La isla es uno de los espacios esenciales donde se ha desarrollado la historia de la humanidad, y por tal razón su riqueza simbólica es complejísima. Uno de sus significados de mayor potencia, derivado de su condición de tierra rodeada por todas partes por el mar, ha dado origen a la voz aislamiento. Es por ello que el robinsonismo es y será siempre uno de los temas fundamentales del imaginario cultural: la isla como lugar donde el hombre se encuentra apartado del curso hasta entonces normal de la existencia, pero también el espacio donde puede reiniciar la historia de la humanidad desde el principio. El microcosmos que representa al macro-cosmos. Como se sabe, fue el Robinson Crusoe (1719) de Daniel Defoe el iniciador del mito, pero no tardaron en tomar posesión de él muchos otros creadores, y de dar pie a toda una serie de variaciones. Una de las más sugestivas es la que excluye a los náufragos de la edad adulta: los convierte en niños o adolescentes, y añade por tanto un nuevo matiz a la empresa crusoeana, la de la imperfección asociada a la infancia. ¿O es al contrario, y los niños lo que representan es al hombre adulto sin las restricciones del así llamado proceso de madurez, demostrando que, en todo caso, este no es sino una de las formas de autoprotección que el hombre se da contra sí mismo? Dos novelas bien conocidas representan cada uno de los extremos de la idea. Una la escribió el francés Julio Verne dentro de su ciclo de viajes extraordinarios: Dos años de vacaciones; la otra, el inglés William Golding y la llamó El señor de las moscas. Antagónicas y complementarias, vinculadas por múltiples elementos pero al mismo tiempo de intenciones radicalmente opuestas, no concibo que nadie que haya leído una con devoción no se asome, cuando menos por curiosidad, a la otra. De mi lectura paralela, en este verano que acaba (¿qué mejor época para naufragar?), deriva el siguiente artículo.
Conocida es la devoción, incluso obsesión, de Julio Verne por el robinsonismo, al que aportó la que seguramente sea su obra maestra, La isla misteriosa (1874), y al que volvería una y otra vez a lo largo de su obra. Así, Verne se atrevió a escribir una secuela de una de sus novelas favoritas sobre el tema, la hoy algo olvidada El robinsón suizo (1812), de Johann Wyss, bajo el título de Segunda patria (1900), e incluso a reírse de sí mismo mediante una parodia, Escuela de robinsones (1882). Es más, fue capaz incluso de ofrecer una muy curiosa variante, bajo el formato de la ciencia-ficción, en Hector Servadac (1877), sustituyendo la isla por un cometa en el que quedan atrapados sus protagonistas a lo largo de un viaje por el Sistema Solar, pero que el francés narra como otra robinsonada más.
Sin embargo, la más conocida de sus incursiones en el tema es Dos años de vacaciones, novela que publicó por entregas en el Magasin d’Education et Recreation (la revista de su editor, Hetzel, donde tantas de sus novelas vieron la luz bajo el mismo sistema serial) a lo largo del año 1888, para ver la luz, en el clásico tomo con pasta dura e ilustraciones (de Benett) que cada navidad publicaba la colección de los Viajes Extraordinarios.
El gran modelo que Verne tomó para contar la historia de sus náufragos infantiles fue su propia obra La isla misteriosa. No en vano, y como esta, la novela comienza con un capítulo que nos introduce in medias res en la acción, esto es, con los muchachos intentando a duras penas manejar su barco en medio de la tempestad, hasta acabar naufragando en una tierra incógnita. Una vez ya en la isla es cuando el autor se dedica a explicar la razón de tan insólita situación —un grupo de alumnos de un colegio de Auckland, en Nueva Zelanda, embarcados a bordo de la goleta Sloughi para un viaje escolar, descubre que, durante la noche previa al momento de zarpar, el barco tuvo que soltarse de puerto y la deriva acaba convirtiéndose en alocada carrera tan pronto un huracán se abate sobre él— y a describir a todos los participantes en la aventura, delimitándolos por grupos de edad y describiendo su carácter y condiciones personales. Es una estructura clásica desde la primera novela del ciclo, Cinco semanas en globo: de entrada, la presentación de la acción, con objeto de «enganchar» al lector desde el inicio y después, de sus personajes.
