La extraña y fascinante figura del Golem es, sin duda, el producto de uno de las obsesiones nada ocultas del hombre: su complejo de Dios. Y si el acto supremo que caracteriza a la divinidad es la Creación, la leyenda golémica es la expresión mayor de ese anhelo tan humano. La etimología de la palabra golem alude a su materia prima original: el grumo de tierra o de arcilla de donde surgió, y está en relación, lógicamente, con el primer hombre creado por Dios, Adán, asimismo modelado como un ser de barro sobre el que la divinidad hizo descender el soplo de la vida. El origen del Golem es el mismo, lo cual admite toda una pluralidad de lecturas que se complementan: el intento de repetición de esta creación es, a la vez, un reto, una insolencia o una parodia del gesto divino. Por lo mismo, está condenado al fracaso: la imagen tradicional de esa criatura es la de un ser enorme pero de movimientos torpes, sin iniciativa propia pero que acaba descontrolando su descomunal fuerza y que carece del don de la palabra. Un simulacro de hombre, por tanto. La riqueza de la leyenda admite tanto la exégesis religiosa (pues durante siglos no fue sino un elemento integrado en la vasta literatura mística judía) como el presagio de la ciencia-ficción, pues como es natural uno de los más famosos mitos del género, el de Frankenstein, tiene en él una de sus fuentes de inspiración (eso sí, Mary Shelley aludió antes a la mitología helénica que a la judeo-cristiana al tildar a su genial e infortunado científico de moderno Prometeo). Por último, la más famosa de las versiones del tema, la estupenda novela El Golem de Gustav Meyrink utiliza la leyenda como bello símbolo de la soledad existencial. De la Biblia a la literatura expresionista alemana, un recorrido sin duda vasto y singular.
El Golem nació en la tradición talmúdica de la cultura judía. Cuenta dicha tradición que el primer hombre, Adán, fue un golem (un embrión de materia sin forma) hasta que Dios insufló el alma en él. En el texto bíblico el término aparece una sola vez, en los Salmos (139, 16) —en la traducción que yo tengo, la Biblia de Jerusalén, se traduce precisamente como «embrión»—, dentro de un texto que rinde homenaje a Aquel que lo Sabe Todo y su capacidad creadora. Los sabios talmúdicos lo utilizaron para designar un estadio intermedio de la creación del hombre, cuando todavía es «polvo de la tierra», antes de que Dios le otorgue la vida1. Ahora bien, sería la mística cabalística, surgida en el seno del judaísmo durante la Edad Media, la que desarrollaría la idea que hace posible la creación de un hombre de arcilla animado gracias al conocimiento de los ritos y la palabra mágica adecuadas por parte de determinados rabinos.
El origen de esta habilidad parece encontrarse en las páginas de uno de los libros más venerados y antiguos de la mística judía, el Sefer Yetsirá o Libro de la Creación, redactado en el siglo II d.C. pero atribuido por la tradición al siglo II a. C. debido al mayor prestigio que entonces otorgaba a cualquier obra su datación en el tiempo más pretérito posible. La tesis fundamental de este libro, luego citado por todos los autores medievales que abordarían el tema del Golem, es que la Creación y toda la materia que contiene es producto de una combinación de letras.
El Talmud («enseñanza») —obra magna de la literatura rabínica que compiló entre los siglos V y VII (en dos versiones: el Talmud de Palestina, más antiguo, y el de Babilonia, más moderno) las interpretaciones de los sabios acerca de la Torá o Biblia judía, la Mishná o revelación oral y el muy diverso conjunto de tradiciones de dicha religión—, contiene el primer texto importante que menciona la creación canónica de un Golem. En él, el rabino Rava crea un hombre que envía a su colega el rabino Zeira; cuando este intenta hablarle, descubre que el enviado carece de palabra, lo cual delata su origen artificial, conminándolo entonces a regresar al polvo del que ha sido creado. El texto ya incluye una de las características esenciales del Golem en todas sus versiones: su anomia o incapacidad para hablar. Los exégetas posteriores del texto señalarían que el rabino Rava había encontrado la combinación de letras adecuada en el Sefer Yetsirá.
