En 1995, el estreno de una película firmada por un pequeño estudio que, aun bajo el paraguas protector de Disney, era completamente desconocido, Pixar, supuso una conmoción para el cine de animación. El film se llamaba Toy Story y su novedad radicaba en constituir el primer largometraje del género completamente realizado por ordenador. En el aspecto visual, eso significó que los espacios, objetos y personajes adquirían una reluciente tridimensionalidad, que dejaba atrás el reinado clásico del dibujo animado «plano». Veinticinco años después, en el llamado mundo occidental la animación clásica prácticamente es residual en beneficio de la tridimensional (pero no ha muerto: el anime japonés, con el gran Hayao Miyazaki a la cabeza, se mantiene fiel al modelo tradicional con notable esplendor artístico). La importancia de Toy Story como film pionero es evidente, como también su envejecimiento en todos los terrenos: por supuesto, en la propia animación, pero también en la calidad narrativa y en la profundidad dramática. Ahora bien, quién iba a decirlo, las secuelas surgidas de su estela (en 1999, 2010 y 2019) irían creando un vasto ciclo dotado de progresiva profundidad y enorme coherencia interior, presidido por un admirable espíritu de superación que ha hecho que cada título sea superior al previo. Sin dejar de tener en cuenta que el primer nivel de público al que van dirigidas son los niños, y que todas respetan el modelo original, la saga surgida del muy imperfecto film de 1995 ha acabado conformando un conjunto de notable densidad dramática, cuya primera y más admirable característica es que, a partir de esos humildes seres cuya primera obligación es consagrarse a la felicidad de sus pequeños amos, consigue efectuar una notable reflexión sobre los temores e inseguridades, sobre las convenciones y la necesidad de transgresión de de la criatura más compleja y a la vez imperfecta de nuestro mundo: esa humilde entidad llamada hombre.
El punto de partida de la primera película no era original: los objetos inanimados cobran vida tan pronto desaparecen los seres humanos. En la película lo expresa muy bien la escena inicial: un niño juega en su habitación con toda su galería de juguetes, pasándoselo literalmente bomba, pero tan pronto corre a la llamada de su madre, esos objetos un momento antes inertes e inexpresivos de pronto comienzan a moverse, a hablar (y rezongar)… y terminan montando una especie de reunión comunitaria bajo la dirección de uno de ellos, el juguete ataviado de cow-boy.
Ese personajes es Woody, el protagonista del ciclo, su personaje más importante hasta el punto de que la progresión del ciclo está en directa relación con la propia evolución del personaje. Por el hecho de haber sido siempre el juguete favorito de Andy, su pequeño dueño, Woody es el más ferviente convencido del principio general que rige el mundo de Toy Story: los juguetes existen para los niños. Son su razón ontológica, su destino manifiesto, de tal modo que un juguete que, por la razón que sea, ve malograda su condición (es abandonado por su dueño o incluso no llega nunca a establecer esa relación) se convierte en un «juguete perdido», un objeto al que han arrebatado su luz. No en vano, los «villanos» que irán apareciendo a partir de la primera secuela pertenecen todos a esta categoría.
Woody es la voz cantante de todas las películas: el líder natural del grupo de juguetes de Andy (y después de Bonnie), el que marca siempre la línea de acción (o la precipita), el guía al que todos buscan en los momentos de zozobra, porque saben que nunca les fallará. Como buen cow-boy, la característica principal de Woody es el valor más allá de la temeridad, la tenacidad en el cumplimiento de los principios que rigen su actuación, siempre con el objeto último de procurar la felicidad de su amo humano, pero siempre también con el noble propósito de no dejar en la estacada a ninguno de sus compañeros, aunque esto suponga poner en riesgo la propia integridad (es decir, la existencia). Podría decirse que Woody encarna los valores tradicionales del sueño americano en un sentido profundamente conservador, en cuanto que no se cuestiona la posibilidad de cambio en su mentalidad, en su sumisión al Niño, no en vano es un juguete «antiguo». Pues bien, la progresiva complejidad de la saga está en relación directa con la progresiva evolución del personaje, hasta el punto de que podría decirse que Toy Story (y el título no lo desmiente) es la historia de un juguete, del cow-boy Woody en su camino desde el gregarismo acrítico hasta el descubrimiento de la libertad personal: de la característica principal que nos hace humanos.
