El cine bélico, por lo general, ha practicado dos tipos de planteamiento bien diferentes. Por un lado, para dar cobertura a lo que, en realidad, no es sino una peripecia aventurera, solo que abordando la aventura suprema: la de la supervivencia. Es el caso, por ejemplo, de Doce del patíbulo o Los cañones de Navarone. Por otro, para denunciar precisamente el acontecimiento que ilustran: el horror bélico. No hace falta ser un pacifista nato para encontrar poca satisfacción en el primer modelo, porque pocos títulos de interés ha ofrecido. En el segundo, sin embargo, se encuentran títulos tan espléndidos como Sin novedad en el frente, La gran guerra, La infancia de Iván o El arpa birmana, por ofrecer películas sobradamente conocidas de muy distintas cinematografías. En este artículo quiero difundir dos de los mejores títulos del cine antibélico de todos los tiempos que, por desgracia, apenas son conocidos, aunque quienes han tenido ocasión de verlos sí que los reverencian. El primero es Men in War (1957), magnífico film del gran Anthony Mann que en nuestro país recibió el absurdo (e indignante, porque parece anunciar, precisamente, una hazaña épica) rebautizo de La colina de los diablos de acero. El segundo ni siquiera llegó a ser estrenado en España: se llama The Hill y en sus pases por tv y ediciones domésticas ha sido llamado de diversas maneras, pero una de ellas es la que corresponde, y por esa lo voy a llamar yo, La colina (1965), film en este caso ignoto primero porque fuera un notable fracaso comercial y, después, por venir firmado por un director en general menospreciado pese a su enorme valía, que solo en los últimos tiempos comienza a serle reconocida, Sidney Lumet. Dos colinas, pues, para dos guerras diferentes (la de Corea en el film de Mann, la Segunda Guerra Mundial en el de Lumet), pero el mismo horror, que pocas veces ha sido denunciado mejor que en estos dos trabajos.
Las abordaré por orden cronológico. Men in War (en adelanto la llamo así, antes por ser más corto que por prurito de fidelidad, que no tengo), película «oculta» en la filmografía de Anthony Mann, constituye uno de los proyectos más personales del autor, hasta el punto de que fundó un pequeño sello para sacarla adelante, que por desgracia acabó abortado por el fracaso de los dos únicos títulos que llegó a producir, el presente y un film menos conocido todavía, La pequeña tierra de Dios (1958), con el que, además, comparte muchos elementos delante y detrás de las cámaras (por ejemplo, el protagonista, Robert Ryan).
El argumento no se sitúa en la Segunda Guerra Mundial, sino en la de Corea, y su trama se concentra en un único día, a lo largo del cual se narra la cruenta misión que debe efectuar un reducido pelotón de soldados para capturar el punto aludido por el título español, esa «colina de los diablos de acero». Son diecisiete hombres, liderados por un firme oficial, el teniente Benson, a los que no tardan en unirse otros dos que aparecen de modo casi fantasmal, a bordo de un jeep que parece ir a la deriva por el agreste terreno. Lo conduce un sargento de ademanes bruscos, llamado Montana, que traslada a su mando, un veterano coronel de aspecto catatónico (está «herido por dentro», explica su acompañante), maniatado al vehículo y que no hace un solo movimiento, más que instintivo (fumar el cigarro que se le ofrece, sin abrir prácticamente los labios). Son los únicos supervivientes de una batalla cuyo escenario han dejado muy atrás, sin saber que acabarán marchando a otro no menos dantesco.
El teniente Benson es encarnado por el gran Robert Ryan, en una interpretación que no solo es tan magnífica como siempre en él, sino que además confirma su versatilidad, al alejarse de esos roles turbios, cuando no directamente villanescos, en que se especializó y en los que lucía ese estilo característicamente tenso y nervioso que era su sello. El resto del reparto, formado por sólidos actores, está igualmente espléndido, pero siempre que veo la película me impresiona especialmente ese secundario que no necesita hacer casi un solo gesto para resultar inolvidable: el veterano Robert Keith, que encarna al veterano coronel.