Como bien se sabe, la Cábala (Tradición), corriente del esoterismo judío que aparece al norte y al sur de los Pirineos entre finales del siglo XII y principios del XIII, tiene por objeto el minucioso análisis de la Torá (la Biblia judía), puesto que sostiene que su texto explícito oculta otro implícito que solo podrá desvelarse mediante la correcta interpretación de los signos que lo componen: las letras, los números, los símbolos.
En el siglo XIII, el rabino Eleazar de Worms, perteneciente al círculo de piadosos (hasidim) de Asquenaz, que floreció en Renania, autor precisamente de un comentario sobre el Sefer Yetsirá, será la primera figura en estudiar con detenimiento la figura del Golem y quien ofrezca la primera «fórmula» para crearlo. A partir de él, las interpretaciones de los sabios hasidim serían variadas. Las más célebres (desde el punto de vista de la posterior tradición literaria, incluso cinematográfica) serán dos de ellas. La primera consiste en que, después de cumplimentar toda una prolija serie de ritos previos, el sabio graba en la frente del ser de barro la palabra Emet (Verdad) y así le da vida; para arrebatársela, debe borrarse la primera letra de esa inscripción (la letra alef, primera del alfabeto hebreo), con lo que queda la palabra Met (Muerte). La segunda es una variante de la anterior: el sabio introduce en la boca del Golem el schem o rollo de pergamino en el que se ha escrito el nombre secreto de Dios; para devolverlo al estado inanimado, debe revertirse la operación.
Ya he mencionado las ficciones que acabarían extrayendo esta leyenda del mucho más reducido ámbito de la erudición judía para convertirla en mito universal. Esa popularización tiene un origen muy posterior: el siglo XIX, a partir como era de esperar de la eclosión del Romanticismo en tierras centroeuropeas. Según cuenta el erudito italiano Angelo Maria Ripellino en su bello libro Praga mágica (1973) —a modo de rendido homenaje, he adoptado su título para el de mi propio artículo—, la versión praguense de la leyenda figura aparece escrita por primera vez en una compilación de mitos y curiosidades hebraicas que, con el título de Sippurim, publicó el editor bohemio, y judío, Wolf Pascherel entre 1847 y 1864.
El siglo XIX fundiría para siempre la figura del Golem con la de un sabio de existencia real pero en cuya obra no se encuentra la menor referencia a esta supuesta creación suya, por lo cual se trata de una atribución posterior de la tradición judía que luego sellaría la ficción literaria: el rabino Löw, llamado el Maharal (contracción de su nombre completo). Aparece asimismo el escenario definitivo en que se asientan las andanzas de este ser silente y de barro, pues de su comunidad hebrea era líder este sabio: la incomparable ciudad de Praga, capital de la región histórica de Bohemia, después del país llamado Checoslovaquia (creado por el Tratado de Versalles en 1919) y, actualmente, de la República Checa. Precisamente, en el famoso Cementerio Judío de esta ciudad, cuya imagen más célebre es la de la enorme acumulación de lápidas sepulcrales que se aprietan en su reducida superficie, se encuentra identificada su tumba.
Si el Romanticismo fijó la definitiva relación del Golem con Praga y el rabino Löw, ello se debe, sin duda, al fascinante contexto de la época en que este vivió, cuando la ciudad había sido convertida en capital del Sacro Imperio Romano Germánico por el famoso emperador Rodolfo II de Habsburgo (1576-1612). El reinado (desastroso desde el punto de vista político: la Guerra de los Treinta Años, que devastaría el país, estallaría tan solo seis años después de su muerte) de este monarca de personalidad melancólica y extravagante concitaría la rendida fascinación de la posterioridad, puesto que atrajo a su Corte a artistas ya de por sí particulares como el famoso Giuseppe Arcimboldo (que le haría objeto de uno de sus retratos compuestos por la acumulación de toda clase de especies vegetales y objetos inanimados), a sabios y humanistas de merecido prestigio (como Tycho Brahe o Johannes Kepler, que moriría allí) y a alquimistas y embaucadores de toda laya, atraídos a Praga por el interés que Rodolfo sentía por las artes ocultas (los más maliciosos señalan que esto se debió a que el gasto desmedido que el monarca invirtió en la creación de su famoso Gabinete de Maravillas exigía oro a espuertas, que pensó que estas gentes le fabricarían).