Quién iba a decirlo después de ver el primer Toy Story (que en España recibió, entre paréntesis, el subtítulo de Juguetes), cuya más molesta característica es el machacón tono con que repite una y otra vez esta premisa de sumisión del juguete al niño sin ofrecer ninguna reflexión a cambio. Ahora bien, justo es reconocer que a sus responsables (liderados por el alma mater de la saga, John Lasseter) les preocupaba más la ejecución técnica y la eficacia narrativa que el relieve dramático: Toy Story desprende un sano sentimiento de modestia y eso permite perdonar sus cuantiosos defectos. El primero de ellos es el banal antagonismo, resuelto mediante la consabida dosis de azúcar, que desarrolla Woody, devorado por los celos, hacia el nuevo juguete que parece destronarlo en los sentimientos de Andy. Ese juguete es Buzz Lightyear, no por casualidad un muñeco futurista: un astronauta de brillante apariencia, dotado de numerosos aditamentos y al que caracteriza un muy pegadizo lema, que todos habremos repetido mil veces: «¡Hasta el infinito… y más allá!».
El elemento más interesante de la película viene proporcionado por la ignorancia de Buzz acerca de su propia condición de juguete: él realmente se cree un guardián estelar que ha aterrizado por accidente en un planeta lejano, lo cual irrita todavía más a Woody, que se pregunta cómo semejante bobo ha sido capaz de seducir a sus propios amigos. Ahora bien, una primera y excelente idea es que incluso ese astronauta que ignora que es un juguete no puede dejar de «inanimarse» cada vez que Andy hace acto de presencia y juega con él. Esto introduce el primer elemento reflexivo, aun muy tenue, del ciclo: ¿pueden los juguetes actuar contra su esencia, cuya primera regla es no dejar que los humanos descubran que están vivos? Es irónico que los animales sí lo sepan, que los perros puedan ser tanto sus amigos como sus enemigos, pero que cada vez que hay posibilidad de que un humano (un humano consciente ya de lo que es «real»: quedan excluidos los bebés) descubra la verdad, ellos inmediatamente caen al suelo como si fueran fulminados en el acto.
El film presenta ya la entrañable galería de personajes secundarios que acompañará todo el ciclo. Así, los juguetes que acaban recibiendo una caracterización especial son: el siempre quisquilloso Sr. Patata (el famoso Mr. Potato de PlaySkool), el cobardica tiranosaurio Rex, el perro plegable Slinky, la pastorcilla de porcelana Bo Peep (la chica de Woody) y el cerdito-hucha Hamm. En este primer capítulo también tiene una buena ocasión de lucimiento el pelotón de tradicionales soldados de plástico (es decir, con los pies adosados a una base, un juguete fundamental de los niños de mi generación), a los que se envía a modo de comando para espiar lo que sucede en el piso de abajo cada vez que hay ocasión para que Andy reciba nuevos regalos (y por tanto, posibles rivales). Huelga señalar que, en la versión española, todos ellos son indisociables de sus voces de doblaje, en general espléndidas, con mención especial para el tándem protagonista formado por Óscar Barberán (Woody) y José Luis Gil (Buzz) —en el original son Tom Hanks y Tim Allen—, amén de secundarios como Miguel Ángel Jenner (Sr. Patata) o Claudi García (Hamm).
La trama ya presenta el recurso argumental que heredarán todas las demás películas: las aventuras que viven los juguetes siempre se producen por su salida del entorno doméstico, por su incursión en el mundo exterior. En este caso, son Woody y Buzz quienes corren esas peripecias y el buen sabor de boca que dejó la escena final de persecución (con los juguetes intentando alcanzar el vehículo donde viajan todos los demás, pues los dueños humanos se están mudando de casa) hará habitual ese tipo de secuencia en las secuelas.
Ahora bien, en último extremo Toy Story es víctima del exceso de convenciones. La primera, por fortuna, se superó pronto: la necesidad de incluir mediocres canciocillas (en realidad, la famosa canción Hay un amigo en mí, sintonía central de toda la saga, se incluye durante los créditos). Peor aún, sin embargo, es la falta de imaginación con que se caracteriza el elemento «gótico» con el que se presenta al villano humano de la función: el niño de la casa vecina (gran tópico: no solo es feo y malo sino que además luce un siniestro aparato dental), al que deleita torturar juguetes, descomponiéndolos, reensamblándolos del modo más grotesco posible (los consiguientes freaks toys suponen un estéril homenaje a la mítica película La parada de los monstruos, de Tod Browning) o haciéndolos explotar al atarles un explosivo.
