Aniquilación es el nombre de una novela del escritor estadounidense Jeff VanderMeer que inaugura una trilogía bautizada como Southern Reach —el nombre de la agencia gubernamental secreta que se encarga de enviar las expediciones científico-militares a la misteriosa Área X cuya exploración constituye el meollo de la saga—, prolongada con Autoridad y concluida con Aceptación. La fecha de publicación de las tres es 2014, lo cual permite pensar que se trata de un proyecto concebido de un tirón y, sin embargo, dividido por entregas, no sé si por decisión del autor o a instancias de la editorial. En cualquier caso, la primera de estas novelas fue recibida con gran repercusión, recibiendo diversos premios de importancia dentro del género al que pertenece, la ciencia-ficción, y concitando la atención de críticos y aficionados (no siempre para bien: el especialista J. T. Joshi se despacha a gusto contra ella en un artículo publicado en España por la revista Ulthar, en su número especial de abril de 2018). Mi descubrimiento de esta historia, curiosamente, se debe a otro artículo, pero esta vez sobre la película que la adapta y que se estrenó no en cines sino en el canal televisivo Netflix en marzo de ese mismo año. El artículo, publicado en el nº 487 (IV/2018) de la revista Dirigido por…, se debe a Tomás Fernández Valentí, uno de los mejores críticos de este país, a quien a lo largo de mi vida debo incontables descubrimientos de buenas películas. La adaptación del libro en absoluto se subordina a este sino que, a partir del mismo punto de partida, explora otras direcciones y ostenta una personalidad propia. Es un buen ejemplo, por tanto, del tipo de relación entre cine y literatura que a mí me interesa. En las líneas que siguen, por tanto, hablaré del juego de espejos entre ambas «aniquilaciones».
La trama de Aniquilación, novela, está anclada dentro de unas coordenadas argumentales muy atractivas: un grupo de científicas (son cuatro mujeres) componen una misión de exploración dentro de un lugar llamado el Área X, un territorio situado en algún indeterminado paraje costero de los Estados Unidos que parece poseer sus propias leyes, y desde donde resulta imposible establecer ninguna comunicación con el «exterior» o utilizar cualquier aparato tecnológico. El origen del Área X parece datar de cuarenta años atrás y las autoridades han conseguido que sus extrañas particularidades apenas trasciendan a conocimiento público. En todo ese tiempo ha habido una serie de misiones (oficialmente, doce, pero la protagonista no tardará en descubrir que han tenido que ser muchas más) cuyo resultado ha sido el más completo fracaso —sus integrantes no regresaron jamás o se mataron entre sí— o han acabado en el mayor de los desconciertos. En este sentido, varios de los últimos expedicionarios, después de muchos meses de ausencia sin dar señales de vida, aparecieron inesperadamente, presentándose en sus hogares y comportándose como sonámbulos sin apenas recuerdos ni sentimientos: uno de ellos, precisamente, fue el marido de la protagonista, que murió en pocos meses de cáncer sin volver a manifestar señales de su antigua y extrovertida personalidad.
La acción de la novela arranca directamente con el inicio de la misión: la bióloga, la antropóloga, la topógrafa y la jefa del equipo, la psicóloga (nunca se nos dará su nombre, pues ni ellas mismas los conocen, denominándose por su actividad), cruzan la «frontera» y comienzan su odisea. El hecho de que no reciban nombre es una forma de subrayar la despersonalización que va a marcar sus relaciones. La palabra «equipo» de hecho no resulta adecuada para designarlas, en ningún momento: no solo no surgirá jamás entre ellas la necesaria solidaridad, no digamos ya camaradería, sino que enseguida van a reinar la desconfianza y la hostilidad. En especial, la psicóloga se reviste de signos muy inquietantes: tiene una determinante capacidad para hipnotizar a las demás (salvo a la protagonista, que se ve inmunizada, a consecuencia de su exposición a unas esporas) y no tarda en dejar entrever que actúa por su cuenta, quién sabe si por tener órdenes concretas que desconocen sus compañeras, viéndose sospechosamente implicada en la violenta muerte de la primera de ellas y desapareciendo acto seguido con las armas y parte de los alimentos.
La narradora de la novela es la bióloga, quien va incluyendo en el curso de su relato distintos retazos de su relación con su marido (un médico que se presentó voluntario, sin consultarlo con ella, a su expedición) y de su propia forma de ver el mundo. El rasgo principal de su personalidad, que esa aventura termina por subrayar, es el ensimismamiento, la ausencia casi completa de la necesidad de comunicarse con sus semejantes, lo cual precisamente es lo que la empujó, desde pequeña, a interesarse por la biodiversidad, por entender el mundo en función de las relaciones entre los seres vivos no humanos que lo conforman.
