Sin la menor duda, La noche de los muertos vivientes (1968), de George A. Romero es el film que cambió para siempre la figura del zombi, dándole desde entonces su iconográfica imagen de monstruo putrefacto y tambaleante, sin más objeto que el de devorar carne humana fresco. Tal estampa echó en el olvido la anterior configuración del zombi, la surgida del original folklore antillano, popularizada tanto por el periodismo sensacionalista como por diversas aportaciones literarias, unas de (presunta) raíz antropológica, otras directamente pulp (las excelentes narraciones de Henry S. Whitehead, por ejemplo, que pueden leerse en Valdemar). Recuérdese que ese origen presenta al zombi como un muerto que, por las prácticas mágicas de un hechicero (masculino o femenino), acaba volviendo a la vida para convertirse en esclavo del demiurgo que lo resucitó. El cine cuenta al menos con una obra maestra que lo recoge: Yo anduve con un zombi (1943), de Jacques Tourneur, pero es significativo que entre este film y el de Romero la temática no diera ningún otro título de interés. Pues bien, cuando ya el zombi romeriano estaba del todo asentado, un film sencillo y modesto, concebido desde la dignidad de la serie B norteamericana, supo regresar a sus orígenes, pero desde una deslumbrante reelaboración conceptual. El resultado se llama Muertos y enterrados (1981), y (sin exageración) constituye uno de los títulos más pesimistas y desoladores que ha ofrecido el cine de terror en toda su historia, un cuento triste que tiene la audacia de combinar la truculencia (si bien tampoco excesiva) propia de la época con una atmósfera construida a base de presagios y sugerencias que, una vez concluida la película, obligan a aceptar que el impactante final podía haber sido adivinado por el espectador casi desde el principio.
En su momento, eso sí, fueron muy pocos los que se enteraron, tal vez por una engañosa publicidad que se centró en que sus guionistas, Ronald Shusett y Dan O’Bannon, habían sido los previos autores del libreto de Alien, el octavo pasajero (1979) —con el que es evidente que nada tiene que ver—, tal vez por no ajustarse al mencionado modelo del zombi romeriano, tal vez porque hay series B que caen en gracia y se convierten en fenómenos de taquilla (como la coetánea La noche de Halloween, de 1978) y otros que sin embargo pasan desapercibidos y solo mucho tiempo después son rescatados por la cinefilia, por las ediciones domésticas o por la difusión a través de la Red. En cualquier caso, Muertos y enterrados es uno de los pocos títulos que, en rigor, merece todavía la ya muy sobada etiqueta de «película de culto»: es un film magnífico y reverenciado por un considerable número de aficionados pero que todavía no posee la aureola clásica o mítica de otros títulos del género.
La primera particularidad del film es su conseguido equilibrio entre la ortodoxia y la heterodoxia: es una rareza que nunca pretende ir de tal. De hecho, la película está perfectamente integrada en ese terror muy gráfico que desencadenaron títulos como La matanza de Texas (1974), que suele conocerse con el nombre de «gótico americano», y que tiene sus raíces muy atrás, en obras fundamentales como la mismísima Psicosis (1960). Ahora bien, la clave del film no es tanto la contravención del subgénero al que pertenece, sino la adscripción a un tipo de terror abstracto, elusivo, deletéreo, que le proporciona la memorable atmósfera que deriva de su ambientación.
La acción transcurre en un pequeño pueblo de la abrupta costa de Nueva Inglaterra —en determinado momento, el sheriff protagonista se pone en contacto con las autoridades de la población cercana más importante, que resulta ser la lovecraftiana Providence— llamado Potters Bluff, con muy pocos habitantes y que parece dormitar económicamente, aunque los barcos y la utillería pesquera son importantes en la ejecución de varios crímenes. Un lugar perennemente húmedo, de tal modo que hasta los interiores parecen estar penetrados de una suave neblina: el lugar predilecto de los cuentos de terror norteamericanos, de Hawthorne al mismo Lovecraft con sus paisajes contaminados de antigüedad, sus casas de siniestra elegancia y la sensación de un perpetuo frío.
