Este artículo, en una versión más extensa, fue publicado originalmente en el nº 13 de la revista Delirio
Los cucos de Midwich
El nombre de John Wyndham (1903-1969) es conocido por todos los buenos aficionados a la ciencia-ficción por una serie de novelas que, publicadas en los años 50, tienen la condición de clásicos del género: El día de los trífidos (1951), Kraken acecha (1953) y Las crisálidas (1955). Sin embargo, seguramente hoy está unido, ante todo, a las versiones cinematográficas de otra de sus novelas, Los cucos de Midwich (1957), pero bajo el rebautizo que sufrió en su primer paso a la gran pantalla: El pueblo de los malditos. El prestigio cinéfilo de esta primera adaptación, dirigida por Wolf Rilla en 1960, que no ha hecho sino acrecentarse con el tiempo y que sigue siendo superior a sus secuelas y remakes, garantiza al menos un pequeño puesto a Wyndham en el imaginario fantástico general. Lo cual es injusto, pues la obra del escritor inglés es una novela magnífica, digna de figurar en cualquier lista que catalogue los mayores logros de la literatura fantástica del siglo XX, y ninguna de las películas surgidas en su estela consigue reproducir la notable capacidad de inquietud que desprenden sus páginas. No obstante, han conseguido fijar en nuestra mente un icono de notable fuerza: un grupo de niños con una melena rubia y lacia que consigue crear sobre ellos una sensación de homogeneidad física, que se mueven como si fueran uno solo y que cuando concentran su mirada, implacable, sobre cualquier ser que creen que puede dañarlos… éste ya puede darse por condenado.
El magnífico argumento propuesto por Wyndham se inicia cuando los habitantes, humanos y animales, de un pueblecito inglés, Midwich, sufren un inesperado desvanecimiento durante un día entero: se comprueba que cualquier intento de franquear los límites de la zona en que se encuentra provoca el mismo desmayo. La consecuencia de ese «día que no existió» es que todas las mujeres en edad de procrear quedan embarazadas, solteras y casadas, vírgenes y viudas, y dan a luz a unos niños de aspecto vagamente inquietante (pelo rubio y lacio, uñas estrechas, pupilas doradas) que en pocos años alcanzan un desarrollo muy superior, en crecimiento e inteligencia, al que les correspondería por edad. Incluso desde las barrigas de sus madres, los niños manifiestan una misteriosa capacidad para anular las voluntades de quienes están ante ellos y, con el tiempo, empiezan a protagonizar incidentes graves, que concitan el rechazo, el miedo y finalmente el odio de cuantos viven en el pueblo, además de mostrar terribles capacidades y una completa falta de emociones.
¿Cuál es su origen? Una fotografía aérea tomada el «día que no existió» muestra un extraño vehículo situado en el pueblo y luego desaparecido (hay que recordar el contexto en que se escribió la novela, en plena fiebre de los platillos volantes y las especulaciones sobre las visitas extraterrestres a nuestro planeta). Con el tiempo, parece llegarse al convencimiento de que los niños son, ciertamente, ajenos a la Tierra: producto de algún tipo de invasión exterior que tomó como huéspedes los cuerpos de sus madres. El desconcierto invade a los padres (que enseguida, en su mayoría, reniegan de ellos y dejan que vayan a vivir juntos a una institución gubernamental situada en el pueblo) y a las autoridades. El protagonista, Gordon Zellaby, escritor, sabio, ve sometido a dura prueba su racionalismo, pero será quien consiga llegar más lejos en el estudio y conocimiento de los niños —quienes, por otra parte, lo tienen por el único ser humano al que, a su modo frío e inhumano, respetan—, y también será quien acabe decidiendo que su mera existencia es un peligro para toda la Humanidad, por lo cual introduce una bomba en su casa y se sacrifica muriendo con ellos.
Wyndham fue defensor de una ciencia-ficción que no huyera a lejanas estrellas sino que planteara situaciones que, bajo la pátina de lo imposible, incluso de lo alienígena, permitieran la reflexión sobre el ser humano. Buena parte de sus ficciones abordan catástrofes que ponen al ser humano al borde de la extinción (El día de los trífidos, Kraken acecha) o confrontan al hombre cotidiano con criaturas de apariencia no menos humana pero que parecen haber dado un paso más allá en la evolución (Chucky, Los cucos de Midwich). Es decir, la violación de lo cotidiano es lo que realmente pone en cuestión el teórico control que tiene el ser humano sobre la vida y el conocimiento, sobre su propia condición.
