Desde que la vi de niño, a principios de los 80, en una de esas entrañables sesiones matinales que murieron con el final de los cines de barrio, siempre he sentido una especial debilidad por una película que carece de la menor aureola cinéfila y de la que resulta difícil encontrar alguna referencia. Se trata de La luz del fin del mundo (1971), uno de esos films de género de ambigua «identidad» puesto que pertenecen al sugestivo reino de la coproducción (la financiación es anglosajona, el idioma de rodaje y las principales estrellas, también, pero los escenarios son españoles, como la mayoría de los técnicos y los actores secundarios, con refuerzos de intérpretes italianos y franceses), ese mundo en el que cualquier cosa era posible. Además, en teoría adapta una novela (poco conocida, eso sí) del escritor que presidió mi infancia, Julio Verne (y al que, de adulto, he mantenido la misma lealtad, aclaro), solo que, como era de esperar, de una manera muy particular, de tal modo que quien lea la novela difícilmente encontrará el tono febril y apasionado de las imágenes. El particular atractivo que, desde esa vieja sesión matinal, siempre he encontrado en este film, nace, ante todo, de tres elementos: el paraje costero, majestuosamente abrupto, donde transcurre la acción; la magia fetichista que desprende el pintoresco conjunto de piratas al que se enfrenta el protagonista; y un aroma de romanticismo nihilista que encuentra su más sugestivo foco en algo que uno nunca hubiera esperado encontrar en una adaptación verniana, el memorable personaje femenino que, como es lógico, no existe en el original.
La novela es El faro del fin del mundo y lo mejor de ella, lo digo ya, es su atractivo título (que la película, incluso, mejoró). El del film tiene cierta justificación poética, pero Verne llamó así a su novela por razones geográficas. La acción se ubica en la isla de los Estados, prolongación meridional del continente americano, al otro lado de la Tierra del Fuego, donde el gobierno argentino inaugura un faro para servir de orientación a los barcos en punto tan difícil para la navegación austral. El plot de la novela (perdón por el innecesario anglicismo) es, asimismo, prometedor, y lo mantiene la adaptación: un grupo de piratas que vive del saqueo en esos accidentados parajes se apodera del faro para poder seguir con sus actividades de pillaje, asesinando a dos de los tres fareros que estaban a su cargo. El tercero, Vázquez, sobrevive e inicia una tenaz resistencia contra los malvados. Es una de las novelas póstumas de Verne, que su hijo Jules barnizó (poco, a diferencia de otros títulos), parca en peripecias hasta la exasperación y carente de las habilidades del autor para la descripción de la naturaleza o el sentido atmosférico.
Para hablar de la película, lo mejor es olvidarse directamente del libro, por lo que ya no volveré a él. La luz del fin del mundo pertenece al género de aventuras en su variante de film de piratas. Ya un primer rasgo de originalidad es que son piratas en tierra firme: en concreto, son eso que los anglosajones llaman wreckers y que no parece tener un equivalente exacto en español, algo así como «fabricantes de naufragios». En la novela, y sin que las autoridades argentinas lo sepan, la isla era el cuartel general del pirata Kongre, el lugar donde esconde sus tesoros. En la película no se explica pero se supone, puesto que Vázquez (ahora llamado Will Denton, con el cambio de nacionalidad) acabará encontrando dicho espacio, verdadera cueva de Ali Babá. Kongre, por tanto, no hace sino recuperar su dominio sobre la isla del fin del mundo, asesinando vilmente a los desprevenidos Moriz y Felipe, y obligando a Denton a escaparse con lo puesto y buscar refugio entre las rocas.
Desde allí, descubrirá para qué quieren los piratas ese faro: trasladando sus lentes al extremo opuesto del acantilado, provocan el naufragio de un buque estadounidense, a cuyos pasajeros asesinan cuando estos intentan ganar la playa. Solo sobrevivirán dos. Denton salva al maquinista de a bordo, un italiano llamado Montefiore (Renato Salvatori, otro actor que había vivido tiempos mejores: había sido uno de los hermanos de Rocco en el film de Visconti). Una mujer aparece viva al día siguiente y su belleza la preserva del asesinato: una dama inglesa llamada Arabella Ponsonby.
