(El presente artículo, convenientemente editado y ampliado, es una versión del publicado previamente en la revista digital Homonosapiens.)
Ya nos hemos acostumbrado, pero el primer hallazgo de este inmarchitable clásico que responde al nombre de Doce hombres sin piedad es la ingeniosa variación que propone con respecto al típico thriller judicial que tanta gloria ha procurado al cine estadounidense. Y es que, cuando lo habitual era centrar la trama en el match entre un noble e ingenioso abogado y un fiscal por lo común astuto y marrullero, cuyo objetivo común es persuadir con su actuación a los jurados, el autor de la original pieza televisiva, Reginald Rose, no le dedica el menor espacio a tan emblemáticas figuras para concedérselo, por entero, a esos doce ciudadanos en cuyo juicio descansará finalmente el veredicto de culpabilidad o inocencia. Por eso, la trama comienza cuando el juez —presidiendo el encuadre con el gesto entre serio y aburrido de quien ha pronunciado muchas veces esas palabras: del funcionario de la justicia— se dirige a los doce jurados para recordarles que la conclusión de su deliberación, al tratarse de un caso de pena capital, debe ser unánime y estar condicionada por la ausencia de la menor duda razonable. El jurado se levanta y entonces el encuadre cambia, para mostrar ahora su salida de la sala desde el punto de vista del acusado, sentado y con las manos unidas, quién sabe si por nerviosismo o porque está musitando una muda plegaria: de esos hombres depende su vida. Y para concluir este prólogo, el director le dedica ahora un plano en soledad, la soledad del acusado: y vemos que éste no es sino un muchacho de rasgos nada llamativos. En esos momentos, no es ni un culpable ni un inocente sino un hombre que afronta una espera. Una tensa espera.
Siempre me ha fascinado el título de este film, pero confieso que durante años no analicé su significado: hasta tal punto me dejaba mecer por la magia de su atractiva familiaridad. ¿Por qué doce hombres «sin piedad»? De hecho, el término original, angry, significa «enfadados» o «airados». En cuanto los conozcamos, descubriremos que este adjetivo bien lo merecen algunos de ellos, pero no todos. ¿Por qué entonces el autor los califica así en su conjunto? Seguramente, el título está en relación con ese plano subjetivo del joven acusado. Para él, que durante los días que ha durado el juicio no los ha visto sonreír —todos sabemos (por las películas, claro) que los jurados intentan contener sus emociones durante las sesiones del juicio, para que nadie cuestione luego su imparcialidad—, esos doce hombres ya no son unos semejantes, sino los verdaderos jueces, los hombres de los que depende su destino, su existencia. Y el rictus de sus expresiones (incluso la mirada que alguno de ellos le arroja antes de salir del tribunal) no augura nada bueno. Parecen, en efecto, doce hombres a los que no les temblará el pulso para decidir su muerte. Doce hombres sin piedad. Salvo uno.
Afortunadamente para él, y para orgullo de la historia del humanismo en el arte —del que esta película me parece uno de sus más afortunados ejemplos—, uno de los doce tendrá la piedad suficiente como para no conformarse con las evidencias que a todos les parecen concluyentes. Uno de ellos votará por su inocencia en la primera ronda que, nada más reunirse, realizan para saber qué piensan y decidir si podrán irse pronto a casa, teniendo en cuenta que el caso parece claro. Ese hombre, el jurado número 8, protagoniza la disonancia que, por fortuna, siempre existe incluso en aquellos momentos en que la masa parece más unánime en dejarse arrastrar por el más ciego gregarismo. Y cuando los demás (irritados, incómodos o curiosos) le piden que explique si él tiene otras evidencias distintas a las de ellos, el jurado número 8 replica, sencillamente, que el acusado se juega demasiado (se lo juega todo, de hecho) como para que esos hombres no le dediquen, siquiera, un rato a hablar de por qué creen que debe cercenarse su vida.
