Damas, vagabundos, dálmatas, aristógatos y demás mascotas Disney

Espaguetis con albóndigas, romanticismo entrañable en La dama y el vagabundo

Posiblemente no exista ningún autor (ni estudio cinematográfico) como Disney que haya sabido difundir mejor el mito de la mascota como mejor amigo del hombre. Personalmente, no he sentido nunca esa necesidad de tener cerca un animal como compañía (no digamos ya como depositario de amistad), pero la magia de las ficciones estriba en hacerte capaz de sentir por delegación sentimientos y emociones que en la vida cotidiana nos están vedados. Por otro lado, dentro de los dos vectores en que Walt Disney dividió su filmografía (la ilustración de cuentos clásicos «para niños»; las historias protagonizadas por animales), es evidente la notoria predilección que tuvo por el segundo de ellos, no en vano incluso las películas pertenecientes al primero desbordan de personajes del mundo animal que rinden notables servicios a héroes y heroínas (Blancanieves, La Cenicienta, Merlín el encantador). Disney fue uno de estos admirables autores que supieron encontrar lo grande dentro de lo pequeño: que nos demostraron, de hecho, que no existen personajes o historias o planteamientos pequeños, sino formas de mirar que adolecen de una simplista pequeñez. En unos casos dándoles características antropomórficas (sus emblemáticos Donald y Mickey, el cual, no se olvide, y por delirante que sea a poco que se piense, tenía a un perro por mascota, Pluto); en otros, manteniendo su específica apariencia animal (Bambi o las mascotas que justifican este artículo). Pero siempre, resultando casi más humanos que los humanos.

Dejando de lado Dumbo (1941) y Bambi (1942), títulos que transitan otros caminos, sin duda son La dama y el vagabundo (1955), 101 dálmatas (1961) y Los aristogatos (1970) las tres películas que desarrollan de modo más notorio esa necesaria interacción entre hombres y animales. Entre hombres y mascotas, más bien, puesto que todas esas películas (en 101 dálmatas, como luego justificaré, de modo más atenuado) comparten la misma idea: la vida de una mascota solo tiene sentido entregada al amo humano (eso sí, siempre que este se halle a la altura de semejante amor incondicional). Siempre se ha dicho que la Disney ha sido una de las grandes divulgadoras, en cine, del conservadurismo ideológico, y esto es un buen ejemplo: hubiera sido inconcebible una película que versara sobre animales que comprendieran que pueda haber vida más allá del lazo con el hombre (los dos personajes de esos títulos que inicialmente hacen apología de la vida libertaria, el perro Golfo y el gato O’Malley, acaban aceptando alegremente su aburguesamiento final, como si en el fondo lo hubieran estado esperando toda su existencia).

Poster estadounidense de La dama y el vagabundoLa dama y el vagabundo parece realizada por Disney a modo de respiro, después de haber ilustrado (en sendas obras maestras) dos libros del arraigo mítico de Alicia en el País de las Maravillas y Peter Pan, y en tanto tomaba aliento la preproducción de La bella durmiente, cuyas complicaciones estaban siendo evidentes. Así, a modo de paréntesis, puso en marcha una película protagonizada por animales, sin el menor apoyo de elemento alguno de fantasía y cuya trama prácticamente se reduce a contar el devenir cotidiano de un conjunto de personajes cuya característica principal es que carecen de la menor excepcionalidad: que son perfectamente normales. Es más, con su ambientación en un tranquilo barrio suburbial los Estados Unidos de principios de siglo y su contemplativa narración, más atenta a los detalles y a la expresión de ritos y gestos, la película acaba erigiéndose en una muy original variante de ese género exclusivo del cine estadounidense que es el Americana, al que rindieron inolvidables obras maestras autores como John Ford, Jacques Tourneur o Henry King.

