Centauros del desierto (Ford) Los que no perdonan (Le May-Huston)
No sé si Centauros del desierto (1956), de John Ford, es el mejor western de la historia del cine, como se ha proclamado en más de una ocasión, pero cuando menos no conozco ninguno mejor que él: a la misma altura, por supuesto que sí, pero ninguno por encima. Me resulta difícil concretar por qué, puesto que la clave de su imborrable atractivo reside en la increíble cantidad de elementos distintos que confluyen en su trazado (aquellos a los que no termina de convencer señalan que el mayor defecto del film es la falta de equilibrio con que se suman aquellos). Así, podemos destacar el sentido de la tragedia que albergan sus imágenes, y a la vez la facilidad con que de pronto se introduce la distensión en escena; la profunda belleza, visual y dramática que poseen los espacios naturales por donde transitan los héroes; la fuerza de su reflexión sobre la complejidad del ser humano, capaz de lo más grande y lo más terrible, como bien simboliza su protagonista, Ethan Edwards; la mirada que efectúa sobre la irracionalidad del racismo (y sobre lo inquietantemente fácil que resulta odiar al otro); el retrato que efectúa sobre una Frontera que aquí carece del menor sentido mítico. En fin, si hay una película que justifique que a Ford se le haya llamado el Shakespeare del cine, es esta. Pues bien, esta obra genial no nace en el vacío, sino que procede de una fuente no menos maravillosa: la novela de Alan Le May que siempre ha sido la gran desconocida de esta historia. Si el aficionado al género supera su desconfianza de que otra versión de su película favorita pueda revelarle algo nuevo sobre ella, descubrirá una novela extraordinaria, que complementa con fidelidad argumental a la película (realmente, debería decirse al revés, pero supongo que nadie descubrirá antes el libro que el film), pero que al mismo tiempo posee su propia personalidad. Una personalidad agreste, furiosa, de áspero realismo, que asombra por su completa renuncia a la grandiosidad: quienes protagonizan la historia son seres dolorosamente sencillos, que pueden parecernos épicos pero que no lo son. Una obra maestra, en suma, del western y de la literatura sin etiquetas.
Libro y película cuentan la misma historia. En el arranque de la misma, la granja de los Edwards, que se halla en un agreste rincón de Texas al borde mismo de la civilización (o del infierno, según se mire), es asaltada por una partida de comanches. Una parte de sus miembros (Henry y su mujer Martha, los hijos varones) son atrozmente asesinados y las dos muchachas, la jovencita Lucy y la niña Debbie, son secuestradas (el cadáver de la primera no tardará en aparecer). Los vecinos y familiares de los Edwards forman inmediatamente un grupo en su persecución, mas sin resultado. Los indios consiguen huir y todos vuelven a casa, salvo dos hombres. Uno es Amos, el hermano del dueño de la granja, que estaba irremediablemente enamorado de su cuñada. El otro es Martin Pauley, un joven que crecía en el hogar de los Edwards después de que su familia fuera también aniquilada años atrás. No solo no se rinden, sino que los dos consagran los años siguientes (hasta perder cualquier otro objetivo en sus vidas) a la búsqueda de aquellos indios, el mayor seguramente para cobrarse terrible venganza de los asesinos de su amada, el más joven para asegurarse del rescate de la pequeña Debbie.
El sencillo título original del libro (y de la película, claro) es The Searchers, Los buscadores. En España, el film fue titulado Centauros del desierto, nombre evidentemente más bello, más sugestivo, aunque también sea inexacto, ya que si la primera mitad del sintagma es exacta (los protagonistas se pasan tanto tiempo a caballo que bien merecen ese nombre), la segunda no lo es, puesto que aunque los parajes que recorren son áridos no son desérticos. Aun así, ¿quién se queja? Alfredo Lara, editor de este libro en la su colección Frontera, en la editorial Valdemar, justifica la perpetuación del nombre bajo el lógico deseo de evitar toda confusión en la relación entre el original y su adaptación.
Quien se conoce de memoria la película, como es mi caso, y lee el libro —señalo ahora que lo había leído por primera vez hace 15 años en otra edición, y no recuerdo que me impresionara especialmente: es evidente que somos lectores que cambiamos—, se encontrará, de entrada, con que de uno a otra cambian los nombres de buena parte de los personajes, empezando por los protagonistas. Es una cuestión que, entonces y ahora, me ha molestado. Teniendo en cuenta el control que John Ford imponía sobre sus películas, creo razonable considerar que la decisión del cambio no fue del guionista, su fiel Frank S. Nugent, sino de él mismo. El cambio puede tener varias lecturas, pero en cualquier caso indica un indudable menosprecio hacia el hombre que la escribió (y había sido un libro popular, al menos entre los seguidores de la literatura western): desde luego, Ford no habría cambiado los nombres de una novela de Hemingway o de Faulkner.