Es evidente (e inevitable) que Toy Story 2 —estrenada en España también con un subtítulo, el larguísimo Los juguetes atacan de nuevo— se ve condicionada, de entrada, por las imposiciones típicas en toda secuela de grandes éxitos del Hollywood de la época. En primer lugar, el miedo a apartarse excesivamente del film de partida, de tal modo que prácticamente acaba contando lo mismo. En segundo, hacerlo mediante una elevada dosis de gigantismo. En cuanto a lo primero, el argumento es muy similar: una crisis lleva a los personajes principales a salir una vez más al mundo exterior, en este caso al rescate de un Woody que ha sido secuestrado por el dueño de una tienda de juguetes que quiere venderlo a un museo japonés. En cuanto a lo segundo, el estudio, animado asimismo por la evidente mejora de los programas informáticos, se luce sobradamente aumentando el número de escenarios y ofreciendo un elevado número de set pieces, hasta concluir con una nueva persecución… a un avión que está a punto de despegar del suelo.
Aun cuando todavía el interés del film es mediano, ya empiezan a tomar forma una serie de ideas que luego darán origen a los logros rotundos que son las dos siguientes secuelas. Así, aparece por primera vez el concepto de tiempo. En primer lugar, un pequeño accidente provoca un desgarrón en el brazo izquierdo de Woody que impedirá que su dueño Andy pueda llevárselo a su campamento de verano, y que viene a convertirse en una especie de correlato simbólico de la vejez: la posibilidad de que la decadencia física también llegue a unos objetos que no envejecen como los seres humanos pero también están afectados por la progresiva degradación. De hecho, en su nuevo estado Woody encuentra a un antiguo juguete al que daban por extraviado, el pingüino Wheezy, que fue dejado de lado cuando perdió su voz chillona. El cow-boy no puede evitarse verse reflejado en esa postergación.
Por otro lado, en la casa del secuestrador, Woody descubre a otros dos juguetes (la vaquera Jessie, que desde este momento se añadirá a la saga, y el veterano prospector Oloroso Pete) que le revelan que en tiempos fue un personaje muy popular, que llegó incluso a protagonizar un show televisivo. Del mismo modo, estos dos son los primeros «juguetes perdidos» que aparecen en la saga. En el caso de Jessie, porque su dueña, al crecer, lógicamente la dejó a un lado y acabó donándola a una rifa benéfica; en el de Pete, porque nunca llegó a ser desembalado de su caja. Como la oferta del museo japonés depende del lote completo, el manipulador Pete —primer juguete villano de la serie— se encarga de provocar las primeras dudas de Woody sobre lo que será de él cuando su pequeño amo crezca, llegándole a decir: «¿Crees que Andy te llevará con él a la universidad?». En esta frase se encuentra el germen de la espléndida Toy Story 3.
Del mismo modo (y ese pasado de Woody también forma parte de este concepto), los juguetes descubren el concepto de serialidad. No son seres únicos sino que pertenecen a una serie que los repite hasta el infinito, nunca mejor dicho, porque quien lo descubre en la juguetería del secuestrador es Buzz Lightyear, quien no solo se tropezará con todo un estante lleno de modelos exactamente iguales a él sino que, por accidente, sus amigos se llevan a uno de estos, confundiéndolo lógicamente con el «original». Con encomiable coherencia, este segundo Buzz asimismo ignora que es un juguete, e incluso se enfrentará al archivillano de su gama, el emperador Zurg, asimismo reanimado, a quien él cree de lo más real: los guionistas rizan el rizo incorporando un gag que rinde homenaje a la más famosa saga estelar, en el momento en que Zurg le dice a Buzz «tú eres mi hijo»… ¡y los dos muñecos acaban marchándose juntos, a recuperar el tiempo perdido!