Pues bien, en este lugar en principio tan apacible es donde se agazapa mejor el mal, como bien sabemos los aficionados al gótico americano (y a cualquier terror de ambientación rural). Una serie de espantosos asesinatos comienzan a producirse en Potters Bluff, ante la perplejidad de su sheriff, un hombre nacido en el mismo pueblo y que se siente estremecido ante esa inesperada oleada de terror. Pues lo cierto es que el policía siempre va por detrás de los acontecimientos. Los asesinatos siempre tienen el mismo patrón: sus víctimas son forasteros de paso que son rodeados por una multitud de matarifes que portan toda clase de armas cortantes y que graban y fotografían la agonía que le otorgan; las muertes son lentas y por tanto crueles y dolorosas, y en especial se preocupan por destrozar el rostro de sus víctimas.
De hecho, la película comienza con una ejemplar secuencia shock, magníficamente concebida y filmada: mientras en la banda sonora suena una música dulzona (demasiado dulzona, de hecho), un joven fotógrafo de cara angelical se detiene en un bello y melancólico paraje costero (cuya arena, eso sí, está cubierta de diversos derelictos que aportan un sugerente matiz de degradación, de suciedad) y mientras hace uso de su cámara es interrumpido por la presencia de una joven y bella muchacha rubia, que no tarda en coquetear directamente con él y sugerirse sexualmente, momento en el que el incauto descubre que ha sido rodeado por un grupo de inquietantes individuos (de apariencia aterradoramente vulgar, eso sí) que lo atan con una red a un poste y lo queman vivo, mientras no dejan de fotografiarlo, por ejemplo con su misma cámara.
El espectador, ya lo he dicho, es el testigo al que en realidad está dirigida toda esa mortal coreografía, el que se encarga de apreciar progresivamente (pero sin que se deje pasar mucho tiempo) que algo terrible afecta al pueblo, en realidad a todo el pueblo. Por ejemplo, muy poco después, cuando se nos presenta el escenario del bar local, descubrimos que la camarera feúcha y familiar que sirve en la barra es la mujer que encendió la cerilla que prendió el fuego sobre el fotógrafo. Pero lo más inquietante será descubrir que, después de muerto, este aparece perfectamente vivo y sin un rasguño, bebiendo apaciblemente en el bar con los mismos que lo mataron: es más, ahora es el muchacho que atiende la gasolinera, como si llevara mucho tiempo viviendo allí.
El mismo sheriff no se llegará a enterar de algún asesinato —el de la pareja con su niño pequeño (los cuales, por cierto, parecían haberse salvado después de una angustiosa cacería)—, superado en todo momento por las circunstancias (y eso que nos dicen que es un hombre formado, con toda una titulación en criminología). De hecho, es un elemento dramático fundamental que Gillis (adecuada la elección de un actor con prestancia física pero escasa ductilidad como es James Farentino) se vea tan desbordado por los acontecimientos, pese a que progresivamente va intuyendo que todo es más terrible incluso de lo que parece, hasta que empieza a aceptar que, de algún modo inconcebible, los muertos parecen estar volviendo a la vida. Un buen detalle argumental es que la desazón de Gillis lo acompañe hasta su hogar, concibiendo sospechas sobre su propia y bella esposa, Janet (otra actriz anodina y por ello muy adecuada, Melody Anderson, que el año anterior había sido la Dale Arden del Flash Gordon de Dino de Laurentiis).
Gillis recela primera de un vulgar adulterio (el dueño del hotel donde se alojaba el fotógrafo le dice que lo vio hablar con él) y después de que tiene algo que ver con los extraños sucesos: le sorprende pequeñas mentiras y descubre en un cajón un puñal de hoja insanamente retorcida y un libro sobre brujería y vudú. De hecho, Janet está dando unas clases sobre esta religión a su joven clase: un buen plano revela que uno de los niños que la escuchan fascinados es el pequeño de la pareja que fue asaltada en la noche. Por cierto que otro buen detalle de la dramaturgia del film, de su excelente atmósfera, es mostrar que la casa donde viven la pareja parece enclavada en ninguna parte, aislada no ya de Potters Bluff sino del mundo entero, tan fría y desolada como su vida matrimonial.
