Me fascinan, como espacio muy apropiado para una ficción, los lugares humanizados que, por alguna razón, han quedado abandonados: una ciudad desierta es un escenario extraordinario para contar una historia, de la novela al cómic pasando por el cine, y más de una memorable transcurre en tal lugar. Un lugar muy especial en mi imaginario onírico lo constituyen las ciudades fantasma que aparecen en los westerns: imagino siempre un poblacho en mitad de la nada por cuya calle principal el viento hace girar matas espinosas, en cuyo saloon hace mucho que nadie entra y una de cuyas puertas chirría colgando de una única bisagra. Es un espacio que violenta al mismo tiempo la naturaleza (una ciudad, es decir, una perturbación de ese orden natural por parte del hombre) y la magnifica (es una ciudad muerta y la naturaleza está poco a poco recuperando su dominio). Pues bien, hay tres magníficos westerns que sitúan su acción en este marco, tres clásicos indiscutibles que, como todos los clásicos, todavía tienen capacidad para sorprendernos. Y es que, siendo tres films con indiscutibles vasos comunicantes pero firmados por autores y productoras muy diferentes, la revisión parece sugerir que una misteriosa mano común parece estar detrás de ellas, en cuanto que, a poco que se piense, en el fondo proponen un mismo planteamiento, argumental y dramático, que fue evolucionando de película en película y mejorando de una a otra. Pues si la primera ya es buena, Cielo amarillo (1948), y la segunda, Desafío en la ciudad muerta (1958), magnífica, la última es una de las obras culminantes del western clásico y casi un anuncio de lo que sería su futuro: la extraordinaria El hombre del Oeste (1958).
Hablaba de vasos comunicantes. El más notorio es que las tres se construyen sobre el antagonismo entre dos personajes, uno positivo y el otro negativo, el segundo a modo de espejo oscuro del primero, con quien una vez estuvieron muy vinculados: si en Cielo amarillo hablamos de socios en una banda de forajidos, en Desafío en la ciudad muerta lo hacemos de dos antiguos amigos y en El hombre del Oeste de una relación paterno-filial entre el protagonista y el viejo que lo crió y estuvo a punto de hacerlo a su imagen y (diabólica) semejanza. Hay, por tanto, en todas ellas un proceso de redención que, sin embargo, tiene como inevitable rito de paso el enfrentamiento a muerte con aquella figura que quedó convertida en molesto vestigio del pasado, con el marco de la ciudad fantasma de por medio (en el último film no es exactamente así, como ya veremos).
Tres actores con imagen especialmente noble tuvieron a su cargo el papel positivo: Gregory Peck, Robert Taylor y Gary Cooper, respectivamente. En la tercera, el villano corre a cargo del secundario Lee J. Cobb, pero en las otras dos películas lo encarna el mismo actor, el gran Richard Widmark, una de las pocas estrellas de Hollywood —a bote pronto, solo encuentro otro caso, el de Humphrey Bogart— que comenzó su carrera con papeles de malvado (incluso psicopático: en su debut, El beso de la muerte, se hizo famoso por arrojar a una anciana en silla de ruedas por unas escaleras, acto acompañado de una risa compulsiva de hiena) y acabó evolucionando a roles de héroe positivo, si bien nunca tuvo empacho en retornar a su vieja tipología, con resultados siempre sabrosos.