La relación del rabino Löw con Rodolfo II es real: hay constancia de la audiencia que el emperador le concedió en el año 1592 (un encuentro insólito debido precisamente a su condición de judío, es decir, de súbdito de muy inferior categoría). Por supuesto, el mito ha convertido el tema de esta reunión en fuente de especulaciones ocultistas. Los mismos escritores judíos que pondrían de moda el mito en el cambio de siglo (muy en sintonía, ahora, con el decadentismo finisecular) convertirían al Golem en símbolo de la resistencia de su pueblo contra la opresión: el rabino lo habría creado para protegerlo, si bien luego acabará descontrolándose. De hecho, a Löw se le adjudicaría la salvación de su comunidad del supuesto decreto de expulsión que el emperador habría tenido ya firmado y que anuló en el último momento. Según algunas de las versiones, además, el montón de arcilla que había animado al Golem se halla todavía en el ático de la Sinagoga Vieja-Nueva del Barrio Judío en espera de que sea preciso animarlo de nuevo…
Por cierto, que no es baladí señalar que otro mito inmortal, el de Fausto, también tiene su ubicación en Praga, puesto que es una de las ciudades asociadas al supuesto personaje real que lo inspiró, el doctor Johannes Faust: su «casa», situada en la Plaza de Carlos, en el barrio de Nove Mesto o de la Ciudad Nueva, es hoy día una de las atracciones turísticas de la capital checa.
Las dos obras de ficción más conocidas sobre la leyenda son una película que comparten (en español) el mismo título de El Golem: la novela de Gustav Meyrink de 1915 y la película de Henrik Galeen y Paul Wegener de 1920. Contra lo que pueda parecer, la segunda no se inspira en absoluto en la segunda, pues de hecho la una está situada en el tiempo coetáneo del autor y la segunda se traslada al marco emblemático de la Praga del rabino Löw, que es su protagonista. Sin embargo, en ambas resulta fundamental la atmósfera inquietante y malsana que emana del escenario que sí comparten: el Barrio Judío de la ciudad, durante siglos un laberinto insalubre de casas agolpadas sin la menor planificación que en 1893 fue derribado en su inmensa mayoría de acuerdo con un plan de saneamiento que cambió para siempre su fisonomía. Del viejo barrio, hoy conocido como Josefov, solo quedaron en pie varios de sus espacios emblemáticos, los que hoy atraen a las multitudes de turistas: el Cementerio, la Sinagoga Vieja-Nueva…
Antes de sumergirnos en esas dos obras de ficción y confrontar su muy diferente (pero, como suele suceder, complementaria) visión sobre la leyenda, recomiendo sin embargo la lectura de un libro extraordinario y, sin embargo, poco conocido, que nos sitúa de modo inmejorable en la Praga rodolfina que tan fundamental es para el mito. Se trata de De noche, bajo el puente de piedra, publicado en 1953. Su autor, Leo Perutz, fue uno de esos escritores judíos en lengua alemana a los que el Finis Austriae sucedido tras la Gran Guerra privó de la verdadera identidad cosmopolita que les era natural (como es natural, toda su vida odió el frenesí nacionalista, incluido el judío). Nacido en Praga en 1882, pero instalado desde poco antes de cumplir los veinte años en Viena, fue un escritor de éxito durante el periodo de entreguerras, época de la que datan sus novelas más conocidas (Mientras dan las nueve, 1918; El marqués de Bolibar, 1920, ambientada en la España de la guerra de la independencia; El Maestro del Juicio Final, 1923: todas ellas editadas en nuestro país por Destino no hace muchos años, aprovechando el revival del autor).
La llegada de Hitler cerró para él su mercado natural, y el Anschluss lo obligó a marchar al exilio. Al contrario que Stefan Zweig o Joseph Roth, los casos más conocidos, Perutz intentó la aventura en Palestina y allí pasó los años de la segunda guerra mundial, sin llegar a aclimatarse nunca. Progresivamente disgustado con la deriva excluyente que acabó con la formación del estado de Israel, y sobre todo porque era un europeo irredento, acabó regresando a Austria, donde intentó retomar su carrera literaria. Pese a la buena acogida crítica de la novela que nos ocupa, no recuperó su antiguo éxito y fue a morir pocos años después de su regreso a Viena, en 1957, cayendo en el olvido durante muchas décadas.
