En la distancia, puede cometerse el error de recordar a Verne como un autor severo. Sin embargo, el humor es un componente básico de sus Viajes extraordinarios. Como el gran narrador que era, sabía de la riqueza que depara el contraste entre tonos: la intensidad de la aventura requiere muchas veces del contraste con la distensión para mejor preparar al lector. Personajes como el Paganel de Los hijos del capitán Grant, el Passepartout de La vuelta al mundo en 80 días o la pareja de periodistas de Miguel Strogoff dan buena fe de ello. Decir humor no quiere decir bufonadas: ninguno de esos personajes es precisamente un bufón, aunque sí resulten pintorescos, pero el sentido del humor los enriquece y enriquece la peripecia en la cual participan. No hay que olvidar que las primeras armas de Verne fueron en el teatro, en esas piezas de bulevar con que quiso iniciar su carrera literaria y que, por lo que sabemos, tienen más de bufo que de serio. Ese llamado esprit d’boulevardier impregna más de una novela del autor, empezando por la emblemática De la Tierra a la Luna, que contiene quizá las páginas más divertidas de Verne, pero nunca domina por completo el tono de una historia. Nunca… salvo en Una fantasía del doctor Ox, nouvelle o relato largo más que novela propiamente dicha que se encuentra entre las narraciones más insólitas surgidas de su pluma.
Publicada inicialmente en la primavera de 1872 en la revista Musée des familles —cuyo título da buena idea de sus contenidos: el tipo de publicación donde Verne, el «educador de la juventud», difundió sus obras—, su editor Hetzel lo publicó dos años después, con ese título, en un volumen donde también fueron editados otros tres relatos, escritos por Verne antes de ser Julio Verne. Es decir, anteriores al gran éxito de Cinco semanas en globo (1863), el libro que da comienzo a la serie de los Viajes extraordinarios. Se trata de Un drama en los aires (1851), Maestro Zacarías (1854) y Una invernada en los hielos (1855). Por cierto, que unos pocos años después, en 1877, el músico Jacques Offenbach utilizaría el relato como libreto para su ópera bufa El doctor Ox, con escaso éxito sin embargo.
La historia está ambientada en un imaginario villorrio de Flandes —el autor advierte que no se lo encontrará en los mapas, si bien aclara que no está lejos de Brujas— llamado Quiquendone, cuya más llamativa característica es que allí nunca ha pasado ni pasa nada. En el retrato de sus habitantes, Verne satiriza el carácter (el tópico) nacional flamenco: la tranquilidad, la flema, la extrema parsimonia. Quiquendone es un lugar donde el tiempo parece estancado y donde las personas no parecen vivir, sino fluir. Pues bien, ese es el lugar elegido por un científico que lleva el curioso nombre de doctor Ox, para realizar una singular experiencia. Aprovechando que las autoridades le han concedido la instalación lumínica de la ciudad por medio de farolas de gas, Ox satura la atmósfera de Quiquendone de oxígeno puro, que obra como un fulminante en sus apacibles habitantes y los va convirtiendo en unos exaltados, al final en unos energúmenos prestos a embarcarse en una guerra contra la localidad vecina por un casus belli —una vaca que pasó los límites y pastó brevemente en un prado quiquendonés— que se remonta a más de siete siglos atrás.
La fecha de redacción de la novela llama considerablemente la atención, pues pertenece a esa etapa que los expertos de Verne consideran de exaltación romántica de la ciencia, y en la que se incluyen la mayor parte de sus novelas más conocidas (y la verdad sea dicha, mejores) y que concluiría, más o menos, con Los 500 millones de la Begum, en 1879. Y es que, en esta ocasión, el protagonista, el doctor Ox del título, es un científico que utiliza su invención sin la menor preocupación ética (es decir, sin advertir a los incautos quiquendonenses que están siendo víctimas de un experimento). Eso sí, más que ante una mirada sombría sobre la ciencia —al modo de la novela antedicha, que consiste en una premonición del nazismo y del uso de bombas de destrucción masiva sobre poblaciones civiles—, a lo que da pie es a levantar una gigantesca gamberrada.
El encanto que posee El doctor Ox destaca en el conjunto de la obra verniana. Comienza por la afortunada elección del escenario: dentro de los Viajes extraordinarios, Quiquendone posee un aire de irreal pintoresquismo que resulta tanto o más exótico que cualquiera de los distantes parajes del globo terráqueo a donde son conducidos los personajes vernianos. Es evidente que el autor se inspira, como muchas otras veces en su obra, en la atmósfera de uno de sus escritores más amados, el insigne E. T. A. Hoffmann —citado textualmente, por si queda alguno duda, al describir al personaje protagonista—, si bien, claro, eliminando el tono siniestro para reproducir su superficie más grotesca, empezando por la elección del bien extraño nombre del científico. Pero también se reconoce cierto aroma a Washington Irving y esas historias ambientadas en una Norteamérica no muy lejana en el tiempo pero reformulada como una tierra antes onírica que real, sumergida en la molicie o el sueño, tal cual aparece en algunos de sus mejores cuentos, como La leyenda del Valle Dormido (en los últimos tiempos se deja sin traducir: Sleepy Hollow) o Rip Van Winkle.