La novela que abordamos, de todas las que he leído, es sin duda su obra maestra. Lo es por razones narrativas y estilísticas: es inigualable la capacidad que tiene el escritor para levantar una atmósfera de opresiva inquietud, a la vez intelectual y moral, partiendo de un escenario tan cotidiano, incluso entrañable, como el pequeño y tranquilo pueblecito de la campiña inglesa donde transcurre la acción. Pero lo es, sobre todo, por el trasfondo reflexivo e incluso filosófico, que plantea. En el encaramiento entre esos niños colectivos (en realidad, las seis decenas componen dos únicos seres, uno masculino y otro femenino) y el hombre, siempre diferente, siempre dotado de una personalidad que lo singulariza, por insignificante que sea, frente a sus semejantes, Wyndham plantea una estremecedora reflexión sobre lo relativo del concepto de humanidad.
Frente al miedo y el odio (como siempre, indisolublemente unidos) que desarrollan sus conciudadanos —es significativo que el portavoz de éstos acabe siendo el por otro lado bondadoso párroco, que cuestiona el carácter de hijos de Dios de los niños—, frente al desconcierto de los agentes gubernamentales, que en realidad esconde su fracaso por no haber podido utilizar las habilidades de los niños en beneficio propio (o de eso que en los films americanos se llamaría, de modo ominoso, la seguridad nacional), Gordon Zellaby aborda la cuestión desde el punto de vista de la pertinencia de la existencia de los niños. ¿Tenemos derecho los autoproclamados hombres a reclamar como exclusivo tal concepto y asumir que todo aquel que pone en peligro tal condición debe ser eliminado? Para desconcierto de Zellaby, eso es justo lo que motiva el comportamiento, en apariencia sanguinario, de los niños. ¿Es posible una educación de éstos, cuando esa educación transmite unos valores, sociales, humanitarios —o sea, convencionales por convención de sus creadores, los seres humanos—, y por lo tanto ajenos a quienes parecen constituir una especie diferente? Por otro lado, los niños saben que cuentan con un aliado en su defensa: su propia apariencia humana, su condición de niños y las ideas asociadas al concepto de infancia, obra en su favor porque provocará reparos a actuar contra ellos con la determinación que se actuaría contra una plaga animal…
El pueblo de los malditos (1960)
Tres años después de la publicación del libro se estrenó su adaptación cinematográfica, que el tiempo ha convertido en un film de culto. Fue rodada en un momento de el esplendor del cine fantástico inglés —aunque el nombre de su director, Wolf Rilla, no se asocia con ninguna otra película medianamente conocida—, con un muy sólido reparto de actores británicos (dos de ellos asociados con la Hammer: Barbara Shelley, considerada la mejor actriz de las célebres chicas de la productora, y Michael Gwynne, el inolvidable y patético «segundo» monstruo de Frankenstein) más la importación desde Hollywood de un intérprete sin embargo oriundo de las islas, el inolvidable George Sanders. Éste compuso un Gordon Zellaby extraordinario: vista la película y leído después el libro, diríase que Wyndham escribió su personaje pensando ya en él, en su indolente aplomo, en su forma de encerrar una triste sabiduría en la mirada o de interpretar con todo el cuerpo, en la mejor tradición de la escuela inglesa de los James Mason o Peter Cushing. Como señalaré a continuación, por desgracia el Zellaby cinematográfico carece de la densidad del literario, pero la actuación de George Sanders casi consigue disimularlo por completo, hasta tal punto su presencia llena siempre la pantalla, resultando especialmente memorable en las fundamentales escenas con los niños.
