La reina de las nieves o el cristal que helaba el alma

El hombre que tantos cuentos sabe

La reina de las nieves, edicion de AlianzaLos escritores que se saben complejos son sin duda un regalo puesto que, en arte, la ambición, aun cuando en muchas ocasiones pueda conducir a la pretenciosidad, es el mecanismo interior que impulsa al artista a extraer con fervor ese magma interior que, en caso de no poder hacerlo, los ahogaría. Es el caso de los Bulgákov, Henry James, Dostoyevski o Canetti. Pero luego están esos otros que son complejos sin saber que lo son, cuyo mayor anhelo es que, al llegar al final de la página, no deseemos otra cosa que pasarla y saber qué sucede a continuación; ahora bien, por debajo del mero placer de narrar, sus obras dejan en la conciencia un poso misterioso que se empeña en hostigarnos y descubrirnos unas zonas oscuras que la primera vez no advertimos. Hablo ahora de los Stevenson, Dickens, Kipling o Lovecraft. Hans Christian Andersen perteneció a esta segunda estirpe. Escribió lo aparentemente más modesto y caduco que puede haber en literatura, pero al mismo tiempo lo que produce una felicidad más inmediata, por el agradecimiento rápido y desinteresado que despiertan en el público al que parece que van dirigidos: cuentos para niños. Andersen nos habló del abeto que sueña con ser, tan solo, un árbol de navidad; del humilde soldadito de plomo que compensa su reducción a una única pierna con el valor y la abnegación sin límites; del niño que es el único que advierte que el emperador que exhibe tan vanidosamente su nuevo traje, en realidad va desnudo; del soberano que demasiado tarde se da cuenta de que el ruiseñor era más auténtico que el autómata con que lo reemplazó. Si el adulto que gozó con ellos de niño se atreve a recuperarlos más allá de la edad de la inocencia, tal vez se sorprenda descubriendo que esos cuentos inofensivos contienen más sombras de las que recordaba, que están poblados por poderosas imágenes sobre la fugacidad del tiempo, la precariedad de la fortuna, el tormento de la soledad o la sensación de no haber conseguido pertenecer a nada ni a nadie en el mundo. El cuento del que hoy quiero hablar es, sin duda, una de sus grandes obras maestras.

Se trata de La reina de las nieves, cuento que Andersen publicó en 1844, cuando ya llevaba al menos una década admirando al mundo con sus cuentos de hadas, y enseguida ganó una considerable popularidad, hasta el punto de que no suele faltar en ninguna de las antologías de sus mejores obras. La reina de las nieves, en primer lugar, es un supremo ejemplo de su estilo lleno de gracia e ingravidez, prácticamente oral (es fácil imaginar que, antes de pasarlos al papel, Andersen ensayaría sus relatos ante público formado por amigos entregados), sorprendente siempre por la extrema vivacidad de sus imágenes, por la continua interpelación al lector, como si este fuera un personaje más del cuento o, mejor aún, alguien que habría podido serlo en otras circunstancias.

Los diablillos a punto de romper el espejo, por Vilhelm Pedersen

Si yo tuviera que elegir un fragmento de Andersen como ejemplo del inconfundible estilo del escritor elegiría el arranque de La reina de las nieves, en que se cuenta cómo el Diablo fabricó un día un espejo que tenía la cualidad de reflejar todo del revés, convirtiendo lo bello en feo y lo alegre y lo triste, y cómo sus duendes intentaron volar hacia el cielo sosteniéndolo pero al subir tan alto este se rompió en infinitos trozos de distinto tamaño, algunos del tamaño del cristal de una ventana y otros tan diminutos que pueden entrar en el ojo y llegar así hasta el corazón, que se propagaron por el mundo y lo hicieron mucho peor. «¡Venga, vamos a empezar! Cuando hayamos dado fin a la historia sabremos más de lo que sabemos ahora, porque era un duende malo, era uno de los peores, era el Diablo». Este inicio es absolutamente genial, tanto por el ímpetu con que nos hace entrar en el cuento como por el modo, juguetón pero también inquietante, en que nos presenta al creador del desaguisado, incrementando su maldad a cada nuevo tirón verbal, hasta señalar, ya sin adjetivos ni comparativos, quién es: el Diablo en persona.