La producción del film corrió mayoritariamente a manos de Alexander Salkind, que a finales de esa década encontraría un filón en las adaptaciones cinematográficas del mítico Superman. Sin embargo, también se implicó como productor el mismo protagonista, Kirk Douglas, con su propio sello, Bryna. Los tiempos ya habían cambiado en Hollywood. Douglas, por mucho que a sus 55 años todavía se mantuviera en aceptable forma, ya no tenía la capacidad de convocatoria de otros tiempos, y no dudó en buscar otros territorios donde montar sus proyectos.
Hablaba líneas arriba de tres elementos que otorgan al título su personalidad. El primero es el formidable escenario que fue escogido para hacer creer que estábamos en el confín de Sudamérica, nada menos que el estupendo entorno natural del Cabo de Creus (el faro se construyó expresamente para el film), cuya agreste costa rocosa se convierte, por momentos, en la verdadera protagonista de la película, proporcionando a la historia una fabulosa atmósfera de onirismo, por momentos literalmente alucinante. ¿Quién no se creerá que la acción transcurre literalmente en el fin del mundo, allá donde la conjunción de los océanos Atlántico y Pacífico hace que la naturaleza se desborde en viento, agua y piedra hasta proponerse como el verdadero protagonista de toda la acción?
El segundo es el delirante sentido del fetichismo en la caracterización de los piratas. Su mismo líder, Kongre, bajo los trazos de Yul Brynner ya es un icono en sí mismo, no en vano la mera elección de este entrañable actor conllevaba, seguro que voluntariamente, este mismo propósito. Ataviado siempre de negro, atildado y amante de las comodidades (enseguida transforma la humilde cabaña de los fareros en el aduar de un jeque árabe, incluyendo un pequeño lacayo africano que parece extraído de un cuento de las Mil y Una Noches), la sofisticación que envuelve a este pirata lo convierte, literalmente, en el soberano del fin del mundo, por mucho que sea un lujo decadente, a un paso de lo grotesco. La adición más lógica e impagable es ese caballo blanco que transporta en la bodega de su barco (¿un caballo de mar?) y que utiliza para jugar a la caza del hombre con sus presas, para lo cual dispone sobre su testuz un cuerno que lo convierte, literalmente, en un unicornio.
Billington dedica un sugerente travelling para presentar a la tripulación, desde el punto de vista del catalejo de Denton, que revela una variopinta galería de sujetos, muchos de ellos de aparente extracción andina, pero otros cuantos, los más recordables, a cuál más singular y atroz, no en vano los encarna la plana mayor de los característicos españoles que hicieron carrera en la coproducción mediterránea gracias a la rudeza de sus facciones: Tito García, Aldo Sanbrell, Luis Barboo, el entrañable Víctor Israel con su ojo insoportablemente estrábico… Con tan patibularia apariencia, ¿quién podría dudar de que lo que van a hacer a continuación no sea sino asesinar salvajemente a sus dos compañeros? De ellos, quien llama, ante todo, la atención es ese lugarteniente, Virgilio (a quien Kongre presenta como «el baluarte de mi defensa»), encarnado por el francés Jean-Claude Drouot siempre con la melena al viento y sobre el que planea cierto aire de arrogancia homosexual (en una escena, amputada en la versión española, se presenta ante la protagonista femenina vistiendo uno de sus trajes). Luciendo con gesto perennemente chulesco una guerrera roja de húsar y portando como arma ¡una katana!, Virgilio desprende un inexpresable atractivo que obliga a desear que aparezca más en pantalla.
El tercero es el interés dramático que se otorga a la relación entre personajes, tanto entre los dos antagonistas (que llega a adquirir visos de pura obsesión: de odio más allá de lo personal) como entre estos y el personaje femenino. Es admirable que los incondicionales de Verne siempre hayamos reprochado a sus adaptaciones la inclusión de unas mujeres que el escritor decidió que no eran necesarias, solo para aportar al héroe de turno su dosis de romance. La luz del fin del mundo destaca hasta para desmentir ese lugar común: no solo el personaje femenino resulta interesante sino que, además, sin él, la película no hubiera sido lo mismo.