De noche, bajo el puente de piedra es un bello homenaje de amor a la ciudad donde transcurrieron sus primeros años, paradójicamente trenzada cuando a él ya le era imposible volver a ella, en plena época comunista. Por sus páginas desfilan todos los personajes históricos (y algunos apócrifos) de la fascinante época rodolfina, incluso prolongándose hasta el inicio de la Guerra de los Treinta Años, pues recoge el traumático episodio que concluyó con la relevancia política de Praga: la derrota de los nobles protestantes en la batalla de la Montaña Blanca (1620), que acabó con las cabezas de 27 señores checos, partidarios de la Reforma, clavadas sobre sendos postes que adornaron macabramente el Puente de Carlos (entonces llamado, sencillamente, como indica el título) durante muchos años. Por lo demás, nos encontramos con el emperador Rodolfo y sus más notorios funcionarios, el mercenario Wallenstein, el astrónomo Kepler o el gran rabino Löw (no se lo menciona por su nombre, pero es evidente su identidad pues «conocía el lenguaje de los muertos […] y sabía interpretar los terribles signos del Señor»), de tal modo que casi es el Golem el único que falta… aunque su sombra diríase que está a punto de surgir a la vuelta de alguna de las esquinas de ese Barrio Judío por donde transitan de continuo todos los personajes.
La novela es, de hecho, una sucesión de cuentos independientes pero unidos por un bellísimo hilo argumental de naturaleza fantastique. Un buen día, mientras su séquito recorre la ciudad, el emperador Rodolfo queda prendado del rostro de una bella judía, a la que sus criados sin embargo luego no consiguen encontrar. Rodolfo convoca al gran rabino, que al escuchar su descripción reconoce sin duda en ella a Esther, la joven y bella esposa del rico mercader Mordejai Meisl (que también tuvo existencia real: como indica el libro, fue el principal prestamista de la Corona). El sabio se resiste a facilitar al emperador la posesión de la mujer, pues piensa que Dios considerará un gran sacrilegio esa impura unión adúltera entre la hebrea y el gentil, mas la amenaza de Rodolfo lo mueve a ceder, si bien lo hará a su manera. Junto al puente de piedra planta una rosa y una flor del romero, y sobre ellas lanza un conjuro: por la noche, el alma de Rodolfo y Esther se adentrarán en las respectivas flores, y ellos, en el sueño, creerán que la muchacha visita al emperador en su habitación del Castillo. Ahora bien, el sueño acaba convirtiéndose en la verdadera sustancia de sus existencias, y cuando el mismo rabino ha de cortar la flor de romero (pues en efecto, Dios ha acabado lanzando su maldición sobre la ciudad, en forma de epidemia de peste, hasta que se ponga fin al adulterio) y la muchacha muere, tanto el emperador como el mercader se ven condenados a vegetar el resto de sus vidas bajo el recuerdo de la mujer a la que tanto amaron.
Se trata de una idea maravillosa, tanto por su fuerza evocativa como por el modo en que Perutz recrea su particular versión de la Praga mágica. En la leyenda del Golem, el rabino Löw creó a este ser para proteger a su pueblo de la amenaza de los gentiles (la mayor de las cuales, como recogerá la película de 1920, fue el propósito del emperador de expulsarlos de la ciudad), y sin embargo luego él mismo tuvo que ponerle fin. En la novela, el sabio sigue protegiendo a su pueblo pero su magia transmuta al gigante de arcilla por un conjuro de amor. El imborrable hálito de melancolía que preside esa historia de amor frustrado, de amor doliente, de amor imposible, inunda todas las páginas del libro, derramándose por los distintos cuentos que lo componen —y que, a modo de mosaico, matizan, perfilan o complementan el tema central—, haciendo que una vez más la Praga de la corte rodolfina, con o sin Golem, pero siempre con magia, posea más realidad que la prosaica realidad de la Praga turística de nuestros días.
1 «El Golem y la ciencia moderna», prólogo de Henri Naftali Atlan al excelente libro El Golem. Tradiciones mágicas y místicas del judaísmo sobre la creación de un hombre artificial, de Moshe Idel (Siruela, 2008; edición original de 1996).
Continuará