Eso sí, de modo muy fastidioso, la descripción que el autor hace de todos ellos en este tercer capítulo va a ser la definitiva, por cuanto a lo largo de la novela no asistiremos a la menor evolución psicológica (no sin razón cuestiona Fernando Savater que las obras de Verne sean calificadas de literatura iniciática, por cuanto sus personajes apenas cambian en el curso de sus acciones). Teniendo en cuenta que estamos ante una de las novelas de intenciones más didácticas de los Viajes Extraordinarios —la peripecia y sus personajes están concebidos para que sirvan como «espejo moral» para sus más jóvenes lectores—, que Verne niegue a estos la posibilidad de la maduración empobrece notablemente la dramaturgia de la novela. A esta imperfección hay que añadir otra circunstancia: la incapacidad de Verne para crear niños convincentes. En los libros del autor, o los niños son adultos prematuros (el capitán de quince años, el hijo pequeño del capitán Grant, el Briant de la presente novela) o son inconsistentes sombras de niños reales.
Verne distingue enseguida a tres personajes, sobre los cuales modela un estereotipo. El objeto de su predilección (no por nada, lo hizo francés) se llama Briant, y es un cúmulo de virtudes (intrepidez, inteligencia, lealtad, capacidad de liderazgo). El siguiente se llama Doniphan (inglés: ya he hablado alguna vez de la relación de amor-odio que Verne mantuvo con esa nacionalidad, en la que encarnó lo peor, pero también lo mejor, del hombre occidental) y, desde el principio, se caracteriza por la extrema envidia que siente hacia el francés (y que yo, particularmente, confieso comprender: Briant se hace muy cargante). Eso sí, Verne se encarga de introducir las adecuadas salvaguardas (es decir, insiste una y otra vez —horror, lo hace el mismo Briant— en que el muchacho tiene capacidades sobradas para ser un chico estupendo tan pronto corrija su elitista arrogancia) para permitir la redención del personaje, tan tópica y arbitraria como era de esperar: basta con que Briant le salve la vida para que Doniphan se transforme en un chico estupendo. Por último, aparece un tercer personaje, estadounidense esta vez y llamado Gordon, del que se insiste hasta la náusea en una prudencia rayana en lo timorato, y al que parece reservarse el papel de mediador entre los otros dos, de mucha mayor personalidad, mas sin resultado alguno, por lo cual al pobre no le queda sino cargar con el ingrato rol de plomazo.
Una vez descritos, Verne sigue la misma estructura de La isla misteriosa: la exploración del lugar hasta la confirmación de su condición isleña, dándole el nombre de su escuela, Chairman; el acondicionamiento como refugio, asimismo, de una cueva; la minuciosidad en el listado de utensilios y recursos; la preparación para el hostil invierno, etc. Es más, en su parte final hace aparecer también a un grupo de piratas con los cuales los muchachos han de disputarse el dominio de la isla, cobrándose el primer derramamiento de sangre, aun sin resultar mortal (encima, el herido, para que la expiación sea más evidente, no es otro que Doniphan). En cualquier caso, Verne acaba contraviniendo su intención de narrar una robinsonada desde el exclusivo punto de vista juvenil al hacer comparecer, en su parte final, a dos adultos para ayudar a los niños: Evans, contramaestre del buque donde se amotinaron los piratas, que aporta primero la clarificación geográfica (la isla en medio del Pacífico en realidad se encuentra en el litoral chileno y es perfectamente identificable: es la isla Hanover, al norte del estrecho de Magallanes) y luego los conocimientos náuticos para reparar la embarcación con la cual los niños podrán dejar atrás su aventura de dos años y retornar a la civilización.
El atractivo que, pese a todo, posee Dos años de vacaciones radica en la facilidad, común a la mayor parte de los Viajes Extraordinarios, con que «familiariza» la aventura, tanto más extraordinaria por la corta edad de sus protagonistas, que viven estos. No andaba muy descaminado el mismo Savater al señalar que Verne era el escritor del género que menos uso hacía de la imaginación, en el sentido de dar paso a toda clase de peripecias fabulosas. Bien al contrario, sus personajes, antes que aventureros, son viajeros sometidos a circunstancias ante las que reaccionan mediante el principio de la normalidad: es decir, transformando los espacios excepcionales a que van a parar (en este caso, las islas desiertas) en una prolongación del imaginario burgués del que proceden. ¿Habrá mayor obsesión en los náufragos vernianos que la de la comodidad, de tal modo que una de las razones del atractivo de sus islas es, precisamente, lo fácil que es imaginarnos viviendo confortablemente en ellas? Las islas de Verne, y la isla Chairman es un buen ejemplo, no son nunca terras incognitas, sino dominios personales de quienes van a parar a sus costas, y qué mejor símbolo de ese proceso de «apropiación» que el escrupuloso bautizo de todos sus accidentes geográficos (y la consignación, para el lector, en un mapa).
