Tennessee Williams en el cine (II)

I                II

Cartel original de De repente, el ultimo verano

Si hay una obra de Tennessee Williams que está completamente invadida por lo biográfico hasta límites estremecedores es De repente, el último verano, pieza en un acto estrenada en el llamado Off-Broadway en enero de 1958. Si alguna vez el autor proyectó su sombra en su propia ficción del modo más malsano y a la vez catártico, como un modo de conjurar sus demonios interiores o desatarlos para siempre, fue en esta ocasión. En ella, Violet Venable, una acaudalada dama de Nueva Orleáns, convoca a la mansión donde se ha aislado tras la reciente muerte de su idolatrado hijo Sebastian, a un joven médico que está ganando una gran notoriedad con una nueva técnica quirúrgica de lobotomía. Su intención es que someta a su propia sobrina Cathy a dicha operación: el doctor debe decidir si la muchacha está verdaderamente perturbada o si el objeto de su tía no es sino silenciarla para siempre, pues ella es la única testigo de la muerte de Sebastian (a quien acompañó en su viaje estival a Europa, sustituyéndola a ella, compañera durante tantos años), y de ese episodio cuenta un relato espeluznante. El mismo dramaturgo había vivido en sus carnes un episodio similar: en 1943, su madre autorizó que se le practicara una lobotomía a su única y adorada hermana Rose, que padecía esquizofrenia desde tiempo atrás, y que quedó reducida para siempre a un estado infantil. Un año después fue llevada al cine con resultados tan memorables que la película bien puede ser considerada como la obra maestra del cine de Tennessee Williams.

Aun cuando la dirección de Joseph L. Mankiewicz nos tiente a hacer una lectura de la adaptación en términos autorales —pues es evidente que encontró en ella notables vínculos con sus propias inquietudes recurrentes: el personaje de esa dama que se ha encerrado en un paraíso artificial, desde donde contempla a la humanidad con venenosa distancia, recuerda a otros tantos de su cine, al estilo del Laurence Olivier de La huella—, lo cierto es que, más que nunca, prueba que el cine es un trabajo en equipo.

Un productor inteligente, Sam Spiegel, que primero acierta con el guionista y después con el director (Mankiewicz no participó en la redacción del libreto, pese a ser habitual escritor de sus propias películas) y con el reparto. El guion de Gore Vidal, ciertamente, es genial, sobre todo porque, consistiendo su trabajo, ante todo, en una extensión de una pieza mucho más corta en duración que el metraje mínimo de un film, la comparación entre ambos hace creer que todo cuanto el guionista desarrolla ya estaba contenido en la obra teatral. Por otro lado, y como he defendido en otro artículo, el film demuestra más que ningún otro las capacidades como director de Mankiewicz, al tener que enfrentarse a un texto ajeno: estamos ante la película más intensamente visual del cineasta, un verdadero prodigio en la construcción de una atmósfera absolutamente venenosa, cuyo gran símbolo es el fascinante jardín de plantas tropicales que posee Violet Venable, donde el film se abre y se cierra (y que en la obra es el único escenario).

Elizabeth Taylor, increiblemente sensual en De repente, el ultimo veranoSi el doloroso recuerdo de la lobotomía a un ser querido inspiró el motor argumental de la obra, es probable que el personaje de Sebastian le sirviera a Williams asimismo para conjurar el lado más agónico y venenoso de sí misma. Es más, siempre he creído que Sebastian es el verdadero protagonista tanto de la obra como de la película, puesto que diríase que no hay ningún rincón de las mismas en que no se agazape su sombra, invadiéndolo todo de un aroma de muerte. La verdad que se esconde tras la muerte de Sebastian (en un lugar costero llamado Cabeza de Lobo, para unos situado en nuestra Costa Brava y para otros en Marruecos, en torno a la zona de Tánger, lugares ambos bien conocidos por él), muerto por los jóvenes lugareños a quienes antes había llevado al frenesí y en parte devorado, escandalizó a unos por su crudeza y desconcertó a otros por su presunta irrealidad. Ahora bien, esta solución deviene el final simbólico más sugerente (incluso coherente) para un personaje tan ensimismado en su propio egoísmo sensual que ha creído que todo cuanto le rodea existe para que él lo utilice a su antojo, por ejemplo a su propia madre, a la que no dudó en dejar a un lado cuando la vio envejecida y sustituirla por una prima, joven y bella, más adecuada para su necesidad de verse rodeado por la belleza).