El argumento, sencillo a más no poder, se recuerda en primer lugar como la historia del amor interclasista que surge entre una perrita de buena sociedad, Reina, y un chucho callejero, Golfo. Sin embargo, es también la crónica de una tensión (tema que han abordado, por cierto, obras mucho más «serias», desde otro concepto, claro), la que sufre en sus propias carnes un personaje, en este caso la perrita, cuando se ve destronada por el nuevo «rey» del hogar que parece haber ocupado el lugar que antes le correspondía: es decir, el bebé de sus dueños. El acierto, en este sentido, radica en que toda la historia está contada desde el punto de vista de los animales, lo que condiciona toda la planificación narrativa. Así, los encuadres siempre se hallan a la altura (baja) de sus pequeños protagonistas, y los seres humanos reciben un tratamiento elusivo, hurtándoles cualquier tipo de plano frontal.

Esto supone un espléndido acierto dramático porque sugiere que, pese a esa convivencia y a la evidente importancia de unos en la vida de los otros, pertenecen a dos mundos esencialmente distintos, cuya confluencia se produce ya sea por el amor (los dueños de Reina) o por el rechazo y consecuente violencia (los perreros, incluso la tía que enseguida toma a la perrita por un peligro doméstico). Es decir, para bien o para bien mal, los hombres posee un poder casi omnímodo y, por tanto, arbitrario, de tal modo que sus relaciones con los perros depende, ante todo, del capricho, con la consiguiente tribulación de aquellos, los cuales, sin embargo, no pueden hacer otra cosa que conformarse, recibir con deleite los mimos y caricias cuando tocan… y conformarse con humildad cuando se ven dados de lado, para esperar el momento en que recuperen su condición de favoritos.

Los geniales gatos siameses de La dama y el vagabundoComo decía líneas arriba, el posible componente crítico que late bajo este planteamiento (y que podría extrapolarse a comportamientos ya por completo entre seres humanos: la facilidad con que nuestros afectos premian o tiranizan porque sí a quienes nos rodean) es eludido por completo. Por lo demás, nos hallamos ante un film delicioso, desbordante de una irreal plasticidad que, por supuesto, no excluye los momentos siniestros (la persecución a que Disney ha sido sometido por tantas organizaciones de padres temerosos de traumas para sus tiernos infantes prueba que estamos ante uno de los autores más soterradamente inquietantes que ha dado el cine llamado infantil). Así, las intervenciones de la maligna rata que hace las veces de villano cuando la historia lo requiere, o la genial intrusión de los dos gatitos siameses (más gamberros que malvados, eso sí, al compás de una canción tan sinuosa como ellos mismos) que consiguen hacer creer a su dueña que todas las barrabasadas que han hecho son obra de la pobre Reina. Sin embargo, mi momento favorito es la escena romántica en el callejón de la pizzería, cuando Golfo y Dama comen unos espaguetis con albóndigas a los sones de la maravillosa canción Bella notte. Nada mejor que la sencilla ternura que transmite para simbolizar el bonito encanto de un film que resulta mucho más complejo de lo que parece a primera vista: yo mismo lo he revalorizado con el tiempo, como puede comprobar quien quiera acercarse al artículo sobre las películas Disney de la época que escribí hace tiempo.

El tremendo e injusto fracaso que había de sufrir la que para mí sea probablemente la obra maestra de Disney, La bella durmiente, decantó a los responsables del estudio a decidir que el siguiente film debía ser lo contrario de aquella: una película sin fantasía (salvo, claro, que los animales razonen como humanos: pero, en Disney, esto es lo menos fantástico que existe), ambientada en la actualidad (era el primer largometraje donde esto sucedía) a partir de algún reciente éxito literario y confeccionada del modo más económico posible (lo que supuso abandonar para siempre la minuciosa elaboración a mano y plano por plano). El resultado, 101 dálmatas, enseguida se convirtió en un notable éxito comercial y en un título recordado con mucho cariño, que si no puede contarse entre los grandes logros de la casa, se recuerda con el mayor de los agrados. Ahora bien, en su momento fue muy detestado por el propio Disney, esto último por la simplicidad de trazos que, a su juicio, ofrecían las imágenes. Sin embargo, el tiempo ha obrado en su favor: cierto que su estampa visual no es tan deslumbrante como había acostumbrado el estudio hasta entonces, pero a cambio introdujo en él un sentido de la estilización tan moderno como afortunado, en el que, por abreviar, el dibujo no intenta «ocultar» que es un dibujo. Es decir, a su modo, el vanguardismo llegó a Disney.