Puesto que toda la acción se narra desde su punto de vista, y aunque se sugiere que cada una contempla el Área X desde su propia perspectiva profesional o vital, el elemento fundamental que ella siente como característica central del lugar es el de la distorsión de las leyes de la biología. La vida que surge en torno a las expedicionarias parece, en principio, la misma que hay al otro lado de la «frontera» (si bien, debido a la ausencia de seres humanos, parece una especie de reserva o santuario natural, o la siniestra parodia de un santuario natural), pero enseguida se descubrirá que pocas cosas son como debieran ser: ni las especies, ni las distancias, ni el tiempo. El Área X es una anomalía que viene a poner a prueba el dominio del ser humano como señor absoluto de la naturaleza: en ese lugar, de hecho, el hombre es una criatura maleable, a la que perturbar, alterar, transformar, mutar o duplicar.
Dos son los escenarios principales donde se concentran las peripecias que viven los integrantes de la duodécima expedición. Uno es una construcción subterránea, de inconcebible profundidad, que externamente apenas sobresale 20 cm del suelo pero a la que la bióloga enseguida denomina Torre (las restantes insistirán en llamarla, y en principio diríase que con mayor propiedad, Túnel: es una buena forma de simbolizar la diferencia psicológica entre una y otras), cuya composición resulta siniestramente orgánica y en cuyas paredes, a medida que descienden, descubren que un extraño organismo ha adoptado la forma de un mensaje fosforescente. Será al examinarlo cuando se produce el estallido de esporas que irá alterando a la protagonista, inmunizándola contra el hipnotismo de la psicóloga y volviéndola poco a poco casi invulnerable a cualquier peligro físico, incluso dotándola de una luminosidad interior que ella llama Esplendor (Shimmer en el original: Resplandor en la película). Transformándola, en suma.
El otro escenario es el Faro que se alza en la costa a la que se asoma el Área, en cuya habitación superior la bióloga descubrirá una increíble cantidad de diarios, que revela que las expediciones enviadas por Southern Reach son superiores a las señaladas (la institución insta a todos los expedicionarios a registrar sus impresiones de esa manera: de hecho, Aniquilación es el contenido del diario escrito por la propia protagonista). Un túnel subterráneo que adopta, como bien intuye la bióloga, la forma de una torre invertida, y un faro que se proyecta hacia arriba. Dos construcciones antagónicas pero a la vez complementarias, lo cual en el fondo supone uno de los principios constitutivos del Área X.
Aniquilación supone un excelente ejemplo de ciencia-ficción en su variante especulativa, que en mi opinión es donde se encuentran las mejores obras del género, entroncando de modo muy atractivo con autores como Stanislaw Lem, a quien siempre interesó sobremanera el tema de la comunicación, que es central en esta novela, o los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, cuya novela Picnic extraterrestre, también conocida como Stalker por la adaptación que de ella hizo el director Andrei Tarkovski, es el directo antecedente de VanderMeer. Recuérdese que el escenario central de esa novela es un espacio dotado de leyes propias llamado la Zona, que las autoridades vetan al tránsito normal, y en el que se internan los personajes protagonistas para intentar comprender su naturaleza.
Sin embargo, no es la única influencia, puesto que también se detectan otras no menos importantes, de tal modo que bien puede decirse que Aniquilación es un emblemático ejemplar de obra posmoderna, es decir, una obra surgida cuando ya tiene por detrás una larga cadena de ficciones de las que no puede prescindir a la hora de construir su propia identidad, ya sea para reformularlas o para transgredirlas. En concreto, hay un evidente aroma lovecraftiano en todas las páginas que transcurren en el interior de la Torre, al conseguir expresar eso que el Solitario de Providence convirtió en el centro de tantas obras: la poderosa sensación de que lo malvado, lo equivocado, en realidad es el producto de una biología diferente, que nada tiene que ver con lo que la humanidad considera normal pues introduce unos patrones de clasificación completamente distintos (enloquecedoramente distintos, desde nuestra perspectiva). Incluso, al hacer que su Torre se extienda hacia abajo, VanderMeer homenajea el hallazgo argumental de uno de los relatos emblemáticos de HPL, El extraño: el cubil donde vive su solitario protagonista diríase a lo largo de toda la historia el clásico castillo gótico y cuando sale de él, al final de la misma, lo hace por su parte superior, descubriéndose que era un subterráneo.