En particular, yo nunca le estaré lo suficientemente agradecido a esta historia, que me abrió la puerta de acceso al universo verniano, y que devoré una inolvidable mañana de Reyes, no en su edición original sino en esa entrañable colección de Bruguera que alternaba tres páginas de lectura «normal» con una cuarta de tebeo. Todavía hoy hay pocas cosan que me devuelvan tan rápido a la condición de niño como ese fabuloso arranque con los pequeños agarrados al timón del Sloughi en medio del mar embravecido o la excitación de las primeras exploraciones o el hallazgo del esqueleto del primer náufrago que tuvo la isla, que es quien les regala, en el tiempo, la cueva donde vivirán tan ricamente o el mapa que les permite hacer suyo cada rincón del escenario.
William Golding publicó El señor de las moscas en el año 1954. Contaba con 43 años y era su primera novela, si bien veinte años atrás había publicado una colección de poemas, que luego él mismo repudió. Su libro no se vendió bien al principio, pero enseguida fue adquiriendo reputación debido al sugestivo uso de un argumento hasta entonces recluido a la literatura de pretensiones ejemplares para jóvenes. Poco a poco, el libro fue convirtiéndose en eso que se llama «obra de culto», hasta acabar siendo una referencia fundamental de la literatura del siglo XX. Sin embargo, y aunque el escritor publicaría muchas otras novelas desde entonces, la primera ha acabado eclipsando no solo todas las otras sino incluso su mismo nombre, por mucho que en 1983 recibiera el premio Nobel de literatura. Yo mismo no he leído ningún otro libro suyo, si bien buena parte de ellos se encuentran fácilmente a disposición del interesado: en Alianza Editorial están disponibles obras como El dios escorpión (1971) o la Trilogía del Mar (1980-1989), además del libro que nos ocupa, con una de esas portadas tan sencillas como sugerentes del gran Daniel Gil y traducción de Carmen Vergara.
El señor de las moscas plantea el mismo argumento que Dos años de vacaciones, como se ha señalado. Sin embargo, y aunque no he investigado sobre las motivaciones del autor, no creo que emprendiera su redacción a modo de réplica contra Verne. En cambio, sí cita otro libro que otrora fuera considerado asimismo un clásico de la literatura juvenil (aunque hoy día parece totalmente olvidado) que es La isla de coral (1857), del escocés Robert M. Ballantyne, otra incursión en el robinsonismo juvenil, si bien con participación de la novela de piratería, bajo la misma mirada idílica de rigor: los tres muchachos que naufragan en la isla del título viven una existencia prácticamente paradisiaca hasta la irrupción en su edén particular de los adultos, con sus conflictos y su mendacidad. Significativamente, Golding dio a sus dos protagonistas los mismos nombres, Ralph y Jack, que dos de los tres jóvenes náufragos de Ballantyne.
Al contrario que Verne, el escritor jamás da un catálogo completo de nombres, si bien asimismo son tres los jóvenes náufragos que singulariza. Ralph, el protagonista, es rubio, ágil y parece despertar una natural confianza. El segundo, Jack, envidioso (al modo de Doniphan) de esas cualidades innatas, tanteará tanto la posibilidad de convertirlo en su amigo íntimo como de desplazar su influencia sobre el grupo, partiendo con la ventaja de dirigir el coro escolar que ha naufragado en el accidente y que está acostumbrado a obedecer sus órdenes. El tercero, Piggy, marcado por su mote («cerdito»), es grueso, intensamente miope hasta el punto de quedar ciego sin sus gafas (las cuales, por otro lado, son el único objeto esencial para los niños, al ser sus cristales el exclusivo medio que tienen para hacer fuego), asmático y por tanto poco apto para el ejercicio físico (circunstancia que, ya se sabe, siempre ha condenado a los niños a ser el paria o la mascota de todo grupo), pero también el más racional e inteligente: el único con ideas propias, el único esbozo de náufrago «verniano».
