En 1958, Alfred Hitchcock estrenó el film que todos los admiradores del maestro consideran como su confesión más íntima y más desgarrada, la exposición más desnuda de todas sus obsesiones. Se trata de Vértigo (1958) —estrenada en su momento en nuestro país con el título más bello y afortunado de De entre los muertos—, una de esas películas que crean un estado de sensibilidad tan vulnerable que cualquiera de quienes la vemos podemos sentirla muy nuestra. Fue una considerable decepción la indiferencia crítica y comercial con que fue acogida, de tal modo que, cuando los derechos de exhibición de Universal revertieron de nuevo al director, la tuvo secuestrada durante varios décadas, hasta el punto de casi llegó a temerse que hubiera desaparecido para siempre (en los años 80, por fortuna, fue reestrenada y ahora sí se recibió con el fervor debido). Pues bien, para curarse de ese mal trago, Hitchcock emprendió el rodaje de un film de corte ligero, un entretenimiento de éxito seguro: una intriga trepidante de suspense y romance, basada en uno de sus argumentos más emblemáticos (el falso culpable que se lanza a la persecución de los auténticos culpables del crimen que se le achaca) y con un refulgente sentido del ritmo, el color y la sensualidad, para la cual llamó además a otro de sus actores predilectos y en un rol prototípico como era Cary Grant. El resultado, deslumbrante, se llama Con la muerte en los talones (otro caso de buen rebautizo hispano) y hoy día sigue constituyendo uno de esos tres o cuatro títulos que enseguida se vienen a la memoria con la mera evocación del nombre de Hitchcock, como lo hace su escena más famosa: el acoso de Grant por parte de una avioneta de fumigación en vuelo rasante.
La trama es bien conocida. Un publicista de la famosa avenida Madison de Nueva York, Roger Thornhill, es confundido por un azar estúpido con un tal George Kaplan, secuestrado en público y conducido a presencia de un torvo individuo llamado Philip Vandamm, que quiere verlo desaparecer como obstáculo a unos planes indeterminados y se niega a creer sus protestas sobre su verdadera identidad. Esta confusión supone el inicio de una trepidante aventura en el curso de la cual el protagonista acabará convertido en fugitivo, acusado de un asesinato perpetrado en la mismísima sede de las Naciones Unidas, y que al tiempo que trata de burlar el cerco policial intenta descubrir por sí mismo la clave de la intriga, persiguiendo de ciudad en ciudad al tal Kaplan, para acabar descubriendo que ese sujeto no existe: es un señuelo creado por los servicios de seguridad nacionales para atrapar a Vandamm, que es un espía encubierto que pretende sacar del país un importante secreto. Y a ellos les importa poco que un inocente esté poniendo en peligro su vida…
Con la muerte en los talones contiene muchos de los más reconocibles iconos temáticos y visuales del cine de su autor. En primer lugar, el tema del falso culpable embarcado en una peripecia itinerante en la que es, al mismo tiempo, perseguido y perseguidor. Tema que en su carrera se remonta a los juguetones thrillers de su etapa inglesa en los años —39 escalones (1935) es el más conocido de ellos—, cuyo éxito fue lo que realmente lo asentó en la industria y llamó la atención de Hollywood, que lo reclamó en 1940. Pero también la presencia de la clásica rubia sofisticada, al mismo tiempo distante y volcánica; del villano carismático; de la madre omnipresente; de las set-pieces de increíble virtuosismo, además del concurso de dos nombres imprescindibles para darle su sabor a las películas del Hitchcock de esa época a caballo entre los 50 y los 60, el músico Bernard Herrmann (que compone un tema tan dinámico y lúdico como la misma aventura) y el diseñador de títulos de crédito Saul Bass (cuyo trabajo juega con el diseño del edificio de la ONU donde transcurre una de sus escenas más significativas).
El recuerdo que la película deja en la memoria es el de la perpetua maravilla, el ritmo sin fisuras, la brillantez técnica y, sobre todo, la sensación del gozo deslumbrante, de la diversión continua. Las aventuras que vive Cary Grant, es cierto, son divertidísimas, incluso en sus momentos de mayor peligro, siendo inmejorable muestra la genial escena en que, después de provocar a los villanos durante una subasta, y al advertir que éstos han tomado todas las salidas para apresarlo, se dedica a sabotear el desarrollo de la venta mediante pujas disparatadas, hasta atraer la atención de la policía y ser escoltado por ella fuera de las manos de sus perseguidores.
