Los tres mosqueteros en la Metro: cuando D’Artagnan fue un bailarín

Cartel español de Los tres mosqueteros, de 1948Debo a tres películas el haber considerado durante muchos años (y seguir haciéndolo todavía, en cierto modo) como la quintaesencia del cine de aventuras los films de espadachines en Technicolor y de la Metro (en mi caso, además, con el peculiar sabor sonoro que les otorga el maravilloso conjunto de voces antañonas que dirigía José María Ovies en Barcelona para adaptar al español las películas del estudio del león): El prisionero de Zenda (1952), Scaramouche (1952) y el título que nos ocupa: Los tres mosqueteros (1948). A las características señaladas hay que unir otra que las recorre nada subterráneamente: un vitalismo contagioso, una sensación de alegría y dinamismo que hacen que terminemos el visionado de estos títulos con una sensación de dicha inmensurable, con una sonrisa cómplice de oreja a oreja. En el caso de Los tres mosqueteros, sin duda nos hallamos ante la mejor expresión cinematográfica de la novela de uno de los reyes de la narración, el francés Alejandro Dumas (el único escritor del mundo, junto con el francés Julio Verne —que, no por nada, comenzó su carrera bajo su amparo— que exige la castellanización del nombre), una obra maestra cuya capacidad para fundir lo histórico, lo distendido y lo trágico, sin más coartada que el puro placer de contar, ha conseguido convocar a tantas generaciones de lectores. Cierto que el film no puede aspirar siquiera a igualarse con el libro, pero no encuentro mejor complemento a su lectura (que, por cierto, siempre recomendaré bajo la espléndida traducción de Mauro Armiño para la inolvidable colección Tus Libros, de Anaya).

Otro día hablaré de este libro (o de otro inmortal del mismo autor, El conde de Montecristo), del acierto de un título que juega genialmente con la ausencia del mismo del cuarto mosquetero que es su verdadero protagonista, del ignorado escritor que ayudó a Dumas a componer ambos y otros cuantos más (Auguste Maquet), de su misteriosa capacidad para acertar con los entresijos de la narración más ligera, que hace que novelones tan desbordantes de páginas se devoren como si estuviéramos ante una nouvelle.

Los tres mosqueteros es, ante todo, una magnífica adaptación del original, que tiene la virtud de condensar en poco más de dos horas sus más de 600 páginas de apretada letra (en la edición que yo tengo), manteniendo las peripecias principales sin mayores sacrificios que reducir el papel de dos de los mosqueteros (Aramis y Porthos) casi a la condición de figurantes de lujo o de maltratar un tanto el personaje de la buena de Constance Bonacieux, el amor de D’Artagnan, ya que, por obra y gracia del pacatismo habitual de la Metro, es convertida en doncella soltera para así poderse casar con el protagonista antes de que la ardiente pasión de éste los haga caer en pecado, cuando en el original no es sino la joven esposa de su maduro casero. Pero en especial, el guion destaca principalmente por el modo en que sabe combinar la distensión con el drama, la aventura con la tragedia, el protagonismo de D’Artagnan con el enorme peso que otorga a los otros tres importantes personajes de la narración: el cardenal Richelieu, Milady de Winter y el más carismático de los tres mosqueteros, Athos.

Gene Kelly como D'Artagnan, la perpetua sonrisa en los labios y la infalibilidad con la espadaCuando se habla de esta película, es inevitable empezar por el curioso (y coherente) planteamiento con que la Metro sometió a la novela de Alejandro Dumas: convertirla en un musical sin canciones. Eran los años en que este género hacía furor en Hollywood. La Metro estaba modelando el mejor equipo posible, el que en pocos años daría pie a las hoy reconocidas como obras maestras del género, y cuyos nombres emblemáticos son los del productor Arthur Freed, el director Stanley Donen y el actor, bailarín, coreógrafo y también director Gene Kelly. El modo en que Los tres mosqueteros fue aproximado al musical fue precisamente mediante la decisión de encomendar a este último el fundamental papel de D’Artagnan. A priori, una decisión extravagante: ni antes ni después, Kelly daba el tipo en un rol que ha inmortalizado a actores como Errol Flynn, Tyrone Power o Stewart Granger. Pero Kelly tenía algo que les faltaba a todo estos: la cualidad verdaderamente gimnástica, la armonía para la expresión corporal y la exuberancia dinámica para encarnar con total coherencia y sin necesidad de dobles al mejor espadachín del mundo.