Los náufragos de Golding no llegan por mar, sino por aire (a todo esto, como los de La isla misteriosa, solo que estos lo hacían en globo y aquellos en accidente de avión). Ahora bien, desde el primer momento el libro carece de ese obsesivo sentido de la minuciosidad característico de Verne, por ejemplo para concretar las circunstancias sociales de los niños o la causa del accidente. En alguna ocasión se hace referencia a una guerra que parece borrosa y lejana, aunque lógicamente debe de ser la del Pacífico, e incluso en determinado momento se narra un combate aéreo que deja una huella importante en la isla. Un paracaidista cae desde los cielos para morir en lo alto de la montaña que corona la isla, y el miedo que inspira en los niños el descubrimiento de su borrosa figura (marcada por el fantasmagórico paracaídas que ondea entre los árboles) terminará por fijar su inconcreto miedo a lo desconocido, a lo irracional, en un ser simbólico al que llaman la Fiera. A modo de ofrenda, los niños cazan un jabalí y dejan su cabeza clavada en una estaca en medio del bosque, que enseguida será cubierta por un ejército de insectos. De ahí el título de la novela, pues «señor de las moscas» es el significado del término Belcebú, uno de los nombres tradicionales del diablo, pero que en realidad deriva de una divinidad filistea, y que Golding utiliza como evidente símbolo del mal interior que anida en el hombre.
Si El señor de las moscas no pertenece al ámbito de la literatura juvenil, como las otras ya referenciadas, lo cual es obvio, es porque, en principio, no va, no puede ir dirigida a los niños, sino a los adultos que una vez fueron niños. William Golding vierte sobre la eterna historia de los niños náufragos todo su escepticismo sobre la condición humana, todo su cuestionamiento del mito del buen salvaje. Regresado a la naturaleza, el hombre no la mejora sino que se une a ella, haciendo honor al adagio que escribió Henry Rider Haggard en su inmortal novela Ella: «La naturaleza es terrible; por eso se inventó la civilización».
Los náufragos de Golding inicialmente parecen hacer lo mismo que los de Verne: constatan la insularidad del lugar donde están, tratan de llamar la atención para que los rescaten (en la cumbre de la isla sitúan una hoguera que arda en todo momento), eligen a un líder, buscan cómo procurarse alimento y refugio… Sin embargo, la principal diferencia con respecto a Verne es evidente: los niños de Golding son niños. Es decir, son infantiles, son inconstantes, son perezosos, son arbitrarios, buscan convertir cualquier situación en un juego, se complacen en la burla (esto es, en la crueldad) como medio de reforzar su pertenencia al grupo y de conjurar su miedo, porque sienten miedo hacia lo desconocido.
Por lo mismo, de entrada su situación no es para ellos otra cosa que una promesa de diversión (de ahí que Piggy, el único niño sensato desde siempre, sea considerado un aguafiestas y que incluso el protagonista, Ralph, no dude en comunicar a todos ese mote, «cerdito», que el otro le había contado como un secreto). Un juego que permite a los niños, roto ya todo sentido de la responsabilidad al no haber ningún adulto que se lo recuerde, complacerse en disfrutar ese presente eterno que es la vida a esa edad.
Ahora bien, poco a poco la serpiente penetra en el edén (porque siempre estuvo ahí, como es notorio). La precaria concordia alcanzada bajo el liderazgo de Ralph —simbolizada por la caracola que este encuentra en el mar y que da la palabra en las reuniones— es discutida por la otra voluntad fuerte del grupo, Jack. Ya la presentación de este y del coro (con sus uniformes y su sentido gregario: por la despersonalización de sus integrantes, por tanto) había dejado en el aire la inquietante reminiscencia de esas disciplinadas milicias que todos los movimientos políticos radicales se dieron en el periodo de entreguerras, desde los camisas negras de Mussolini y las hitlerianas Secciones de Asalto al Frente Rojo comunista. Fundamentales dentro de la cadena de supervivencia al encargarse del papel de cazadores (es decir, de acaparar la violencia «legal»), Jack y los suyos acabarán decidiendo que su visión del mundo debe ser aceptada por todos los demás o impuesta. La violencia late muy pronto en la isla de coral.