En primer lugar, el inmortal Ethan Edwards, como ya he dicho, aquí se llama Amos: reconozco que el primer nombre es mucho más bonito, pero la cuestión no es esta. Javier Coma, en su estudio sobre el film publicado en la colección Programa Doble de la revista Dirigido por… habla de motivaciones bíblicas (literalmente, Etán significa en hebreo «el hombre duro»), y asimismo nos señala que el hermano que muere pasa de ser Henry a Aaron (el hermano de Moisés en el Éxodo). Sin embargo, el libro nos revela que hay un personaje que sí se llama Ethan, si bien muerto muchos años atrás: nada menos que el padre del joven Martin. ¿Es una forma de sugerir la paternidad espiritual que el mayor de los dos buscadores vierte, aun a su modo fiero y acerbo, sobre el más joven? Por otra parte, y volviendo a las reminiscencias bíblicas, recuérdese que el más entrañable personaje secundario de la película, ese viejo alucinado que lo que más desea en el mundo es una mecedora (encarnado por un inolvidable Hank Worden), se llama Mose (Moisés) Harper. Para liar más las cosas, en el libro ese personaje no se llama así sino Lije Powers, aunque hay un Mose Harper entre los granjeros del rincón de Texas donde transcurre la acción, y que aparece bastante al principio de la historia.
Otro cambio, si bien menos importante, es la forma de transcribir el apellido de Martin. En la película, como todos sabemos, se llama Pawley, pero en el libro es Pauley. Por qué Ford y Nugent «corrigen» a Le May es otro misterio. Más importante, eso sí, es que la película convierte al joven Martin en un mestizo, medio blanco medio cherokee, mientras que en el libro es blanco de padre y madre, si bien tan huérfano como el personaje igualmente inmortalizado por el malogrado Jeffrey Hunter en el papel de su vida.
Puestos a reseñar otras modificaciones impor-tantes del guion sobre el libro, una fundamental es el distinto trazado del pasado de Ethan. Recuérdese que el film se inicia con su llegada, después de muchos años de ausencia, al hogar de su hermano (y de su adorada cuñada, resucitando en el acto el amor mudo que está claro que siempre se han tenido), llevando todavía un raído uniforme de la Confederación y una medalla del gobierno mexicano, lo cual indica a la vez un pasado turbulento y una innata vocación por la errancia. Desde luego, es una idea magnífica, que señala el destino fatal de ese hombre condenado a seguir siendo un nómada errante que nunca podrá considerar suyo ningún hogar. En el libro se indica que Amos es igualmente un individuo solitario y montaraz, pero no se hace alusión a su pasado salvo para señalar que, tiempo atrás, formó parte de los Rangers. Eso sí, su amor por Martha permanece incólume en ambos medios.
En cualquier caso, la novela no es un mero ejemplo de narrativa «popular» (aunque también, claro: allá quienes menosprecien ese concepto), sino una obra de considerable complejidad y con referentes cultos, dignos de la más «alta» literatura. La odisea que viven Amos y Mart ofrece indiscutibles ecos mitológicos. Por supuesto, remite al viaje de Ulises, empresa también implacablemente dilatada en el tiempo y, como aquella, sometida a inescrutables vaivenes del destino. Asimismo, la sensación de estar tantas veces a punto de encontrar a la errante tribu del jefe Cicatriz (y la certeza, descubierta al final, de que sin saberlo han estado más de una vez en su campamento), obligándolos a recomenzar una y otra vez, tiene el amargo sabor del castigo divino a Sísifo. La misma tribu comanche a la que buscan, que parece existir y no existir puesto que cambia innumerables veces de nombre (del mismo modo que su jefe Cicatriz acaba siendo conocido como Lazo Amarillo), recuerda al multiforme Proteo.
Esa cadencia mitológica, sin embargo, se esconde por debajo de un concepto del realismo que, en muchos momentos, acerca el libro al documento antropológico por su forma de explicar vidas y hábitos propio de una cultura y de unos hombres que, sin saberlo, están a punto de convertirse en objeto de museo (o de mitomanía, si tenemos en cuenta el tratamiento que el western acabaría recibiendo, más por parte del cine que de la literatura). Es más, hay ocasiones en que parece imposible que las descripciones de Le May no provengan de una experiencia personal: por ejemplo, el memorable episodio de la ventisca que sorprende a los dos buscadores en medio de la nada, y que está a punto de acabar para siempre con su empresa.