Curioso poster de 101 dalmatasLos protagonistas, de nuevo, son una pareja de perritos, los dálmatas Pongo y Perdita, pero el conflicto no estriba aquí en su relación sino en el peligro que, para sus pequeños vástagos, suponen las siniestras intenciones de una amiga de su ama, Cruella de Vil, que los secuestra y retiene en una mansión abandonada, en compañía de otros cachorritos (hasta llegar al número aludido en el título), con el objeto de sacrificarlos para satisfacer su gran debilidad: los abrigos de piel animal. La forma en que se relacionan animales y hombre, así pues, difiere del título anterior. Aquí ambos se relacionan en pie de igualdad visual, y la única diferencia es que, claro, las personas no entienden el lenguaje de los perros (por razones de credibilidad, el espectador «solo» oye ladridos cuando los humanos están presentes.

Eso sí, al contrario que La dama y el vagabundo, el nuevo film resulta más «avanzado» ideológicamente, en cuanto que aquí las mascotas demuestran un notable sentido de la autonomía y sus vidas dejan de girar, de modo absoluto, en torno a sus dueños. No por nada, la bobalicona parejita de amos parece no tener más función que, primero, garantizar la posibilidad de relación entre sus dos mascotas (es una magnífica idea que sea Pongo el que tome la iniciativa para unirlos, al modo de un Cupido perruno), y luego, proporcionarles un hogar confortable (serán incapaces, eso sí, de ayudarlos activamente cuando los pequeños sean secuestrados). Y el resto de personajes humanos —con la excepción de la nanny, también bastante incompetente cuando se trata de hacer frente a los enemigos de los perros— son villanos puros y duros, firmemente decididos a hacer daño a los animales, por quienes no sienten la menor empatía. Por tanto, serán los animales los que deberán solucionar sus apuros por sí solos, manifestando un imborrable sentido de la solidaridad, como muestra bien esa estupenda escena de ese telégrafo sonoro llamado aullido nocturno a través de los ladridos de los perros de toda la ciudad (entre los cuales se rescatan algunos que había aparecido en La dama y el vagabundo, simpático detalle), que permite a los protagonistas descubrir dónde se retiene a sus hijos.

La inmortal Cruella de VilEl gran hallazgo de la película, por supuesto, siempre será su inolvidable villana, Cruella de Vil. Quien conozca el film anterior, no podrá sino advertir que Cruella no es sino una versión vulgar de Maléfica, la terrible bruja de La bella durmiente, carente de su elegancia aunque lo pretenda (de hecho, su pasión por los abrigos de piel es una forma de enmascarar su escasa prestancia física: bajo su enorme visón esconde un cuerpo escuchimizado), aunque al menos sí comparta su maldad pura (aun cuando, una vez más, esta se desarrolle a una escala mucho más baja: no es lo mismo aspirar a extender el mal por el mundo que a… secuestrar perritos para arrebatarles su piel).

Ahora bien, Cruella es también un ser del todo creíble y comprensible (importante: la primera villana sin poderes fantásticos de la casa), cuyo poder radica en el miedo que provoca la mera sugerencia de su presencia. No en vano es magnífico el modo de presentarla antes de que la veamos, mediante el ruido estrepitoso que hace al llegar a toda velocidad en su coche (lo cual ya señala el desprecio que siente por todo aquel que se interpone en su camino, además de anticipar su grand finale sobre cuatro ruedas). Y no menos genial es que Roger, el marido de su amiga, ese insignificante musicastro a quien tanto desprecia, encuentre el camino de la fortuna al componer una canción que la capta a la perfección, y que es otra de las joyas del estudio: ¿cómo no rendirse ante ese estribillo que dice: «El mundo fuera mucho más feliz / sin esa Cruella de Vil». En fin, cuando en la conclusión de la película pierde definitivamente los papeles al verse a punto de ser burlada, resulta espeluznante ese breve plano con los ojos inyectados en sangre y las mandíbulas mostrando la firme determinación asesina que la domina en tal momento. Entonces, hasta Maléfica parece benéfica a su lado.

