Ciudadano Kane El cuarto mandamiento Sed de mal Campanadas a medianoche
En su entrañable Diccionario de tópicos, lugares comunes e ideas recibidas, una sección de la revista Dirigido por… que publicó durante varios meses y en la que recogía, como indica el título, una serie de afirmaciones corrientes entre críticos o cinéfilos, el llorado José María Latorre incluyó la siguiente acerca de Ciudadano Kane (1941): «Es la mejor película de la historia del cine… pero me gusta más El cuarto mandamiento». Si en la primera entrega de este artículo ya señalaba el «problema» en que se había convertido la ópera prima de Welles, en cambio sobre El cuarto mandamiento se cierne la reputación de ser el gran clásico de su autor, su título «intocable». Hablamos de Welles, sin embargo, y por ello parece imposible la felicidad completa. Esta película maravillosa es, también, una de las grandes películas «perdidas» de la historia del cine. Como bien se sabe, la RKO, escarmentada de la libertad que había dado a Welles en su primer trabajo, esta vez se reservó el derecho al montaje final y, ante las malas reacciones iniciales de esa espantosa ceremonia que tantas obras del cine debió destrozar en su días, las previews mediante la cual un estudio tanteaba al público antes del estreno real, aprovechó la ausencia del director (rodando, o intentando rodar, un film en Brasil) para amputar tres cuartos de hora de metraje, alterar el montaje de lo que se conserva y filmar una escena final tan radicalmente distinta a lo anterior que duele contemplarla.
Quiero creer que en alguna dimensión alternativa existe esa versión «original» de El cuarto mandamiento y que, algún día, como un Randolph Carter cinéfilo, encontraré su puerta de acceso y entraré en un cine donde poder contemplarla tal como la concibió su autor. Hasta entonces, queda seguir fascinándose con la película que tenemos. Y en cualquier caso, a todo aquel que tenga curiosidad por conocer con detalle cómo debían ser esos Ambersons primigenios, siempre le quedará la novela original que Welles adaptó, presumiblemente con la misma fidelidad que demuestra en la parte que se conserva.
Orson Welles, que no discuto que fuera un megalómano pero que dio pruebas sobradas a lo largo de su vida de no omitir el talento ajeno, siempre habló bien de esa novela y de su autor, Booth Tarkington (1869-1949), que hoy sin embargo está bastante olvidado. El cuarto mandamiento es el nombre, un tanto moralista pero también imponente en su evocación bíblica, con que se conocen en España el libro y la película que en el original llevan el título The Magnificent Ambersons, con el que el autor evoca irónicamente a Lorenzo el Magnífico y los Médici. Rastreando la Red, no he encontrado referencias a ninguna edición en libro anterior a 1951, por lo cual me permito pensar que fueron los distribuidores españoles los responsables del cambio, y que la novela llegó a España después. La editorial Alfaguara la publicó de nuevo en 2005 (según mis datos, con la misma traducción, a cargo de Fernando Santos Fontenla), manteniendo con buen criterio el título por el que se la conocía. Ahora mismo, ignoro si es fácil de encontrar en el mercado, pues la colección en que fue integrada, «Clásicos modernos», no existe ya.
The Magnificent Ambersons es del año 1918 y fue galardonada con el Premio Pulitzer. Las fuentes revelan la curiosidad de que es el segundo título de una trilogía que su autor llamó Growth (‘Crecimiento’), cuya primera entrega es The Turmoil (1915) y la tercera, The Midlander (1923), luego rebautizada como National Avenue (1927). Ignoro en qué consiste la relación entre las tres, si bien en el segundo título del último libro se reconoce la vía principal de la innominada ciudad del Medio Oeste donde transcurre la acción.