En la película también hay un agudo realismo, pero viene temperado por ese aliento lírico que para John Ford era una segunda piel. Le May no busca nunca poetizar su dibujo de la vida de los dos protagonistas, y sin embargo también sabe ofrecer algún momento de intensa belleza, como el capítulo en que, en uno de sus regresos al territorio de partida, Mart y Amos van a parar a las ruinas (apenas visibles) de la antigua casa de los Pauley. La belleza estriba en que el muchacho se ve asaltado por una sensación de pérdida que no procede de un recuerdo en primera persona (era muy pequeño cuando los indios acabaron con su familia), pero no por ello es menos vívida. Además, anticipa tristemente la misma reacción que luego tendrá Debbie, cuando la encuentren (y que falta en la película): ella se negará a aceptar que los comanches entre los que ha desarrollado la memoria y los afectos sean los asesinos sin piedad que ellos dos le describen.
A diferencia de la película, y es otra de las razones para considerar el libro bajo una personalidad propia, el protagonista del relato, puesto que casi siempre se narra desde su punto de vista, es Martin Pauley, Mart, el personaje que aquí conduce nuestro sentido de la empatía, de tal modo que es su profunda humanidad la que nos guía y nos da calor en ese sórdido mundo de violencia y odio, de muerte y aspereza moral. Mart sí desea, por encima de todo, recuperar a Debbie sin que le importe su presunta impureza… aunque él también pasará por el duro trance de comprobar, cuando por fin la encuentra, que ya es más india que blanca. Mart llegará a señalar que si él no ha cejado todos esos años al lado de Amos es, precisamente, por su temor a lo que este pretendía hacer: así, no duda en decirle que, para impedirlo, estará dispuesta a matarlo si no hay más remedio.
Un elemento capital de la novela es la huella terrible del paso del tiempo. Empeñados en la búsqueda de Debbie, Amos y Mart pierden la cuenta de los años. De hecho, el primero remarca que, si hay algo que diferencia a un blanco de un indio, es la insistencia: el indio no puede concebir que alguien los persiga tanto y durante tanto tiempo. Para Amos, un hombre al que ya no espera ningún aliciente ni ninguna promesa en la vida, es igual. Pero no para el joven Mart, que comienza la historia apenas en trance de superar la adolescencia y lo concluye convertido no en un joven sino en un hombre dolorosa y prematuramente maduro. Es más, si en el film Martin tiene, al final, la recompensa del amor leal de la joven Laurie (Mathison en el libro, Jorgensen en la película), aquí ni siquiera tendrá ese consuelo. Laurie se cansa de esperar y se casa con Charlie McCorry, ese pretendiente que en el film era un joven tan bobo que estaba claro que no podía ser un rival digno pero que en la novela es un muchacho tan digno como él, Ranger de Texas para más señas y que lo que hace es aprovechar su oportunidad.
Ahora bien, que Amos no sea el centro del relato no quiere decir que no sea imborrable. Precisamente, la mirada de Mart contiene ese punto de fascinación (tanto como de rechazo) por la figura de ese implacable westerner que tan bien sabe valerse por sí mismo, aun cuando acepte la presencia a su lado del mozalbete, con quien rara vez se aviene a compartir proyectos o sospechas. Un Amos que, además, conoce muy bien las intenciones contrapuestas del joven acerca de Debbie, que lo trata con aspereza (se encarga de remarcar muy claramente, desde el primer momento, que por mucho que los Edwards lo acogieran en su hogar, ellos no son familia: este momento lo reproducía el film tal cual), pero que, al final, en uno de los momentos más imborrables del libro, le comunica que lo ha nombrado su heredero universal (por tanto, del patrimonio en cabezas de ganado que tenía su hermano Henry, y que aumenta bajo el próspero cuidado de los Mathison). Este gesto de inesperada calidez, o de consideración y reconocimiento al muchacho que ha dejado desgastar su juventud a su lado, resulta doblemente emotivo si en ese momento imaginamos a Amos (a Ethan) con el rostro de John Wayne.