El pueblo de los malditos, lógicamente, participa de las principales características del cine fantástico de su momento: la austeridad visual de la fotografía en blanco y negro, que le otorga una notable prestancia visual, y la inevitable modestia de un género que, por entonces, siempre era concebido bajo parámetros de serie B. Virtudes y defectos emanan por lo tanto de esta última condición. Virtudes porque la concisión (en narración y metraje) resulta muy notable, amén de que el presupuesto está perfectamente aprovechado y no se echa a faltar ningún medio. (En todo caso, el «efecto especial» de las escenas en que los niños manifiestan sus poderes resulta más bien tosco —la imagen de los infantes, con expresión implacable, se congela mientras se hacen brillar sus ojos, quizá recordando las pupilas doradas de aquéllos en el original— pero es una elección de estilo no tanto como de recorte monetario.) Y defectos, porque estaba claro que los promotores del film se concentrarían en lo más espectacular de la historia original antes que en la atención a las posibilidades reflexivas e incluso filosóficas que depara la trama. Es decir, la compleja reflexión ética y etiológica del original acerca del relativismo del punto de vista y de la perspectiva que nos convierte en «humanos» da pie aquí a una lineal relación de peripecias, que no consigue reproducir la hermosa trascendencia de la novela pero que, al menos, adquiere su sentido a través de un excelente ejercicio de atmósfera.
De modo esperado, el guión vuelve aún más conciso el desarrollo de incidentes. La trama transcurre en un plazo de tiempo mucho menor: el mismo «día que no existió» del original aquí se reduce a un par de horas, y una vez encarrilada la trama, con el nacimiento de los niños, enseguida se los hace crecer y asistimos a los episodios en que demuestran su enorme peligrosidad. En todo caso, un detalle distingue el guión con respecto al libro: aquí el matrimonio Zellaby sí es padre de uno de los niños, al que en buena lógica le corresponde el papel de líder de sus compañeros (que son menos también, por razones de economía visual: doce).
Ese detalle es una buena ocurrencia de los guionistas, pues tiene la virtud de aumentar la implicación del Zellaby fílmico en la terrible intriga que viven los habitantes de Midwich, al hacerlo aún más partícipe (a él y a su esposa) en los acontecimientos. El actor infantil que interpreta al pequeño David, además, es nada menos que Martin Stephens, que al año siguiente volvería a producir escalofríos con una memorable encarnación de niño diabólico, nada menos que en la genial ¡Suspense! (1961), de Jack Clayton. La mirada fría del niño Stephens ya es un anticipo, memorable, de la zalamera, y maligna, untuosidad del pequeño Miles de la adaptación de Henry James.
Lo peor, por lo tanto, de El pueblo de los malditos, al menos para quien conozca y valore el libro, es la trivialidad final que exuda de ella: su conversión en un mero film sobre amenaza más o menos extraterrestre, aunque eso sí, siga manteniendo la profunda inquietud que produce el hecho de que esas criaturas terribles sean unos niños (es lástima que la caracterización visual les reste algo de esa inquietud: las pelucas rubias nunca dejan de parecer pelucas rubias).
Aceptadas estas cartas de menor valor, aun así el film posee indiscutibles atractivos. Por supuesto, donde luce más es en aquellos momentos en que el desarrollo de la trama se sitúa bajo los resortes de la pura narración visual. Desde luego, es memorable la escena pre-créditos, que muestra la caída de todos los seres vivos de Midwich en el inexplicable letargo. Con modestia y sugerente sentido de la concisión narrativa, Rilla sitúa al espectador, de entrada, ante Zellaby, quien efectúa una llamada a su cuñado Alan (Michael Gwynn), cuya brusca interrupción al caer desmayado pone en acción a éste hacia el pueblo para comprobar qué ha ocurrido. A continuación se desgranan diversos planos que muestran cómo el sueño ha sorprendido a los habitantes del pueblo en plena realización de sus tareas: el tractor que da vueltas concéntricas hasta chocar con un arbolito, la plancha quemando un vestido, el agua procedente de un grifo abierto derramándose desde la pila colmada, el tocadiscos que da vueltas distorsionando el sonido… hasta que la cámara muestra, en plano general, la calle con diversos cuerpos desmayados sobre el suelo y se dirige a encuadrar el reloj de Midwich, indicándonos la hora en que todo ha sucedido. Entonces es cuando comienzan los créditos. Sencillo y sugerente.