Las novelas de Verne poseen un indudable hálito romántico, eso no lo discute nadie que lo conozca bien, pero este desde luego no deriva de ningún ingrediente sentimental, y lo que hace esta adaptación es basar buena parte de su dramaturgia en el profundo desaliento existencial que sufre su protagonista debido a la desdichada historia de amor que ha marcado su vida. Toda una audacia, pues, para una adaptación verniana, que deja bien sentado que las versiones «fieles» de las novelas (sobre todo, si son buenas) se traducen en un poco meritorio mimetismo que, para quienes las hemos leído, carece de mayor aliciente.
Debe declararse: fuera de alguna incongruencia pasajera, el guion es espléndido. Como no podía ser de otro modo, lo firma un escritor llamado Tom Rowe que no acredita ningún otro trabajo relevante… salvo el ser uno de los dos autores del cuento que la Disney convirtió en Los aristogatos. Se trata de un libreto que mide muy bien la descripción de personajes y el curso de las peripecias. Así, ya posee el buen detalle de dejar bien claro, desde antes de que aparezcan los piratas, el peso que el pasado tiene sobre Denton: que no es un mero profesional sino un fugitivo, pero un fugitivo de sí mismo, como delatan su forma de mirar con melancolía hacia el horizonte, desde lo alto del faro, o los recuerdos personales que guarda en su baúl (unas cartas atadas con lazo azul, una fotografía de un hombre y una mujer en el día de su boda). Su superior, Moriz (encarnado por Fernando Rey) le hará la inevitable pregunta: qué hace allí un hombre todavía joven y vigoroso, en un sitio en el que solo encajan viejos como él o jóvenes todavía inexpertos como su camarada Felipe. Por cierto que es otro buen detalle que incluso un personaje tan breve como el encarnado por Rey posea la debida sustancia: si Denton es un hombre minado por los recuerdos, él, Moriz, lo es por la frustración del lobo de mar varado en tierra (sin duda por la edad, como él mismo sugiere), que descarga en ese subordinado del que irrita su desidia a la hora aprender las nociones náuticas que él considera que, incluso allí, son imprescindibles para el oficio. Y es lo que Denton busca allí no es el mar, sino el olvido. Y sin embargo, esto no podrá encontrarla allí, sino todo lo contrario.
Un flash-back que tiene lugar en circunstancias traumáticas —se acaba de precipitar al agua desde lo alto del acantilado, huyendo del acoso de Kongre con su caballo-unicornio— terminará por revelar la clave de ese pasado desdichado: su amor sin correspondencia por una joven llamada Emily Jane, la cual se casó con un jugador de fortuna que frecuentaba los pueblos de la fiebre del oro por donde transcurrían sus vidas, y al que él mató, en defensa propia, perdiendo así para siempre el aprecio de su amada.
Si Kongre desea atrapar como sea a Denton es para silenciar al único hombre que sabe de sus crímenes («Yo también los conozco», exclamará Arabella, al escuchar esto, y Kongre se limita a mirarla de tal modo que la muchacha y el espectador sienten un escalofrío). Sin embargo, la lectura de esas cartas robadas hace que no pueda evitar sentir cierta atracción hacia su oponente, aun cuando sea por contraste con el conjunto de brutos de los que se rodea (brutalidad de la que él mismo participa, como demuestran su vesánica inclinación a la tortura, mental y psicológica). El maquiavélico plan que urde Kongre para sacar a Denton de su escondite es convertir a Arabella en Emily Jane, mediante el recurso de hacerla pasear entre las rocas ataviada como si paseara por Hyde Park, con su vestido de encaje y su parasol de organdí, mientras Virgilio grita su falso nombre, Emily Jane. Cierto: tan memorable idea en absoluto recibe el aprovechamiento que merecía (no hay que olvidarse nunca que estamos, ante todo, en un film de acción), pero también lo es que, por unos momentos, se apodera de la película una atmósfera de romanticismo desesperado (el de Denton, dispuesto a arriesgarlo todo por llegar hasta ella) que da pie a un magnífico momento: el beso apasionado que él, después de internarse en la casa ahora ocupada por Kongre, le da a ella (y que la joven recibe con gusto), hasta que, al mirarla con detenimiento, comprende que no es, que nunca pudo ser, su adorada Emily Jane.