El tiempo fue pasando, y si entre los dos primeros títulos, separados por cuatro años, Pixar solo produjo una película (Bichos, que curiosamente está bastante olvidada), entre el segundo y el tercero no solo pasarían pasarían once sino que en ese intervalo verían la luz ocho trabajos, entre ellos algunos de los más emblemáticos del estudio. En todo ese tiempo, Pixar fue madurando su concepto de la animación, hasta el punto de que Toy Story 3 (ya sin subtítulos) se erige como uno de los mejores films de la casa.
El primer elemento que honra a la película es el modo en que, en vez de limitarse a repetir como en la anterior sus bazas más seguras, prefiere hacer progresar los elementos dramáticos esbozados en los títulos anteriores. Haciendo honor a los años transcurridos desde el film anterior, Toy Story 3 plantea la inevitable pregunta: ¿qué sucede cuando los niños ya son demasiado mayores para seguir jugando? Andy ha crecido y hace mucho que no saca a sus antiguos juguetes del baúl; está a punto de marchar a la universidad y aquellos se preguntan, con intranquilidad, qué va a ser de ellos. Tres posibles destinos se presentan en su horizonte: ser donados, ser guardados en el desván con los viejos trastos o (su peor pesadilla) ser arrojados a la basura.
El azar, como siempre, interviene lanzándolos al mundo exterior: en principio, a un paraíso donde volverán a sentirse juguetes, una guardería llamada Sunnyside, regida en apariencia por un benévolo oso de peluche, el viejo Lotso. Sin embargo, enseguida descubrirán que este ha organizado el lugar bajo métodos mafiosos, convirtiéndolo en un infierno para los juguetes nuevos, encerrados en el aula reservada a los niños más pequeños, cuyos juegos consisten en aporrear a los juguetes. El odio anida en el pecho de Lotso desde que su amita lo perdió y, cuando él consiguió reencontrar el camino a casa, descubrió que había sido reemplazado… por un modelo igual (magnífica forma de aprovechar esa idea de serialidad introducida en el capítulo 2). Sin embargo, y para intranquilidad del espectador adulto (y es que Toy Story 3 es un film que hará reír y emocionar a los niños pero hará pensar a los mayores), resulta más transgresor que sus conformistas compañeros, pues ha demostrado mucha más iniciativa que la de cualquier otro juguete visto hasta entonces en la saga. Lástima que lo haya hecho para caer en el lado oscuro, explotando a sus semejantes y perdiendo toda capacidad de compasión, pese al adorable aspecto que todavía presenta (olor a fresa incluido)…
En este sentido, es tan admirable como doloroso que Woody, incansable en su propósito de convencer a sus amigos de que su papel está al lado de ese niño que parece haberlos olvidado, no se rinda nunca para sacarlos de apuros, aun cuando sea devolverlos al mismo punto de partida, donde seguirá esperándolos el mismo problema que los atenazaba: ¿qué será de ellos? Esta sensación agridulce es el poso que deja el film en la memoria, porque mientras lo contemplamos resplandece con luz propia la gran cualidad del personaje: ese valor indomable que lo lleva a no rendirse nunca. El fin de la infancia es, por lo tanto, el gran tema de la película, y los juguetes devienen emblemas del conflictivo paso a la edad adulta, a la madurez. ¿Pueden ser adultos los juguetes? Es decir: ¿pueden ser algo distinto de aquello para lo que fueron creados? Será Toy Story 4 la que se encargue de contestar a esta pregunta, pero el presente film posee ya una admirable densidad psicológica: por primera vez, la dependencia de los juguetes con respecto a los adultos ya no parece mera concesión al sentimentalismo más convencional: es un destino que puede ser gratificante pero que también puede llevar a la mayor frustración.
De principio a fin, TS 3 seduce por su virtuosismo, admira por su densidad y divierte de modo irresistible, consiguiendo que todas estas dimensiones se equilibren con radiante armonía. Hay espacio para lo siniestro (el desvelamiento de la verdadera personalidad de Lotso), para la tristeza más melancólica (el flash-back que revive el terrible trauma que sufrió el oso), para la emoción y el suspense (el genial segmento en el vertedero, cuando los juguetes unen sus manos con ternura mientras están a punto de precipitarse hacia el horno que los fundirá… del que serán rescatados en el último momento de modo absolutamente genial), para la sátira (la aparición de unos entrañables Barbie y Ken) y para la diversión más hilarante (el momento en que Buzz, después de que su programación sea manipulada una y otra vez, acaba manifestando una personalidad de astronauta con acento andaluz y andares flamencos, doblado además por el Cigala en la versión española, que en los créditos reinterpreta según su personal estilo el emblemático Hay un amigo en mí). Para mayor fortuna, el film concluye de forma bellamente elegíaca, con el joven Andy entregando todos sus juguetes a su vecinita Bonnie, compartiendo con ella el último juego con esos pequeños amigos de los que ahora debe separarse.