El cuarto mandamiento es la historia de una profunda desdicha, la que provoca el joven y engreído George Amberson Minafer al impedir que su madre, Isabel, rehaga su vida con el hombre al que, en el fondo, siempre amó, Eugene Morgan, vuelto a la ciudad tras veinte años de ausencia, viudo y con una hija adorable, Lucy, de la que el muchacho, además, se enamora con pasión. Malcriado por su madre, George ha crecido convencido de que los Amberson son la sal de la tierra, y de que el resto de los habitantes de la ciudad son, o bien vasallos que han de contentarse con las migajas que caigan de su mesa, o «gentuza». Su profundo clasismo, entreverado de un arrogante egoísmo, será capaz de sacrificar su propio amor por Lucy para alejar a su madre de la terrible influencia que supone ese hombre que, además, tiene un «oficio», y nada señorial: es inventor y fabricante de automóviles.
No en vano, el ideal que George esgrime siempre (y que desde el primer momento le inspira una notable antipatía hacia Morgan, ese plebeyo que, además, no sabe quedarse en su sitio) se resume en el siguiente adagio: es mejor «ser algo» que «hacer algo». Por supuesto, no hay ningún profundo principio filosófico tras ello, sino el firme propósito de dedicar la vida a ser nada menos que un Amberson. De hecho, llama la atención la escasa relevancia que su propio padre, un hombre de negocios, posee a ojos del muchacho (por mucho que, cuando decide salvar el «honor» de su madre, quiera justificarlo a sus propios ojos como si actuara en nombre de su progenitor), y es bien significativo que siempre anteponga el apellido materno al paterno.
El acierto supremo de Tarkington es hacer que la crónica de ese doble fracaso sentimental —y de la nefasta consecuencia en la ya delicada salud de su madre, que se consumirá con gran rapidez tras el episodio—se desarrolle justo en el momento en que ese mundo, cuya armonía el muchacho cree defender, está a punto de desmoronarse (sin que tan obtuso muchacho sepa leer lo que está sucediendo a partir de los síntomas que tiene a la vista). Es más, y aunque pueda parecer en exceso parabólico, el símbolo de ese hundimiento es el relevo de los antiguos notables de la ciudad (los patricios, encarnados por los Amberson) por las nuevas familias de burgueses emprendedores que representan el espíritu de los tiempos modernos, con su culto al desarrollo industrial. De hecho, George es un patricio orgulloso de serlo, sin tener en cuenta que en su persona no se encierra otro mérito que el de la pertenencia a una casta cuyos fundadores (su abuelo, el comandante Amberson) sí fueron, como los Morgan del presente, hombre que se echaron sobre los hombros el trabajo del pionero.
Cada vez que releo el libro y vuelvo a ver la película (y desde hace muchos años soy incapaz de hacer una cosa sin la otra), no me cabe duda de que el orgulloso George no es solo el protagonista y el centro dramático de la historia, sino que, además, es un personaje inolvidable. En el libro —que tiene la «ventaja» sobre el film, y más en este caso de mutilación, de poder dedicarle más espacio a su retrato psicológico—, Tarkington efectúa un extraordinario dibujo de su personalidad y motivaciones, de tal modo que, por mucho que provoquen un completo rechazo, consigue que todas ellas resulten comprensibles. George es un jovenzuelo tan arrogante como estúpido (ni siquiera puede decirse que sea un hombre despierto), pero es una estupidez provocada por su arrogancia, y esa arrogancia está maravillosamente justificada por el dibujo del personaje.
En la película, el joven actor Tim Holt, pese al obstáculo que supone el hecho de que la amputación de metraje haga demasiado precipitada su regeneración final, consigue encarnar a la perfección el espíritu del personaje del libro. Sucede, en realidad, con todos: no se puede leer la novela sin tener presente el físico de cada uno de los magníficos actores que dan vida a todas sus criaturas. Pero en el caso de Holt quizá es aún más notable, puesto que este intérprete no cuenta con ningún otro papel del mismo relieve, hasta el punto de que, apenas una década después, había abandonado el cine. Siempre nos quedará, en todo caso, esa forma deslumbrante con la que supo transmitir, como si fuera una segunda piel, la pertenencia a una «clase superior», a través de una forma de mirar o de moverse por el mundo. Holt será, para siempre, George Amberson Minafer, y saber que también intervino en La diligencia, Pasión de los fuertes o El tesoro de Sierra Madre en poco afecta a este papel único e irrepetible.
