Con enorme alegría, comunico que mi libro Edad Media soñada ya se encuentra disponible en librerías o en la página web de la editorial Algorfa. Agradezco el cariño con que han acogido la noticia amigos, compañeros, antiguos alumnos y conocidos en general (muchos de ellos, gracias a los lazos que ha creado este blog a lo largo de los años). A modo de presentación algo más pormenorizada, he compuesto esta entrada con el texto que sirve de presentación o introducción al libro, puesto que en él se expone adecuadamente tanto su espíritu como el contenido que se puede encontrar en él.
En algún lugar he leído que la Edad Media no existió. En concreto, que la Alta Edad Media es un fraude, un engaño orquestado entre un emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, y un papa, Silvestre II, que había sido tutor del anterior cuando era un monje de enorme reputación intelectual, todavía llamado Gerberto de Aurillac. El propósito de ambos era adelantar el calendario unos 300 años para que sus respectivos reinados coincidieran con el año 1000, por esotéricas razones acerca de la mística de las cifras emblemáticas, y de paso poder inventar una Historia previa según sus intereses: por ejemplo, la existencia de un fabuloso creador del imperio germánico, primer unificador cristiano de Europa tras la caída de Roma, y padre de las actuales Alemania y Francia, esto es, Carlomagno. Esta tesis tiene hasta un nombre, que no está nada mal, la Teoría del Tiempo Fantasma, y la sustentan los supuestos eruditos de rigor, que cuentan con un no desdeñable número de seguidores, del mismo modo que los tienen los defensores de la teoría de la Tierra plana o de la Tierra hueca.
Ya es sospechoso, desde luego, que esos individuos se empeñaran en adelantar el año 1000 cuando, cualquiera que conozca un poco la época, sabe que la llegada de ese hito cronológico fue recibida con enorme aprensión por sus habitantes, temerosos de que cifra tan redonda ocultara males sin cuento. Irónicamente, un milenio después, las cosas no habían cambiado tanto, si recordamos cómo algunos también predijeron que el cambio simultáneo de los cuatro dígitos para llegar al año 2000 provocaría la avería de las ya por entonces cuantiosas máquinas «inteligentes» de las que dependían nuestras vidas. La lección, simple o significativa, es que el hombre no ha cambiado tanto como cree a lo largo del tiempo.
Si esta teoría, en términos históricos, carece de cualquier fundamento (no digamos ya de lógica), en términos estéticos, no solo no me parece del todo inacertada, sino incluso francamente sugerente. Y es que la época que se suprime de un plumazo es la que contiene la imagen principal que del medievo posee eso que llamamos «gran público», «legos» o, sencillamente, personas cuyo conocimiento de la Historia depende de las películas, las novelas, los tebeos y, en general, cualquier fuente de acceso popular para quien no esté especialmente interesado en un conocimiento más especializado. Por ello, cambiando los términos de la teoría, podríamos señalar que los conspiradores del Tiempo Fantasma no son tan remotos: serían el vasto conjunto de escritores, editores, cineastas, dibujantes o pintores que han creado esos mitos a lo largo de los siglos, quién sabe si dirigidos en la sombra por alguna cabeza rectora. En cualquier caso, qué buen trabajo han hecho.
La Edad Media que se ha difundido mejor no es la de sus últimos siglos, la del renacimiento de las ciudades (si bien el arte que todo el mundo asocia al medievo, el gótico, forma parte de este movimiento urbano), la aparición de las universidades, el Trecento italiano o el cisma de Aviñón. Es la del momento en que, tras la desaparición del Imperio romano (y sobre todo de su ejército, que imponía el orden en el violento mundo antiguo), los europeos abandonan las inestables y desabastecidas ciudades y marchan al campo, donde se encuentran los alimentos y donde ya están los señores a los que encomendarán su protección en esta época de inciertos peligros, iniciando así la rueda de dependencias que darán origen, en los años centrales del periodo, al feudalismo.
Los anglosajones llaman Dark Ages, o Edades Oscuras, al mismo periodo, sin duda porque en Gran Bretaña son siglos de los que se tienen pocas certezas absolutas y las fuentes no abundan. No es extraño que fuera en ese tiempo cuando surgió la gran leyenda inglesa (aunque quienes ayudaran considerablemente a crearla procedieran de otros ámbitos «nacionales», y ya me disculpo por el uso de términos evidentemente anacrónicos, como galeses o franceses), es decir, el ciclo artúrico. Esa «oscuridad» es el primer atributo del imaginario medieval, y lo asociamos a las invasiones de vikingos y musulmanes, a la conversión del bosque en el espacio del mal por excelencia, al choque entre cristianismo y paganismo (vencerá el primero pero sus cronistas garantizarán el conocimiento del segundo, al poner por escrito sus mitos) o de criaturas como los dragones y demás engendros fabulosos. El segundo atributo lo proporcionará el triunfo del feudalismo, cuando cristaliza el supuesto ideal de la caballería al servicio de los desvalidos, y se completa la imagen de esta época con los castillos, los monasterios, los trovadores y las Cruzadas.