Y es que, desde luego, Con la muerte en los talones, es evidente, es un capricho que Hitchcock se concedió a sí mismo entre dos de las películas más torturadas de su filmografía: la misma secuencia del avión (a poco que se piense, argumentalmente es más bien gratuita) está hecha, como bien explicó a Truffaut, por puro deseo de llamar la atención, por salirse de los tópicos habituales en las secuencias de amenaza de las películas de suspense (sustituyendo los callejones oscuros, húmedos y siniestros por una carretera diáfana, rodeada de campos abiertos y a plena luz del sol)… y para demostrar que podía ser igualmente amenazadora. Por la misma razón la película concluye en el Monte Rushmore, con héroes y villanos dando tumbos entre los graves rostros de piedra de los presidentes americanos, en una huida que, la verdad, poco sentido tiene y de la que es milagroso que puedan salir con bien. Sí: Con la muerte en los talones es un capricho… pero uno de los caprichos más logrados que jalonan la historia del cine.
Ahora bien, a poco que se reflexione un poco, en Con la muerte en los talones existe también, por enmascarada que quede bajo el disfraz festivo, esa irremediable inclinación hacia lo inquietante que bulle en todas las fábulas de Hitchcock, y que convierte su cine en objeto de pasión para cualquier amante de los signos subterráneos, de las interpretaciones tortuosas y de las obsesiones del inconsciente. Ello empieza por el mismo tema del falso culpable. A fuerza de ver una y otra vez las películas de Hitchcock, uno acaba por tener la impresión de que para el director no existen los verdaderos inocentes, que esas víctimas de las circunstancias que tanto recorren su cine, si no son autores materiales de aquello que se les acusa, sí lo son de modo latente, si no por obra sí por sugestión o por obsesión no reconocida. Basta asomarse a esas dos maravillosas películas que son Yo confieso (1952) o la que se titula justo así, Falso culpable (1957), para apreciarlo. El sacerdote sobre el que acaban cayendo las sospechas del crimen cometido por su propio sacristán, que no puede revelar porque éste se lo contó bajo secreto de confesión, ¿acaso no se siente invadido por los remordimientos de secretos propios, pues en el fondo quien posee un secreto y sufre por él comparte una misteriosa comunión —y en un sacerdote católico esta reflexión viene al pelo— con todos aquellos que también se guardan para sí cosas que sería terrible que revelaran? El músico al que todos identifican como el ladrón que lleva haciendo de las suyas por distintos negocios humildes de la ciudad, ¿no esconde bajo su rostro corriente, bajo su vida familiar corriente, bajo sus anhelos corrientes, una necesidad de quebrantar esa atonía en que se desarrolla su existencia, como quizá intuye la esposa que se va volviendo loca a medida que se perturba su horizonte cotidiano? No se olvide que Hitchcock es un caso prototípico de cineasta católico, y que la idea del pecado original parece impregnar, lo quieran o no, la mayor parte de sus películas importantes.
Por supuesto, la piedra angular de toda la película es el inimitable Cary Grant. En su cuarta colaboración con Hitchcock, y con la generosidad acostumbrada en un intérprete a quien se asocia por lo común con un prototipo unidimensional (agradable, pero unidimensional) —el galán simpático que nunca pierde la compostura—, Grant se avino a parodiar cariñosamente su imagen, como por otro lado ya había hecho en más de una ocasión (para todos los grandes directores con quienes colaboró, de Hawks a Capra). Ahora bien, a poco que se piense, una vez más los fastuosos árboles no dejan ver el bosque. Roger Thornhill no es precisamente un ser humano grato. De hecho, basta su presentación en los primeros minutos para definirlo: mientras arrastra a su secretaria de un lado a otro, dictándole una serie de tareas (sin importarle hacerla salir un momento a la fría calle, aun cuando ella le dice que, al venir del despacho, no ha traído su abrigo), el espectador se hace una buena idea de cómo es el caballero con cuyas peripecias tendrá que identificarse a lo largo de las dos horas siguientes. Esto es, un tipo egoísta, seguro de sí mismo, manipulador (sobre todo con las mujeres): el clásico individuo que marcha por la vida con paso firme sin importarle mucho que esa firmeza le haga tropezar con los demás: que se aparten ellos.