Ignoro los mecanismos comerciales por los cuales en los últimos tiempos obras perfectamente cinematográficas se estrenan en los principales canales televisivos, si se debe a la mayor repercusión del medio catódico, a una estrategia bien estudiada o a la desconfianza sobre el formato adecuado de estreno. Aniquilación, película, está dirigida y escrita por Alex Garland, previo director de un film asimismo de ciencia-ficción que recibió cierta repercusión, Ex Machina (2014) —que lamento no haber tenido ocasión de ver antes de escribir estas líneas—, y antes ya relacionado con el cine debido a novelas adaptadas por otros (La playa, el primer film que hizo Leonardo DiCaprio después de la inefable Titanic) o guiones directamente suyos (28 días después, de Danny Boyle).
Como señalaba líneas arriba, Garland propone una exploración del Área X diferente a la que registra el libro, puesto que comparten solo un escenario, el Faro, y lo que la protagonista vive en él resulta muy diferente al libro (por ejemplo, la Torre no aparece en ningún momento). Es más, el director utiliza creativamente el componente visual del cine para proponer un área sutilmente distinta: aunque sigue siendo un lugar sometido a la misma alteración biológica de la realidad normal, presenta sus propias particularidades. Así, desde fuera, el Área X se distingue por una refracción del aire que impide distinguir su interior con claridad (a esto es a lo que se le llama Resplandor) —es verdad que la novela, al comenzar directamente en el interior de la misma, no necesitaba precisar ninguna apariencia exterior—. Eso sí, en este caso se aclara su origen: la caída de un misterioso meteorito sobre el faro, que vendría a ser así su punto cero. (Una de las primeras imágenes del film muestra directamente este acontecimiento.) Eso sucedió tan solo tres años atrás y desde entonces el Área se ha ido expandiendo, habiendo sido enviadas varias misiones sin que, desde su ingreso en dicho lugar, se volviera a saber de ellos.
Para sustituir el artificio del relato escrito de la protagonista pero seguir manteniendo el punto de vista subjetivo, Garland opta, de entrada, por hacer que toda la historia sea la narración que aquella hace a un grupo de interrogadores (protegidos por esas ropas aislantes que siempre parecen tan ominosas) que, de entrada, le informan de que ha pasado cuatro meses sin dar señales de vida en ese lugar del que todavía no podemos saber nada, aun cuando ella piensa que han sido solo unos días. Esa decisión argumental significa que, por terribles que sean las experiencias que enseguida va a contar, sabemos que al final va a salir con bien del Área X: podría parecer un error narrativo, pero también es una forma de anticipar que lo importante no estriba en su supervivencia física, sino en las consecuencias personales de su atroz aventura.
Al contrario que en el libro, las expedicionarias aquí sí tienen nombre e incluso se las dota de cierta historia: todas poseen un pasado doloroso y un futuro incierto (una de ellas, incluso, está aquejada de un cáncer terminal), lo cual las convierte en las voluntarias perfectas pues, como declara una de ellas, solo un suicida aceptaría una misión así.
La protagonista se llama Lena (Natalie Portman, carente por desgracia de la sensibilidad que precisaba su personaje), una joven bióloga que da clases en la universidad y que cuenta con una estancia profesional de siete años en el ejército, donde conoció a su esposo, Kane (que aquí es, sin más, un soldado). Y si en el libro la relación de esa pareja tan diferente es lógicamente tortuosa, en el film se trata de un matrimonio muy feliz, intensamente enamorado, de ahí que la desaparición de él (un año atrás, cuando comienza la historia) haya supuesto una verdadera tragedia para ella, que la ha dejado al borde del colapso emocional, de tal modo que cada día supone un infierno vacío. Aquí es donde se encuentra la principal (y estupenda) diferencia entre el original y la adaptación: el profundo amor que Lena siente por Kane es el motor de todos sus actos.
Es por ello que Garland dedica una extensa introducción a narrar lo que sucede antes del inicio de la exploración, pues en caso contrario no se hubiera alcanzado la densidad emocional de lo que le sucede allí a Lena: es decir, el progresivo descubrimiento de la propia odisea que su marido vivió en ese lugar, gracias sobre todo a un par de grabaciones (dos de los mejores momentos de la película, de hecho) que ayudan a explicar, o siembran aún mayores y más terribles dudas, lo que le pasó dentro.