Inquietantemente, la primera cacería (que concentra toda la excitación de los muchachos de Jack) sucede a la vez que un barco pasa de largo frente a la isla porque la hoguera se ha apagado al haber marchado todos a por su primer jabalí. El episodio puede leerse como un presagio: no hay vuelta atrás, nadie va a rescatarlos de esa regresión hacia los instintos básicos que tiene su rito de paso inicial en la primera sangre de la isla, la del jabalí. Golding expresa el júbilo cruel que embarga a los niños con implacable determinación: «[los niños sintieron] la revelación de haber vencido a un ser vivo, de haberle impuesto su voluntd, de haberle arrancado la vida…». Embriagado por haber sido él mismo quien hundiera el puñal en su cuello, Jack exclamará ante Ralph: «¡Tenías que haber visto la sangre!».
En general, y si se interpreta con razón a Jack como símbolo de la mentalidad totalitaria, en cambio creo que se obra con simplicidad al querer convertir a Ralph en la encarnación del valor contrario, el democrático. Bien al contrario, me parece que, en Ralph, Golding quiso encarnar la fragilidad primero y la falta de responsabilidad después (hasta que es demasiado tarde) de quienes no acaban de asumir la carga del liderazgo que les está reservado. Ciertamente, si los niños eligen inicialmente a Ralph como jefe es por pura arbitrariedad infantil (una apariencia agradable, una sensación de limpieza, una asociación a un objeto simbólico, que en este caso sería la caracola), y también porque los niños del coro de Jack son una minoría. Sin embargo, en este caso es el liderazgo el que va transformando a Ralph, el que le va haciendo comprender las necesidades que conlleva (al contrario que en Verne, aquí sí que hay evolución y maduración: iniciación). Ahora bien, al principio Ralph también se dejará arrastrar por la tentación de la irresponsabilidad, relegando a Piggy y dejando que Jack vaya aumentando su ascendiente, hasta el momento en que descubrirá las siniestras implicaciones de esto.
[Quien no conozca el final de esta estremecedora novela debe dejar de leer aquí]
Jack creará su propio círculo, su propio cuartel general, sus propias reglas, atrayendo poco a poco a todos hasta que, en mayoría, decide imponerlo sobre la minoría. El primer precio que se paga también será con sangre, como en Dos años de vacaciones, pero aquí es mortal: la muerte de Piggy derribado por la trampa que impide la entrada al «castillo» del bando de Jack. «¡Así no se juega!», es el patético grito de los gemelos, hasta entonces incondicionales de Ralph, que tras la muerte de Piggy descubren que ya no hay opción. Porque no la hay: desde el momento en que Jack y los suyos traspasan el último tabú de la civilización (la muerte de un semejante), la disidencia es el recuerdo de que una vez hubo otras reglas y que, para suplantarlas, también debe derribarse la creencia de que eran las correctas. Así, Jack decreta la caza al hombre de Ralph, el muchacho que ahora es cuando descubre lo que parecía reservado únicamente a Piggy (la condición de paria de quien tiene razón). Una caza que solo se interrumpirá por la inesperada llegada de esa criatura ya vagamente olvidada por los niños náufragos, el adulto, que obra el mágico efecto de devolver a todos al estadio original, como si el pecado de la vida isleña nunca hubiera existido. Pero Ralph sí sabe que ha existido, que ellos lo cometieron, y de ahí sus incontenible lágrimas, infantiles, «por la pérdida de la inocencia, las tinieblas del corazón del hombre y la caída al vacío de aquel verdadero y sabio amigo llamado Piggy».
¡interesante!
¡Gracias 🙂 !
Gran novela que leí hace demasiado tiempo. Y excelente entrada. Conforme pasan los años y dejo cada vez más «guijarros» de inocente piel por el camino, tengo más certezas de nuestra exclusiva condición puramente animal sin más. Aquellos niños que juegan al control y el poder son/somos idénticos a los papiones de la sabana africana. Desde el altruismo a las religiones, desde el amor materno a la moral, desde los principios al Derecho, o, por el contrario, desde las guerras a la codicia, desde la violencia de género a ek rechazo al diferente; no dejan de ser elementos moldeados por la evolución en mayor que menor grado. Ni malos ni buenos, somos lo que somos y hacemos lo que es propio de nuestra especie, igual que un tapir amazónico o un dragón en Komodo. Un abrazo
La valentía de Golding fue atreverse a trasladar a Hobbes a la infancia, encima a través de una trama que hasta entonces solo había deparado obras amables y de intenciones ejemplarizantes, cualesquiera que fueran sus resultados en el aspecto narrativo. Es otro ejemplo de literatura que hoy tendría problemas para encontrar editor.