El resultado de este tercer capítulo parecía clausurar de modo tan brillante el ciclo que las noticias de que se estaba preparando un cuarto título nos hizo fruncir a muchos el ceño: nos llevó a pensar que Pixar (a estas alturas, ya Disney) buscaba sin más un nuevo hit comercial. Sin embargo, y de modo admirable, Toy Story 4 no solo prolonga las inquietudes ya manifestadas en TS 3 sino que consigue ir un paso más allá, hasta el punto de erigirse en la obra maestra de la saga.
Como hemos visto, el film previo concluía con los juguetes situados de nuevo en su proceso natural, es decir, entregados a un niño pequeño al que acompañar durante su infancia. Es decir, remarcando ese sentido determinista de la esencia propia del juguete. Pues bien, TS 4 se atreve, por fin, a plantear la reflexión existencial que latía por debajo de las brillantes y distendidas imágenes de la saga, cogiendo a su personaje central, Woody —el más emblemático portavoz, hasta la más completa abnegación y anulación personal, de ese principio esencial del juguete— para impulsarlo un paso más allá, al descubrimiento de la posibilidad de la libertad personal. Símbolo más que nunca de la condición humana, el juguete cuestionará, en principio muy a su pesar, el sentido de toda su existencia y acabará, por primera vez en su vida, eligiendo. Quién iba a decir que este mensaje, admirablemente nada enfático pues está imbricado con armonía bajo la habitual apariencia de aventura al tiempo emocionante y divertida, alcanzaría una de sus mejores plasmaciones… en una película «para toda la familia».
El primer acierto del film es que esta reflexión viene desencadenada por una ya casi kafkiana exacerbación de la abnegación de Woody. Postergado en el mundo de la pequeña, pues no solo no es su juguete favorito, sino que, las más de las veces, se queda en el armario, aun así el cow-boy arroja sobre sus espaldas el deber (absurdo, aunque todavía no lo sabe) de que Bonnie sea siempre feliz. Así, el día en que la pequeña debe hacer frente a ese incierto primer día de escuela, y aunque los padres han insistido en que no puede llevar ningún juguete que le sirva de «muleta», Woody se las arregla no solo para introducirse en su mochila y acompañarla al aula. Una vez en ella, el cow-boy advierte que la niña, en efecto, tímida y apocada, se siente absolutamente desamparada en su rincón, siendo incapaz de evitar que otros niños más resueltos le quiten el material escolar que había sobre la mesa para poder jugar. Por ello, él mismo se las arregla para poner al alcance de Bonnie una serie de objetos sacados de la papelera con los cuales la niña se fabricará su propio juguete, Forky, cuyo nombre («Tenedorcito») expresa literalmente su composición, ya que está fabricado con poco más que un tenedor de plástico, un cordel, plastilina y un palo de madera.
Pues bien, para sorpresa del mismo cow-boy, en cuanto la niña lo lleva al cuarto de juegos, Forky cobra vida. Es la primera vez que dentro de la saga se nos cuenta el «origen» de la vida de los juguetes, y es sencillo: la mera creación de un objeto para juego de un niño basta para insuflarle el soplo vital (de paso, se plantea otra idea colateral, no menos apasionante, aunque se deje en el aire: al haber aportado la materia prima, de algún modo el mismo Woody ha participado en su creación: ¿un juguete como demiurgo de otro juguete?). Por otra parte, el primer desconcertado es el propio tenedorcito, al que su previa «idea esencial» le impulsa instintivamente a considerarse basura y, por tanto, a arrojarse a la papelera (símbolo divertidamente freudiano, en este caso, del útero materno: del refugio ante el caos de la vida), lo cual, además, dará pie a un conjunto de gags en que Woody se pasa el tiempo impidiendo que lo haga y se separe de la niña que tanto lo necesita, pues ha desarrollado una verdadera dependencia de tenerlo a su lado.