El final resulta quizá demasiado simple, pero desde luego es muy efectivo. En el libro, Zellaby acaba volando por los aires junto con los niños, pero esta escena se produce en off narrativo. El guión de la película lo resuelve de manera ingeniosa y manteniendo siempre a Zellaby en primer plano. Para tratar de esconder su pensamiento sobre la inminente explosión, el protagonista intenta escudarse visualizando, de modo muy literalmente simbólico, un muro de ladrillos: un muro que se sobreimpresiona en pantalla sobre el rostro sudoroso y vacilante de Sanders, que poco a poco va desmoronándose ante la intensidad exploradora de los niños telépatas. El breve plano en que éstos, tras derrumbar el muro, descubren la verdad y giran sobresaltados sus cabezas en dirección al maletín con la bomba, es ciertamente magnífico (pues, fugazmente, el espectador llega a identificarse con aquéllos: una postrera pero bonita forma de traducir las reflexiones de la novela sobre la incomodidad moral que despierta el aspecto infantil de quienes, en el fondo, son la especie destinada a destronar al hombre sobre la tierra).
Secuelas y remakes
Unas palabras sobre los otros dos films surgidos en la estela (quien esté interesado en el comentario completo lo puede encontrar en el señalado número 13 de la revista Delirio). Los hijos de los malditos (1963, Anton M. Leader) es un ejemplo de secuela inteligente, que no intenta recalentar el éxito original sino que propone nuevas vías de acercamiento al planteamiento de partida, el inventado por Wyndham. De entrada, hay una diferencia radical con la historia expuesta por Wyndham y Rilla: los niños no son aquí el producto de una misteriosa e inconcreta invasión extraterrestre, sino una mutación de la naturaleza humana que de pronto la ha hecho evolucionar en un millón de años. No están animados por el propósito de erigirse en una comunidad; de hecho, cada uno ha nacido en un lugar diferente, y esta es otra idea original: son seis niños cada uno de una raza distinta y por tanto no son similares físicamente. Y no hay necesidad de recurrir al horrible pelucón rubio de la versión de Rilla.
Donde sí coincide con las obras originales es en su clara ubicación histórica: la guerra fría sigue explicando la historia, pero en esta ocasión de modo mucho más perturbador que en el film de Rilla. Son los hombres quienes intentan explotar descaradamente su inteligencia superior en beneficio propio, comprendiendo demasiado tarde su error al unirlos. De hecho, el film va dando sutilmente la vuelta al planteamiento original: aquí acabará siendo el ser humano, menos desarrollado, la especie claramente peligrosa, hostil e incluso asesina en su propósito de defenderse de lo que no comprende. De ahí que Los niños de los malditos acabe erigiéndose también en una parábola, sí, pero de la sed destructiva de la humanidad, de la imposibilidad del acuerdo, del miedo eterno a la diferencia. Una parábola tal vez ingenua pero efectiva, narrada con enorme fuerza y a la vez con gran modestia, que acaba suponiendo uno de los cuentos más tristes y desesperanzados de la historia del cine de ciencia-ficción.
Un cuarto de siglo después del estreno de la versión de Wolf Rilla, cuando ésta ya se había convertido en una película de culto, Hollywood decidió que era el momento de proceder a efectuar su remake, y la dirección le fue confiada a un hombre suficientemente probado en el género fantástico como John Carpenter. Por desgracia, esta película no se puede contar ni mucho menos entre los buenos films del director. Y es que, antes que nada, llama la atención la escasa ambición del proyecto, que a ratos casi parece concebido para la televisión, empezando por un reparto de actores desfasados (unos procedentes del cine y otros de la televisión) y además muy limitados. Comparar al tristemente malogrado Christopher Reeve con George Sanders es enfrentar la noche con el día: el fundamental personaje del sabio protagonista aquí carece de cualquier relieve y se nota, sobre todo, en la falta de fuerza de la conclusión, idéntica a la de 1960 (más el añadido de unos efectos especiales de lo más molesto a la hora de representar el muro en que Reeve se concentra para que su pensamiento no sea leído).
Otros errores son su incremento del morbo asociado a la maldad infantil: para tratarse de niños sin emociones, sus reacciones revelan una indudable complacencia en el sadismo (ver la escena en que obligan a la epidemióloga a abrirse en canal con un bisturí, para vengar la autopsia que hiciera al cuerpo del niño muerto en el parto) o, por parte de la líder de los niños, un abuso en las expresiones sarcásticas, dándose unos aires de «villana total» que resultan ridículos. Fastidia, asimismo, no solo el mimetismo en la caracterización de los niños (otra vez las pelucas rubias…) sino el detalle molesto de que el brillo de sus ojos al actuar posea tal intensidad que los hace casi incandescentes. Es decir, se incurre en el subrayado y se deja de lado la sutileza, lo cual es una flagrante traición a Wyndham.