El 20 de septiembre de 1954, dentro del mítico espacio Studio One de la cadena CBS, y como entonces era norma, mediante una emisión en directo, se estrenaba la obra Doce hombres sin piedad. Escrita por uno de los más cotizados guionistas televisivos de la época, Reginald Rose, no tardaría en saltar a la llamada gran pantalla, mediante producción conjunta del mismo Rose y del actor que decidió protagonizarla, el gran Henry Fonda. El realizador escogido debutó en el cine con ese trabajo. Se trataba de un hombre procedente asimismo del medio catódico, de ahí que este film sea una de las obras emblemáticas de la llamada «generación de la televisión», entre cuyos miembros prominentes estuvieron John Frankenheimer, Martin Ritt, Delbert Mann, Franklin J. Schaffner (precisamente el responsable del programa original) y el que en mi opinión es su mejor representante, tan injustamente menospreciado como aquellos: Sidney Lumet.
No es momento para extenderse sobre la amplia y fecunda carrera de este realizador, pero ¿cómo no recordar alguna de las mejores películas que firmó en sus 50 años de carrera? No son las únicas de enorme interés, pero cuando menos son de obligada mención: El prestamista (1964), tenso drama sobre la violencia urbana, desde siempre uno de sus temas fundamentales; La colina (1965), un título que no sé cómo es posible que sea tan desconocido cuando ofrece uno de los retratos antimilitaristas más geniales que haya dado nunca el cine; La ofensa (1973), sórdido y lacerante descenso al corazón de las tinieblas de un policía hundido en la degradación más violenta, y al que un gran Sean Connery brinda la menos glamurosa de sus interpretaciones; Veredicto final (1982), un thriller judicial que sobre el papel parece adolecer de esas convenciones que negaba su debut en el cine, pero que brilla como un inolvidable dibujo de la redención invernal de su maduro protagonista (Paul Newman en el que tal vez sea el papel de su vida); La noche cae sobre Manhattan (1996), posiblemente la culminación de otra de sus preocupaciones fundamentales: la corrupción institucional, sobre todo la policial; y su última película, Antes que el diablo sepa que has muerto (2007), un amargo drama con trama de thriller (familiar) cuya dureza y valentía no solo desentona admirablemente en el Hollywood actual de las cómodas multisagas, sino que confirma que el anciano Sidney Lumet, del principio al final de su carrera, se mantuvo fiel a la irrenunciable independencia ética y moral que simboliza el jurado nº 8 de su opera prima.
Como todas las películas grandes de verdad, Doce hombres sin piedad no puede reducirse a una única dimensión. Por supuesto, es un entretenido film de suspense judicial: en el transcurso de la hora y media en que (en tiempo más o menos real) deliberan los jurados, estos realizan una investigación paralela que no puede ser más apasionante y que cuenta con momentos de magníficos golpes de efecto. Es también una bonita apología de la importancia de las instituciones en el sistema democrático, del mismo modo que un inquietante estudio sobre la facilidad con que las personas se dejan arrastrar en sus opiniones hacia un lado u otro (esta cuestión ennoblece la densidad dramática de la historia: no es un mero canto en defensa de la verdad, y de hecho es un título que suele proyectarse en clases de psicología social).
Asimismo, supone una crítica sin concesiones contra la pena de muerte y la ligereza con que se pronuncia en el sistema judicial estadounidense, y un film con una fuerte carga social, como denota la enorme cantidad de prejuicios que salen a la luz en el curso de las discusiones de los jurados. Igualmente, y de cara a quienes nos hemos criado en una tradición jurídica muy diferente a la anglosajona, demuestra lo discutible que es precisamente esa institución del jurado que no puede escapar a las debilidades y limitaciones intelectuales y morales de aquellos de los que puede depender una decisión tan trascendente como la que se plantea en el film.