Ahora bien, no cabe duda de que este planteamiento encierra el riesgo del exceso más absoluto y, por tanto, de incurrir en el puro ridículo. Por fortuna, Mankiewicz entendió bien que la única forma de hacerlo coherente era mediante la construcción de una atmósfera dentro de la cual todo esto fuera necesario. Así, el culto de Williams por lo malsano, por la transgresión moral y sexual o directamente por lo morboso (tan cenitales en esta pieza) cobra forma tangible en la película a través del inteligente uso de la claustrofobia, en sentido físico (el manicomio, el jardín tropical) que deviene claustrofobia moral. En particular, el relato que hace la muchacha del final de Sebastian —dominado por una idea estupenda: si el joven por fin aparece en escena, vestido de blanco impoluto, nunca se nos mostrará ni su rostro ni oiremos su voz, suplantada por la de la misma Cathy: más que nunca, se convierte en un fantasma— debería figurar en todas las antologías del cine fantástico por la forma en que retuerce el concepto de realidad.

Y, por supuesto, un aplauso para las formidables actuaciones del trío protagonista, una Katharine Hepburn en el papel más arriesgado de su carrera, una Elizabeth Taylor que supera incluso su interpretación de Maggie la Gata y un Montgomery Clift que ofrece toda una lección de cómo un actor (en el papel del médico que ha de hacer asimismo de juez del caso) es capaz de componer un papel a base de miradas a sus compañeros, cediendo con generosidad el aparente peso de la escena para así encarnar la lucidez y la templanza tan necesarias en una obra de semejante intensidad.

Cartel americano de Piel de serpienteLa siguientes apariciones de Williams en el cine son menos conocidas. La primera es The Fugitive Kind (1960), título que podría traducirse como «Fugitivo por vocación» y que alude al carácter nómada y desarraigado del personaje central. En España se rebautizó como Piel de serpiente (1960), refiriéndose a la chaqueta de ese tejido que el protagonista, Val Xavier, lleva como signo de identidad. Pero, en realidad, la película adapta la obra que Williams tituló La caída de Orfeo, que había estrenado en Broadway en 1957 pero que, realmente, es una reelaboración de una pieza escrita en 1940. Pese al título y a detalles superficiales (Xavier lleva siempre consigo una guitarra, que supone su otro atributo), la advocación del mito original no se observa por ninguna parte, al menos según lo que narra la película, que parece razonablemente fiel al original: fiel, por tanto, a las obsesiones del autor (la sed de dominación de los seres vulgares sobre los sensibles, la sexualidad turbulenta, el Profundo Sur como un espacio que nunca podrá escapar a su herencia de miseria, violencia y racismo). Ahora bien, el motor argumental es un clásico del cine estadounidense: la llegada a un pequeño pueblecito de un buscavidas cuyo atractivo sexual enseguida revoluciona las aburridas vidas de sus habitantes femeninas. Picnic (1955) o El largo y cálido verano (1958) —film con puntos en contacto con el presente, desde la ambientación sureña y el empleo del recién llegado en un almacén a la presencia de Joanne Woodward— ya habían partido de idéntico planteamiento.