Porque es inevitable. La grandeza del film es tal y la huella que posee en nuestra alma es tan imborrable que leemos el libro sin dejar de ver en todo momento a los actores que intervienen en él (tan prodigiosas son todas las composiciones de la película). Si eso sucede, para bien, con todos los personajes, es todavía mayor en el caso de Amos/Ethan, por cuanto constituye, como he escrito varias veces, una de las más grandes creaciones que ha dado el cine en toda su historia. Imaginar a Amos bajo los rasgos de Wayne, con esa forma increíble de mirar que tenía, aumenta la densidad del personaje. Pruébese con la que es la escena que siempre pongo por ejemplo para demostrar lo gran actor que fue: ese momento al inicio de todo en que, tras haber descubierto por fin que los indios les han enredado con un ardid para alejarlos de las granjas, desmonta para que su caballo descanse antes de someterlo a la más ardua cabalgada. Entonces, de pie ante su montura, Ethan mira al horizonte y comprendemos que sabe que nunca más volverá a ver a su amada Martha
[Quien no haya leído la novela, o visto la película, debe dejar de leer aquí]
Supongo que estas líneas ya habrán dado sobrada idea de que considero las relaciones entre este libro y su película el modelo al que debiera ajustarse siempre toda adaptación cinematográfica de un buen original literario: el resultado debe ser complementario (aun cuando la versión busque direcciones divergentes), y nunca mimético. El reflejo en el espejo debe tener su personalidad propia y no aprovecharse sin más del talento ajeno.
En relación con esta metáfora, una idea de la novela que el film reproduce con fidelidad es el carácter especular entre Amos y el jefe Cicatriz. Como el blanco, el indio es un hombre sin familia —en su caso, porque sus hijos han muerto: su amargura es que en su tienda son las squaws las que ocupan el puesto de honor que debía corresponder a aquellos—, condenado a vagar sin descanso de un lado a otro. Por cierto que en la novela la escena del encuentro tantas veces anhelado entre los dos buscadores y su presa posee una intensidad insuperable. De modo admirable, Le May consigue hacer de Cicatriz un ser humano (incluso para los dos hombres que tanto tiempo lo han buscado) y no meramente ese otro al que odiar: el escritor baña a ese personaje tan esquivo de una ecuanimidad que desmiente el fácil calificativo de racismo con que se podría calificar a la novela. Igualmente, y aquí el libro supera netamente a la película, el descubrimiento de Debbie entre las mujeres de la tienda, primero, y la conversación posterior de esta con los dos hombres, a los que sigue a su campamento, resultan memorables.
Dos obras y dos finales magníficos. Si en la película, de modo excesivamente simple, en cuanto llegan sus rescatadores la muchacha olvida de pronto los años pasados junto a los indios y acepta irse sin más con aquellos, en el libro, de modo muy coherente, la perspectiva que defiende con pasión es la de de su raza de adopción, puesto que desde niña se ha impregnado de su visión de la vida y del rechazo de aquellos de los que una vez formó parte. Por lo tanto, la novela incide en la perplejidad de Martin al descubrir que, a un paso del triunfo que debía dar sentido a todos esos años estériles, el objeto de tanto esfuerzo se resiste a ser rescatado. Por ello, el final del libro es mucho más sombrío que el del film: en el asalto final al poblado comanche, la obcecación vengadora de Amos le hace bajar la guardia y morir a manos de una chica comanche a quien ha confundido con Debbie. Esta, sin embargo, ha acabado por escapar de los blancos que la buscan y de los indios que tal vez no sean el pueblo noble que creía, y es Martin quien la encuentra en el desierto, al borde de la muerte. Esta conclusión, por tanto, reafirma el triunfo de la mirada humana de Martin, pues su tenacidad es la que acaba por conseguir que Debbie recupere su primera identidad: pues si recuerda algo es el bondadoso amor que el muchacho tenía por ella.
En cuanto a la película, sobran casi las palabras. Ford, claro, salva a su protagonista, a Ethan, y es él quien, cuando parece que va a matar a la muchacha, la toma en sus brazos (repitiendo el mismo gesto con que la recibió al inicio de la película, cuando era niña: el acto mediante el cual vuelve a admitir su humanidad) y le dice «Vámonos a casa, Debbie». Y es Ethan quien la devuelve a los suyos y quien, concluida la empresa, comprende que para él no podrá haber nunca ni siquiera una mecedora en el porche de una granja. El bellísimo plano final desde el interior de la casa donde todos entran, con Wayne quedando allí fuera hasta que la puerta se cierra definitivamente frente a él, no tiene correspondencia con momento alguno del libro. Es una idea puramente visual, triste y elegíaca confirmación de la condición de nómada irredimible del protagonista, pero desde luego no poseería semejante fuerza emocional si un humilde escritor de westerns, a quien la gloria le ha sido esquiva, no hubiera sabido dar vida a un personaje y una empresa tan memorables.