Cartel de Los aristogatosEl tercero de los títulos que nos ocupa fue rodado sin la supervisión de Walt Disney, fallecido en diciembre de 1966, pero a la vista de sus texturas, diríase que fue concebido por sus sucesores como si el llamado mago de Burbank realmente hubiera intervenido en él. Esta circunstancia hace que Los aristogatos (1970) —en todas las fuentes españolas el título figura como palabra llana, pero entonces se pierde el juego que en el original queda bien claro: estos gatos aristocráticos son, realmente, aristógatos— tenga un agradable aire de familia pero, a la vez, carezca de verdadera personalidad (salvo unos cuantos elementos, los mejores del film), demasiado obsesionado por parecer un film del «verdadero» Disney. No en vano su guion cruza los argumentos de La dama y el vagabundo (otra historia de amor interclasista entre una gata de buena cuna y un felino callejero) y 101 dálmatas (un malvado intenta quitar de en medio a los mininos justificando así una aventura pródiga una vez más en solidaridad animal; en este caso es Edgar, el mayordomo de la rica propietaria de aquellos, que espera así heredar todo su dinero: pero no tiene nada que ver con Cruella de Vil, pues es más bien malo por tonto, y nunca produce la menor sensación de amenaza).

Es cierto que ambas tramas están muy bien fundidas, pero no consigue superar casi nunca la sensación del «ya visto» y su desarrollo, por lo tanto, resulta demasiado previsible. Además, la historia vuelve a dar un paso atrás con respecto a 101 dálmatas: una vez más, las mascotas (los aristógatos) no pueden concebir la existencia lejos de su adorada ama, y ni se les pasa por la cabeza unirse a la vida nómada, sin comodidades pero sin aburrimiento, que les ofrece el entrañable truhán Tomás O’Malley. Claro que, como sucedió con Golfo, este acaba aceptando sin ninguna dificultad la integración en el hogar de Duquesa. Para que no haya dudas, Los aristogatos y La dama y el vagabundo terminan igual: con una foto del nuevo grupo familiar en su acomodado hogar.

En cualquier caso, lo mejor es ir directamente a las virtudes de la película. En primer lugar, y puesto que la historia está ambientada en el París de la Belle Epoque, la recreación visual desprende un notable glamour estilístico que no se encuentra lejos del expresado en el título de los dálmatas. Además, brilla con luz propia la gentil sátira de esos tropos que para todo el mundo ha acabado por definir lo francés, comenzando por el reclutamiento de Maurice Chevalier para la canción de créditos (en la adaptación española del gran Edmundo Santos es sustituida por una versión extraordinaria, a cargo de Carlos Petrel —voz de Shere Khan en El libro de la selva, por ejemplo—, cuyo aire francés resulta inolvidable). Del mismo modo, justo es señalar que todos los personajes centrales, por poco originales que sean, están muy bien trazados. En todo caso, con la revisión pierden parte de su gracia las dos gansas, Abigail y Amelia, con las que se parodia lo british. Tampoco resulta tan divertido como se pretende el encuentro nocturno entre el pérfido Edgar y dos perros vagabundos, pero tiene a su favor, una vez más, el doblaje mexicano: como siempre, resulta irresistible la voz del sevillano Florencio Castelló, exiliado por culpa de nuestra guerra civil, a quien sin empacho alguno se le hacía doblar sus personajes con un descacharrante acento andalú (los niños de mi generación lo reverenciamos como la voz del gato Jinks, el de Pixie y Dixie).