Men in War efectúa una de las más ceñudas miradas que jamás se han vertido sobre el hecho bélico. Los soldados que aparecen en su decurso son meras sombras que transitan por un paisaje seco, implacablemente iluminado por el sol (no hay mejor manera de desnudar el horror que hacerlo bien visible), mientras son eliminados por otras sombras, caminando hacia delante por pura inercia, aceptando correr riesgos suicidas sencillamente porque no están preparados para pensar o decidir por su cuenta: porque lo peor de las guerras es creer en su inevitabilidad y aceptar convertirse en uno de sus engranajes. Por supuesto, ni Mann ni sus guionistas pretenden convertir a esos diecinueve hombres en seres abyectos, en meras máquinas de matar —aunque uno de ellos, precisamente el sargento Montana/Aldo Ray, responde a esta descripción y, lógicamente, será uno de los que sobrevivan—, sino en seres humanos con sus anhelos y miedos, con sus debilidades y fortalezas. Unos no pueden evitar dejarse llevar por el miedo (el soldado, encarnado por Nehemiah Persoff, que sale huyendo al descubrir que están en un campo de minas y vuela por los aires), otros han erosionado tanto su resistencia que se dejan dominar por la sensación de la enfermedad, más mental que física (el joven soldado asumido por Vic Morrow), otros encuentran la muerte cuando, en un breve momento de temeridad, se sientan a un lado en el camino, hartos de tanto horror, para adornar el casco con unas flores o desentumecerse los pies (el sargento negro al que da vida James Edwards).
Es un hermoso mensaje: las guerras son el ejercicio de abstracción destructiva más grande que ha inventado el ser humano, pero quienes mueren son seres muy concretos. Y Mann y Yordan no dudan en dejar espacio para la humanidad. La hay en el protagonista, el teniente Benson, en su forma de sentir como suya cada muerte de uno de sus hombres, de unir la placa de identificación de cada hombre caído al manojo en que las lleva todas, de contemplar con pena la foto de la familia del soldado coreano muerto (el «enemigo») o de encararse al sargento Montana reprochándole que haya disparado sin poder identificar bien al enemigo aunque acertara y los salvara a todos. La hay en el gesto del sargento negro antes de morir y la hay en el del joven soldado que sustituye su casco por el del anterior, en homenaje a la continua ayuda que este le prestaba. La hay, es más, en el que supone tal vez el mejor momento de la película: las palabras que Montana dirige a su coronel, al que no abandona en ningún momento, pues revela de pronto una insospechada ternura y justifica que si parece dispuesto a sacrificarlo todo por alcanzar la retaguardia es por salvarlo a él y no su propio pellejo. Jean-Luc Godard llamó una vez al director de este film Super-Mann, a propósito de otro título, mucho más conocido, pero seguro que también habría podido hacerlo después de ver La colina de los diablos de acero.
Aun poco conocida, sin embargo Men in War, gracias al renombre de su director, es una película fácil de rescatar. Pero eso no ha sucedido hasta ahora con La colina, puesto que Sidney Lumet, repito, todavía no ha alcanzado la reputación que merece. Toda una injusticia, pues para remarcar su valía basta la mera revisión de películas tan extraordinarias como Doce hombres sin piedad (1957), El prestamista (1964), La ofensa (1972), Veredicto final (1982) o Distrito 34: corrupción total (1992), y cito solamente algunas de las más destacadas de una extensa filmografía que abunda en muchos otros títulos valiosos y que cerró ¡a los 81 años! con uno de los films más duros y lacerantes del Hollywood contemporáneo, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007). The Hill se sitúa con honores junto a las anteriores, proponiéndose como una denuncia en grado superlativo no ya de la guerra sino de la propia mentalidad militar. No extraña, por tanto, la indiferencia, incluso hostilidad con que fuera acogida en el mundo entero, como ya indicaron las dificultades para encontrar financiación. Por cierto que el film se rodó en España, entre Málaga y el cabo de Gata, país donde, como es natural, ni se estrenó.