Es cierto que, como tú dices, no hay ningún western mejor que Centauros del desierto, pero también no sé si es el que más me gusta (es tal mi devoción por John Ford que me resultaría imposible elegir entre este, Pasión de los fuertes, Fort Apache, Wagonmaster, Misión de audaces, El hombre que mató a Liberty Valance, etc, etc, etc.).
Pero sí sé dos cosas. La primera es que el mundo insensible, adocenado y superficial que nos toca vivir el western es un género despreciado y vilipendiado (no hay más que oír la infame expresión «película de vaqueros»). Y eso me ocurre al escuchar a amigos más jóvenes, y, ojo, no tan jóvenes, cuando el western es la expresión artística más importante que ha dado América, junto con el jazz.
Pobres Ford, Hawks, Mann, Daves, Sturges, Wellman, King, Hathaway, Vidor y tantos otros.
La otra es que Wayne era un actor colosal al que ha hecho mucho daño su ideología. La gente actual lo desprecia, cuando pocos actores, como tú dices, han sabido mirar de esa forma o hablar de esa manera tan peculiar (¡cómo pronunciaba los nombres propios!). Tal vez será porque no han visto They were expendable, El hombre tranquilo, Tres padrinos, Escrito bajo el sol, La legión invencible, Fort Apache o Primera victoria, por solo decir algunas. Ellos se lo pierden.
Perdona, José Miguel, pero cuando he citado a directores de western, no he nombrado a Raoul Walsh (uno de mis directores favoritos) ni a Clint Eastwood. Se trata de un olvido imperdonable.
Totalmente de acuerdo con todas tus apreciaciones, Ángel. De hecho, si yo mismo indico que puede haber westerns a la altura del presente, pienso sobre todo en unos cuantos del mismo Ford, en especial «El hombre que mató a Liberty Valance» o «La legión invencible». De los otros directores que citas, para seguir «igualando», pueden valer «Río Bravo» (Hawks), «Horizontes lejanos» (Mann), «El árbol del ahorcado» (Daves), «El último tren de Gun Hill» (Sturges), «Cielo amarillo» (Wellman), «El jardín del diablo» (Hathaway), «Su única salida» (Walsh)…
Wayne no deja de sorprenderme. Ya redactado este artículo he tenido ocasión de ver un western suyo que siempre se me había resistido, «Hondo». Y además de encantarme, el actor vuelve a estar genial.
Oigan… les falto por nombrar los que son tal vez los dos western equiparables a Centauros; Shane el desconocido de George Stevens y High Noon de Zinneman, a mi en lo particular me gustan mas.
La tensión en tiempo real de Solo ante el peligro es insuperable y la belleza, el romanticismo y pacifismo de Raices profundas (ese Shane que se niega con todo en volver a tomar un revolver hasta el final, como el mismo dice, «No se rompen moldes», pobre Ethan, a menos que fuera emboscandolo no tendría oportunidad ante su rapidez endiablada ) no tiene ejemplo equiparable.
En tan breve espacio, sin duda que han faltado westerns memorables. A esos dos westerns que citas, para mí entrañables por haberlo visto mil veces desde las tardes de sábado de mi infancia (cuando Televisión Española, la única por entonces, nos regalaba a los niños cine de género clásico), ya les había dedicado entrada en mi blog. Dejo aquí los enlaces:
https://lamanodelextranjero.com/2014/09/24/solo-ante-el-peligro-por-que-nadie-ayuda-a-gary-cooper/
https://lamanodelextranjero.com/2016/08/29/de-alan-ladd-a-clint-eastwood-de-raices-profundas-a-el-jinete-palido/
Un saludo muy cordial a otro aficionado al western.
Amos, o sea el profeta Amós, era un humilde pastor que se vio llamado por Yavé a hacer labor de profeta, es decir, una empresa heroica y superior a sus solas fuerzas… Por si esto sugiere una interpretación simbólica del nombre.
El cambio de los Mathison a los Jorgensen se entiende en la película porque permite incorporar un elemento muy querido por Ford: el de los inmigrantes (imagino que suecos en este caso) y la formación, en sus pequeñas comunidades, de la nueva sociedad estadounidense.
Muy interesantes ambas aportaciones, Manuel. Ya sea Amos o Ethan, por tanto, el nombre del personaje revista un contenido simbólico, que la película es posible que incrementara. En cuanto al cambio de apellido de esa familia, en efecto Ford recogió en muchos casos humildes personajes de origen emigrante. De hecho, el actor que hace del patriarca de los Jorgensen, el inolvidable John Qualen, luego interpretaría en «El hombre que mató a Liberty Valance» al dueño del bar donde trabaja el protagonista, asimismo de origen sueco (una escena emotiva es aquella en que recibía, por fin, su carta de nacionalización).