Aun así, este segundo Pueblo de los malditos tiene elementos que salvan el film de la completa mediocridad. Hay algunos apuntes en la dirección de Carpenter, fundamentalmente en el arranque de la película, que sugieren la presencia de una inconcreta amenaza que flota sobre la Midwich que está despertando al nuevo día, poco antes de que la vida se «detenga», y que a ratos todavía sabe levantar cierta atmósfera fría y desalmada, de lo más coherente con la trama. Y hay un apunte original en el guión que tiene mucho interés: los niños están programados desde su nacimiento por parejas de chico y chica, como en la novela, pero uno de ellos queda solo al morir la suya en el parto. Eso lo convierte, incluso a ojos de sus compañeros, en un niño diferente, que parece haber desarrollado cierta emocionalidad que lo singulariza de los otros y a la vez lo margina. Lo cual da origen a los dos mejores momentos de toda la película, que tienen lugar cuando cuando, en dos ocasiones, visita el cementerio de Midwich en busca de la tumba de su «pareja». La primera vez encuentra a la joven que dio a luz a ésta y que ha añadido este trauma al hecho de haber quedado embarazada siendo virgen: el niño «ve» el inminente suicidio de la muchacha; la segunda, sorprende a Reeve acudiendo a ver la tumba de su esposa: hay un bello momento cuando el niño empatiza con el dolor del adulto y le da la mano.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El pueblo de los malditos / Village of the Damned. Año: 1960.
Dirección: Wolf Rilla. Guión: Stirling Silliphant, Wolf Rilla y George Barcley (Ronald Kinnoch). Fotografía: Geoffrey Faithfull. Música: Ron Goodwin. Reparto: George Sanders (Gordon Zellaby), Barbara Shelley (Anthea Zellaby), Martin Stephens (David), Michael Gwynne (Alan). Dur.: 77 min.
Título: Los hijos de los malditos / Children of the Damned. Año: 1964.
Dirección: Anton M. Leader. Guión: John Briley. Fotografía: Davis Boulton. Música: Ron Goodwin. Reparto: Ian Hendry (Coronel Llewellyn), Alan Badel (Dr. Neville), Barbara Ferris (Susan). Dur.: 90 min.
Título: El pueblo de los malditos / Village of the Damned. Año: 1995.
Dirección: John Carpenter. Guión: David Himmelstein, basado en el guión de 1960. Fotografía: Gary B. Kibbe. Música: John Carpenter y Dave Davis. Reparto: Christopher Reeve (Dr. Alan Chaffee), Kirstie Alley (Dra. Verner), Linda Kozlowski (Jill), Mark Hamill (Padre George), Meredith Salenger (Melanie). Dur.: 99 min.
Con lo que me había gustado la novela El día de los Trífidos, Whyndham es un autor al que debería recuperar. Es curioso que aunque la caracterización de los niños en la película de Wolf Rilla sea la que sale en Los cucos de Midwich, siempre me recuerda un poco a cómo querían presentar a la población cualquier cosa que pudiera venir del Este: rubitos, inexpresivos y con una especie de mentalidad colectiva y no individual…Quizá es algo que se pasa a todos por la cabeza al ver una película de esa época.
La versión de Carpenter, en cambio, es de echarse a llorar. Menos mal que en el mismo año se marcaba esa fabulosa versión de Los mitos de Cthulhu que fue En la boca del miedo, porque esta parece precisamente un telefilme. La filmación es muy sosa, desganada y..bueno, en realidad gran parte del cine de terror de esa década tiene ese aspecto aburrido y aséptico. No fue una buena década para un género tan especifico.
«Los cucos de Midwich» está aún mejor que «El día de los trífidos», que ya es estupenda. Lo que no quita que sea una novela muy propia de la guerra fría, y aunque no condiciona su indepedencia ética final, sí se refleja en detalles como ese miedo al colectivismo y a la homogeneización que simbolizan los niños. La peli de Carpenter me ha parecido una pena desde que la vi, porque la rodó entre títulos que me gustan mucho, por ejemplo «En la boca del miedo». Todavía me pregunto cómo pudo aceptar un reparto semejante, aunque es verdad que el director nunca fue muy exigente con los actores: películas como «Memorias del hombre invisible» o «Fantasmas de Marte» así lo acreditan.