En la memoria de todos permanecen los grandes duelos a espada protagonizados por los actores arriba mencionados, pero por buenos que fueran, todos ellos requirieron en más de un momento (para los planes generales o lejanos) el concurso de un doble, que el cinéfilo avezado capta enseguida y que, es inevitable, arrebata algo de la completa credibilidad de unas secuencias soberbias. Kelly, no. El protagonista de Cantando bajo la lluvia (1952) no necesitaba intermediarios para hacer verosímiles en todo momento las hazañas en combate de su D’Artagnan: no en vano, es el bailarín que siempre ha disputado, con el gran Fred Astaire, por el trono de la danza cinematográfica, a la que aportó un estilo más arrebatado, más atlético, mientras que su rival siempre destacó por su elegancia, por su ligereza. Astaire fue el clásico; Kelly, el manierista.

No sé si eso de «musical sin canciones» es una etiqueta fácil, pero desde luego nunca como en Los tres mosqueteros resultó más creíble un espadachín, un hombre de acción que hace de la capacidad para el combate su seña de identidad. A lo largo de las dos horas de película, diríase que el elemento natural de este D’Artagnan no es el ras de suelo, sino el aire. Es Kelly en persona quien sube a caballo de un brinco; quien salta hacia atrás desde una escalera y cae de pie; a quien bastan dos segundos para lanzarse sobre la espada, saltar una balaustrada y llegar al piso de abajo en auxilio de Constance; quien demuestra que, si no se puede entrar en el palacio real por la puerta, bien se puede hacer subiendo el muro, corriendo por los tejados (dando pie a otro momento genial: ese resbalón que lo deja literalmente colgado de la cornisa) y penetrando por la ventana de un salto (secuencia que yo creo que Hayao Miyazaki tuvo muy en cuenta para la incursión nocturna de Lupin por los tejados de El castillo de Cagliostro en su maravillosa ópera prima).

June Allyson es Constance BonacieuxEn contrapartida, por supuesto, está la tremenda inconsistencia de Kelly como actor. Entiendo que solo pueda tolerarlo alguien acostumbrado desde la infancia a su «sonrisa de goma» o a sus gestitos de arrobamiento. Es mi caso, y aun así hay varios momentos de Los tres mosqueteros en que me dan ganas de abofetearlo: los grititos y saltitos que pega después de descubrir el bellezón (o sea, Constance) que vive debajo de su casa o el contoneo de nalgas con que provoca al guardia de Richelieu en el combate inicial. Es evidente que no aguanta una sola escena a ese gran actor que fue Van Heflin (Athos) o que cualquier primer plano con expresión «seria» parece ponerle muy nervioso. Aun así, de poder hacerlo, no prescindiría de su D’Artagnan ni por todo el oro del mundo: pues, a cambio, se nos ofrece un irresistible aire de ligereza combativa que no puede ser más seductor.

Por otra parte, esa sonrisa perpetua en labios de Kelly, esa asociación del musical con la aventura y, desde luego, el recuerdo de la diversión que a tantos jóvenes lectores ha provocado la novela de Dumas, ayudan a calificar Los tres mosqueteros como un monumento a la diversión… lo cual no es del todo justo, puesto que también contiene momentos de memorable tragedia (situados sobre todo en su segunda mitad). Ahora bien, lo cierto es que la imagen emblemática de esta película siempre será —a riesgo de acabar, a fuer de repetirse, incurriendo en la melosidad— la carcajada abierta en el rostro de los cuatro amigos, su forma de hacer frente al peligro con una sonrisa en la boca. En particular, el arranque del film resulta irresistible, primero con la presentación de D’Artagnan en el cuartel de los mosqueteros, arreglándoselas para ser retado en un par de minutos a duelo por cada uno de quienes luego serán sus amigos del alma, y después con el combate en los Jardines de Luxemburgo con los guardias del cardenal, que revela a Athos, Porthos y Aramis que su nuevo amigo es un luchador de raza.

He señalado el peso dramático de otros tres personajes. Van Heflin es uno de estos típicos actores recordados solo por esos cinéfilos que no se dejan engañar por la mitomanía fácil. Habitual del western o del thriller, a él le corresponde sin duda el papel más difícil, primero por lo inhabitual de verlo vestido de época (y con una melenita extraña en él), pero sobre todo porque a él le corresponde el papel de aguafiestas del jolgorio habitual. En su papel del atormentado Athos, Heflin borda el papel, siempre difícil, del hombre que esconde su amargura bajo una máscara de cinismo y disipación: en este sentido, su estilo interpretativo, al tiempo sobrio y al borde del estallido emocional (muy similar al del gran Dana Andrews, actor al que siempre me recuerda y con el que podía haber intercambiado más de un papel), se ajusta como un guante al rol que aquí tuvo que interpretar.

