Sherlock I II III IV
En el Canon, Sherlock Holmes se precipitaba hacia su aparente muerte, bien abrazado a su némesis el profesor Moriarty, por las cataratas de Reichenbach, en Suiza, un lunes 4 de mayo de 1891, desde las páginas de la popular revista The Strand Magazine, donde se publicaban sus aventuras. Sus lectores y admiradores —esos que al día siguiente fueron a sus trabajos en la City con brazaletes de luto en sus impecables trajes— tuvieron que esperar más de diez años (hasta septiembre de 1903) para confirmar, con satisfacción, lo que ellos ya sabían: que el gran detective no podía morir así como así. Bien es verdad que Conan Doyle, el hombre que decía ser su creador, había otorgado a sus fieles, un par de años atrás, un aperitivo (¡y qué aperitivo!) con la que acabaría siendo la más famosa aventura de Holmes, El sabueso de los Baskerville. Pero era una aventura que el mismo escritor situaba antes de la fecha oficial de su muerte, lo cual no podía ser satisfactorio, porque no aseguraba un nuevo y continuo suministro de aventuras. Pues bien, la estupenda serie de la BBC Sherlock ha dejado transcurrir mucho menos tiempo, poco más de un año, desde que en el último episodio de la segunda temporada hacía que el detective —siguiendo el último y siniestro designio de Moriarty (que yacía a sus espaldas tras haberse disparado a sí mismo un tiro para que no hubiera modo de forzarse a alterar su plan maestro)— se arrojara desde lo alto de un edificio, ante los atónitos ojos de su fiel Watson, para contarnos su come back.
Los tres capítulos de esta tercera temporada, en realidad, se estrenaron en el Reino Unido en enero de este año 2014 que acaba, y de modo casi simultáneo en España. Yo he tardado un año en poderla ver, aguardando su salida en bluray para no tener que aguantar el plúmbeo doblaje español (y es que la voz de Benedict Cumberbatch y, en general, el estupendo trabajo con el sonido de esta serie, se merecen la versión original).
En realidad, quienes tuvieron la fortuna de asistir en directo al estreno de la serie recibieron un anticipo a modo de regalo de Reyes —mejor dicho, de Santa Claus, pues hablamos del Reino Unido— bajo la forma de un pequeño corto televisivo de 7 minutos de duración que fue emitido, significativamente, en Nochebuena (esa fecha que los ingleses, de modo más sugerente, llaman The Night Before Christmas). Bajo el título de Many Happy Returns, en ese breve episodio se nos cuenta cómo los seres que más lamentaron la pérdida de Holmes tratan de volver a levantar sus vidas… siempre bajo la sombra del gran detective. Uno es el inspector Lestrade, a quien uno de sus hombres, Anderson (Jonathan Aris), uno de los policías que fueron manipulados por Moriarty para destruir a Holmes en el episodio final, intenta convencer de que distintas «señales» que se están produciendo por todo el mundo indican la mano del detective. El otro es, claro, Watson, a quien el primero visita para entregarle un disco que recoge las tomas falsas de una pequeña grabación que hizo Holmes para felicitar al doctor por su cumpleaños. Tal vez bajo el efecto del whisky con el que contempla las imágenes, por un momento Watson tiene la sensación de que el detective está hablando con él desde la pantalla. En montaje paralelo, un alborozado Anderson descubre que todos esos indicios holmesianos que él ha recopilado de todo el mundo forman una flecha que se dirige a Inglaterra. El mismo Lestrade, al avanzar por la calle, descubre un titular que reinterpreta una de las más famosas frases de Holmes, The Game is Back On (el juego recomienza). Y en el televisor de Watson (mientras éste se ha levantado a abrir la puerta), la imagen congelada sobre el rostro del detective, tal vez por algún error técnico o por un hado superior, vuelve a avanzar y Holmes nos guiña un ojo…
Esta tercera temporada no llega a alcanzar la extraordinaria intensidad de la anterior: tiene un capítulo a su altura (por fortuna, el último), pero los otros dos son más irregulares, si bien el primero acierta en la reintroducción de Holmes en la vida cotidiana. En cualquier caso, mantiene las dos constantes básicas de la serie: la excepcional creación de Benedict Cumberbatch (como Holmes) y la capacidad para seguir sorprendiendo a los holmesiómanos con las variaciones contemporáneas sobre nuestro detective predilecto. En concreto, las dos ideas fundamentales que recorren los tres episodios de esta temporada son a cuál mejor. Por un lado, la definitiva consideración de Watson como un hombre que reúne la paradoja de que, encarnando en teoría el vínculo de la pareja con la normalidad, en realidad lo que lo define es su necesidad de contrapesar ese lado normal, para él «vulgar», con la necesidad de rodearse por seres que llevan la excepcionalidad como sello vital, y esta vez no solo será Holmes sino la mujer que se convierte en su esposa. Por otro, el definitivo paso hacia la socialización del gran misántropo: su reconocimiento de que los lazos que ha trabado con otros seres humanos (el principal, Watson), ya son parte insoluble de su personalidad.