Otro dato más, esencial (y que proporcionará una considerable diversión), se nos dará en ese arranque: su apego a las faldas de mamá. De hecho, si Roger acaba siendo confundido con el inexistente George Kaplan por los sicarios de Philip Vandamm, será por su exagerada preocupación por hacer llegar a mamá un aviso inmediato que no parece que sea tan urgente. La incomparable Jessie Royce Landis, actriz que curiosamente ya había interpretado un papel similar al lado de Grant en Atrapa a un ladrón (1955) —con la diferencia, fundamental, de que en ésta hacía de madre de Grace Kelly y, por tanto, de su futura suegra—, borda el papel de dama de mediana edad, aficionada a perder considerables sumas a las cartas y a tener a su hijo por un perfecto irresponsable… tal vez porque es su espejo exacto. Las escenas en que Roger es capaz de bromear con ella por teléfono (borracho y desde la comisaría donde lo han llevado) acerca del nombre raro (por ser extranjero) del policía que lo ha detenido o aquella en que el protagonista la soborna (!!) con un billete de 50 dólares para que use sus artes y consiga en recepción la llave de la habitación de Kaplan, dan una buena idea de cómo son uno y otra, así como de la complicidad de unas relaciones que uno tiene a bien considerar que habrían dado para una película propia, sin duda deliciosa.
Por supuesto, este elemento, tratándose de Hitchcock, supone también una parodia, cariñosa e inocua, del terrible peso que lo edípico tuvo siempre en la filmografía del autor, en la cual se pasean un buen número de relaciones nada sanas entre madres e hijos, de Extraños en un tren (1951) a Psicosis (1960), pasando por Encadenados (1946). Una vez más, no es casual: a un año vista del terrible film protagonizado por Anthony Perkins, donde ofrece la visión más extrema de la dependencia de un hijo hacia su madre, Hitchcock se permite una especie de terapia lúdica a base de los mismos elementos que en tantos otros films dieron lugar a fábulas de lo más sombrío.
El personaje femenino de Con la muerte en los talones no suele figurar entre los elementos más recordables del film, e incluso la figura de la actriz que lo interpreta pasa desapercibida en el recuerdo ante el fulgor radiante de la creación de Cary Grant. Sin embargo, otra vez, da pie a diversas reflexiones de lo más sugestivo. Roger Thornhill se tropieza con Eve Kendall en el tren expreso en que se dirige a Chicago, y es ella quien, irresistiblemente atraída por él pese a haber reconocido desde el primer momento al fugitivo cuyo rostro está en primera plana de todos los periódicos, lo ayuda a burlar el cerco policial escondiéndolo en su propio compartimento. Es buena muestra de la egolatría sexual de Roger que no se cuestione en ningún momento la ligereza de la ayuda de esa mujer: ni se lo plantea. Pero la mirada que el espectador sorprende en Eve cuando todo parece haber salido bien revela la traición: en el mismo tren viaja Vandamm, de quien ella es en realidad su amante, y será Eve quien lo ponga en el camino de la avioneta de fumigación que está a punto de acabar con su vida.
Sin embargo, y en un giro del guión que, claro, no sorprende a nadie, Eve resultará ser un personaje positivo: una doble agente infiltrada en el entorno de Vandamm por los servicios de seguridad estadounidenses. Eve Kendall es, por tanto, una variante del personaje que encarnaba Ingrid Bergman en Encadenados (1946), con Cary Grant también, quien en esta historia era precisamente el agente que la convencía para que se casase con el agente nazi encarnado por Claude Rains y tener así una fuente de información desde dentro de la organización que dirige. Si Grant no es aquí el reclutador (casi está a punto de ser su víctima, como hemos visto), Eve Kendall no solo sigue prostituyéndose (por patriotismo, eso sí) sino de modo doble: por cuenta del espionaje americano lo hace con Vandamm, por cuenta de Vandamm hace lo mismo con Roger Thornhill. Con la muerte en los talones es, también, un thriller sarcástico sobre la guerra fría y su falta de humanidad: el viejecillo de aspecto entrañable que dirige la agencia estatal —lo encarna Leo G. Carroll, secundario recurrente de Hitchcock— deja de ser entrañable a poco que se piense de qué modo implacable no solo no le importa arriesgar la vida de Eve sino que, cuando descubren la interferencia de Thornhill en el señuelo que han creado ellos bajo el nombre de George Kaplan… deciden dejarlo a su suerte. Por razones de seguridad nacional, evidentemente. ¿Un thriller juguetón?