El director, el gran Sidney Lumet, estaba muy interesado por las relaciones entre cine y teatro, y por esos años adaptó consecutivamente a los tres grandes renovadores de la escena estadounidense de mediados del siglo XX: primero Williams y luego Arthur Miller (Panorama desde el puente) y Eugene O’Neill (Largo viaje hacia la noche). Ahora bien, en este caso lo hizo de modo muy irregular, sin conseguir reproducir la tensión necesaria para que los elementos habituales en Williams no degeneren en la acumulación de ingredientes tremebundos, que es lo que acaba sucediendo. Así, uno no puede sino pensar que son excesivas las desdichas que se acumulan en torno a la protagonista femenina, Lady Torrance, esa mujer que encuentra en el amor de su empleado Val Xavier una efímera ilusión para reaccionar contra la profunda infelicidad de unavida marcada por la muerte del padre a manos del Ku-Klux-Klan (no citado por ese nombre en la película, claro) por vender licor a los negros, por el abandono del hombre al que amaba (que lo dejó con un hijo en su seno, del que abortó) y por el matrimonio infeliz con un individuo tiránico que además se está muriendo (y que terminará revelándole que estaba entre los asesinos del padre).

El primer problema de la película radica en la elección de Marlon Brando para el papel central: es triste que, en los casi diez años transcurridos desde su fulgurante estallido en Un tranvía llamado Deseo, ya comentado en la primera parte del artículo, la frescura y la pasión del intérprete ya hubieran degenerado en cargante amaneramiento, más pendiente de sí mismo que del personaje que interpreta. El actor (y el director, que no supo o no pudo controlarlo) se equivoca al afrontar ese rol tan típico en Williams —el individuo que ama la verdad por encima de todo y desdeña lo convencional— mediante un estilo basado en una mirada que no descansa nunca y en la exasperante dilatación con que se mueve y habla, propio de alguien antes solapado y esquivo que «auténtico». A su lado sí destacan Anna Magnani, reencontrando a Williams en otro papel a su medida, y Joanne Woodward, en un papel inhabitual de rica sureña caída en la degradación, si bien desperdiciado (aunque esto seguramente hay que achacarlo al original), y en especial un genial Victor Jory encarnando al marido de Lady Torrance, inolvidable en su forma de expresar el deseo de morirse provocando el mayor daño posible. Piel de serpiente, con todo, posee más de un buen momento de modo que, aun fallida, es una película estimable.

Poster original de Verano y humoMenos conocida aún en el universo Williams es Verano y humo (1961), basada en una obra poco conocida del autor, estrenada por primera vez en 1948 y luego reestrenada e incluso modificada sucesivas veces: por ello, en principio, diríase el clásico proyecto abordado por Hollywood para servirse, sin mayor ambición, de la repercusión coetánea del escritor. Pues bien, demostrando por enésima vez lo imprevisible que es el resultado final de una película por encima de las circunstancias o de la ambición con que fuera planteada, Verano y humo es una película excelente, que posee además la virtud, poco habitual en el cine «de» Williams, de desprender un sentido de la modestia nada desdeñable. La historia versa sobre la relación que envuelve a dos personajes de carácter muy opuesto que, sin embargo, han crecido juntos toda la vida, pues son vecinos, en una pequeña población del delta del Misisipi: Alma, la hija del sacerdote local, que encarna lo espiritual, y Johnny, hijo del médico, que a su vez representa el materialismo más sensualista, Él es quien da pie al título, al señalar que eso que expresa el nombre de ella, el alma, en realidad no existe: es humo.

La historia los sorprende cuando ella parece resignada a convertirse en una solterona reprimida, y el regreso de él reanima su existencia. Si podía temerse un duelo sentimental en términos simbólicos demasiado redundantes, el film sorprende, desde el primer momento (ese prólogo que muestra a los dos personajes en un momento de su niñez y que se basta para dibujarlos para el resto de la historia), por revelar un encanto dramático verdaderamente notable. Lo primero que hay que señalar es que, dentro de un reparto ya de por sí magnífico, los dos actores protagonistas resultan excepcionales, de tal modo que cuando aparecen juntos en pantalla no se puede hacer otra cosa que mirarlos y escucharlos, pues la tensión dramática es apasionante. Geraldine Page ya había interpretado el papel de Alma sobre las tablas, y en esos primeros sesenta bordó en varias películas el papel de mujer desgarrada y condenada al sufrimiento. En cuanto a Laurence Harvey, intérprete inglés con fama de gélido, está magnífico en su papel de individuo a la vez tierno y canalla, pero que nunca se toma a burla a su delicada enamorada, aun hiriéndola profundamente con su franqueza. Uno tiembla al imaginar a Brando en este papel…