Los créditos de la realización, en esta ocasión, están huérfanos de uno de los grandes responsables del estilo visual de la serie: el director Paul McGuigan, firmante de dos episodios de cada temporada anterior, siempre los mejores. Los nombres que lo reemplazan cambian en cada episodio de ésta, sin repetir nunca. Lo cierto es que no hay discordancias de realización entre los episodios, pues a estas alturas es evidente que la personalidad de los creadores de la serie (Mark Gatiss —intérprete al mismo tiempo de Mycroft Holmes, recuérdese— y Steven Moffat) es claramente la que marca el tono visual de la misma. Es claro, además, que buena parte del ritmo narrativo y de la impronta de Sherlock se obtiene en ese montaje rápido y febril (a la medida de la mente de su protagonista). Si acaso, y aquí ya se debe ante todo a los guiones, aumenta ese tono sincopado de las previas temporadas, es decir, el gusto por las elipsis abruptas (incluso muy bruscas), por los vínculos visuales inesperados (escenas paralelas que el montaje parece convertir en una sola), por las sofisticadas invenciones narrativas (ejemplo: el paseo por el filo de la muerte que Holmes vive en el tercer episodio, después de recibir, del modo más inesperado, una bala en el pecho).
Los mismos guionistas de siempre se encargan de firmar, cada uno de modo independiente, los tres episodios. Mark Gatiss abre la tanda con El coche fúnebre vacío. Este episodio —cuyo título rinde el tributo al relato del Canon en que Holmes regresaba de entre los muertos, La casa vacía, pero también a un cuento que nada tiene que ver con el detective, El tren especial desaparecido—, esperadísimo, gira en torno a dos puntos focales. Por un lado, la reaparición de Holmes, a quien recuperamos en algún siniestro punto de Europa oriental Soviética, más o menos donde se sugería en el episodio final de la temporada anterior. Por otro, el caso que motiva su regreso a Londres, que no es sino desenmascarar un plan terrorista para volar nada menos que el parlamento inglés, con todos sus diputados reunidos para votar, significativamente, una ley antiterrorista, y en fecha tan irónica como el 5 de noviembre, el famoso día de Guy Fawkes o de la Conspiración de la Pólvora que cualquiera, incluso fuera de las islas y gracias a V de Vendetta, conoce en sus detalles básicos.
La mayor virtud de este episodio reside en el reingreso de Holmes en Londres, abordado con notable sentido del humor. En primer lugar, claro, la gran pregunta: ¿cómo sobrevivió a su aparente muerte? Gatiss inventa una idea regocijante: el policía Anderson, llevado por sus remordimientos ante su participación en el caso Moriarty, ha creado una especie de club de adoradores del detective —¡en sus reuniones deben ponerse el famoso sombrero de cazador del Holmes clásico!— con el propósito de dar con la explicación que pruebe por qué éste debe seguir vivo (el nombre del club es el del episodio: el Coche Fúnebre Vacío). Esta obsesión de Anderson permite presentar varias explicaciones (la más divertida: todo fue un bromazo de Holmes con la ayuda de Moriarty, en realidad su amante), todas coherentes pero también delirantes, una de las cuales, la última, en principio parece que hay tomar por la auténtica. Sin embargo, al introducir ese matiz de delirio en las explicaciones, hasta ella podría ser cuestionable. Pues en el fondo, el objeto es demostrar que lo importante es el qué (Holmes está vivo) y no tanto el cómo.