El magnífico planteamiento, que en principio se debe a Ray Rigby, el autor de la obra original (junto a R. S. Allen) y asimismo el guionista que la adapta, propone un cine bélico sin batallas —por tanto, sin el atractivo visual de la acción—, ya que su historia se enclaustra entre los muros de una prisión militar para soldados convictos del propio bando aliado (ahora sí estamos en la Segunda Guerra Mundial, y en concreto en el frente norteafricano, en pleno desierto). Por esta razón, el film puede confundirse, en una primera y superficial mirada, con el minigénero sobre campos de concentración, pero sus carceleros son ingleses e ingleses sus prisioneros (de la más variada procedencia, eso sí): desertores, ladrones, reos de insubordinación… El tipo de soldado sospechoso para todo el mundo, ese dos por ciento del que nadie quiere saber nada, como indica uno de los personajes principales.
Pues bien, el planteamiento no se limita a cuestionar a esas «manzanas podridas» que manchan la honestidad de una institución (con el consolador mensaje de que, una vez podadas, esta relucirá como siempre), sino al Ejército en sí como ente que genera y potencia unos comportamientos que tienden a convertir los valores humanos en un hecho molesto, que debe ser despreciado en lo posible porque tendería a minar la eficacia para la que ha sido creado, y más en tiempo de guerra. Es un acierto que aquí no haya bandos, sino soldados de la misma nacionalidad, pues así la reflexión antimilitarista resulta mucho más eficaz, al no verse perturbada por el inevitable componente de odio al otro entre países enemigos en una contienda. En todo caso, sí hay elementos de racismo porque uno de los reclusos es un negro (de las Indias Occidentales inglesas), que convierte su contestación al abuso de autoridad en pura rebelión transgresora ante el tratamiento racista que le otorga el encargado principal de la prisión.
Aunque el campo se halla bajo el teórico mando de un comandante de nombre innominado (que apenas comparecerá en tres ocasiones: es un mero adorno), quien realmente lleva las riendas del mismo es el sargento mayor Wilson (Harry Andrews en quizá su mejor papel en el cine), un hombre que presume de sus 25 años de servicio. En su primera aparición en la pantalla, está despidiendo a dos hombres que han concluido su condena y, obsequiándolos con una egocéntrica arenga, subraya cómo los tomó como desechos y los ha vuelto a convertir en hombres (lo cual para él quiere decir soldados), dispuestos a volver al frente y obedecer, ahora incondicionalmente, las órdenes de su país. Justo cuando los dos se marchan, llegan otros cinco prisioneros, entre los cuales destaca Roberts, un sargento mayor (como Wilson), que ha ido a parar allí por golpear a un superior tras negarse a obedecer una orden, la cual, sabremos luego, acabó costándole la vida al resto de hombres del pelotón.
El desarrollo argumental de La colina va a girar, precisamente, en torno al modo en que esos cinco hombres deben ser metidos en vereda (aunque, claramente, el objetivo del tratamiento es Roberts). Wilson se los encomienda a Williams (Ian Hendry), un guardián recién llegado al centro, que no solo anhela hacer méritos cuanto antes sino que, además, encierra a un sádico irredimible, quien no dudará en aplicar la mayor dureza a los cinco reclusos. Eso sí, tan pronto descubre que Roberts es demasiado fuerte, incluso para él, volcará su ira sobre el más débil del quinteto, el joven Stevens (un pobre diablo cuyo delito había sido abandonar su pelotón para volver a casa a ver a la esposa cuya ausencia no soporta: significativamente, él no lo considera deserción), quien acabará muriendo debido a la presión física a que lo somete. Una presión que tiene como centro la «colina» que da título a la película, un montículo artificial levantado en medio del campo que los reclusos deben subir una y otra vez, a la carrera, siempre que son sometidos a castigo.