Sumándose a la tradición de directores procedentes del teatro que se pasaron al cine, el realizador escogido fue el hoy olvidado Peter Glenville (cuyo momento de mayor repercusión tal vez fuera el estreno de Becket, en 1964). Desmintiendo (como antes Kazan o Mann) la posible rigidez del trasvase de medios, Glenville rueda con notable fluidez, sacando un magnífico partido a un elemento inhabitual en las historias de Williams: el paso del tiempo. Así, Verano y humo se desliza desde lo gentil hasta lo sórdido, desde lo material a lo espiritual, con memorable intensidad, sin un bache de interés, erigiéndose como un imborrable cuento triste, un espejo de la vulnerabilidad humana, de la imposibilidad de evitar las heridas que provoca la vida, cuyos personajes, por mucho que quieran avanzar el uno hacia el otro, están condenados a no encontrarse jamás. El verano dará paso al invierno, y el humo se desvanecerá como siempre hace el humo.

Fotocromo de Dulce pajaro de juventud

Mucha mayor repercusión tuvo Dulce pájaro de juventud, tanto en las tablas (estreno en 1959, dirigido una vez más por Elia Kazan) como en el cine (estreno en 1962, manteniendo a la misma pareja protagonista de las tablas). Ahora bien, la película supone una de las mayores decepciones del cine «de» Williams, por cuanto, diríase una especie de «concentrado» de obsesiones del autor, pero reunidas de modo formulario, casi por inercia, que además parece demasiado pendiente del mayor éxito previo del autor en la gran pantalla (La gata sobre el tejado de zinc) para ir adicionando el resto de elementos. No en vano, el director y guionista es el mismo, Richard Brooks, que recupera al actor protagonista de aquella, Paul Newman (si bien, repito, ya la había representado en Broadway), más una actriz secundaria, Madeleine Sherwood.

La trama de la obra entrecruza dos líneas argumentales no bien equilibradas, pues diríase que procede de dos piezas distintas. Por un lado, el típico planteamiento del autor acerca de las taras personales provocadas por la represión moral y social en el clasicista entorno rural del Sur (en este caso, una localidad costera de Florida), sin que falte, como es natural, el personaje del cacique y patriarca empeñado en manejar todas las riendas de su entorno, no dudando en destruir a los seres a los que teóricamente ama para subrayar su autoridad. Por otro, su mirada sobre la degradación y la decadencia, que se proyecta sobre un entorno insólito en el autor: el mundo del cine, a través de la antigua estrella femenina caída en una espiral de autodestrucción debido al miedo que le provoca el paso del tiempo (encarnada por Geraldine Page, recién salida de Verano y humo). El personaje que vincula ambos frentes es un buscavidas sin más atributos que su atractivo físico, antaño aspirante a la hija del cacique (que consiguió separarlos, sin importarle que esta decisión destruyera a aquella), y que regresa convertido en gigolo de la actriz, sugestionado con que esta va a convertirlo en estrella de cine, de tal modo que viene con ella para «rescatar» a la muchacha a la que siempre ha amado.

El desarrollo de la trama resulta inverosímil, por mucho que la capacidad narrativa de Brooks lo disimule un tanto, pero es que son demasiados focos argumentales, demasiados niveles de reflexión: demasiadas balas en el cargador, que acaba estallando por pura acumulación. Por otro lado, en su fundamental personaje, Paul Newman está insufrible, exhibiendo una interpretación en las antípodas de su previo Brick, convirtiendo cada instante en un exceso de «intensidad» en la línea de lo peor del Método. Los otros actores sí brillan, en especial quienes encarnan a los muy dispares hijos del cacique: Shirley Knight dando vida a la joven arrasada por la infelicidad y Rip Torn como el ejecutor de todas las vesanias del padre, pero a su vez víctima de su completo desprecio.