Welles unió varios de los rostros de su Mercury Theatre con otros expresamente convocados, creando uno de los repartos más memorables y equilibrados de Hollywood. Es de destacar (vuelvo a insistir: hay unos rasgos de modestia en él que compensan sus otros excesos) que él mismo se excluyó del reparto, si bien unos pocos años atrás, en el programa de radio donde dramatizaba (con sus compañeros del Mercury) diversas obras literarias, ya había llevado la que nos ocupa a las ondas, encarnando al mismo George. Que advirtiera que su presencia hubiera descompensado el reparto, otorgando al personaje unas connotaciones diferentes a las urdidas por Tarkington, es toda una muestra de inteligencia. Así, se contentó con poner voz al narrador, lo que no es poco, puesto que estamos ante una película en que la palabra cobra una importancia extraordinaria, como indica su fabuloso inicio.
Santos Zunzunegui, especialista en el autor, ha destacado muy bien el contraste que hay entre las respectivas (e igualmente inmortales) aperturas de Kane y de Ambersons. Si la primera, que ya comenté sobradamente en la primera entrega de este artículo, subraya el «imperio de la imagen», sin necesidad de más comentario sonoro que la música de Bernard Herrmann, la segunda supone el «dominio de la palabra hablada», y de hecho, antes de que aparezca ninguna imagen en pantalla, sobre un cuadro en negro, comienza a sonar la voz de Orson Welles con el famoso inicio «La magnificencia de los Amberson comenzó en 1873; su esplendor perduró a todo lo largo de los años en que vieron sus tierras extenderse y llegar a convertirse en una ciudad…». Es decir, antes de mostrarnos directamente a sus personajes, Welles realiza una larga introducción que sirve, primero, para presentar la ciudad donde se sitúa «la magnificencia de los Amberson» y, segundo, las coordenadas iniciales de los personajes principales del drama.
Este hipnótico arranque, por mucho que siga el mismo inicio del libro y retome sus palabras exactas, otorga al film una cualidad que no existe en el libro, la de convertirlo en una fábula onírica que hace que la historia de los Amberson llegue a parecer un ensueño de esa ciudad poco importante del Medio Oeste, como si los hubiese creado para darse una importancia que no tenía y a los que, luego, en su prosperidad, olvida. Welles sintetiza de modo magistral las primeras páginas de Tarkington —es más, al novelista pertenece el sugerente recurso narrativo de presentar inicialmente el retrato de los Amberson desde «fuera», a través de los cotilleos de los habitantes de la ciudad, a modo de coro—, deslumbrando la combinación entre el montaje de las bellas imágenes, la envolvente narración de Welles (o de Vicente Bañó, en la versión española, a la que debo dedicar otro artículo) y, por supuesto, la evanescente partitura que Bernard Herrmann compuso a partir de un vals de Emil Waldteufel titulado Toujours o jamais.
Volviendo al reparto, Welles encomendó a su amigo Joseph Cotten el que tal vez sea el papel de su vida (si bien, por fortuna, el actor sí cuenta con una fantástica galería de personajes en múltiples películas de interés, del asesino de la hitchcockiana La sombra de una duda al infeliz amigo de Harry Lime en El tercer hombre, pasando por el pintor enamorado de una bella fantasma en Jennie). El aire elegante y melancólico que desprendía Cotten se funde de modo admirable con la delicada humanidad de ese pionero del automóvil que es Eugene Morgan. Welles también dio papeles importantes a otros dos actores presentes en Kane. Si ya brillaba en esta, pese a la brevedad de su intervención, la gran Agnes Moorehead tiene ocasión aquí de lucirse en un papel de mucha mayor extensión y de todo punto inolvidable, el de la pobre e infeliz tía Fanny. Del mismo modo, el veterano Ray Collins da vida al tío Jack (en la novela, el tío George), consiguiendo transmitir una bonhomía en las antípodas de su personaje de Kane, el corrupto gobernador Gettys.