Y es que la escena fundamental que explica la decisión de Lena tiene lugar al principio de la película. Mientras Lena intenta evadirse de su dolor habitual pintando el dormitorio, un hombre, al que reconocemos como Kane por las fotografías de la casa, de pronto aparece dentro de la casa, como si ese acto de «cambio» del entorno común que la mujer está realizando escaleras arriba fuera lo que «convoca» al ausente. Es un bello uso del simbolismo, pues cuando explore el Área X, Lena descubrirá que la transformación es una de sus dos características centrales (la otra es la duplicación). Pese a la alegría inicial por el reencuentro, Lena no tarda en advertir que ese Kane parece devenido un espectro que parece preguntarse todo el tiempo quién es, aunque al menos sí sepa quién es ella: antes de subir las escaleras, de hecho, se ha detenido un momento ante las fotografías colgadas en una pared, abajo, contemplándolas sin la emoción esperable en alguien que regresa después de tanto tiempo. Si las ideas del Garland guionista son buenas, el Garland director las interpreta visualmente de modo muy brillante: buena parte de los planos que narran el encuentro se empeñan en aislar a ambos esposos en encuadres diferentes, y hay momentos concebidos para hacer creer que el hombre a que ella está mirando en realidad no existe (señalo aquí que estas impresiones ya se encuentran en la excelente crítica de Fernández Valentí). Hay que añadir el efecto perturbador que produce la música, apoyada ante todo en un incómodo zumbido, y expresión de soledad cósmica de Jason Isaac, cuya interpretación es muy superior a la de su pareja.
Caído enseguida Kane en un estado de disfunción multiorgánica que lo lleva al borde de la muerte, Lena entra en contacto con Southern Reach y con la psicóloga Ventress (Jennifer Jason Leigh, cuyo físico ya de por sí inquietante aquí hay momentos que despierta verdadera aprensión, componiendo el más impenetrable de los personajes, en justa correspondencia con el libro), ofreciéndose voluntaria para acompañar a la inminente expedición (la tercera que se envía allí, según la película) que va a partir para el Área X, decidida a encontrar la raíz del mal que afecta a Kane.
La exploración de este lugar resulta tan memorable como en el libro: el lector que lo conoce, ahora convertido en espectador, quisiera incluso gozar de la autonomía necesaria para poder decidir hacia dónde dirigirse o dónde detenerse. El viaje de las expedicionarias vuelve a ser tanto exterior como interior, y es mérito de Alex Garland haber sabido fundir turbadoramente ambas dimensiones. Exteriormente, la exuberancia biológica del Área X deja sin aliento: destaco las fungosidades que recorren las paredes de un edificio o de una piscina, las misteriosas floraciones que lo invaden todo o ese bello momento, que desarrolla una idea ya presente en VanderMeer, en que las protagonistas descubren unas estructuras vegetales que adoptan formas humanas (y que recuerdan el diseño gráfico del célebre personaje de tebeos La Cosa del Pantano: solo les falta echar a andar). Interiormente, la misma transformación comienza a acechar a las expedicionarias, como descubren que está pasando con los animales del lugar: siendo por lo general un film contemplativo, hay un par de secuencias de acción propias de una monster movie (muy bien resueltas) en que aquellas se enfrentan a un enorme caimán o a un oso mutado. Mutación que no ha cesado. Uno de los momentos de mayor impacto del film es aquel en que descubren que este último animal, después de devorar a una de ellas, de algún modo ha «absorbido», a modo de rugido, el último y lastimoso grito que ella pronunció antes de morir («¡Help!»), lanzándolo por sus fauces para horror de las supervivientes:
La regresión envuelve a esas mujeres, atrapándolas a unas antes que a otras: si Lena sobrevive es, como ya he señalado, porque es la única que dispone de un ancla que la conecta con el exterior. La puesta en escena de Alex Garland, que se complace en la gélida contemplación de lo horrible o de lo malsano, diríase que emana de ese extremo control de sus emociones con que la protagonista recorre el Área. En este sentido, si en el libro se reconocen diversas influencias también sucede en la película. Una de ellas, evidente, es la adaptación ya comentada que hizo del libro de los Strugatski el ruso Andrei Tarkovski con el título de Stalker: por insensato que parezca comparar el trabajo de Garland con el del irrepetible maestro soviético, en ambos se observa el mismo propósito de valoración atmosférica del espacio como traducción de una sensación moral. La segunda, que asimismo indica Fernández Valentí en su artículo, es la hipnótica y evanescente película del australiano Peter Weir Picnic en Hanging Rock (1975), de la que retoma la misma facilidad para situar al espectador al mismo de la más aterradora disolución con la belleza natural que contempla.