Todos quieren ser ya gato-jazzAhora bien, si hay un momento excepcional en Los aristogatos, y que incluso justifica su inclusión en algún libro tan eximio como el Cine y jazz del gran historiador y crítico Carlos Aguilar, es la aparición de los anacrónicos gatos jazzistas que ayudan a los protagonistas en su regreso a casa, y les ofrecen una inigualable jam-session. En la versión original, el número lleva por título Everybody Wants To Be a Cat, pero el nunca suficientemente ponderado Edmundo Santos le añadió un concepto más, que lo convierte en genial: Todos quieren ser ya gato-jazz. Y constituye una de las cumbres del estudio, tanto por la calidad de la canción y de la ejecución de la escena, repleta de piezas dentro de la pieza central (puro espíritu jazz, por tanto), como por ese sensacional crescendo que concluye con el genial gag de los gatos subidos sobre el piano (¡atentos al pianista aporreando las teclas como si estuviera apisonando!) que acaban hundiendo los varios pisos del edificio al impulso de su estribillo, hasta acabar saliendo por la puerta, todavía ejecutando la pieza con los restos de sus instrumentos musicales. Pocas veces se ha expresado en pantalla esa idea tan esencial del cine musical norteamericano como es que la música y la alegría de vivir son sinónimos restallantes.

Damas, vagabundos, dálmatas y aristógatos. Puede que para algunos inspirara su deseo de tener su propia mascota y verter sobre ellos el cariño de que es capaz un ser humano por un animal (y de proyectar en este el mismo amor que creemos merecer). Puede que para otros, entre los que me cuento, fueran las mascotas que nunca hemos necesitado tener en la vida real. Todos ellos, en cualquier caso, forman parte de ese maravilloso universo que inundó de imaginación nuestra infancia, y del que muchos no hemos podido prescindir por años que fuéramos acumulando. Y es que… ¿quién no ha querido ser alguna vez un gato-jazz?

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: La dama y el vagabundo / Lady and the Tramp. Año: 1955.

Dirección: Hamilton Luske, Clyde Geronimi y Wilfred Jackson Guion: basado en el relato Happy Dan, the Whistling Dog and Miss Patsy, the Beautiful Spaniel, de Ward Greene. Voces del doblaje (dirección: Edmundo Santos, 1955): Teresita Escobar (Reina), Roberto Espriú (Golfo), Carlos David Ortigosa (Jaimito), Estrellita Díaz (Linda). Dur.: 76 min.

Título: 101 dálmatas / 101 dalmatians. Año: 1961.

Dirección: Wolfgang Reitherman, Hamilton Luske y Clyde Geromini. Guion: basado en la novela 101 dalmatians, de Dodie Smith. Voces del doblaje (dirección: Edmundo Santos, 1961): Luis Manuel Pelayo (Pongo), Beatriz Aguirre (Perdita), Carmen Donadío (Cruella de Vil), Francisco Colmenero (Horacio), Juan Domingo Méndez (Gaspar). Dur.: 79 min.

Título: Los aristogatos / The Aristocats. Año: 1970.

Dirección: Wolfgang Reitherman. Guion: basado en una historia original. Voces del doblaje (dirección: Edmundo Santos, 1970): Teresita Escobar (Duquesa), Germán Valdés «Tin Tan» (Tomás O’Malley), Luis Manuel Pelayo (Edgar), Rosario Muñoz Ledo (Sra. Bonfamille). Dur.: 78 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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9 respuestas a Damas, vagabundos, dálmatas, aristógatos y demás mascotas Disney

  1. Renaissance dijo:

    Hace mucho que no revisiono La dama y el Vagabundo, ni 101 dálmatas (de la que su versión en imagen real es correcta, pero innecesaria. Como todo lo que sacan, vamos), aunque Los aristogatos si es más reciente. Una película que para hoy sería medio metraje, con un argumento simple…y que compensa con las ilustraciones, la ambientación y una banda sonora de lo más pegadiza. Soy incapaz de imaginarme a un gato escuchando otra música que no sea jazz.

    • Pues yo he visto las tres seguidas (ventajas de tener visitas de sobrinos: se pueden ver películas de dibujos animados a horas decentes…) y creo que cada una es mejor que la anterior. «Los aristogatos» esta vez me ha quedado en tercer lugar, y eso que el recuerdo que tenía era mejor que de las otras dos. En buena medida se ha debido a que, vistas en orden, queda al desnudo su excesiva dependencia de los argumentos previos. Aun así, sigue desprendiendo un entrañable encanto… y por supuesto, a los gatos-jazz.