Y, por supuesto, y vuelvo con ello a mi argumento inicial, es un bello canto humanista encarnado en ese jurado número 8 que, no por ser mejor ni más inteligente que los demás, sino por plantearse ir más allá de sus propias limitaciones, supone una admirable encarnación de lo mejor del ser humano. Por cierto, es una magnífica idea que Rose, para subrayar que esos hombres son ciudadanos extraídos de su condición «normal» para ejercer una labor que escapa de los márgenes de esa usual normalidad —por tanto, en ese momento no debe contar su identidad y ni siquiera su origen y condicionantes psicológicos y sociales, sino su capacidad de juicio—, hará que solo se conozcan por el número de orden con que se han sentado en el tribunal y, ahora, en torno a la mesa de deliberaciones. Por supuesto, lo que hará Doce hombres sin piedad es resaltar la imposibilidad de que nadie pueda abstraerse de sí mismo, de ahí que esas circunstancias personales acaben siendo fundamentales a la hora de tomar su decisión: los jurados son ante todo hombres, con o sin piedad.
De ahí, que concluida su tarea, los doce hombres reemprendan su vida, ajenos unos a otros salvo durante ese breve paréntesis de comunidad. Sin embargo, los dos que removieron la adormilada conciencia de los otros (el nº 8 y el anciano nº 9, el primero en secundarlo) se presentarán antes de despedirse, en las escalinatas del palacio de justicia: ese gesto de darse un nombre no los humaniza más que sus actos anteriores, pero responde al mutuo aprecio nacido entre ellos durante esas horas y así subraya la firme convicción de que todo hombre es más que un número y que por ello merece, cuando menos, un rato de discusión cuando se decide el curso de toda una vida.
Ahora bien, ninguna de estas reflexiones tendría la misma densidad si no vinieran apoyadas por lo que sigue siendo fundamental no ya en toda película, sino en toda expresión artística: las ideas (por encomiables que sean) sirven de poco si no vienen sustentadas por un ejercicio de estilo capaz de extraer de ellas toda su carga dramática. Dicho de otro modo, en arte no puede haber ética sin estética: las ideas, por encomiables y compartibles que sean, necesitan ser revestidas de toda la fuerza propia del medio expresivo al que son confiadas. Es la diferencia que hay entre el sermón y la obra de arte. Y aquí es donde volvemos a hablar de Sidney Lumet.
Confieso que no siempre me gustó Doce hombres sin piedad. Entre otras razones —y esta es una crítica legítima que muchos buenos aficionados le han hecho—, a poco que se piense, es inverosímil que esos hombres (guiados al principio por el número 8, pero poco a poco excitados por el estímulo de su espíritu crítico) se revelen como unos investigadores de primera categoría que acaban descubriendo un montón de cabos sueltos en el aparentemente inmutable conjunto de pruebas que hacían pensar al principio en un veredicto fácil, rápido y justo. Eso sí, también cabe interpretarlo como una crítica a un sistema judicial que no puede evitar ser portavoz, también, de las desigualdades de esa sociedad por la que en principio debe velar: a nadie importa mucho (salvo para subrayar su escasa moralidad) ese caso criminal cuyas víctimas y ejecutores son gentes de baja extracción social que no pueden costearse una defensa con garantías y que poco pueden hacer ante funcionarios de la justicia con escasos deseos de entrar en mayores disquisiciones (hay que recordar, una vez más, el gesto del juez al aleccionar al jurado).
Si aun así consigue convencernos, es por varios motivos. Uno, claro, es por la magnífica fluidez con que van sucediéndose las nuevas dilucidaciones de los jurados (lo cual es mérito de Rose). Otro, cómo no destacarlo, es por la magnífica interpretación de un conjunto de actores, casi todos poco conocidos, entre los cuales se funde a la perfección Henry Fonda con ese aire cotidiano que desprendía, poco habitual en una estrella de Hollywood (Hitchcock, como es usual, lo entendió bien al darle, ese mismo año, el papel de Falso culpable). Sin embargo, si solo bastara una buena historia, con unos buenos diálogos y unos excelentes actores, valdría tanto el presente film como la estimable pero lógicamente limitada escenificación que se filmó en TVE a principios de los 70.