Tenso y terrible el libro, a la vez misteriosamente abstracto y dolorosamente concreto (sintetizando así las contradicciones de esa mujer que aspira a la soledad universal pero que, al mismo tiempo, teme los absolutos con toda su alma). Minuciosa y elegíaca la película, capaz de expresar en un mismo plano visual lo pútrido y lo inconcebiblemente bello de esa mutación que domina el Área X (manifestando así la oscilación entre vida y muerte, entre plenitud y soledad que orienta las necesidades de Lena). Este doble avatar de Aniquilación afronta las relaciones entre literatura y cine con el sentido creativo que siempre debiera presidirlas. Por una vez, y ni siquiera advirtiendo acerca de la inminencia del spoiler, no voy a comentar nada del final de ambas historias, pues creo esencial que el lector o espectador (ojalá que una cosa y después la otra) que se asome a ellas lo haga sin tener siquiera una intuición de lo que le va a suceder a Lena. Solamente indico, para así atraer al conocimiento sucesivo de las dos «aniquilaciones» que proponen conclusiones distintas, brindando en cada caso el final más coherente con la naturaleza de su protagonista. El libro, cuando menos, al pertenecer a una trilogía, ofrece la posibilidad de seguir sabiendo más cosas sobre ella. Pero no sé, por qué, han pasado ya meses desde mi lectura y visionado, y no he querido saber más: tal vez porque piense que no es necesario.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Aniquilación / Annihilation. Año: 2018
Dirección: Alex Garland. Guion: Jeff VanderMeer y Zack Penn, según la novela del primero. Fotografía: Bárbara Álvarez. Música: Pequeña Orquesta Reincidentes. Reparto: Natalie Portman (Lena), Jennifer Jason Leigh (Ventress), Jason Isaac (Kane). Dur.: 115 min.
Excelente artículo.
Aunque tengo una duda -pragmática- sobre el libro: ¿Deja el final abierto para que te tengas que comprar la trilogía o se puede leer como una novela independiente?
Muchas gracias y un saludo.
Con independencia del uso que las otras dos novelas del argumento y los personajes que aparecen en esta (no las he leído, como digo en el artículo), la novela se puede leer perfectamente como si las otras no existieran. ¡Un saludo!
Al hilo de este artículo, me gustaría ratificar lo dicho por José Miguel. Tomás Fernández Valentí es un crítico extraordinario y para mí, junto con José María Latorre y el malogrado José Luis Guarner, forman el trío de críticos de cabecera. Pero no me puedo olvidar de Antonio José Navarro, Hilario J. Rodríguez, Alexander Zárate, Juan Carlos Vizcaíno y otros muchos, como el entrañable Javier Coma. Un pequeño homenaje a los buenos críticos de este país.
Citas buena parte de mis críticos de cabecera, a los que suelo referirme en más de una ocasión por esta página. La mayor parte de ellos colabora o colaboró en la mejor revista de cine de este país, «Dirigido por…», y buena parte, como Tomás Fernández Valentí, fueron discípulos directos de José María Latorre, seguramente el mejor escritor de cine (también lo era de literatura, de ahí la magnífica formulación de sus artículos) de este país. Latorre fue un modelo a la hora de eludir prejuicios (sobre todo acerca de géneros y autores «menores»), de denunciar falsos prestigios, de valorar el estilo y la puesta en escena como la ineludible sustancia del arte, por encima de las ideas y las «buenas intenciones críticas». Fernández Valentí tal vez sea el más aventajado de todos sus discípulos, y por ello procuro no perderme ninguna de sus piezas, ya sea en la revista, en libros o en su propio blog, del que doy enlace:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/
Añado a estos nombres muchos otros, claro: Javier Coma, entrañable defensor del cine y la literatura de género; Jesús Palacios, magnífico buceador de piezas malsanas; Quim Casas, excelente analista asimismo de la escuela Latorre; Juan Carlos Vizcaíno, que también me ha descubierto y descubre piezas ignotas del cine, en especial anglosajón (el enlace a su blog Cinema de perra gorda se puede encontrar en la columna de la derecha)… Y mención especial para Carlos Aguilar, por su inapreciable Guía del Cine, asimismo inagotable fuente de descubrimientos (y de placeres críticos en formato breve) y espléndido analista de directores, como demuestran sus acercamientos (en la colección de Cátedra Signo e Imagen/Cineastas) de hombres como Sergio Leone, Mario Bava, Clint Eastwood o Jean-Pierre Melville).