Los dos grandes villanos del film, Milady de Winter y el cardenal Richelieu, o sea, Lana Turner y Vincent PriceFrente a los dos nobles héroes, los dos villanos. Vincent Price, encarnando al emblemático cardenal Richelieu, anticipa al gran histrión de tanto film de terror (y como en ellos, en más de un momento se sitúa al borde de la caricatura —no siempre sin conseguir eludirla): su forma de pasar de lo siniestro a lo untuoso resulta genial. Como los grandes villanos cínicos (por ejemplo, el James Mason que encarna a Ruperto de Hentzau en el ya mencionado El prisionero de Zenda), buena parte de su atractivo radica no solo en la facilidad con que sabe ser amenazador sin excederse en la amenaza, sino también en el fulgurante esprit con que acepta su derrota, cuando sabe que no puede hacer más. A este respecto, está genial en la escena final de la película: tras reprender al rey, al que tiene en un puño, sus intentos de obrar con independencia en el juicio que esos cuatro aparentes traidores merecen (¡con saludable delirio, el guión atribuye al bueno del cardenal la mítica frase: «El Estado soy yo»!) y señalar ominosamente que éstos merecen un buen castigo, basta con que D’Artagnan juegue la baza del acusador salvoconducto que el cardenal había firmado a su más letal agente (Milady de Winter) para que aquél reconozca, con una sonrisa de enorme cinismo, que sabe cuándo ha perdido, concediendo así a los cuatro lo que su valedor, el señor de Treville, había pedido inicialmente de modo infructuoso.

Por último, en el papel señalado de Milady, Lana Turner nunca estuvo mejor. Pocas veces un peinado o un vestido lujoso han poseído tanto aroma a maldad tal y como los luce la Turner, quien desde el primer momento acierta con el tono de su personaje: la necesidad del perpetuo fingimiento que no consigue prescindir del envanecimiento de quien, después de todo, se sabe superior a los demás, por irresistible. Por cierto que el director George Sidney, el gran olvidado (como suele suceder) de estos films artesanales, sabe cómo remarcar la importancia de los dos villanos desde su primera aparición: Milady en sombras, escondida en el interior del carruaje cuando D’Artagnan se tropieza por primera vez con ella y con su sicario Rochefort, desde las cuales inmediatamente emerge para lucir su belleza, pues no puede resistir mucho rato ese anonimato que tan útil le hubiera sido, teniendo en cuenta que es en ese momento cuando se hace con el formidable antagonista que desbaratará la mayoría de sus planes. Por su parte, Richelieu es presentado mediante un suave pero amenazador picado, mientras firma unos documentos (seguramente una sentencia de muerte) con concentración un tanto desdeñosa.

Hay otro estupendo plano de presentación de un personaje estelar, el que se reserva a June Allyson (Constance), y que permite a actriz por lo general tan estomagante el que para mí es su mayor momento de gloria en el cine, por la deslumbrante belleza (aunque es un espejismo: era guapa, pero no tanto…) con que es iluminada a la luz de la candela que porta, y que el arrobado D’Artagnan (y el espectador) contemplamos desde la segura rendija del piso superior (de la platea del cine), como buenos voyeurs. Allyson, como es natural, no puede estar a la altura de Turner, provocando un notable desequilibrio en el duelo femenino que se entabla en la parte final de la historia: sabemos que vencerá Turner no ya porque así lo escribió Dumas sino porque la otra nada puede hacer a su lado.