Por supuesto, y teniendo en cuenta la cualidad profundamente lírica de esta prosa, debo acreditar cuanto antes a un segundo responsable de la autoría del texto: su mejor traductor al español, Alberto Adell, responsable de las dos estupendas antologías que le dedicó Alianza Editorial, la primera en 1973 (La sombra y otros cuentos), la segunda en 1989 (precisamente La reina de las nieves y otros cuentos). Fuera de algunos laísmos, su versión es absolutamente deliciosa, por el modo en que funde su uso del español con el espíritu del escritor danés. Si a ello añadimos que el primer libro contiene un maravilloso prólogo de Ana María Matute (no exagero si señalo que, para mí, es la obra más emotiva que ha proporcionado la literatura española), es para celebrar como se merece la existencia de estos dos libritos, tan fundamentales en mi vida.

La reina de las nieves, versión de Edmond DulacA poco que se piense, estamos ante un cuento insólito en la trayectoria del autor, cuando menos en la que se compone de sus relatos más famosos. Andersen, hombre humilde que sufrió grandemente cualquier crítica, cualquier rechazo, cualquier burla, tuvo uno de sus temas centrales en la lucha de la belleza (ya sea interior, como El patito feo, o exterior, como Pulgarcita) contra un mundo mezquino que ha decidido que la única forma de disimular su extrema fealdad, esta tanto interior como exterior, es fingir que la primera no existe. Sin embargo, la reina de las nieves es un ser de extrema belleza, si bien enigmática e impenetrable: una belleza hierática que de nada sirve a los demás puesto que solo puede existir para contemplación de sí misma, y no por acto de vanidad sino por culto al orden, al orden más deshumanizado que existe: el orden abstracto que no sirve a ningún fin. Por ello, se trata de una reina que no puede tener súbditos (un súbdito implica un ser con una mínima autonomía) sino autómatas que acaben convirtiéndose en parte de ese orden geométrico, como ese pequeño, Kay, al que se lleva consigo en el inicio del relato y cuya búsqueda ocupa todo su desarrollo.

Precisamente, otro de los elementos sugestivos del relato es la divergencia entre los dos personajes negativos. El primero, el Diablo, el mal absoluto, actúa antes de que se produzca ninguno de los hechos que se nos relatarán, con la mera creación de ese espejo uno de cuyos diminutos fragmentos penetra en el ojo de Kay. El segundo es la reina, mas resulta difícil calificar su comportamiento como malvado, ya que se trata de un mal tan distante que más bien habría que calificarlo como ausencia de bien. No por nada, la reina no será derrotada en persona (ni siquiera está presente cuando se produce el rescate de Kay), del mismo modo que el Diablo tampoco necesitaba corromper personalmente al pequeño, o a los hombres, sino sembrar su semilla entre ellos.

De hecho, si a la reina le resulta tan fácil llevarse a Kay es porque este ya tiene envenenada el alma por el cristal del Diablo. Más aún, casi podría decirse que su aparición es una respuesta al anhelo subterráneo que el niño posee en su interior antes de que este cristal entre en su ojo cuando, contemplando la caída de los copos de nieve, observa cómo uno de ellos adquiere la forma de una dama de extraordinaria belleza y nívea belleza, que lo mira y lo llama con gesto mudo, que él en ese momento rechaza. Ahora bien, este episodio lo sacó Andersen de sus propios recuerdos de infancia, o así al menos lo refiere en su un tanto fabulesca autobiografía que tituló, cómo no, El cuento de mi vida, al señalar que su padre le contaba que el hielo que escarcha el cristal de una ventana tiene forma de mujer espectral, con los brazos abiertos. Por cierto que el pequeño Hans tenía en su modesta casa, sobre el canalón, para aprovechar el exiguo espacio, un cajón con flores, como los que, en La reina de las nieves, comparten las dos casas vecinas de Kay y de la niña que lo salvará, la pequeña Gerda.

Y es que La reina de las nieves es, también, una historia de amor, de amor incondicional por parte de una niña, Gerda, hacia un niño, Kay, que tal vez no lo merece: pero ¿acaso siempre queremos a aquellos que merecen nuestro amor? Gerda recorre ríos y campos, bosques y llanuras, el verano, el otoño y el invierno en busca de ese amigo al que, en verdad, pocas razones tiene para seguir queriendo salvo por el recuerdo del pasado puesto que el niño que desapareció se había convertido en un ser egoísta y malicioso, que ahora solo tiene ojos para resaltar lo más feo de las personas que le rodean.

La reina de las nieves, ilustracion de Rudolf KoivunSiguiendo el infantil juego de sus camaradas, Kay ata su trineo a uno mayor pero este sale disparado y su conductora se revela como la reina de las nieves. El beso que le da al niño hace que este olvide lo que ya casi había olvidado por culpa del cristal diabólico en su corazón: que una vez fue un niño afectuoso que criaba rosas en un par de cajas junto a la pequeña Gerda, su vecinita de la ventana de enfrente, y que los juegos que una vez compartió con ella eran todo el horizonte de su vida. «No te beso más, porque te mataría», añade la dama, partiendo con el niño hacia su gélido reino. Por cierto que ese beso que arrebata voluntades, ¿no es como el beso de un vampiro?