Gracias.
¡Por fin! Esta es la tenebrosa película que ven Bart y sus amigos cuando rompen el toque de queda.
Muy buen post. Informativo y conciso. Nos leemos luego.
Me alegro de haberte servido de ayuda. Gracias por pasarte por el blog!
Ya que se está hablando de «malditos» – aunque me salga del tiesto- me ha venido a la cabeza Steiberg y su novela «Las uvas de la ira», llevada a la gran pantalla por el genial Ford. Siempre me han agradado los relatos de los «malditos» que promueven «actividades antinorteamericas» como en este caso. Steinberg nos narra la realidad de la Gran Depresión y de las miserias del sistema capitalista, por lo que tuvo problemas con los cazadores de brujas. De hecho, para poder estrenar la peli, Ford tuvo que dejarse censurar el final. En la novela es terrible y pesimista. Acaba en tragedia y queda al descubiereto la mentira del «American Dream» y el mito del capitalismo democrático. En la peli, todo va muy mal, pero al final se arreglan las cosas porque el sistema aprieta pero no ahoga, con lo que quedan más falsos de Judas.
Supongo la conocerás. En caso contrario, te la recomiendo y te adjunto enlace para descargarla y refrescar la memoria si ya la has visto. La novela la leí en English en la Escuela de Idiomas. Impresionante. Cuando tenga tiempo, hablaré de ella en mi bloc. La madre me recuerda a la mía.
Saludos
Regí
https://thepiratebay.se/torrent/9514831/Las_Uvas_De_La_Ira_%281940%29%5BHDRIP-XviD-AC3-ESP%5D
PD. Hay otras novelas-pelis semejantes. Normalmente recibían el tratamiento de que al final todo se arregla porque el «Amecican Way of Life» es el paraíso terrenal.
Jajaja, pues sí que es espectacular el cambio de tercio de Wyndham a Steinbeck y John Ford, de la ciencia-ficción al realismo puro y duro, Regí.
Sí, me gustan mucho tanto la novela como su adaptación al cine, aunque hace ya tiempo de la última vez que he visto la película y más aún desde que leí la novela. Claro, Hollywood obligó a mitigar un tanto la dureza del mensaje, aunque curiosamente el talento de quienes hacen «Las uvas de la ira», película, hace que me guste más su final (la famosa escena entre Henry Fonda y su madre). Pero es verdad que tengo que revisar ambas, a ver si lo hago pronto. Gracias por el enlace.
De nada, José Miguel. Hablando de censuras, no recuerdo qué director español – Berlanga, Buñuel?- dijo que el censor debería cobrar derechos de autor ya que a veces los cambios que imponía eran mejores que el original. En alguna peli, la pareja protagonista no podían ser «amantes» – pecado mortal- y el censor obligaba a que fueran «hermanos» con lo que el morbo ganaba, imagina, dos hermanos incestuosos como en La Walkiria.
En el caso americano, era un un jovencito y ya me daba cuenta del truco. toda la peli denunciando lo malo que era el sistema americano, y justamente al final pasa algo imprevisto y se arregla todo. Mensaje: el sistema funciona.
Saludos
Regí
PD. Hablando de peli interesantes, vale la pena ver «Raza» cuyo guionista era Franco, para ser exacto el dictador es el autor de la novela. La puedes descargar del el mismo sitio. Me llama la atención que buena parte de los dictadores tenían veleidades artísticas, no solo Franco, sino también Hitler y Estalin. Lástima que no se hubieran dedicadoal arte en lugar de la política.
Lo dijo Buñuel, creo, a propósito del final de «Viridiana», menos explícito que el pensado inicialmente por el director, que acabó reconociendo, socarronamente, que era más malévolo, por sutil, el de los censores. La peli cambiada por la censura a la que te refieres creo que es la americana «Mogambo», donde, para evitar el adulterio de Grace Kelly con Clark Gable, hacían que el hombre con quien se presentaba en Africa fuera su hermano. Más morboso, claro.