sus responsables optaron por lo más fácil, que era una traducción más o menos fiel de la parte más activa de su trama, lo cual, lógicamente, traicionaba la esencia del original. El mismo Latorre señalaba que todo el episodio bélico de Patusan, que en el film es el núcleo del relato, se alarga demasiado y que su minuciosidad parece una concesión al formato de gran espectáculo que implicaba la producción. Con todo, la propuesta de Brooks no solo es una muy digna aproximación a la novela de Conrad sino una película en general excelente, pese a sus irregularidades.
Teniendo en cuenta que la parte central peca por exceso, resulta admirable la concisión con que Brooks resuelve la fundamental introducción inicial. Hay que pasar por alto, eso sí, las prescindibles escenas de la formación de Jim, en especial los risibles momentos de ensoñación del personaje, destinados a dejar bien claro su debilidad por la divagación romántica. Ahora bien, el episodio del Patna está muy conseguido, sobre todo el fundamental momento en que Jim salta al bote y comienza, literalmente, su caída: la dificultad estriba en que debía dar la sensación de que el protagonista se conduce casi como si lo que le sucediera no fuera real, a lo que contribuye la niebla que envuelve todo el episodio, circunstancia meteorológica que se repetirá en la parte final (la noche del asalto de Brown en Patusan), remarcando así esa especie de bucle que parece atrapar al personaje central. Del mismo modo, es excelente la secuencia del juicio, comenzando por el buen detalle atmosférico de que tenga lugar en un día lluvioso y tristón, ideal para enmarcar sus dos principales momentos: la declaración del escéptico capitán francés (Christian Marquand), que sin disculpar a Jim entiende que el heroísmo como concepto es un engañoso mito; y la diatriba del capitán Brierly (magnífico Andrew Keir) contra Jim, que traduce muy bien el episodio del libro, cambiando el interlocutor de Marlow al propio protagonista.
[Quien no conozca esta historia, debe dejar de leer aquí]
El episodio revolucionario en Patusan posee una notable fluidez, pese a su extensión, mas lo mejor del mismo no se encuentra tanto en los momentos de acción como en las escenas de conversación, a dos o a tres, sobre todo entre el General y el abyecto Cornelius (el anterior delegado de Stein en Patusan) que, en el film, incluso más que en la novela, se entiende como un doble oscuro del protagonista, aquello en lo que podría haberse convertido de no tener ese excepcional concepto de resistencia interior, y en buena medida se debe a la excelente caracterización e interpretación del alemán Curd Jürgens (Curt Jurgens en los créditos). En cuanto al personaje femenino (la Chica, en manos de una muy bella Daliah Lavi), resulta el más convencional de la historia, ya que Brooks se limita a caracterizarla, primero, bajo el tópico de la mujer que se une sin vacilar a los hombres contra la opresión, a modo de baluarte moral, y segundo, subordinándola de modo un tanto absurdo a las decisiones de su amado. Poco tiene que ver con el magnífico personaje de Joya, la joven mestiza que permite a Conrad una de las historias de amor más bellas e intensas de un género, el aventurero, poco destacado en cuanto a estas, cuyo carácter es verdaderamente imborrable, hasta el punto de no perdonar al hombre que ama su decisión de sacrificio final, acusándolo de abandonarla y, por tanto, incumplir la promesa que formalmente le dio en el momento en que se iniciaron sus relaciones.
Por último, el episodio final organizado en torno al personaje del Caballero Brown posiblemente sea la parte más lograda de la película, de ahí el estupendo sabor de boca que esta deja. En este sentido, es fundamental la aparición de James Mason encarnando el mencionado personaje: es genial la maldad, a ratos sibilina y a ratos avasalladora, que consigue transmitir el gran actor, quien diríase haber preparado su personaje directamente leyendo su rol en el libro. Además, a su lado comparece de nuevo Jürgens y se añade un tercer eslabón de mezquindad a cargo de Akim Tamiroff, ese secundario tan ligado a Orson Welles. Justo aquí es donde mejor interactúan libro y película: en el modo en que Brown consigue manipular a Jim sabiendo, de modo puramente instintivo, dar con los argumentos necesarios para nublar su juicio. (Es justo señalar que la firmeza de esta fundamental secuencia entre los dos personajes, en la que O’Toole consigue el difícil mérito de estar a la altura de Mason.)
Por otra parte, es estremecedor que quienes mejor entiendan al protagonista sean Cornelius, su doble oscuro, y Brown, el canalla irredimible. El primero, al señalar su condición de niño pequeño (de ahí su odio: no soporta que un adulto mantenga la inocencia infantil en un mundo donde él perdiera la suya hace tanto tiempo); el segundo, al saber manipular su idea de nobleza jugando con los conceptos de error y redención, consiguiendo así que Jim se identifique, por un fatal momento, con su punto de vista. Contra la opinión de los lugareños y su líder, Doramín, Jim consigue que los dejen marchar: en su inocencia, no mide la rabia de Brown (en el libro) o su ambición (en la película), que lleva a este a despedirse con un acto final de villanía que se cobra la vida de Dain Waris, el hijo de Doramín y su amigo íntimo. Y él había jurado pagar con su vida cualquier daño que produjeran los forajidos perdonados…
En el libro, la amargura de la conclusión es total, y se multiplica por el hecho de que Marlow, nuestro narrador, lo sabrá todo cuando Jim ya ha muerto y solo puede levantar la crónica como decidió aceptar su destino, negándose a huir como le había pedido Joya (porque él no piensa volver a «saltar», remarca). El dolor incontenible de la muchacha, clamando contra el hombre que, al final, sí lo ha abandonado como todos los europeos a las mujeres indígenas, y la triste resignación de Stein y de Marlow al fatalismo romántico que, al final, atrapó a Tuan Jim, son también nuestro dolor y nuestra tristeza.
En la película, Brooks prepara una última escena entre Stein y Jim en la que el primero, inútilmente, intenta convencer al segundo de que se marchen antes de que Doramín exija el cumplimiento de la deuda. Hay un encuadre bellísimo, que muy coherentemente tiene una notable impregnación de romanticismo, en que Jim, contemplando el brumoso amanecer en Patusan, al argumento de Stein de que ya habrá una próxima vez donde pueda volver a redimirse, señala que «mi próxima vez está aquí, con la mañana que nace», y justo entonces surge el punto luminoso del astro en el cielo brumoso. Finalmente, allí donde Conrad bañaba el relato del final de Jim de un incontenible amargor, Brooks construye una escena final de prodigiosa belleza que acaba magnificando la visión sublime que el protagonista tiene de la vida: Jim acude al funeral de Dain, recibiendo el respeto de todo Patusan y entrega a Doramín el rifle con que admite su ejecución. Este disparará, pero el espectador entiende que no lo hace por rabiosa venganza sino porque, al final, intuye que es la única salida que el amigo de su hijo admite ante la sórdida realidad del mundo. No puede entenderse de otro modo: Jim encomienda a otro su suicidio. Y los planos de Peter O’Toole elevando la mirada mientras espera el disparo final son inolvidables.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Lord Jim / Lord Jim. Año: 1965.
Dirección: Richard Brooks. Guión: Richard Brooks; novela de Joseph Conrad. Fotografía: Frederick A. Young. Música: Bronislau Kaper. Reparto: Peter O’Toole (Jim), James Mason (Brown), Paul Lukas (Stein), Eli Wallach (El General), Curd Jürgens (Cornelius), Daliah Lavi (La chica). Dur.: 154 min.