[Quien no conozca el final de esta película, debe dejar de leer aquí]
Esto nos lleva al tercer personaje de la historia, esa tal Arabella que también aporta una nota de fingimiento. Y es que ella no solo no es Emily Jane, sino que ni siquiera es Arabella, sino la simple doncella de esa dama, que simula ser quien no es para ganarse el buen trato de ese pirata fascinado por la distinción. Esta criada que finge ser una dama que fingirá ser la amada del fugitivo encontró una magnífica encarnación en el erotismo al tiempo frágil y fuerte de Samantha Eggar, presa que excita los bajos instintos de ese mundo más de animales que de hombres. Superviviente nata, esa muchacha de quien solo conoceremos sus falsos nombres, intentará un juego desesperado —que recuerda un tanto el de su película más famosa, El coleccionista (1965)— en el que, sin embargo, equivocará las cartas. Mientras aún posee algún valor para Kongre, este apenas deja que sus hombres la «examinen» a gusto. Ahora bien, cuando fracasan sus planes de utilizarla para atrapar a Denton, en su ira, se la concede a la jauría humana, que se arroja sobre ella componiendo un turbador amasijo de carne y frenesí sexual mientras ella grita inútilmente, pidiendo ahora la ayuda que antes denegó a Denton, con quien no quiso marchar para no abandonar las comodidades facilitadas por Kongre.
Irónicamente, ese acto será la perdición para Kongre, puesto que Denton aprovechará que los lascivos piratas han abandonado los cañones sobre las rocas para hundir el barco con todos sus tripulantes. Es más, casi diríase que, a esas alturas, a Kongre ha dejado de importarle todo salvo la destrucción de ese hombre, que desea consumar con sus propias manos (es genial, por inesperado, el balazo que incrusta a Virgilio en la frente, ya en el final, cuando este tiene a Denton a su merced, con la katana, solo para que no estorbe en su ansiado duelo). Sugestivamente, en ese momento, las imágenes de La luz del fin del mundo evocan la mejor de las producciones de Bryna de sus años dorados, la mítica Los vikingos, no en vano en las dos el combate final a muerte entre los dos rivales (Douglas y Tony Curtis, en ese caso) se produce en lo alto de una elevada construcción (allí la torre de un castillo), con encuadres que dejan clara la peligrosa altura a que se desarrolla la confrontación. Un duelo a muerte que, esta vez, se resolverá mediante el fuego: el fuego provocado por el aceite de ballena que, justicia poética, daba vida a esa luz que Kongre pervirtió en su provecho y que, al final, provocará su inmolación como una antorcha humana.
Desde luego, La luz del fin del mundo no hace honor a todo cuanto prometían sus elementos, pero cuando menos lo intenta. Es una película que refulge de vida subterránea, de imágenes inolvidables (nunca he olvidado el momento en que Douglas, sorprendido en el camarote medio inundado del barco, se hace pasar por un cadáver flotante, que Virgilio se complace en hundir con sonrisa diabólica en el agua), de soluciones visuales casi fantastiques (Denton y Montefiore, buscados hasta la extenuación por los piratas, siempre parecen estar a un paso de ellos, hasta tal punto de que en muchas ocasiones resulta imposible que aquéllos no los vean, sobre todo en esas falsos nocturnos de noche americana que tanto abundan en el film), todo ello sublimado por una bellísima partitura musical de Piero Picioni, durante largos años uno de los discos que más codiciosamente busqué en las tiendas de música.
Su director, Kevin Billington, no aparece en ninguna historia del cine: fue un profesional inglés que trabajó poco en cine y mucho en televisión. Billington no posee asomo alguno de estilo propio, ni lo pretende, y utiliza recursos narrativos muy propios de esos años en que se pusieron de moda el zoom y el encuadre con teleobjetivo: se hizo, en principio, para ahorrar en tiempo, pero acabaron haciéndolo hasta directores «finos» como Luchino Visconti, en su Muerte en Venecia (película del mismo año… y mucho peor, aclaro rápidamente, en mi opinión). Sin embargo, no hay feísmo visual en la película, más allá de la resolución de algunas escenas, porque el incomparable marco natural desborda continuamente los encuadres de un Billington que supo sumarse con modestia a la fascinación del medio. Así, aquellos poseen una notable intuición para encontrar el ángulo más empinado desde el que situar siempre a los personajes con respecto al agreste fondo de tal modo de que nunca olvidemos éste y su importancia (física, atmosférica, argumental) en el desarrollo de la historia, del mismo modo que las numerosas panorámicas tiene como objeto subrayar el contraste entre el faro como una restallante astilla blanca clavada en el medio rocoso.