Cielo Amarillo es el nombre del pueblo fantasma a donde llegan los protagonistas después de cruzar un desierto de sal en el que están a punto de no contarlo, y donde ya transcurre toda la acción de la película. Esos individuos son una banda de forajidos que en el arranque del film asaltan el banco de una pequeña población y, perseguidos por la caballería, no tienen más remedio que tomar el camino más difícil, esperando que no se atrevan a seguirlos. Y tienen razón, porque penetran en un infierno, un infierno blanco y salado. Lo hacen no sin discusión, que zanja su jefe mediante una de esas sentencias lacónicas y memorables que tanto abundan en el género: «Es un espacio, y los espacios se cruzan». Y al otro lado encuentran, de modo inesperado y cuando ya estaban a punto de morir de sed, una ciudad abandonada, muerta: un villorrio minero que quedó despoblado cuando las minas cercanas se agotaron. ¿O no? Entre las casas medio derrumbadas viven un anciano minero y su nieta, que de inmediato despertarán entre los forajidos una doble codicia: la del oro que suponen que es lo que retiene allí al anciano; y la del brutal deseo que despierta esa muchacha en un lugar donde solo hay hombres, y a cual más embrutecido…
Son seis forajidos los que llegan a Cielo Amarillo, pero enseguida dos se distinguen de entre ellos. El líder es llamado Stretch (el Flacucho en la versión española), a quien da vida Gregory Peck en esa fase inicial de su carrera en que su físico enjuto y su rostro todavía por formar lo llevaron, por breve tiempo, a encarnar una serie de personajes ambiguos —cuando no directamente canallescos, como el de Duelo al sol (1946)—, abiertamente «románticos», que hoy extrañan en un actor al que asociamos con la nobleza absoluta y que, poco a poco, se revestiría de cierto aire patriarcal, el que todos asociamos a su personaje más inolvidable, el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor (1962). Su principal rival por el control de la banda se llama Dude —palabra del argot inglés que significa algo así como el Tipo o el Personaje— y lo encarna Richard Widmark. Dude se distingue de los demás por un mayor atildamiento en el vestir: lo primero que hace después de saciar la sed y el descanso es recuperar la sombría elegancia (viste de negro, como mandan los cánones de los villanos de antes) con que apareció en el arranque del film. Sin embargo, no lo hace para seducir a la chica: él no va de frente a por ella, sino que acecha sus movimientos para descubrir el oro que sospecha, que sabe, que ella y su abuelo esconden en esa ciudad muerta (¿por qué iban a estar allí si no?). De ahí que, cuando otro miembro de la banda, el Larguirucho, al reclamar su premio para ayudarle en la lucha contra el Flacucho, le deje bien claro que la muchacha es para él, Dude replicará, con la exasperación de quien no se explica cómo han podido creer otra cosa: «¡¿A quién le importa la chica?!».
Si el desierto es ante todo un lugar demasiado real donde la vida es una quimera, la ciudad muerta supone un símbolo de civilización cuyo ruinoso abandono potencia el lado menos civilizado de los hombres: la avaricia, la lujuria, la rabia y la violencia. Como un hechizo, como una aparición propia de un lugar encantado, así es como se aparece la chica ante los seis hombres que llegan arrastrándose medio muertos: responde también a un apelativo, además masculino, Mike (luego, ya enamorada, le revelará su verdadero al Flacucho: Constance Mae) y pretende actuar como un hombre en cuanto a determinación. La chica es encarnada por Anne Baxter, una actriz excelente a quien no suele asociarse con papeles de gran atractivo sexual, pero que compone un personaje de irresistible magnetismo erótico, en parte por la forma de lucir sus formas femeninas ajustadamente embutidas en una indumentaria de hombre, en parte por su manera insolente de moverse entre esos buitres que la devoran con los ojos, en parte por el carácter de tentación que supone su presencia en ese lugar.
William Wellman, el director del film, ya había demostrado su capacidad para las historias trabadas en duros espacios físicos que llevan a los seres humanos al límites: su obra maestra a este respecto, también situada en un enclave en medio del desierto, es Beau Geste (1939), y de ella perdura, en el presente film, el mismo talento para filmar los espacios agrestes y fantasmales, así como la fauna de desperados que anida en ellos. La travesía del desierto salado (filmación en el Valle de la Muerte, claro) se basta para dotar a la película de una atmósfera de hostilidad mineral que resulta inolvidable: los caballos hundiendo sus cascos en la sal, los labios agrietados, las miradas perdidas, la blancura que escapa de los encuadres… Destaca el enfrentamiento final del Flacucho contra sus hombres, primero entre las rocas que rodean el pueblo, y luego en el saloon donde se han refugiado Dude y el Larguirucho, que Wellman, eludiendo la tentación de la espectacularidad, filma mediante una fabulosa elipsis: la cámara se queda fuera cuando Gregory Peck entra dentro, narrando el duelo mediante el fogonazo de los disparos en la oscuridad y las sombras de los caballos asustados al escuchar el estruendo.