Los quiquendonenses son seres casi sin sangre en las venas, incapaces de acelerarse ante nada, ni en las acciones ni en los sentimientos. Ni un ruido escapa de las casas o se propaga por las calles de la ciudad, y los mismos animales (perros y gatos incluidos) participan de esta soberana lasitud: no por nada, el can del burgomaestre se llama Lento. Los noviazgos se dilatan como la carrera de un universitario perezoso que cada año aprueba tan solo un par de asignaturas: es lo natural, y en la ciudad circula el rumor de que, en cierta ocasión, se celebró en ella un matrimonio tras tan sólo dos años de noviazgo… «y estuvo a punto de salir mal». Esta dilatación del tiempo en Quiquendone se transmite a todo. Así, las óperas, principal entretenimiento de sus habitantes, obligan a las compañías a acomodar el tempo de las partituras al particular ritmo de sus espectadores, alargando el director los compases o convirtiendo los vivaces en adagios, y así con todo, de tal modo que una representación debe dilatarse durante al menos cuatro jornadas. Es curioso que un melómano declarado como Verne proporcione tan sangrante parodia a quienes se irritan con tan sólo diez minutos de función operística…
Verne comienza su obrita con una reunión de las dos principales autoridades de la ciudad, el burgomaestre Van Tricasse y el concejal Niklausse, que se dilata durante horas y horas sin que tomen una sola decisión. ¿Asuntos que ocupen a tan insignes fuerzas vivas? La discusión sobre la reparación de una torre medio ruinosa, que amenaza con sustanciarse cuando ya no haya nada qué reparar, o sobre el medio más seguro y simple de acabar con un incendio, que claro, es dejar que el fuego arda hasta que se consuma solo: es el más económico, también. Los dos hombres, amigos íntimos por demás, permanecen más tiempo fumando en silencio que hablando; cuando el concejal necesita sonarse la nariz, saca un pañuelo y Verne puntualiza «del que se sirvió, por demás, con perfecta discreción». En cierto modo, el inescrupuloso doctor Ox, que efectúa su experimento sin importarle nada la manipulación ajena (incluso, como es lógico, siendo víctima él también de sus propios manejos al tener que respirar el mismo aire), lo que hace es estimular de modo extraordinario la viveza de los organismos quiquendonienses: de hacer entrar, por así decirlo, la vida en sus cuerpos. Sólo que acaba siendo demasiada vida…
El elemento que proporciona su tono al relato es el sentido progresivo con que va desarrollándose la intoxicación de oxígeno. De modo maestro, Verne sabe ir aumentando el diapasón de la vehemencia que va apoderándose de los quiquendonenses. Después de describir con medido sentido de la sátira el carácter de la ciudad y de sus habitantes, poco a poco va introduciendo una serie de incidentes —el primero de los cuales, de modo magistral, se refiere de modo indirecto, de oídas, lo cual basta para inquietar a los dos regidores de la ciudad— que van conculcando cada vez más la vacua normalidad de la población.
El primer gran clímax, y uno de los episodios más afortunados de la obra verniana, es la genial representación operística que se desarrolla justo al revés de como es habitual allí, con los músicos y cantantes pugnando por ver quién acelera más la ejecución, y que acaba con una completa estampida de los espectadores, pugnando del modo menos honorable por ser los primeros en abandonar la sala. Otro espléndido episodio es aquél en que Van Tricasse y Niklausse, dominados por la airada viveza que ahora es norma entre los quiquendonenses, suben a la altísima torre del campanario de la catedral para observar desde allí mejor el terreno de cara a la expedición contra la ciudad vecina, peleando por ser el primero. Pero conforme ganan en altura y el oxígeno pierde su carga de pureza, los dos hombres poco a poco van serenándose y perdiendo la hostilidad mutua con que han comenzado la ascensión. Una vez arriba han olvidado la exaltación que motivó la subida y vuelven a ser los viejos, plácidos y aburridos amigos que siempre han sido…. pero en cuanto vuelven a bajar se transforman no menos rápidamente. No puede ocultarse: escenas como estas dos tienen el indudable aire de un cartoon de la Warner Bros., y mientras uno lo lee los divertidísimos incidentes de sus páginas adquieren una sólida sustancia visual en nuestra imaginación.