  2. FRANKLIN dijo:

    La deuda de los que rebasamos la séptima década con Walt Disney es impagable. Y ¡ojo! Tiene que ser en versiones dobladas en español, preferiblemente americano (no me gusta la expresión “español latino”). Y eso que no soy muy amigo de los doblajes, pero sus películas fueron concebidas para un público que aún no sabía leer bien. Por ejemplo, la del oso Baloo en “El Libro de la Selva” es inconcebible en Hispanoamérica sin la voz del mexicano Germán Valdés (“Tin-Tan”), ni otro gato con Botassin la de Antonio Banderas.

    • No puedo sino estar de acuerdo contigo. Desde hace una década, más o menos, no concibo ver una película (salvo algún caso sentimental extremo) en su versión doblada (y siempre el doblaje ha de ser anterior a los años 70). Pero las películas clásicas de Disney las «sentimos» con las voces inolvidables de sus doblajes de siempre, es decir, los del gran Edmundo Santos (salvo el argentino, igualmente memorable, de «Pinocho»). Agradecimiento eterno para esas voces mexicanas con las que crecimos, y que también nos hicieron inolvidables a los Picapiedra, los cortos de Disney, los de Hanna Barbera, los de la Warner Bros, etcétera.

  3. FRANKLIN dijo:

    Disney con sus doblajes logró dos milagros en mi vida de cinéfilo: lograr que me gustara el doblaje (ya después de viejo, en retrospectiva) y lograr que me gustara «Tin Tan» (ídem). El personaje encarnado por Germán Valdés (hermano en la vida real de Ramón Valdés, aquél «Don Ramón» de la serie «El chavo del ocho» dela TV) me resultaba insufrible, chabacano e insoportable. Bastó que me enterara que su voz era la de «Tomás O’Malley» en «Los Aristogatos» y el oso «Baloo»en «El Libro de la selva 1» ( en la 2 fu un sobrino-nieto suyo con idéntica voz) para que no pudiera verlos más nunca en inglés con subtítulos: ¡Yo, que soy un defensor a ultranza de las versiones originales!. Son cosas del cine. Valdés estaba encasillado a un personaje que me sigue cayendo mal, y Disney lo dignificó con esas nuevas identidades, para las que estaba más que preparado pues Valdés era un excelente cantante.¡Gracias, Profesor García De Formica-Corsi, por sacarlos del armario de los recuerdos (A la trecherche du temps. perdue…) Ahí le dejo este enlace sobre «Tin Tan»

    • Ignoro si la figura de Tin Tan tuvo repercusión en España durante sus años dorados (el hermano doy fe de que sí, como personaje asociado al Chavo del Ocho, porque estos programas se emitieron tardíamente, en los años 90), aunque muchas películas mexicanas tuvieron estreno en nuestro país de modo regular hasta al menos los años 60. En cuanto a su trabajo como actor de doblaje, es evidente: imprescindible, maravilloso.

  4. Franklin Padilla dijo:

    La gran falla de Disney fue no lograr personajes humanos creíbles. Los animales, excelentes, yo diría que todos. En cuanto a hombres niños y mujeres no logró plasmarlos en sus dibujos, Las orejas, por ejemplo, que la mayoría de los dibujantes evitan, resultaban fatales, parecían de perro, lo mismo que la nariz. Y no lograron nunca conmoverme, no me hacían ni reír ni llorar; eran demasiado esquemáticos para reflejar la complejidad de alma humana que, paradójicamente destellaba en sus animales. Bueno, esa es mi percepción y mi opinión.
    Saludos.

    • La debilidad de Disney por los personajes «pequeños» (animales, pero también muñecos, como Pinocho, o hadas, como las tres diminutas de «La bella durmiente») es una característica central de su cine, y se concreta en ejemplos incontables, e imborrables. Ahora bien, asimismo cuenta con varios personajes «humanos» que son inolvidables, y si los entrecomillo es porque, claro, no son seres corrientes: me refiero a la colosal Maléfica, la mejor villana de Disney, o al entrañable Merlín el Encantador. Eso sí, las sosas heroínas de la casa (Blancanieves, Cenicienta y demás) no son precisamente recordables.

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