La aventura que va a contar el resto de la película girará precisamente en torno a los esfuerzos de Woody por devolver a Forky a su amita cuando, en el curso del viaje en autocaravana que la familia (y los juguetes) emprenden, el muñeco, por distintas razones, amenaza con extraviarse. En el escenario central donde ya transcurre la mayor parte del film (una feria que se encuentra junto al parking donde se detiene la autocaravana y una tienda de antigüedades al otro lado de la calle, que es de donde habrá que rescatar a Forky), el guion introduce dos personajes que enriquecen considerablemente la trama.
El primero es una vieja conocida de la saga, la pastorcilla de porcelana Bo Beep (desaparecida en el tercer capítulo, en el prólogo de este film se explica por qué: fue entregada a otra niña), la cual se ha convertido en un «juguete perdido» pero por voluntad propia y de hecho lidera a un pequeño grupo de iguales que vive en torno a la feria, ayudando cuando es necesario a otros juguetes. Será Bo Beep, recuperando además su ascendiente sentimental sobre Woody, quien lo tiente con el concepto de libertad. El otro personaje asume, en principio, el ya conocido rol de «juguete villano». En este caso, Gabby Gabby, una muñeca old fashioned que nunca ha pertenecido a ninguna niña porque salió con un defecto de fabricación (el hilo de voz estropeado). Inicialmente, Gabby Gabby parece incrementar el elemento siniestro de los otros films, al conducirse como una perturbada y tener como sicarios que cumplen todas sus órdenes sin rechistar a un conjunto de marionetas de ventrílocuo, cuya mandíbula batiente, como siempre, les otorga un aire de película de terror. Sin embargo, a lo largo del film, y en una secuencia llena de sensibilidad, que no sensiblería, le llegará también su redención a través del amor, gracias a Woody, que acabará cediéndole su propia cinta de voz, que era su principal accesorio técnico como juguete, y así ella podrá llamar atención, en medio de la feria, de una niña que, triste y asustada, necesitaba (como Bonnie) el refugio en los brazos de un juguete.
Simbólicamente, este momento viene a suponer para Woody el rito de paso de su dependencia humana a la libertad personal: la relación entre niño y juguete nunca se romperá pero él debe seguir ahora su camino. Es así que, devuelto Fronky a la autocaravana, decidirá no volver y quedarse con Bo Beep. La despedida entre el cow-boy y sus amigos de toda la vida, y mido bien mis palabras, supone uno de los más bonitos y emotivos momentos del cine coetáneo, y es especialmente entrañable que la última frase de la película (y espero que del ciclo, porque ahora sí que sería un cierre de oro) sea el cruce entre Woody y Buzz de la ya mítica frase de este: los dos amigos se despiden «hasta el infinito… y más allá».
Yo también espero que sea el cierre de la saga,porque me ha parecido inesperadamente bueno y con una profundidad que no imaginaba (ahora mismo pienso en las cuatro entregas de Shrek donde creo que ninguno recordamos el argumento de las dos últimas). Si en general tienen una carga filosófica importante, en esta lo sorprendente ha sido la trama sobre la libertad personal de Woody, donde, pese a la visión de las anteriores, la perdida no se plantea como algo malo. La pastora Boo ha adoptado esa situación por decisión propia, y es un personaje mucho más positivo que los que se mostraban en situaciones similares anteriores. Y resulta interesante que esta vez no haya ningún antagonista: la muñeca, a diferencia de Stinky Pete o Lotso encuentra la redención que los otros no tuvieron. Y también resulta interesante que en ese momento Woody renuncie a su mecanismo de habla en perfectas condiciones. El no disponer de una pieza que pueda estropearse o desgarrarse, como la anilla, supone una forma de adaptación en un entorno como juguete perdido.
Bueno, y las secuencias de Forky intentando meterse en la papelera más cercana al grito de «¡Basura!» Deben ser lo más freudiano que veremos este año en una película de animación mayoritaria..
Es cierto: el grado de madurez con que se trata a los personajes es notable, comenzando por el mismo Woody, personaje que, reconozco, empezó resultándome muy cargante en el primer Toy Story y he acabado cogiéndole enorme cariño. Lo curioso es que las personas con las que he hablado de esta película lo que menos les gusta son sus novedades, pese a que les razones que para eso ya Toy Story 3 quedó bien.