Es lástima, sin embargo, que pese a sus múltiples atractivos, Cielo amarillo no termine de resultar excepcional, y que conforme avanza la trama se tenga la sensación de que ya solo queda restar a que concluya en los términos previsibles. En parte, es porque a sus personajes les falta un hálito del instinto febril que demandaba la ambientación, y en parte porque el dúo protagonista, Peck/Widmark no termina de redondear sus papeles, como si todavía les faltara la fuerza o la experiencia para sellarlos de modo memorable. De hecho, como ahora veremos, Desafío en la ciudad muerta parece pensada por alguien que quedara insatisfecho después de ver Cielo amarillo y decidiera rehacerlo, manteniendo esos dos elementos principales que son el espacio y el antagonismo masculino, una vez más no por una mujer sino por el oro y, novedad, por la amistad traicionada.
Y es que Desafío en la ciudad muerta, la película que John Sturges dirigió en 1958, encara a dos antiguos amigos y compañeros de correrías al otro lado de la ley reencontrados tiempo después de que uno de ellos (Jake Wade/Robert Taylor) abandonara al otro (Clint Hollister/Widmark), harto de esa vida precaria y poco edificante. Clint no se lo tomó bien por dos razones: por el sentimiento de amistad ultrajada por la traición, y porque Jake se marchó con un suculento botín, del que sin embargo no quiso aprovecharse, escondiéndolo en algún lugar ignoto (la ciudad muerta del título, claro). Ahora bien, los remordimientos por esa acción de algún modo han seguido actuando sobre Jake porque, en el arranque del film, y antes de que sepamos nada de la relación que une a esos dos personajes, se presenta en el pueblo donde Clint pasa sus últimas horas previas al ahorcamiento a que ha sido sentenciado, y lo rescata. Cree haber saldado así su deuda, pero no conoce a Clint. Con astucia, y aunque Jake cree haber borrado sus huellas, deja libre el caballo que su antiguo amigo le cedió y se limita a seguirlo hasta su cuadra: el pueblo donde el rehabilitado Jake es ahora nada menos que el sheriff. Y es que el título original —menos sonoro que el español, pero también estupendo— es La ley y Jake Wade, y en esa expresión hay mucho de irónico, señalando ya la riqueza del planteamiento.
Hay que decirlo ya: la piedra angular sobre la que se sustenta el formidable atractivo de esta película es la interpretación de Widmark. Diez años después de Cielo amarillo, la presencia del actor, mucho más asentada, se beneficia además del poso de una década fluctuando de papeles, en algunos casos de considerable ambigüedad —como el cínico ladrón que interpretó en Manos peligrosas (1953)—, lo que otorga una enorme densidad a su personaje. Widmark es aquí a un forajido irredimible, que escucha con una carcajada de complacencia los reproches del ex amigo ahora sheriff y le remarca que él siempre ha llevado la vida. Es decir, se conocieron durante la guerra civil asaltando y saqueando, y es lo mismo que ha seguido haciendo después: con inigualable cinismo no exento de cierta amarga razón, Clint resalta así la absurda circunstancia de que esos actos en un momento fueran legales y después fueran un delito. ¿Qué mejor declaración de vida?
El espectador se encuentra ante un genial dilema moral: la razón ética parece hallarse del lado del forajido redimido, noble incluso en el error de salvar a su viejo camarada de la horca. Pero la fascinación, la simpatía, incluso la adhesión, ¿por qué no?, se encuentran del lado de ese proscrito por decisión y por instinto, que persigue a Jake, más que por venganza, por la resentida incapacidad para asumir que, una vez saboreado, pueda preferirse otra cosa a su mundo asocial y turbulento. La ambigüedad viene subrayada por otros detalles. Al contrario que en Cielo amarillo, aquí el villano porta ropas claras y el héroe viste de negro como ala de cuervo. La relajada y carismática interpretación de Widmark choca con la perenne hosquedad de Robert Taylor, cuya actuación es buena, pero claro, no puede competir con su compañero de reparto, si bien en ayuda de él viene esa imagen estelar de noble paladín caballeresco que había encarnado poco antes en un famoso ciclo de películas de aventuras para la Metro, como la entrañable Ivanhoe.