Ahora bien, y nuevo prodigio, no es el único tipo de humor cinematográfico del siglo XX que se anticipa a lo largo del relato. La declaración de guerra tiene como punto de más memorable comicidad la subasta que se realiza para conceder el mando del ejército, a quien prometa más bajas entre el enemigo. Cuando un vecino recuerda que en la antigua Roma el triunfo se concedía únicamente al general que había causado más de cinco mil bajas al oponente, pero que en el pueblo rival no hay más de 3.500 habitantes, es molido y arrojado de la sala, y en el frenesí de la puja subsiguiente, el mando es concedido al pastelero, que promete nada menos que 7.000 bajas. ¿No parece una escena de las películas de los hermanos Marx?
Ahora bien, a poco que se reflexione, no puede eludirse que emana algo sombrío de entre tanta sonrisa: Verne no fue un autor vencido por lo jovial, sino que pertenece a esa estirpe de grandes novelistas de la aventura que, por mucho placer que provocan sus narraciones, siempre dejan entrever que hay un rincón donde no permiten que llegue la luz. Se observa en la mencionada Los 500 millones de la begum, en 20.000 leguas de viaje submarino o en Las aventuras del capitán Hatteras. Alguna escena, como la de la torre, diríase una premonición de nada menos que El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde, de Robert Louis Stevenson, cuya escritura data de diez años después: ¿acaso esos dos Van Tricasse y Niklause que suben la torre enzarzados con su rostro más desagradablemente pendenciero no muestran al Hyde encerrado por debajo del apacible Jekyll que, hasta la llegada del doctor Ox, marcaba su carácter y su comportamiento social?
Y es que, si uno lee entre líneas, en El doctor Ox casi se escucha el grito agónico que Julio Verne lanza desde el fondo de su consciencia. Grito de rebelión contra la normalidad burguesa que siempre lo rodeó (y en la que casi siempre se complació, todo hay que decirlo: su temperamento conservador brilla en casi todas sus historias), contra el constreñimiento de los impulsos más libertarios (más gamberros, por qué no decirlo). La vida y la literatura de Verne, por mucho que reclamen los espacios abiertos, tuvieron su inevitable corsé en forma de obligaciones familiares, en el ámbito doméstico, y de imposiciones editoriales por parte de Hetzel, en el literario. Las aceptó y las hizo suyas, pero no me cabe duda de que, en más de un momento de nostalgia por lo que no pudo ser, Verne también lamentó que hubiera tenido que acomodarse a ellas. Lo cierto es que, en la estupenda biografía que sobre el autor escribió Herbert Lottman (Jules Verne, Anagrama, 1998), éste nos informa de que la edición publicada por Hetzel en libro «suaviza» el original aparecido en la revista. No sé si la edición del relato que yo tengo (Aguilar, con traducción de María Luisa Valero) es la del Musée o la de Hetzel, aunque sospecho que es la segunda. Y aún así, su contenido es lo suficiente ambiguo como para comprender al sempiterno editor-represor del gran escritor francés, y anima a desear la publicación en español del primer original.
El relato encierra el amago de final más subversivo posible: todos acaban peleando literalmente contra todos (por cierto, las ilustraciones de la edición original, de Lorenz Froelich, deben acompañar de modo ineludible la lectura del texto para saborearlo en toda su extensión) y, como no podía ser menos, el paroxismo se resuelve, de modo literal, con una explosión, la de la fábrica de oxígeno del doctor Ox. Después, como siempre en los Viajes extraordinarios, todo vuelve a ser como era antes —de ahí la acertada aseveración de Fernando Savater de que las novelas vernianas no son realmente libros de iniciación para sus personajes, sino, en todo caso, para los lectores. Una lástima que Verne casi nunca se atreviera a llegar hasta el fondo de las posibilidades dramáticas de sus historias. Con todo, El doctor Ox queda como una de las ocasiones en que estuvo más cerca, aunque su tono humorístico pueda hacer parecer que no es más una fantasía amable. Una fantasía hilarante, incluso, pero que nos recuerda que la expresión del rostro que ríe convulsamente también puede dar miedo.
Un buen artículo, lo mas seguro que lo publiqué en mi desaparecido blog Jules Verne, La Astronomía y La Literatura, ahora lo pongo en el grupo de facebook del mismo nombre, hasta que vuelva a tener mis blogs
¡Hola, Allan, y gracias por tus palabras! Si eres tan amable de pasarme un enlace a ese grupo sobre Julio Verne, seguro que encuentro en él elementos de mucho interés.