No, repito: La luz del fin del mundo no será una gran película, pero sabe despertar toda una serie de apasionantes sugerencias, no tan paradójicas como pueda parecer en esa fascinante mundo del cine de género europeo de su época, que contiene joyas tan admirables, en toda clase de géneros, como La víctima designada (1971), Revólver (1973) o Huellas de pisadas en la luna (1974). Películas a las que ningún crítico «entomólogo» prestará nunca atención, pero que encierran imágenes de cine dirigido no a la razón sino al estómago: a los instintos.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: La luz del fin del mundo / The Light at the Edge of the World. Año: 1971
Director: Kevin Billington. Guión: Tom Rowe; novella de Jules Verne. Fotografía: Henri Decae. Música: Piero Picioni. Reparto: Kirk Douglas (Will Denton), Yul Brynner (Kongre), Samantha Eggar (Arabella), Jean-Claude Drouot (Virgilio), Fernando Rey (Moriz). Dur.: 122 min.
De nuevo el faro a escena. Tiempo de verano, vuelta al mar, regreso a la niñez. No hay nada como las debilidades personales que permanecen ancladas en nuestros recuerdos. Douglas parecía sentirse atraído por Verne. Le recuerdo, un tanto histriónico, en la fallida «Veinte mil leguas de viaje submarino». Ni siquiera la presencia de James Masón evita que la película se vaya diluyendo por las profundidades marinas.
Pues esta película no la he visto. Buscaré por el blog las otras tres debilidades. Un abrazo
En general, Verne no ha tenido suerte con sus adaptaciones. «20.000 leguas de viaje submarino» es de las que tienen mejor fama, pero a mí tampoco me ha gustado nunca, y desde luego, lo peor de la misma es el personaje de un Douglas pasadísimo, que además se esfuerza en ir de prota. Por supuesto, Mason es un espléndido capitán Nemo. El mismo actor sale en otra peli verniana, «Viaje al centro de la tierra», que esta sí es mucho mejor.
De las otras debilidades que encontrarás, advierto ahora que en una de ellas también sale Yul Brynner, un actor que hubo una época en que me parecía incluso algo ridículo, y al que estoy revalorizando bastante con el tiempo.
Me llama la atención que cites 3 de mis debilidades cinefílicas de los 70, La víctima designada, Revólver, y sobre todo Le orme.
De Billington se puede encontrar en vo un nada despreciable remake de Interludio de Douglas Sirk, que a su vez lo es de Huracán, de John M Stahl, a la que llegué porque fue la última película de Virginia Maxwell, una actriz muy interesante, que se suicidó ese mismo año a los 32.
Supongo que ya conocerás El perfume de la dama de negro y Pensione paura, así como La donna del lago, las tres italianas, y que también son debilidades mías.
Un saludo
Mi descubrimiento de esas tres joyas de los 70, a las que añado «La mujer del lago», las debo a ese imprescindible libro que descubrí con 18 añitos y que me reveló (amén de una forma diferente de mirar autores y referentes «intocables») todo ese cine del que por entonces casi nadie hablaba o escribiía. Hablo, por supuesto, de la «Guía del cine», entonces «Guía del video-cine». «Huellas de pisadas en la luna» (o sea, «Le orme») pude verla muy pronto, en una ignota emisión de TVE, y me fascinó desde el primer momento.
No conocía el remake de «Interludio de amor», que intentaré encontrar. En cuanto a los dos gialli, sí los conozco, pero mientras que el primero lo he podido disfrutar (malsanamente), el segundo estoy a la espera de conseguir una copia más o menos decente.
Un abrazo y gracias por tu comentario, Carlos…
Sensacional crítica de la película. No se te ha escapado ningún detalle importante y has captado en profundidad todos sus vericuetos y entresijos. A poca sensibilidad cinematográfica que se tenga puede decirse que es una película para recordar siempre.
Enhorabuena!
Muchas gracias, Javier, no solo por tus palabras sino por hacerme saber que esta película, en general menospreciada o directamente desconocida, es apreciada en lo que vale por cinéfilos que no la olvidarán. Todavía recuerdo la impresión que me produjo en la sesión matinal de un cine de barrio, a principios de los 80, diciéndome ya que allí había muy poco de la novela de Verne pero que no importaba nada porque lo que cambiaba era mucho mejor…