Cartel espanol de La noche de la iguanaEstrenada en 1961, La noche de la iguana es la obra de Tennessee Williams que cierra el periodo dorado de su carrera, y su adaptación al cine, en 1964, asimismo gozó de enorme repercusión. El escenario es un hotel de cuarta categoría en la costa pacífica de México, regentado por una mujer que está entrando en la madurez pero mantiene intacta su sensualidad y que acaba de quedar viuda de un marido que hacía tiempo que no la satisfacía sexualmente (Maxine, papel que parece hecho a la medida de la actriz que lo encarnó en cine, la gran Ava Gardner). El lugar será el punto de encuentro de dos desarraigados, un ex sacerdote, Shannon, clásico personaje degradado del autor, que malvive como guía turístico pero que, en realidad, solo busca un rincón donde convivir, con el menor dolor posible, con la enorme crisis existencial que ya lo arrancó de su apostolado; y Hannah, una mujer que también está dejando atrás la juventud, que lleva media vida recorriendo el mundo con su padre, un anciano poeta que está ya en el último trance de su existencia.

El film mantiene buena parte del interés de la obra original, pero por desgracia está condicionado por las decisiones de un director de evidentes inquietudes intelectuales, John Huston (siempre interesado por adaptar la buena literatura), pero discutibles aptitudes cinematográficas. Huston firma el guion con su habitual colaborador Anthony Veiller y su primera decisión es incluir un largo segmento inicial para narrar el modo en que se produce el enfrentamiento entre Shannon y los viajeros de ese tour al que acaba conduciendo al hotel de Maxine. Ciertamente, esta parte está contada con sentido de la tensión y presenta bien el conflicto del personaje central, pero también tiene el inconveniente de sobredimensionar su affaire con la más joven integrante del grupo, pues la elección de Sue Lyon para el papel contagia a la película del aroma del lolitismo proveniente del film de Stanley Kubrick que la había revelado (la muy discutible adaptación de la famosa novela de Nabokov). Más tarde, ya en el hotel, Huston y Veiler siguen prestándole demasiada atención, sin aportar ya nada a la historia, distrayendo de los otros personajes femeninos, más interesantes y desde luego mejor interpretados.

El mayor problema de la adaptación hustoniana es su debilidad por el subrayado, una equivocación total si se adapta a un autor ya con debilidad por el énfasis: es encender una cerilla en el interior de un polvorín. Huston, además, aporta una tentación por lo grotesco que perjudica por completo la verosimilitud de la obra, comenzando por esos dos jovencitos con maracas (que se empeñan en agitar cada vez que salen a escena, aportando un matiz autoparódico que resulta insufrible) que trabajan para Maxine, sirviéndole de evidente desahogo sexual.

Richard Burton y Deborah Kerr en una foto del rodaje de La noche de la iguanaAhora bien, lo que funciona magníficamente es todo cuanto tiene que ver con el personaje de Hannah, pues la excelente interpretación de Deborah Kerr (este sí un acierto de casting), siempre sobria pero siempre expresiva, complementa bien la tentación de Richard Burton por la sobreactuación, y permite que lo mejor de la obra original, el duelo por el alma de Shannon, dé pie a los mejores momentos de la película. El ex sacerdote es la encarnación de la degradación espiritual por las necesidades físicas; Hannah, justo lo contrario: es alguien que, sublimando lo físico, representa la firmeza de lo espiritual que, por tanto, no elude el enfrentamiento con lo más instintivo del ser humano. Si el teatro de su autor abunda en frases memorables, una de las mejores está puesta en boca del personaje femenino: «Nada que sea humano me repugna, salvo la crueldad y la violencia», y uno adivina que esta debió de ser la máxima del propio Tennessee Williams, tan bien encarna la esencia de su obra.