Por eso, si Doce hombres sin piedad si Doce hombres sin piedad, más allá de la originalidad de su anécdota y sus excelentes actuaciones, se convierte en una obra de perdurable, e inolvidable, dramatismo es por la asombrosa convicción que le otorga la puesta en escena de Sidney Lumet (por supuesto, con la inapreciable ayuda del excelente director de fotografía Boris Kaufman, habitual colaborador del Elia Kazan de la época), tanto más si tenemos en cuenta su reducción a par de decorados, la sala de deliberaciones más el aseo contiguo. Una puesta en escena que se apoya en la sutileza de una atmósfera mucho más elaborada de lo que la aparente sencillez del film parece indicar y que comienza por el literal peso atmosférico de esa plomiza tarde de verano en que se reúnen los jurados. Una tarde de calor asfixiante en que el sudor moja sus ropas y obliga a más de uno a usar un pañuelo para secarse: buena metáfora de los apuros morales e intelectuales a que son sometidos esos hombres sencillos. Y es un magnífico detalle que el más racional de todos los jurados que sostienen hasta el final la culpabilidad del muchacho (el número 4, encarnado por E. G. Marshall) nunca sude y vista siempre impecablemente su aseado traje.
La magnífica planificación de Lumet, que sabe huir de la monotonía sin incurrir nunca en el efectismo (y sin jugar la fácil carta de la narración expresionista), y el estupendo movimiento de los personajes por el claustrofóbico decorado hacen que estos resulten al mismo tiempo prototípicos (dentro de su normalidad, hay una notable diversidad en cuanto a situación profesional, edad y carácter) y rotundamente individuales: no en vano, y como he señalado, el film es finalmente una vindicación de la responsabilidad personal. Con sencillez, pero con rotundidad, Doce hombres sin piedad no solo no es el film envejecido en que podía haberse convertido, sino un ejemplo admirable de esa capacidad que tuvo el buen cine de Hollywood para unir la pericia narrativa con la trascendencia dramática. Y qué mejor prueba que comprobar que, por muchas veces que lo hayamos visto, siempre nos sigue emocionando ese momento, en el inicio de la historia, en que, después de que todos su compañeros hayan votado a mano alzada la culpabilidad del muchacho, Henry Fonda levanta la suya no para indicar que cree firmemente en su inocencia, sino para subrayar su disentimiento ante las decisiones trascendentes que se toman con demasiada facilidad.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Doce hombres sin piedad / 12 Angry Men. Año: 1957
Director: Sidney Lumet. Guión: Reginald Rose, a partir de su propia historia. Fotografía: Boris Kaufman. Música: Kenyon Hopkins. Reparto: Martin Balsam (Jurado nº 1), John Fiedler (Jurado nº 2), Lee J. Cobb (Jurado nº 3), E. G. Marshall (Jurado nº 4), Jack Klugman (Jurado nº 5), Edward Binns (Jurado nº 6), Jack Warden (Jurado nº 7), Henry Fonda (Jurado nº 8), Joseph Sweeney (Jurado nº 9), Ed Begley (Jurado nº 10), George Voskove (Jurado nº 11), Robert Webber (Jurado nº 12). Dur.: 96 min.
En Hispanoamérica, el título que le han dado es «Doce hombres en pugna». Llama más la atención el debate entre ellos que su actitud hacia el acusado.
Para la generación de nuestros padres, es casi mítica la puesta en escena de la obra que hizo TVE en su propio «Estudio Uno». He conocido gente que recordaba a actores como Rodero o Bódalo sobre todo por su papel en «Doce hombres sin piedad».
Sigue gustándome más el rebautizo español: posee ese gusto un tanto pomposo que en la España de los 40 y 50 fue debilidad, y que por ejemplo permite que, en literatura, nos encontremos con títulos como «Los cipreses creen en Dios» o «Los árboles mueren de pie» 🙂 . El dramático de Estudio Uno, ciertamente, es mítico, pero su principal atractivo, revisado hoy, es la interpretación de los doce actores y el desarrollo de la trama. No hay inquietud mínima de puesta en escena, porque entre otras razones no se pretendía otra cosa que contar la historia con sencilla eficacia, teniendo en cuenta además lo limitado del presupuesto. Con todo, yo también lo considero entrañable, si bien me parece que Rodero no consigue transmitir la noble sencillez de Fonda: en su caso, es algo más redundante.