Clint Hollister es, indudablemente, un hombre peligroso, pero su amenaza descansa, antes que en sus acciones, en la presunción de lo que es capaz de hacer. Son varios los momentos donde brilla esta cualidad, como su enfrentamiento con el joven gallito de su banda al que encarna Henry Silva: con otro actor hubiera sido necesario hacer que recurriera a la violencia; con Widmark no hace falta, pues le baja los humos con la mera sensación de que se ha contenido cuando no tenía por qué hacerlo (amén de por el uso amilanador de su famosa sonrisa sardónica). Otro momento espléndido, bien construido además sobre su antagonismo con Jake, es aquél en que, cuando éste le pide una herramienta para poder cavar en busca de las alforjas con el oro, se «resigna» a darle a éste su propio cuchillo: pero no se limita a pasárselo sino que se lo lanza para que se clave en la lápida de madera a su espalda. El gesto indica que, aunque le da un arma, Jake lo va a tener muy difícil para jugársela, pero al mismo tiempo hay que reconocer, en la forma de éste de no mover un solo músculo mientras el arma silba junto a su mejilla, que si hay alguien capaz de vencerle, ese es el hombre que tiene ante sí.
Es mérito de John Sturges —otro director reputado de mero «artesano»: vaya con la artesanía de Hollywood— no haberse limitado meramente a ilustrar tan interesante historia, sino a saber traducir muy bien la confrontación en términos visuales. Es significativo que, al volver a su pueblo tras liberar a Jake, la casa de su prometida desprenda cierto aire claustrofóbico. Secuestrados ambos por Clint y su banda, y encaminados hacia la ciudad muerta, el espectador aplauda el reingreso en la naturaleza agreste: aquél representa los siempre atractivos espacios abiertos del western. Ahora bien, conforme van alejándose de la civilización en la que Jake parecía tan bien integrado, éste, sin embargo, empieza a vivir el proceso de regresión necesario para enfrentarse en igualdad de condiciones a su peligroso ex camarada: Jake deberá resucitar sus viejas armas de forajido (la astucia, la ley del más rápido con el revólver, el sentido alerta). La reflexión a que conduce este proceso es ciertamente apasionante.
Desafío en la ciudad muerta es uno de los westerns que, por sí solos, justifican la fascinación visual que produce el género. Si ya el trayecto hacia la ciudad es de lo más sugerente —las rocas blancas que, a modo de gigantescos dientes, se clavan en la tierra calcinada; la charca al borde del desierto donde van reflejándose los jinetes, y que actúa muy bien (no sé si de modo consciente o no) como metáfora de la condición especular de sus dos protagonistas…—, la parte final en ese pueblo fantasma ya es genial. La batalla entre la banda y los indios entre las casas derruidas, bajo una sobrecogedora claridad lunar, siempre ha sido para mí uno de los momentos culminantes de toda la historia del género. Y el duelo final entre los dos antagonistas es sencillamente inolvidable. Sabemos que, claro, debe ganar Jake, pero se agradece que se nos conceda un último momento de solidaridad con Clint. Desarmado por su viejo amigo, éste, noble siempre, acepta darle la oportunidad de un duelo pero, en vez de pasarle directamente la pistola, se la arroja lejos para evitar cualquier movimiento traicionero. Esa falta de deportividad indigna a Clint —él se la habría dado en mano, alega— y aunque todos estemos seguros que la naturaleza traicionera de Hollister impide creer tal cosa, en ese momento él está seguro de que sí lo hubiera hecho. En esa forma de asumir hasta el final un rol está el secreto de los grandes personajes.