[Quien no conozca el final de esta película, debe dejar de leer aquí]
Muertos y enterrados termina revelándose como uno de estos títulos del cine de terror más inquietante, los que no se limitan a hacer la exposición de una monstruosidad que acaba siendo derrotada por la reconfortante «normalidad», sino que construye su sustancia sobre la constancia de que lo excepcional —lo aberrante— en el fondo es lo normal, cuando menos en el lugar donde transcurren los hechos, puesto que las leyes que rigen en el llamado mundo real han sido sometidas a una increíble suspensión. De ahí que llegue un momento en que el espectador acabe llegando a la conclusión de que el único tipo normal que aparece en la película es su infeliz protagonista, el sheriff Gillis.
Y sin embargo, he ahí lo terrible de la vuelta de tuerca final (cuya fuerza no deriva de su condición de momento-shock: las películas que creen que basta con esto no suelen aguantar la revisión, como le pasa a la cada vez más olvidada El sexto sentido, de M. Night Shyamalan). Pues resultará que el pobre Gillis es el convidado de piedra que será el último en enterarse de que todos cuantos le rodean, su mujer en primer lugar, son muertos vivientes y que él mismo (asesinado por Janet mientras, como con todos, era grabado) también lo es.
Es probable que Muertos y enterrados contenga el villano —en su clásica figura del mad doctor, y volvemos a esa tensión entre ortodoxia y heterodoxia— más terriblemente malsano de la historia del género: William G. Dobbs, el forense del pueblo, pero sobre todo el restaurador de los cadáveres, y por ello y con toda lógica el cerebro que está detrás de los macabros episodios que envuelven el pueblo. Genialmente encarnado por el veterano Jack Albertson, desde su misma caracterización visual (enormes gafas de miope, considerable atildamiento personal, gestos ceremoniosos), Dobbs es un artista de la reconstrucción facial que, en su locura, ha acabado convencido de que la única forma de derrotar a la degradación en que degenera toda vida es salvaguardando la apariencia en la muerte. Dobbs se ha construido su particular paraíso de vida en la muerte (retorcido a la medida de su locura) en el aislado y pequeño Potters Bluff, que además le permite seguir practicando ese arte de la reconstrucción plástica —de la resurrección— en que se sabe genial: una magnífica escena previa que ya no debiera dejar lugar a dudas sobre su papel en los asesinatos es el espléndido momento en que, mediante un sencillo encadenado de planos cenitales, lo vemos restaurar por completo el rostro de una excursionista que fue muerta a pedradas.
Poco antes de acudir al tanatorio para enfrentarse con Dobbs, el sheriff descubrirá que este fue expulsado muchos años atrás de su puesto como jefe de patología en Providence por sus prácticas contrarias a la deontología médica. Ahora bien, ¿cuánto tiempo lleva ejerciendo de dios en Potters Bluff? Implacable en su revelación de la verdad (un aparente recurso propio de todo relato pulp: cuando el villano se explaya y explaya acerca de sus crímenes), y mientras acompaña su relato con las imágenes grabadas por sus criaturas mientras cometían todos sus asesinatos, Dobbs le cuenta al cada vez más destrozado Gillis que su primera gran creación, y su obra maestra, a quien le ha otorgado más autonomía que al resto, fue precisamente Janet. Sin embargo, a continuación la mujer aparece en el laboratorio, ante los dos hombres, comportándose como un robot que no parece darse cuenta de lo que está sucediendo, interpretando un guion concebido por otro. Y la piece de resístance llegará cuando las imágenes muestren a Janet haciendo el amor con un hombre al que acuchilla por la espalda mientras sonríe a la cámara que portan sus compañeros… y al darle la vuelta al cadáver Gillis se ve a sí mismo. Por cierto, ¿es casualidad que el policía porte el mismo apellido que William Holden en El crepúsculo de los dioses (1950, Billy Wilder), donde encarna a un tipo que está muerto desde el principio y nos va narrando cómo llegó a tal condición…?