El espléndido desarrollo argumental gira en torno a la oposición entre Roberts, dispuesto a hacer valer la justicia incluso en ese infierno (es decir, a que Williams tenga que hacer frente a la legítima denuncia por el abuso de poder) y los dos mandos, dispuestos, como siempre, a que el ejército prevalezca sin tacha alguna. El gran Sean Connery luchó mucho por sacar adelante esta película, bien consciente de la oportunidad que suponía para demostrar que sus capacidades iban más allá del personaje al que se había ligado, el agente James Bond. Y su interpretación es memorable, plena de potencia física, de tensión a ratos (duramente) contenida y a ratos (balsámicamente) incontenible, teniendo el buen sentido de no querer convertir a su personaje en un héroe incomprendido sino en un hombre indignado por la injusticia. Un hombre que, eso sí, acabará confirmando, con amargura, que el ejército (al que se había unido en busca del equilibrio y el orden que faltaban en su vida) es tan solo un espacio donde la arbitrariedad es legal.
Si ya el planteamiento y las interpretaciones son soberbias, el trabajo de dirección de Lumet es admirable, posiblemente el mejor de toda su carrera junto al de su ópera prima Doce hombre sin piedad, con la que comparte, precisamente, la magnífica expresión visual de un proceso de tensa progresión dramática. Es más, ambas películas comparten una misma característica: el sentido de la claustrofobia que impone el espacio en que se desarrolla (la sala de deliberación donde están «encerrados» los doce jurados; el campo de prisioneros, donde ni siquiera al aire libre hay la menor sensación de libertad: bien al contrario, porque en el patio está la «colina»). No en vano una sentencia puesta en boca casi en el arranque de la historia acaba siendo la perfecta imagen moral de la película: «Todos cumplimos condena, incluso los guardias».
[Quien no conozca el final de esta película debe dejar de leer aquí]
El crescendo de tensión que va desarrollando La colina es extraordinario, hasta el punto de que llega un momento en que la violencia moral y metafísica supera los momentos en que esta se expresa físicamente (Roberts acaba sufriendo la rotura de un pie, a manos de Williams y sus sicarios, en un intento inútil de que olvide su pretensión de denuncia), mas en ningún momento se sobredimensiona ni incurre en la histeria, lo que era el principal peligro del film. Por lo demás, su dureza y falta de concesiones es demoledora, como indica su desolador final, en verdad inolvidable de tan pesimista: tras conseguir Roberts que la denuncia prospere, Williams acude a su celda (donde aquel está inmovilizado a causa de su pie roto) para ajustarle las cuentas, mas será sorprendido por un par de compañeros, los cuales comienzan a propinarle una tremenda paliza, ante la impotencia del primero (en quien Lumet centra el plano, dominado por la expresión de infinito pesar de Connery), que sabe bien que esos golpes invalidarán definitivamente la acusación. Ahora bien, en el ejército, y en plena guerra, ¿acaso creía posible otro modo de hacer «justicia» que no fuera mediante la violencia?
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La colina de los diablos de acero / Men in War. Año: 1957
Director: Anthony Mann. Guión: Philip Yordan y Ben Maddow; novela de Van Van Praag. Fotografía: Ernest Haller. Música: Elmer Bernstein. Reparto: Robert Ryan (Teniente Benson), Aldo Ray (Sargento Montana), Robert Keith (Coronel), Vic Morrow (Cabo Zwickley). Dur.: 102 min.
Título: La colina / The Hill. Año: 1965
Dirección: Sidney Lumet. Guion: Ray Rigby, sobre la obra de Ray Rigby y R. S. Allen. Fotografía: Oswald Morris. Reparto: Sean Connery (Roberts), Harry Andrews (Sargento mayor Stevens), Ian Hendry (Williams), Ian Bannen (Harris), Ossie Davis (Jacko, el recluso negro). Dur.: 123 min.