La última película de la «trilogía», El hombre del Oeste, se estrenó el mismo año de 1958 que la anterior. Ignoro cuál lo hizo en último lugar, pero me gusta pensar que es el film de Mann, porque viene a suponer la culminación de las tres. Es un western genial, que en su día mereció a Jean-Luc Godard, en una crítica famosa antes de pasar él mismo a la dirección, el calificativo a su realizador de Super-Mann. Y no es para menos, pues estamos ante una película sobre todo de director. El guión es sólido pero no especialmente original e incluso parco en peripecias para el género: es la labor de Mann la que exprime todas las posibilidades de un planteamiento dramático excelente que, incluso, gana en riqueza comparándolo con los dos westerns con que yo lo he asociado. Y es que Gary Cooper —cansado y otoñal: en rigor, demasiado mayor para el personaje, pero ante un genio de su talla, qué más da— encarna a otro forajido redimido que, esta vez por azar (¿o por fatal destino?), se tropieza con el hombre que lo educó y al que dejó mucho tiempo atrás (aunque el viejo Dock, perdida ya la medida del tiempo, cree que fue «hace cinco años»: imposible, con la edad que muestran los dos personajes). Para salvar su vida y la de los dos acompañantes que van con él (una cantante de saloon y un jugador: dos proscritos sociales, como él lo fue), defiende que ha vuelto a él de modo voluntario. Y el viejo lo cree (o quiere creerlo), y de inmediato organiza un atraco al banco de un riquísimo pueblo minero… que resultará ser la ciudad muerta que queda para completar el trío.
La característica principal que aporta El hombre del Oeste a ese familiar planteamiento de antagonismo y reencuentro es el denso peso del pasado. Link Jones hace mucho que dejó atrás su vida de forajido, se instaló en una comunidad de pioneros a los que reveló su pasado y que lo aceptaron, se casó y tuvo hijos, y ahora ha sido comisionado por sus conciudadanos, orgullosos de él, para marchar a tierras más civilizadas —las que él mismo perturbó con sus correrías— con el dinero reunido para contratar a una maestra para la escuela que han construido entre todos. Sin duda, Link cree que ha pasado mucho tiempo, que todo ha sido borrado. Pero se equivoca: en la estación donde se sube al tren, ya el sheriff lo interpela, pues su rostro le resulta familiar, e incluso le pregunta si conoce a Dock Tobin. Y ese tren será asaltado por la nueva banda de éste: como resultado, Link no solo pierde el dinero confiado a él sino que queda en tierra mientras el tren se marcha con la cantante y el jugador. Aislados a cien millas de cualquier ciudad, el instinto conduce a Link a la aislada granja que era el cuartel general de su tío Dock… ignorando que sigue siéndolo.
La clave de toda esta historia es la pegajosa atmósfera que Anthony Mann otorga a las imágenes. Especialista en hacer que el paisaje de sus películas se convierta en proyección moral de sus violentos personajes —no hay sino que recordar el famoso ciclo de westerns que rodó con James Stewart—, Mann, de modo afortunado, hace que inicialmente la historia se sitúe en terreno tranquilo y luminoso para, poco a poco, y a medida que comienza la regresión literal de Link en el pasado, la luz parece perder toda luminosidad: incluso a pleno día se vuelve mortecina, como si no hubiera sol o fuera un sol frío, no ya capaz de dar luz sino ni siquiera un mínimo calor. Un sol tan muerto como las figuras que deambulan por ese paraje y que en realidad se dirigen hacia su muerte.
Y es que la trayectoria de Link se convierte en un ingreso en territorio de fantasmas. La recóndita granja (con su destartalado granjero) está perdida en medio de ninguna parte, un espacio tan sórdido en su exterior como en su interior, y lo que primero sucede nada más entrar en él, después de la sorpresa de tropezarse con Dock, será asistir a la muerte del miembro de la banda que murió en el atraco. Dock Tobin, al contrario que Widmark en Desafío en la ciudad muerta, no es un villano carismático. Tal vez lo fuera, pero ahora es un viejo pervertido de presencia diabólica que si infunde terror es precisamente porque no se sabe en qué momentos está allí o perdido entre divagaciones: sus carcajadas son las de un loco y su mirada las de un maniaco que goza exhibiendo su poder sádico. Lo que queda de su famosa banda es también un espectro de ella: un puñado de inútiles (su fracaso en el atraco al tren es sintomático: su único botín es el dinero de Link), de idiotas embrutecidos pero tan violentos y sádicos como el viejo que los lidera.