Lógicamente, el mayor interés reside en el modo en que Holmes reaparece en las vidas de esos tipos en los que el misantrópico sociópata había conseguido inspirar una inquebrantable devoción. El principal, claro, es Watson, pero no debe desdeñarse al entrañable Lestrade (¡Holmes siempre le cambia el nombre de pila!). Aun así, y es buena muestra del modo en que Gatiss sabe hacer expresar con plena coherencia a sus personajes, la reacción de Lestrade es tan sencilla como podía esperarse de alguien tan sencillo: le da un abrazo de verdadera alegría. Todo lo contrario que Watson, que sufre un notable shock, después reacciona con airado estupor y, por último, a cada intento de explicación holmesiana (en especial cada vez que descubre la gran cantidad de personas que sabían que estaba vivo) lo agrede físicamente, de tal modo que el detective, a lo largo de esa noche, va quedando cada vez más tumefacto. Humour.
¿Y por qué ese montaje? Holmes señala que era necesario para desmontar la red urdida por Moriarty a lo largo del mundo entero. Han sido dos años, se nos dice, y en ellos Watson ha ido superando su fortísima sensación de desdicha del modo que ha podido, hasta rehacer su vida junto a una mujer, Mary Morstan (estupenda Amanda Abbington), a la que estaba pidiendo en matrimonio justo cuando reaparece el detective y con la que se casará en el episodio siguiente. (Cuando se lo comunica a la señora Hudson, la sorpresa de ésta es impagable: ¡todavía creía que Holmes y Watson formaban una pareja gay!) De hecho, esta temporada posee un sentido de la serialidad superior a las anteriores: el personaje de Mary unifica los tres episodios, revelándose como una persona de secretos inesperados.
El principal problema del episodio es que, una vez superada la emoción del reencuentro, la aventura narrada —una nueva Conspiración de la Pólvora— no consigue estar a la altura de lo que se esperaba. Incluso la incursión de los dos protagonistas en el metro, recorriendo líneas olvidadas del underground londinense (una vieja y seductora idea, basada al parecer en la realidad, que se pasea por más de una ficción británica), está muy por debajo de las posibilidades que permitía.
El segundo episodio, escrito por Steve Thompson, se titula El signo de los tres, que alude, como es obvio, a la segunda de las cuatro novelas del personaje, El signo de los cuatro. La relación se establece primero mediante el nombre de la mujer que aquí se casa con Watson, Mary Morstan, a quien el buen doctor, en el Canon, conoció precisamente en esa novela, al término de la cual también contraía matrimonio con ella (luego enviudó… en borrosas y nunca aclaradas circunstancias). Pero segundo y más importante por medio del argumento. El escenario central de la historia es la celebración del banquete de boda, a lo largo del cual el detective deduce que se va a cometer un crimen: la gracia está en que debe deducir quiénes van a ser, respectivamente, víctima y asesino y luego impedirlo. El móvil es una venganza retardada, lo cual era, más o menos, el argumento central del libro.
El episodio es el más discutible de toda la temporada —no suele fallar: en cada una de ellas, la segunda entrada baja el nivel—, pero en este caso se debe a que la historia (obra de Steven Thompson) se empeña en rizar el rizo de la sofisticación narrativa, proponiendo múltiples narraciones paralelas, marchando hacia atrás y hacia delante, combinando distintos casos, dilatando las escenas de humor (el muy particular discurso que Holmes, como padrino de boda —tradición muy inglesa, con la cual todos nos familiarizamos gracias a la entrañable película Cuatro bodas y un funeral—, debe realizar)… Sobre el papel, todo cuanto relata el episodio es interesante e ingenioso, pero acaba siendo abrumador. Los árboles, en este caso, no dejan ver bien el bosque.
Finalmente, el último episodio supone el tour de force de la temporada. Se titula Su último juramento —se juega con la homofonía de las palabras vow (juramento) y bow (reverencia desde la escena), pues His Last Bow es el título del último relato oficial de Conan Doyle, de 1917, sobre el personaje, cuarenta años después de la aparición del primero, Estudio en escarlata: su despedida del Canon, por tanto.