Con la muerte en los talones exhibe una franqueza sexual tan desembozada que resulta insólita incluso en un cine tan sexualizado como el de su autor, cuya mejor muestra es ese encuentro ferroviario entre los dos protagonistas. En Encadenados figura una escena de beso entre Grant y Bergman que tiene notable fama: mientras él hace una llamada telefónica que lo obliga a desplazarse por todo el apartamento, la pareja se abraza en un beso apasionado que la cámara del autor, en primer plano, escruta como si también quisiera unirse a la pareja. Aquí incluso se supera, por medio de la escena del beso que se da la pareja en el compartimento de ella, mientras al mismo tiempo sigue su coqueteo. No hay que olvidar que Hitchcock le dijo a Truffaut que esta película contiene el plano final más impertinente de todo su cine: el tren penetrando en un túnel. Y hay que señalar, para concluir con este apartado, que Eva Marie Saint (espléndida actriz siempre) nunca estuvo más seductora ni sensual que en este film. Es increíble que a la hora de hacer el famoso catálogo de las rubias de fría apariencia y volcánico interior que tanto gustaban a Hitchcock no suela mencionársela a ella, cuando probablemente sea la mejor cool blonde que se paseó nunca por sus películas.
Todavía hay un aspecto más, en el plano sexual, que hay que comentar, y es el ambiguo papel que encarna el magnífico Martin Landau en el papel de Leonard, el secretario de Vandamm. Con su físico afilado y esa mirada que parece estar planeando un crimen sobre cada tipo en quien posa los ojos, Landau (en el primer papel importante de una carrera que, salvo quizá sus últimos años, fue muy desaprovechada en el cine) borda un rol que bien puede clasificarse de homosexual encubierto. No en vano cuando, en la parte final, va contando a su jefe los motivos que tiene para dudar de Eve, éste exclama, y sin duda dando en el clavo, que está celoso.
Por último, Vandamm. Hitchcock siempre tuvo claro que, cuanto más carismático fuera el villano, más interesante sería su oposición con el héroe. En La soga (1948), uno de los personajes, hablando de las últimas películas estrenadas, contaba que James Mason era un excelente villano. Once años después, Hitchcock le hizo caso y lo contrató para el papel del sofisticado individuo que trata de matar una y otra vez a Cary Grant. Y que, como siempre, borda, pues Mason es uno de estos actores que, parafraseando a Mae West, cuando era bueno, era muy bueno, pero cuando era malo era mucho mejor. Con esa gestualidad con que parece paladear el mundo a sorbos de un escepticismo radical y esa dicción tan particular que siempre dota a sus personajes de un considerable aire decadente, Mason ciertamente está genial, a la altura de su otro villano inmortal de la historia del cine, ese Ruperto de Hentzau que, en el final de El prisionero de Zenda (1952), al advertir que todo está perdido, no duda en escaparse lanzándose de cabeza al foso del castillo en vez de seguir hasta el final su duelo con Stewart Granger, convencido de que el honor es un privilegio de los locos y los estúpidos.
En fin, con madre y sin madre, creyendo haber conquistado por su cara bonita a una mujer bellísima y sofisticada o siendo traicionado por ella, escapando de la muerte por poco o metiéndose directamente en la boca del lobo, sufriendo y disfrutando a la vez de su condición de falso culpable, de lo que no cabe duda es de que Roger Thornhill no es sino un niño grande, pródigo a la payasada (con la cara llena de espuma de afeitar, lo primero que hace es dibujarse un bigotito a lo Hitler… mientras medio departamento de policía pasa a sus espaLdas, buscándolo, en los servicios de la estación de tren) de quien ya parece difícil esperar cualquier acceso a la madurez. ¿Conseguirá Eve conducirlo hasta ella? El final no puede ser más significativo: colgando a merced de una caída mortal en los Montes Rushmore, agarrada apenas a Roger por la mano sin que parezca posible que éste la pueda rescatar, Hitchcock, con picardía, realiza una audaz elipsis y nos hurta la resolución de tan irresoluble apuro, para devolver a la pareja, ya honradamente casada, a su compartimento del expreso del Noroeste que da título original al film, para volver a retozar entre literas. Y el tren penetra a continuación en el túnel.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Con la muerte en los talones / North by Northwest. Año: 1959.
Dirección: Alfred Hitchcock. Guión: Ernest Lehman. Fotografía: Robert Burks. Música: Bernard Herrmann. Reparto: Cary Grant (Roger Thornhill), Eva Marie Saint (Eve Kendall), James Mason (Philip Vandamm), Jessie Royce Landis (Señora Thornhill), Martin Landau (Leonard). Dur.: 136 min.
Por algo me preocupo yo de encontrar tiempo para poder leerte. ¡Excelente!
Fdo Amsterdam
Pocos elogios más sobriamente concisos y a la vez más entrañablemente expresivos pueden hacerse, Fernando. Muchas gracias y un abrazo.
Sublime