Gerda, naturalmente, es el doble natural de la reina: una niña ingenua frente a una adulta que parece poseer todo el conocimiento de la eternidad, una criatura que es toda ternura y calidez frente a la soberana que no necesita de los sentimientos. Y esa será el arma que la derrotará, sin necesidad de plantear batalla: el amor que irradia Gerda, su profunda humanidad, desarma todos los males que le salen al paso en su aventura, siendo también verdad que, antes que males, son contratiempos.

La primera parada de su aventura en pos de Kay tiene lugar en el jardín de «la mujer que sabía magia», un episodio que, siguiendo esa misma condición especular, es paralelo al del rapto del niño: su anfitriona, al peinarle los cabellos, hace que lo olvide y obliga a las rosas de su jardín a enterrarse bajo tierra, para que la niña, cuando las contemple, no recuerde aquellas otras que ella y su amigo cuidaban y lo recuerde a él también. Mas enseguida Gerda revelará que la magia ha de batallar muy duro para dominarla: en el bien poblado jardín de la mujer, enseguida intuye que falta una especie que no consigue nombrar y terminará por conseguir que las rosas vuelvan a brotar. Ellas son las que le dirán que Kay no está muerto, porque no lo han visto en su estancia bajo tierra, donde va a para todo cuanto muere.

Gerda y el reno, por Edmond DulacAhora bien, la niña no conseguirá encontrar más información en el jardín de la mujer que sabía magia, y la razón es que las flores que lo pueblan solo conocen una historia. Ni siquiera es la suya: es una historia que alguna vez escucharon, o que vieron en primera persona, y que recuerdan y sueñan y repiten una y otra vez. Es un hallazgo estremecedor que Andersen, ese hombre que tantos cuentos sabía, entienda que la vida no puede reducirse a una sola historia: que hacerlo es un empobrecimiento del espíritu. Es por eso que utilizó este recurso descriptivo para caracterizar a esos personajes, tan abundantes en sus cuentos, que viven ensimismados en un único objeto o que poseen un carácter tan simple que no pueden asimilar más de una cosa. Es el caso del abeto, el infeliz protagonista del cuento del mismo título, uno de los más tristes que jamás salió de su pluma, que vivirá y morirá fascinado por esos seres, los hombres, a los que tan poco comprende, pero de quienes oirá, en la única noche de felicidad de su vida, el cuento de Terrón Coscorrón, «que se cayó por las escaleras y, sin embargo, se casó con la princesa».

Y sin embargo, señala Ana María Matute en el mencionado prólogo, en realidad bien puede decirse que Andersen siempre narró un único cuento, el cuento de su vida (hasta escribió una autobiografía, como hemos visto, con ese título). No es el único autor que siempre da vueltas en el mismo remolino, cierto; lo admirable del escritor danés es que cada vez pareciera distinto, o tal vez que, en cada cuento, dejara una chispa, a veces un relámpago completo, de esa vida propia que para él transcurrió como una fábula y que no se cansó nunca de contar. Eso es lo que le falta a las flores (¿a los hombres?), que no saben contar más que de una misma manera; y eso es lo que le sobraba a Andersen, capacidad para encontrar, en cada ocasión, una faceta diferente desde la que reiniciar su relato.

Este bonito episodio —que Michael Ende tal vez homenajeó en uno de los más bellos capítulos de La historia interminable, «Doña Aiuola», en el que un Bastián Baltasar Bux ya con la memoria perforada por el olvido encuentra un remanso de paz en su odisea para recuperar la identidad— concluye con el descubrimiento de que su estancia en esa casa ha durado más tiempo del que ella creía: ha llegado el otoño. El paso del tiempo como una estela fugaz que devora la vida es otra de las imágenes perdurables de este cuento, que acabará precisamente con el descubrimiento por parte de Kay y Gerda de que ya han dejado de ser niños: que su amistad, claro, no era sino amor.

Gerda siempre encontrará quien la ayude a lo largo de su camino, y siempre bajo la forma de parejas, una bonita manera de sugerir el éxito que ha de tener su empresa: restaurar la pareja inicial que formaban ella y Kay: la pareja de cuervos, el príncipe y la princesa, la mujer de Finlandia y la mujer de Laponia… Únicamente comparece un personaje singular en su peregrinación, y es la niña bandida, inolvidable por el contraste entre su ferocidad aparente y su bondadoso interior.