En él, Steven Moffat vuelve a oponer al detective, de modo brillante, contra otro genio a la altura de su intelecto, cuya aparición se había ido gestando, en la sombra, desde el primer episodio. En esta ocasión es Magnussen (un espléndido Lars Mikkelsen), el dueño de un imperio periodístico, cuyo poder es su dominio de la comunicación: eso sí, no la pública, sino la privada, es decir, los secretos que ponen en sus manos el control de todas las personalidades que se cruzan en su camino. Holmes lo llamará en determinado el Napoleón del chantaje, expresión mediante la cual el guionista Moffat lo equipara con Moriarty, al cual, en el relato El problema final, el gran detective lo había definido como el «Napoleón del crimen». De hecho, una de las mejores escenas del episodio es la visita de Magnussen a la casa de Baker Street, realmente inquietante, paralelo de la mítica entrevista de Holmes y Moriarty, en el mismo sitio, dentro del antedicho relato del Canon. Así pues, el juego de espejos entre Magnussen y Moriarty es grande, pero Holmes, quizá porque considere que nadie puede estar a la altura de ese rival al que tanto costó derrotar, menospreciará al magnate y por eso será derrotado (al menos intelectualmente) por él.
Lo que convierte este episodio en magistral es el sobrecogedor aprovechamiento que realiza de las dos líneas maestras de la temporada.
La primera es el definitivo reconocimiento por parte de Watson de que una parte fundamental de su personalidad es su necesidad de emociones fuertes, y por lo tanto su instintiva atracción por aquellos seres peligrosos que las garantizan: Holmes primero y, en el sorprendente giro final, su propia esposa. No se olvide que la serie arrancó con ese supuesto: en el primer capítulo, Holmes conoce a Watson cuando éste arrastra una cojera de sus días de guerra, una cojera que se revelará puramente psicosomática, una respuesta de su complicada psique al miedo a que el regreso a la vida civil lo aparte de las emociones a las que se ha hecho adicto y que por un tiempo le proporcionó el ejército. Watson siempre fue el patito feo de las ficciones holmesianas (en parte por el borroso perfil que le otorgó el mismo Conan Doyle), pero la presente serie consigue crear un personaje como mínimo tan complicado como el detective, aunque, claro, ni de lejos pueda competir con él en carisma o en inteligencia: el pobre doctor está destinado, en el fondo, a ir siempre por detrás de los brillantes individuos con quienes se relaciona, primero Holmes y luego su propia esposa. Y justo es reconocer que el actor Martin Freeman acierta al dotar a Watson al mismo tiempo de esa crispación interior que revela la lucha entre su lado normal y su instintiva atracción por lo excepcional… y de esa tristeza, en el fondo insoluble, que se intuye en él por no poder ser él mismo excepcional.
La segunda idea conductora, aún mejor, es la humanización de Holmes a través de los vínculos que forja con aquellos a los que, por fin, podemos llamar sus seres queridos. Si en las anteriores temporadas se había dejado bien claro que un individuo tan misantrópico, sin embargo, es capaz de inspirar verdadera adhesión (de ahí el impacto de su muerte entre estos y el vacío provocado por su ausencia, tan bien mostrado por el corto Manny Happy Returns), a medida que avanza la presente temporada se nos va convenciendo —aunque al principio lo contemplemos con escepticismo: de hecho, cuando Mycroft le dice que, en su ausencia, Watson ha tenido que seguir con su vida, él, siempre solipsista, exclama: «¿Qué vida? Yo no estaba»— que es el mismo Holmes el que también acaba asumiendo el concepto de «seres queridos».
Por ejemplo, en el primer episodio aparecen nada menos que ¡sus padres! Esta original ocurrencia (ignoro si Moffat y Gatiss son los primeros que hacen aparecer a los señores Holmes en la saga histórica del gran detective) al principio parece tener un mero fin satírico: contrastar la enorme inteligencia de sus dos hijos con el aspecto corriente y vulgar de sus progenitores (de hecho, se tarda en informarnos de que esa parejita madura que se sienta en el salón de Baker Street no son unos clientes pesados sino papá y mamá). Pero en el tercer capítulo se remarca el vínculo familiar (son los anfitriones de la celebración navideña) e incluso se los dibuja mejor, sugiriendo incluso que las dotes de los vástagos tal vez procedan de la madre. Esa nueva filiación familiar de Holmes también engloba a Mycroft: si en las dos temporadas anteriores la relación entre ambos había estado marcada, ante todo, por la rivalidad e incluso la hostilidad, en esta, y sin que se esto se pierda del todo, acaba sugiriéndose que esto no es sino una agreste forma de comunicación que también tiene una connotación fuertemente fraternal.