El desarrollo de la historia consiste, por un lado, en el juego al gato y al ratón que se entabla entre Dock y todos los demás, los de su misma banda, y Link y sus acompañantes, que tiene un primer momento de tensión en la memorable escena en que obligan a la cantante Billie (una maravillosa Julie London, cuya mirada de lúcido dolor despierta una insondable tristeza en el espectador) a iniciar un strip-tease ante la impotencia del protagonista, al que Coaley, el sádico jovenzuelo que Dock tiene por su nuevo aprendiz, sujeta con un cuchillo en la garganta. Pero por otro, el angustioso duelo con su mismo pasado, con el hombre que fue y que no había enterrado del todo: en mayor medida aún que Jake Wade, Link deberá sacarlo a la luz para sobrevivir. Y el momento más terrible es cuando provoca a Coaley a una pelea que Dock, complacido por el duelo de gallos, permite y en el curso de la cual lo humilla dándole una paliza y despojándolo a su vez de toda su ropa. Cuando por fin se detiene, horrorizado ante el extremo a que se ha dejado llevar, Coaley se arrastra hacia un revólver y será Dock quien lo mate.
El desgarro moral que provoca el film es indudable. Dock es un tipo despreciable, pero digno de lástima: su mundo para él se acabó el día en que su pupilo, Link, lo abandonó (ni siquiera Clint Hollister sufrió tanto como él), y ahora se aferra a su retorno (que, por otro lado, sabe ilusorio), dejándose manipular, ante la sorda rabia de Claude, el primo de Link, el único superviviente de la vieja banda, que todos esos años ha permanecido cuidando al viejo, consciente de su deterioro. El hombre del Oeste acaba siendo una versión perversa de la parábola del hijo pródigo: y Claude, como el hermano que se quedó con el padre abandonado en el relato bíblico, asiste con impotente resentimiento a la jubilosa acogida, adivinándose que en los años en que todos estuvieron juntos debió ser presa de una notable envidia, ante el evidente favoritismo de Dock por Link.
En fin, es todo un hallazgo climático de la historia que Lassoo, el presunto emporio minero que se dirigen a robar, resulte ser una ghost town entre cuyas casas y calles abandonadas tendrá por fin ocasión el protagonista de darle la vuelta a la situación y acabar con toda la banda a excepción de Dock, que se queda en el campamento con Billie. Todas las muertes de los forajidos serán patéticas, a la medida de su condición de toscas parodias de forajido, siendo la más recordable la del mudo medio idiota encarnado por Royal Dano, con un tiro en el vientre y corriendo por la solitaria calle principal de Lassoo hasta morir entre convulsiones (Dano, secundario enteco de maravillosa expresión tristona, tuvo varias muertes memorables en el western, una de ellas en la mítica Johnny Guitar).
[Quien no conozca los detalles del final de esta excepcional película, debe dejar de leer justo aquí]
En las películas de Anthony Mann abundan los parajes rocosos donde se resuelven los duelos de sus personajes, y en uno especialmente fantasmal (un macizo calcáreo de piedras desgastadas y borrosas, como el mismo Dock Tobin) es donde Link ajusta cuentas con el viejo, que antes de dejarse matar tiene todavía un último acto despreciable: violar a Billie en ausencia de todos. El hombre del Oeste es un western sucio y sórdido (de ahí que hablara de la anticipación de la deriva que tuvo el género en los 60, a uno y otro lado del Atlántico), pero tan admirable que también tiene espacio para el lirismo y la belleza emocional. Está en el gesto de dolor de Cooper al ejecutar a quien pese a todo también debe la vida: el actor, no sé si de modo consciente, repite el mismo ademán con que se lamentaba, en el soberbio final de Veracruz, de tener que liquidar también a su amigo y sin embargo antagonista Burt Lancaster.
Pero también está en la bonita exposición de la relación entre Gary Cooper y Julie London. Huyendo del estereotipo, no habrá historia de amor entre ambos —recordemos que él es un hombre casado: y señala que fue la fundación de una familia lo que lo redimió—, por mucho que Billie le declare su amor, más como tributo al único hombre que la ha tratado bien en su vida que porque tenga alguna esperanza de conseguirlo. En el triste pero muy limpio final, ambos toman de nuevo el rumbo de la civilización (aunque para él lo que viene es incierto: ya ha sabido que fue reconocido como antiguo forajido), sin que ni siquiera quede el consuelo de una breve caricia, pero unidos por el cálido consuelo de los seres que han sabido levantarse del barro al que el destino y la sociedad los arrojaban.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Cielo amarillo / Yellow Sky. Año: 1948.