¿Por qué no reconocer que si yo mismo estudié la especialidad de Historia Medieval —que ya no existe— fue impulsado por el atractivo de las imágenes que me habían transmitido las ficciones y el propósito de querer saber más sobre el sustrato que se escondía detrás de ellas? Mi medievo, en la infancia y la adolescencia, estuvo marcado por el mago Merlín, por la espada que un muchacho extraía de la piedra, por los vikingos y sus barcos con cabeza de dragón, por esas ciudades árabes donde un ladronzuelo se escapa subido a una alfombra voladora, por el dragón maléfico al que un príncipe hincaba una espada (mágica, por supuesto) en su negro corazón, por el alegre arquero de calzas verdes que siempre ponía su flecha allí donde ponía el ojo, por las brujas horribles que anunciaban a un guerrero que se convertiría en rey o por la fascinación que siempre han despertado en mí los castillos.
Y es que, fuera del mundo de los especialistas, la Edad Media parece hecha de aquello que Shakespeare llamó «la misma materia que los sueños» (aunque seguramente haya más personas a las que esta frase les evoque a Humphrey Bogart, con un halcón negro en las manos, antes que al autor de Macbeth). El escritor que quizá ha sabido expresar mejor la infinita complejidad del ser humano, en realidad no se refería a ninguna imagen de la ficción (la frase completa es «Estamos hechos [los hombres] de la misma materia que los sueños, y nuestra pequeña vida cierra su círculo con un sueño»), pero sirve perfectamente por esa capacidad del medievo para convertir en fábula o leyenda cualquier sustrato de realidad.
Shakespeare no llegó a escribir nunca una obra sobre el rey Arturo pero podría creerse que imaginó esta frase pensando en el soberano que es el «rey que fue y que será» porque, malherido en su última batalla, fue conducido a la isla de Avalon donde, convertido en un ensueño, espera a que su país vuelva a necesitarlo. La bonita ilustración que sirve de portada a este libro está extraída, precisamente, del lienzo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones El último sueño de Arturo en Avalon, que ilustra este episodio (soñado).
La Edad Media siempre ha estado asociada con lo primitivo, con lo misterioso, con aquello de lo que menos se sabe: no necesitábamos teorías sobre tiempos fantasmales para afirmarlo. Es por ello que —con notable injusticia, porque la Baja Edad Media fue un periodo de esplendor cultural, sin el cual nunca habría existido el Renacimiento— los humanistas, y en general todos aquellos que han querido creer que la Historia es progreso, sintieron poca simpatía por ese periodo. Paradójicamente, estos amantes de lo nuevo encontraron en tiempos todavía más remotos, en la cultura grecolatina, el ideal que sustentaba su concepto del pensamiento, las artes y el ser humano como medida de todas las cosas.
Este paradigma se mantuvo inalterable durante los siglos siguientes y vivió un nuevo apogeo en el siglo XVIII, cuando los sabios de la Ilustración se impusieron los principios del orden, la razón y la armonía como valores fundamentales del hombre. El descubrimiento de la arqueología, gracias a Winckelmann y los propagadores del neoclasicismo, pareció suponer el definitivo triunfo del mundo clásico. No sabían que era el famoso canto del cisne antes de morir. Porque mientras Grecia y Roma parecían brillar con más fulgor que nunca en el cielo de las artes y de la sabiduría, un puñado de jóvenes inquietos se revolvía contra los capiteles dóricos, el neoplatonismo y las esculturas de piedra de jóvenes de expresión inmutable, reivindicando el sentimiento, la subjetividad y el dramatismo. Poco a poco, comenzó a conocérselos como «románticos». Desdeñaban un mundo presidido por el orden y la armonía, que estuviera sujeto a las frías leyes de la razón. No es que fueran insensatos amantes del caos, pero fueron los inventores de un nuevo modelo del pensamiento, que situó la estética por encima de la razón, y que hoy nos permite apreciar una obra de arte no por lo que dice sino por cómo lo dice. Era lógico que asociaran la sugestión a lo misterioso, a lo inabarcable, a lo desconocido.