Dolores Costello, que había sido una de las reinas del cine mudo, casi se despidió de la pantalla con esta película (fue la penúltima de su carrera). Puesto que no he visto ninguna otra película suya —o el recuerdo que tengo es tan borroso que no cuenta—, bien puedo decir que su serena belleza y su porte frágil existieron para dar vida al personaje de Isabel Amberson, tan luminoso para los demás, pero en sí mismo tan falto de verdadera energía, seguramente, así en el libro como en la película, un ser que es antes apariencia que consistencia, y en ello reside la clave de su encanto para todos los demás. De ahí, también, que el menor sufrimiento la agoste como a una flor delicada y la condene a la muerte.
En cambio, Anne Baxter, a sus diecinueve años, prácticamente iniciaba su carrera, pródiga en admirables interpretaciones. La combinación de encanto y determinación que otorga a Lucy es, una vez más, justo la que posee el personaje de Tarkington, y no se sabe cuándo amarla más, si en los días ilusoriamente felices del inicio de su relación con George (uno de los grandes encantos de la historia es el magnífico trazado de esta historia de amor) o cuando su figura se impregna de una dulce tristeza. En este sentido, cada vez que veo el film, sigue pareciéndome que su escena culminante es el diálogo entre padre e hija en su jardín (un jardín que Welles, con buena intuición, no considera necesario que veamos: la cámara prácticamente se centra en las dos figuras), ya producida la separación entre ellos y los Amberson, y ella le narra a él una supuesta historia india que no es sino una parábola sobre el muchacho que les ha destrozado la vida. Si yo tuviera que elegir una escena para defender que las mejores interpretaciones son aquellas en que los actores interpretan para los demás personajes y no para que el público los aplauda, aquellas en que la expresión depende de un juego de miradas, sin duda alguna, no podría encontrar otra mejor.
Lo repito una vez más: la película sigue fielmente a la novela. De hecho, no son tantas las incidencias que quedan sin recoger en su adaptación, y la escena final (pese a lo parvulario de su resolución) es plenamente coherente con la conclusión del libro. Ahora bien, la progresiva redención de George se pierde, lo cual no quiere decir que en el film no haya suficiente convicción en lo que se ha salvado (la espléndida interpretación, en todo momento, de Tim Holt ayuda a que se note menos la pérdida). Echo de menos, eso sí, una escena imborrable del libro, y que habría sido fundamental en la película, la conversación que tiene George con tía Fanny —y uno lo lamenta especialmente, porque todas las escenas en común entre Holt y Agnes Moorehead son maravillosas—, poco después de la muerte de Isabel, que contiene el primer atisbo de remordimientos por parte del muchacho (y su amargo lamento, no sin fundamento, acerca de la culpa de los adultos de su familia en haberle dejado hacer siempre, y esa vez en concreto sobre todo, su real voluntad).
¿Qué queda en El cuarto mandamiento de esa debilidad por el alarde visual que impregna Ciudadano Kane? ¿Se convirtió Welles, en el espacio de un año escaso, en eso que se llama un «narrador clásico»? La notable diferencia que, a simple vista, parece haber entre ambas películas, es evidente, se debe al tipo de historia: a la dependencia con respecto a un original previo y además muy estimado. Sin la «libertad» que daba el completo control sobre la historia en Kane, y que permitía concebir cualquier tipo de idea o resolución sin tener que rendir cuentas salvo a sí mismo, puede parecer, en efecto, que Welles está más contenido, que es más clásico.