La noche de la iguana fue el canto del cisne de Williams, que no volvió a conocer un éxito similar, ni en teatro ni en cine. Según sus biógrafos, la muerte de Frank Merlo, el hombre con que compartió su vida entre 1947 y 1962 (no por casualidad, los años de sus grandes triunfos), lo arrojó a una espiral de decadencia, de alcohol y drogas, que trastornó definitivamente su salud y que se tradujo en la pérdida de ese feeling hasta entonces mágico con la crítica y el público. El cine, siempre buen termómetro del eco popular de un artista, dejó de prestarle atención al menos hasta los años ochenta, cuando se produjo la revalorización de un autor que, superando tópicos e irregularidades, supo hacer lo mejor que deben hacen los buenos creadores: hablarnos directamente al alma, mostrarnos rincones oscuros del ser humano, tratar de llevar algo de luz a los momentos más oscuros. En este sentido, Tennessee Williams fue un grande, y sus mejores adaptaciones al cine supieron expresarlo de modo magnífico.

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Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Tennessee Williams en el cine (II)

  1. Ángel Hernando dijo:

    Esta vez va de un pequeño comentario sobre los intérpretes. Creo que nunca estuvo mejor Elizabeth Taylor que en De repente el último verano, magnífica la Hepburn y sublime Monty Clift. Pero bueno, era de esperar. Marlon Brando y Paul Newman totalmente pasados de vueltas, en plan «método» insufrible. Habitual en bastantes películas que protagonizaron. Realmente no sé que hizo Laurence Harvey para que todos los críticos (bueno, muchos) se metieran con él. Desde luego, es bastante mejor actor que algunos de los que hoy ensalzan (y no digo nombres por aquello de la polémica). En Verano y humo está espléndido y en otros films también, por ejemplo, El Álamo, donde aguanta el tipo ante John Wayne y Richard Widmark, en su recreación del arrogante teniente coronel Travis. Además, por lo visto, era un tío muy majo y divertido en los rodajes. Y en cuanto a Richard Burton, cuando está contenido es un maestro (Becket, El espía que surgió del frío, etc.), pero cuando se pasa…Y totalmente de acuerdo con tus apreciaciones sobre John Huston y Lolita (y Kubrick, un autor sobrevalorado de tan glorificado).

    • Hola, Ángel, me encanta volver a comentar contigo después de un tiempo sin haber tenido ocasión de hacerlo. Es evidente que los personajes de Williams, en manos de actores con tendencia a la exhibición, eran temibles, porque, es evidente, poseen un elemento de tensión que difícilmente pueden ser interpretados con contención. Pero Brando y Newman, en las películas reseñadas en esta segunda parte del artículo, están insoportables (en triste contraste con su primer papel respectivo en películas de Williams, el Tranvía y la Gata, que ya comenté en la primera entrega de esta reseña, que supongo que habrás leído).

      La rigidez y mediocridad de Harvey es un lugar común de la crítica (y de la cinefilia), que se desvanece cuando uno acude a las películas para comprobarlo. Tal vez se deba a la facilidad que tenía para personajes poco simpáticos (como su revelación en «Un lugar en la cumbre»), pero de su versatilidad da fe la calidez de que dio pruebas con otros papeles (por ejemplo, a mí me resulta entrañable su papel en «El maravilloso mundo de los hermanos Grimm», una película imprescindible de mi infancia). Por cierto que pasa lo mismo cno «El Alamo», un film de reputación mediana que supone la más agradable de las sorpresas, y donde Harvey da réplica perfecta a dos monstruos del carisma de Wayne y Widmark.

      Por último, completamente de acuerdo respecto a Burton. Su papel en la adaptación de John le Carré es, tal vez, mi favorito de entre los suyos (junto a su debut en Hollywood, jovencísimo, en la muy atractiva adaptación de «Mi prima Raquel»).

      Un abrazo afectuoso.

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