Dirección: William A. Wellman. Guión: Lamar Trotti; historia de W. R. Burnett. Fotografía: Joseph MacDonald. Música: Alfred Newman. Reparto: Gregory Peck (El Flacucho), Anne Baxter (Mike), Richard Widmark (Dude), John Russell (El Larguirucho9. Dur.: 98 min.
Título: Desafío en la ciudad muerta / The Law and Jake Wade. Año: 1958.
Dirección: John Sturges. Guión: William Bowers; novela de Marvin H. Albert. Fotografía: Robert Surtees. Reparto: Robert Taylor (Jake Wade), Richard Widmark (Clint Hollister), Patricia Owens (Peggy), Henry Silva (Rennie). Dur.: 86 min.
Título: El hombre del Oeste / Man of the West. Año: 1958.
Dirección: Anthony Mann. Guión: Reginald Rose; novela de William C. Brown. Fotografía: Ernest Haller. Música: Leigh Harline. Reparto: Gary Cooper (Link Jones), Julie London (Billie), Lee J. Cobb (Dock Tobin), Arthur O’Connell (El jugador). Dur.: 100 min.
Hola! Existe otro western donde aparece una «ciudad fantasma». Lástima que desconozco el nombre! Lo ví hace muchos años y trata de un grupo de forajidos que asalta el banco de un pueblo y, al verse rodeados, esconden el dinero en el mismo pueblo con la intención de escapar y regresar, después de un tiempo, a recuperarlo. Cuando regresan, se encuentran con la sorpresa de que el pueblo está abandonado(excepto por un anciano que cuida el cementerio) y que el territorio está controlado por los indios. Bajo ese panorama, comienzan la búsqueda del botín… Ojalá me puedas ayudar con el nombre de la película… Saludos!
Hola, Cristian, lamento decirte que no conozco esta película, y que he buscado información en internet tratando de hallar rastro de ella, pero hasta ahora no lo he conseguido. Ahora bien, el argumento que cuentas es tan estupendo que ahora te pido yo que si por tu cuenta descubres cuál es, me informes enseguida!!! Un abrazo.
Hola! A estás alturas me parezco a John Wayne en «The Searchers»… El nombre de esa película se ha transformado en una obsesión, pues la vi cuando era adolescente y, ahora adulto, aún no doy con el nombre!
Algunos datos que pueden ayudar: creo que fue filmada en la década de los cincuenta(es en colores). Es un western americano clásico. Junto al grupo de forajidos se encontraba una mujer. El anciano que cuidaba el cementerio fue muerto por una lanza india cuando intentaba impedir que éstos profanasen las tumbas. Los forajidos fueron cayendo uno por uno en su lucha con los indios. Quedaban tres sobrevivientes(la mujer, entre ellos), pero ya no habían municiones… En la escena final, uno de los forajidos tomó un barril de pólvora y se dirigió hacía el cementerio que profanaban los indios. Éstos le dispararon provocando su muerte y una gran explosión(el barril de pólvora). Nadie sobrevivió, excepto la mujer y el otro pistolero. Ambos se marcharon, sin darse cuenta que el botín ardía en un costado del abandonado pueblo producto de la explosión.
*Recuerdo que cuando los forajidos llegaron al pueblo, se produjo una ventisca que los obligó a mantenerse encerrados en una polvorienta taberna.
El anciano(que se oponía a la destrucción del pueblo para dar con el dinero) fue apresado en la taberna por los forajidos. En un descuido, intentó alertar a través de un espejo a una supuesta patrulla de soldados que inspeccionaba el territorio, pero consiguió advertir a los indios que controlaban el sector y el pueblo fantasma.
Si doy con el nombre, con gusto te lo haré saber(¡aunque a estas alturas parece una misión imposible!). Saludos!