Un anciano que ha hecho de la reconstrucción, de la suspensión de la existencia, un concepto de la vida, incluso una religión; un policía que vaga como alma en pena de un lado a otro, buscando la resolución de un enigma cuya explicación habrá de horrorizarlo (y que en su último giro, se negará a aceptar hasta ver cómo sus manos se deterioran a ojos vista) sin saber que también busca una explicación a su propia y angustiosa trayectoria vital; unos habitantes que ignoran que están programados por un demiurgo que piensa que el mejor modo de vivir es permanecer siempre igual, sin dudas, sin miedos, pero también sin libertad. Muertos y enterrados acaba erigiéndose, de modo inesperado, como una fábula existencial que no ofrece salida alguna para aquellos que consideran la vida como un vacío absurdo, como un cuento sin explicación ni moraleja y cuyo final siempre ha de ser infeliz.
Como expresan tantos de los artículos de mi blog, confieso sentir una especial predilección por los cuentos tristes, sobre todo por aquellos que parecen contar una cosa cuando en realidad cuentan otra —la literatura y el cine de género se prestan admirablemente a ello, sobre todo aquellos ficciones modestas que saben que hay lectores y espectadores (aquellos a quienes ni nos gustan los sermones ni que se nos lleva de la mano por el arte) a los que cuanto menos se remarca un mensaje más les llega al alma. Quien comparta esta afición, encontrará en esta película una fuente de gozo (gozo melancólico, como es lógico), la misma que se halla en autores en principio tan disímiles como Henry James, Jacques Tourneur o Arthur Machen, en películas como La habitación verde, de Truffaut o novelas como Solaris, de Stanislaw Lem. Por no hablar de que encontrar una reflexión existencial en una película moderna de zombis, sin duda, es cuando menos asombroso.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Muertos y enterrados / Dead & Buried. Año: 1981.
Dirección: Gary Sherman. Guión: Ronald Shusett y Dan O’Bannon; historia de Jeff Millar y Alex Stern. Fotografía: Steven Poster. Música: Joe Renzetti. Reparto: James Farentino (Sheriff Gillis), Melody Anderson (Janet Gillis), Jack Albertson (William G. Dobbs). Dur.: 94 min.
Muertos y enterrados no solo es una película de culto sino una muy buena película: se vale adecuadamente de los medios (aparentemente, escasos) y es capaz de crear una historia devastadora, sin concesiones a los tópicos del cine de terror comercial, solo ciñéndose al espíritu de lo que quieren narrar. Quizá no sea tan conocida entre el público mayoritario como pueden serlo Posesión infernal o la niebla, pero cualquier espectador que quiera ver algo de la época se llevará una sorpresa muy grata. Incluso para los que la hemos visto y conocemos su giro final, no le hacemos ascos a verla en algún momento posterior. Efectivamente, es un resultado muy diferente a El sexto sentido (y en general, la mayoría de las de su director), en las que practicamente, descubierto el truco, pocas ganas quedan de quedarse a verla en televisión una vez más.
Vista hoy, encuentro muchos elementos que parecen adelantarse a tendencias más actuales: mientras que la trama es muy deudora del pulp, recurre a herramientas como la fotografía o las cámaras, que en producciones posteriores como Sinister o Insidious serían una parte importante dentro del guión. Y como opinión más personal…es una mezcla de los géneros y temas que más me han gustado siempre: Lovecraft, pulp y zombies. Creo que si hubieran incluido un gato de mirada indiferente en alguna secuencia podría considerarla la película de mi vida.
«Muertos y enterrado» tiene muchas capas de interés, y puede atraer por ello a espectadores con bagaje previo diverso. A mí el tema zombi, en su variante moderna, por lo general me interesa poco, y en cambio mucho el antillano, de ahí la enorme sorpresa que supuso encontrarme con esta trama. Y lo de Lovecraft es evidente que no es casualidad la mención (varias veces) en el film, a la Providence que tanto amó. En cuanto a los gatos, es lógico que su instinto les advirtiera que en ese lugar pasan cosas muy raras 🙂 …
Hay una película de la misma época que también iba contracorriente, » La serpiente y el arco iris» de Carpenter, en una década donde la tonica era los zombis gamberretes chupacerebros de «La divertida noche de los zombis».
No he visto este título (que en realidad es de Wes Craven y no de Carpener), pero lo apunto. Comprobado está que muchas de las joyas del terror de la época no están entre los títulos más conocidos.