El castillo inglés donde se desarrolla la parte final de Los tres mosqueterosEs curioso, eso sí, que los momentos de mayor atonía de este film (de excesiva duración y ritmo irregular, hay que reconocerlo) se correspondan con aquellos en los que los dos personajes femeninos cobran mayor importancia, como señalando que en un film clásico de aventuras (en suma, de un film de acción) las mujeres sobraban. Siempre recordaré la genial exclamación de Richard Widmark (haciendo de villano, claro) en Cielo amarillo (1948), cuando gritaba: «¡¿A quién le importa la chica?!», aunque no fuera, claro, en respuesta a mi reflexión previa. ¿No desborda el film de una indiscutible misoginia, como si las mujeres fueran ese obstáculo —tanto más fastidioso cuanto que, ante determinadas condiciones de belleza, resulta muy difícil resistirse a ellas— que impide una perpetua consagración de los aventureros a la camaradería masculina? En cualquier caso, después del magnífico arranque con el encuentro entre los cuatro amigos, la aparición de Constance descompensa la narración. Del mismo modo, tras el soberbio episodio relacionado con los herretes de diamantes que comprometen a la reina por su relación con el duque de Buckingham, el ridículo episodio de seducción entre D’Artagnan y Milady también está a punto de dar el traste con la película.

En fin, si la película funciona de modo excelente en cuanto ejercicio de aventura distendida, resulta asimismo memorable el modo en que, en su tercio final —y después de haberlo anticipado en varios momento, siempre de la mano del personaje de Athos— se reviste de un sombrío dramatismo, magníficamente expresado por el uso del color, que llega a alcanzar rango protagonista. Se trata del episodio que tiene lugar con Milady prisionera de Buckingham en su castillo sobre una escarpada costa acantilada, que revela una vez más el ingenio del guion, gracias a la idea de hacer que sea Constance su carcelera —«un ángel para custodiar a un demonio», exclama Athos ante el aterrado D’Artagnan nada más saberlo— y quien sucumbe a los engaños de la carcelera, porque concentra personajes con admirable espesor dramático (recordemos que en el libro el carcelero es un joven puritano que resulta presa fácil de la mujer, y Constance es asesinada por la pérfida en otro lugar). En particular, es inolvidable el plano mediante el cual el director Sidney revela que la mujer encapuchada que da la espalda al espectador y pide ser recibida por el duque no es Constance, como cree, sino Milady: la mano que aferra el pomo de la muerte está ensangrentada, lo cual resulta aún más terrible por cuanto poco después, cuando los dos amigos llegan ante Constance solo para verla morir, ésta no muestra en su cuerpo el menor rastro escarlata (recuérdese lo remisa que era la censura de la época a hacer visibles los signos de violencia).

El genial plano del verdugo que debe cortarle la cabeza a Milady de WinterEl acendrado dramatismo, casi operístico en su desbordamiento cromático, de esta larga parte inglesa tiene como contrapunto la secuencia en que Milady, creyéndose ya a salvo en la baronía que le arrancó a Richelieu como pago por el asesinato del duque, es atrapada por los cuatro mosqueteros, juzgada por estos y condenada a la muerte. La atmósfera se reviste ahora de un severo tono elegíaco, incluso de serena elegancia en la forma en que la desalmada asesina acepta lo inevitable de su sino, que no excluye, una vez más, el contrapunto de exaltación: ese terrible plano en que Athos, implacable en la acusación contra la que fuera su esposa, se aparta del encuadre para revelar la presencia del verdugo con el hacha en la mano, y que supone mi momento favorito del film.

Y es que, ante todo, Los tres mosqueteros es un cuento de hadas en technicolor. Un sueño de vitalidad, un gozo perpetuo que provoca, en el niño y en el adulto, una nostalgia inmarcesible por no haber podido ser el quinto mosquetero: nunca dejará de parecerme entrañable esa escena final en que los cuatro amigos, tras haberse cobrado (del modo que ya hemos visto) sus recompensas por parte de Richelieu, abandonan la sala del trono precedidos por la cámara sonriendo con júbilo y gallardía, sabedores de que en el mundo no puede haber rival invencible mientras ellos estén juntos. Como bien dijo Athos cuando D’Artagnan les pidió su ayuda para impedir que el poderoso Richelieu venciera en la conjura de los herretes: «Sucumbir entre amigos: ¿puede el hombre pedir más ni el mundo ofrecer menos? Es el uno para todos y todos para uno»

Entrañable plano del uno para todos

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Los tres mosqueteros / The Three Musketeers. Año: 1948.

Dirección: George Sidney. Guión: Robert Ardrey; novela de Alejandro Dumas. Fotografía: Robert Planck. Música: Herbert Stothart. Reparto: Gene Kelly (D’Artagnan), Lana Turner (Milady), Van Heflin (Athos), June Allyson (Constance), Vincent Price (Richelieu), Robert Coote (Aramis), Gig Young (Porthos). Dur.: 125 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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