«Los muros del palacio eran de nieve de ventisca, y las ventanas y puertas, de viento cortante». Tras ellas es donde está Kay, y Andersen le concede el último capítulo —el cuento, uno de los más extensos del autor, consta de siete— para contarnos su existencia en el palacio de la soberana del invierno, donde el niño pasa el tiempo embarcado en un reto (reordenar las intrincadas figuras de hielo que reúne en una palabra, «eternidad») a cuya resolución la reina le ha prometido que, si lo consigue, le regalará el mundo entero… «y un par de patines nuevos».

La reina de las nieves, por Edmund Dulac¡Y un par de patines nuevos! En esta afirmación en apariencia pueril se encuentra la clave del universo poético, incluso ético, de Andersen. No es solo un hallazgo verbal, una imagen lúdica para despertar la franca sonrisa en la cara del lector: es una cuestión de saber situarse en el punto de vista de sus personajes, una cualidad que no todo escritor entiende que es su trabajo fundamental. ¿Qué niño preferiría algo tan abstracto e inasible como el mundo entero frente a algo tan rotundamente concreto y que encierra tanta promesa de diversión como un par de patines nuevos? Es indudable que si Andersen comprendía tan bien a los niños es porque él, en buena medida, nunca dejó de ser otro de esos seres infantiles que contemplan a los humanos, a los adultos, con fascinación, como su abeto. Pero a la vez es un enunciado ético: aspirar al mundo y aspirar a un par de patines nuevos son, en principio, dos logros tan contradictorios que el más sencillo de ellos anula la tentación de lo absoluto que contiene el primer anhelo. Andersen también aspiró a ser el rey del mundo, el artista más importante de su época, pero en el fondo siempre fue consciente de que poseer un par de patines nuevos es mayor promesa de felicidad.

Poseer un par de patines nuevos… o ser correspondido por el ser al que uno ama. El mismo Andersen amó muchas veces en su vida y otras tantas fue herido por el doloroso dardo del rechazo. Y sin embargo, merece la pena amar. Su cuento tal vez más célebre, La sirenita, es un canto amargo por el amor no correspondido, el de la dulce protagonista hacia ese obtuso príncipe por quien acepta los mayores ultrajes (la pérdida de su voz; el dolor que, por mandato de la bruja, le ha de producir uno solo de los pasos que dé con sus nuevos pies; el descubrimiento de que nada de esto ha servido puesto que su amado elige a otra), y pese a todo, se despedirá de la vida sin lamentar ni un solo momento haber fijado sus ojos en él, haber conocido el sentimiento más intenso que se conoce. Pero en La reina de las nieves, Andersen sí le concedió a Gerda su premio —¿cómo iba a arriesgarse, en caso contrario, a que la niña bandida, con su sonrisa feroz en la boca, le pinchara con su puñal?— y, por esta vez, el príncipe obtuso será redimido, no por méritos personales o por iluminación interior, sino porque para los dos basta el amor puro, explícito, invencible, de esa niña capaz de deshelar el alma más escarchada.

Gerda y Kay, en el reino de las nieves, por Sorensen

 

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a La reina de las nieves o el cristal que helaba el alma

  1. Renaissance dijo:

    De todo lo escrito por Andersen es una de las piezas que recuerdo con más curiosidad. Quizá por estar lejos de ese aspecto más trágico de La sirenita o El soldadito de Plomo, o por la complejidad narrativa (es una historia muy larga según la edad del lector)…Tanto, que poco tendría que envidiar a cualquier serie de fantasía infantil aparecida a posteriori, y con una cualidad filosófica y poética mucho mayor.
    Además ha debido tener la relativa fortuna de tratarse de uno de los cuentos menos versioneados, aunque una de las adaptaciones existentes, realizada por entregas en la colección Cuenta Cuentos de Salvat, resulta una de las más fieles.

    • Es un cuento, además, dotado de una enorme variedad argumental, así como escenarios y personajes muy distintos, y que admite muchas lecturas distintas. En cuanto a las versiones, recuerdo una rusa, del año 1957, de dibujos animados tradicionales, que estaba bastante bien. Ah, y la bruja interpretada por Tilda Swinton en la primera película de las Crónicas de Narnia estaba mucho más que inspirada en el personaje, y no recuerdo si el homenaje procede de la novela de C. S. Lewis o era aportación de la película.

  2. Analía dijo:

    Bellísimo trabajo, como todos los que publicas en este maravilloso blog, para leer y releer. Felicitaciones por tu libro y los mejores deseos para vos y los tuyos en este nuevo año que esperemos no sea tan salvaje como es que por fin terminó 🙂

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