Ahora bien, las imágenes de la película revelan al mismo director exuberante de Ciudadano Kane, solo que, como acabo de indicar, al servicio de una historia que le impone un marco argumental. Por lo demás, la puesta en escena es igualmente elaborada (¿cómo olvidar esos imponentes movimientos de cámara que siguen a los personajes por el interior de la mansión de los Amberson en la escena del baile, o todas y cada una de las escenas que tienen como eje espacial las escaleras de la casa?), del mismo modo que el uso del montaje posee la misma importancia central (y no solo en la ya comentada introducción). Welles contó con otro genial director de fotografía, Stanley Cortez —un solo trabajo basta para recordar su importancia, La noche del cazador (1955), esa hipnótica película que es el único trabajo como director de Charles Laughton—, con el que también pudo trabajar la profundidad de campo y el uso expresionista de la iluminación, que tanta importancia tenía ya en Kane.
El cuarto mandamiento es una de las películas más bellas, densas, fascinantes e irrepetibles de la historia del cine. Y sobre todo, conmovedora, tanto más admirablemente conmovedora en cuanto que, el año anterior, Ciudadano Kane ofrecía una marmórea perfección visual sin llegar al alma de su personaje. Welles debió de amar mucho la novela de Tarkington, sentir las penas de sus personajes, alegrarse con sus pequeñas o grandes alegrías, y si en Kane supo transmitir, de modo inmejorable, la fascinación que sentía ante ese juguete, el cine, que se ponía en sus manos, en Ambersons advirtió que este no es solo forma sino también fondo, y que cuando ambas dimensiones se funden de modo indeleble es cuando surgen las grandes películas que todos recordamos con cariño. Esa es la clave: es difícil amar Ciudadano Kane, pero es imposible no adorar El cuarto mandamiento.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El cuarto mandamiento / The Magnificent Ambersons. Año: 1942.
Dirección: Orson Welles. Guion: Orson Welles; novela de Booth Tarkington. Fotografía: Stanley Cortez. Música: Bernard Herrmann (no acreditado). Reparto: Joseph Cotton (Eugene Morgan), Dolores Costello (Isabel Amberson), Tim Holt (George Amberson Minafer), Anne Baxter (Lucy Morgan), Agnes Moorehead (Tía Fanny), Ray Collins (Tío Jack). Dur.: 88 min.
¡Qué ganas das de volver a verla! Gran reseña de una película estupenda.
¡Pues adelante, esta película es inagotable!
Estupenda reseña,para quién no la haya visto,le debe despertar la curiosidad,recuerdo leerla hace mucho tiempo,en una colección de premios pulitzer de mi padre,gran libro y mejor película,Siempre merece una revisión,Gracias por traerla a la memoria
Muchas gracias, Susana. Ciertamente, mi propósito siempre es estimular a que se vea (o se lea) la obra que comento. En este caso, por tanto, el objetivo es doble, si bien es más meritorio el literario por la dificultad que hay para encontrar este libro. Yo también picoteé en su día en la colección de premios Pulitzer que rodaba por la biblioteca pública de mi ciudad, en gran medida atraído por las adaptaciones al cine de varias de sus novelas galardonadas.
Felicitaciones y gracias, José Miguel. Aunque no conozco el libro y no he visto la película, me dejas con ganas de verla. Estoy totalmente de acuerdo con el párrafo final. No se puede amar la nada y el silencio. Tu crítica de «El cuarto mandamiento / The Magnificent Ambersons» completa de manera magistral la de «El Ciudadano Kane».
Bravo.
Lógicamente, te recomiendo que corras a enmendar tu «falta». Eso sí, aunque yo he visto muchas veces en mi vida ambas películas, nunca lo había hecho en días consecutivos. Tal vez esto también explique mi mayor entusiasmo por los Amberson (reforzado por el que siento hacia la novela) en comparación con el que me inspira Kane: lo que creo que falta aquí (personajes y un drama envolvente) está allí.