Los románticos reinventaron la Edad Media y su influencia ha sido incalculable. Yo mismo soy una de sus víctimas, como he señalado líneas arriba. Estudié varios años un periodo al que luego he regresado, sobre todo, bajo el amparo de aquellas ficciones que ya me encaminaron a él, como si el medievo fuera un enorme círculo vicioso. Soy profesor de enseñanza secundaria, y en sus programas de estudio la Edad Media es casi una nota a pie de página: poco más de un trimestre en los cuatro años de educación obligatoria dentro de esa asignatura que unas veces se ha llamado Ciencias Sociales y otra Geografía e Historia. En el Bachillerato, poco más: el último cambio en los programas de estudio obliga, en Segundo, a resumir diez siglos de Edad Media española en un único tema. ¿Cómo hacerlo y no convencer a los alumnos de que el medievo, o la historia antigua entera, no son sino sueños y fábulas inventados para que ellos tengan algo que estudiar?
Este libro es un libro sobre historias pero también de Historia (y de ahí que use la mayúscula, contra el parecer de nuestra Real Academia de la Lengua, para evitar cualquier ambigüedad cada vez que utilice una palabra u otra). Aunque ni pueda ni quiera ser un libro especializado, inevitablemente efectúa un recorrido por muchos de los pueblos, personajes y episodios principales de la Edad Media «real», cuyo conocimiento, aun cuando sea somero, es imprescindible para que el lector domine mejor el contexto de cada tipo de ficción.
Mi propósito (y mi placer) es recorrer las ficciones más perdurables a través de las cuales cualquiera puede asomarse a la Edad Media. Son ficciones de la literatura, claro, porque buena parte de ellas se remontan al mismo periodo, donde cristalizaron bajo la forma de mitos y leyendas que, en algunos casos, recogieron tradiciones orales que han acabado formando parte de nuestro legado literario: el ciclo artúrico o la mitología nórdica, por ejemplo. Ahora bien, esas fuentes han sido retomadas una y otra vez ya no solo por la literatura, sino por la pintura (también existe una pintura fuertemente narrativa, como veremos, y es en este sentido que la recojo) y las dos artes fundamentales del siglo XX, el cine y el tebeo. Por estas páginas van a pasar el ciclo del rey Arturo y la vasta progenie de obras de ficción que ha engendrado desde que a algún bardo le llegó la noticia de un oscuro caudillo britano que osaba luchar de igual a igual con los temibles invasores sajones. También lo harán otros ciclos y leyendas: los fatales nibelungos, el fabuloso Preste Juan, el alegre Robin Hood o, por qué no, ese dios del trueno que hoy es ídolo de la chavalería. Recorreré las visiones de una Edad Media más o menos realista, a través de su tratamiento en el cine, la literatura y el cómic. Y por último, me detendré en esos dos pueblos que los cristianos consideraron el «otro» por excelencia, los vikingos y los musulmanes, estos últimos gracias a las fantasías orientales de la ficción, comenzando por Las Mil y Una Noches, y sus múltiples plasmaciones en la literatura y el cine occidentales.
La estructura del libro no guarda ningún orden cronológico rígido. Creo, y espero, que cada lector, a la vista del índice, lo abra por donde primero piense encontrar materia para el recuerdo grato o para el descubrimiento gozoso. Mi intención, como llevo haciendo varios años en el blog La mano del extranjero es, o bien recordar juntos alguna buena historia que comparta con el lector, o bien animarlo a buscar una novela, un cómic o una película que anticipe los mismos placeres que ya nos han procurado otros que también están presentes aquí. Sigo un principio fundamental: salvo para aquellas obras que son referencia básica en uno u otro apartado, no he querido perder el tiempo (ni hacérselo perder al lector) con obras que no valoro en absoluto. Por supuesto, como toda valoración es subjetiva, y depende de tal cantidad de referencias propias, o modos particulares de exigencia frente a toda ficción, no pretendo sentar cátedra, sino, en todo caso, ayudar a la reflexión con la confrontación de opiniones.
Por último, debo señalar que el lector seguramente echará en falta alguna ficción o alguna fantasía por la que sienta predilección o que considere que tendría que estar incluida en una exposición sobre este periodo. Quisiera creer que este libro solo es un principio, y que en el futuro admitirá más huéspedes. Bienvenidos a este viaje por el sueño de una noche medieval.
¡Ya tengo mi ejemplar! ¡Enhorabuena, José Miguel!
Algunas películas medievales de grato recuerdo para mí:
El señor de la guerra
Los señores del acero
Becket
Los vikingos (colosal)
El manantial de la doncella
La armada Brancaleone
El Cid (Anthony Mann)
El príncipe valiente (salvo el ridículo peinado de Robert Wagner)
Robín de los bosques (aunque no es el mejor Curtiz-Flynn)
Excalibur
Camelot (sí, ya sé que a muchos les horroriza)
El séptimo sello
Robín y Marian (en mi opinión, algo sobrevalorada)
El nombre de la rosa
Y otras muchas que se me olvidan, por lo que pido disculpas.
¡Estupendo, Ángel, que alegría! Ah, y esa selección de películas que has puesto se encuentra en el libro, sobradamente comentada, con la excepción de «La armada Brancaleone». Un fuerte abrazo.