Sin embargo, es Watson, claro, el principal escalón de este proceso humanizador. Si en el arranque de la temporada, parecía insistirse en la total incapacidad para la empatía (precisamente por la sorpresa con que se toma el hostil recibimiento por parte de su amigo), la conclusión de la misma acaba conduciéndonos al extremo opuesto. Holmes terminará revelando una dimensión humana que, en su caso, tiene como dolorosa contrapartida la pérdida de facultades: la humanidad lo debilita, enturbia su antes invencible capacidad de deducción. Sus actos en el tercer capítulo están destinados a proteger a su gran amigo, Watson. Primero de su ignorancia: de que su esposa, Mary, no solo no se llama Mary sino que es una antigua asesina, tal vez de la CIA, tal vez de cualquier agencia internacional, que ha tenido que fabricarse una nueva identidad y que, eso sí, se ha enamorado genuinamente de Watson, razón por la cual está dispuesta a llegar al crimen para proteger su nueva vida: es decir, al asesinato de Magnussen, quien, claro, posee la información necesaria para sacar a la luz ese pasado. Y segundo, precisamente, de los manejos de este último, de ahí que decida efectuar una incursión en la casa campestre de este último, donde piensa que guarda toda su información, y de paso tenderle una trampa que lo conduzca a prisión, bajo la acusación de conspiración contra la seguridad nacional.
[Quien todavía no conozca la conclusión de esta estupenda historia debe dejar de leer justo aquí]
El amor por los Watson es lo que hará errar a Holmes, por primera vez en su vida. El primer fallo será considerar que esa vasta información de que dispone Magnussen es tangible y está en su casa en el campo. Una casa cuyas paredes son de cristal: Holmes toma esta condición por una burlona falacia del magnate, que otorga una envoltura transparente a un lugar cuyas bóvedas subterráneas, famosas, encierran toda clase de información material. Pero no es así: la gran revelación del episodio es descubrir que el sancta sanctórum de Magnussen es en realidad una habitación pequeña y vacía, de papeles claras, donde se recluye solo para evitar cualquier distracción interna a su concentración. Pues la información está dentro de su prodigiosa memoria (en el fondo, esto lo equipara a Holmes, que también cuenta con lo que él llama su palacio mental, su poderosa base de datos mental). Así, Holmes descubrirá, demasiado tarde, que la trampa a que creía haber empujado a Magnussen en realidad está dirigida contra él, y que con su derrota la información sobre Mary Watson saldrá a la luz de modo irreversible. Y no duda: ejecuta a Magnussen en presencia de la policía.
El final de la temporada concluye con un cliffhanger estupendo. El castigo de Holmes, en alguien de su importancia, no puede ser otro que su exilio, solo que ahora obligado: su partida para alguna inconcreta, y peligrosa, misión fuera de las fronteras inglesas. La despedida de Watson, así pues, resulta emocionante, antes de subir al avión que lo lleva fuera. Sin embargo, y en narración paralela, se nos cuenta la súbita irrupción de la nueva amenaza que solo Holmes es capaz de conjurar, y que hace que, pocos minutos después de haber emprendido el vuelo (y ante la atónita sorpresa de Watson), el avión vuelva a aterrizar. Y es que en los hogares de todos los británicos a través de la televisión, incluso en los famosos paneles de neón de Piccadilly Circus, ha aparecido el rostro, siempre burlón y demoniaco, de Moriarty exclamando: «¿Me echabais de menos?».
FICHA DE LA TEMPORADA
Título: Sherlock / Sherlock. Año: 2014 (temporada 3ª).
Creadores: Mark Gatiss y Steven Moffat. Dirección: Jeremy Lovering (cap. 1), Colm McCarthy (cap. 2) y Nick Hurran (cap. 3). Guión: Mark Gatiss (cap. 1), Steve Thompson (cap. 2) y Steven Moffat (cap. 3). Reparto: Benedict Cumberbatch (Sherlock Holmes), Martin Freeman (Dr. John Watson), Rupert Graves (Inspector Lestrade), Una Stubbs (Sra. Hudson), Andrew Scott (Moriarty), Louise Breasley (Molly Hooper), Amada Abbington (Mary Morstan), Lars Mikkelsen (Magnussen). Duración de cada capítulo: 90 min.
Esta temporada fue la que más me decepcionó. La idea de separarse un poco del canon que habían mantenido en las anteriores era interesante, pero la forma de llevarlo a cabo, especialmente el segundo episodio, me resultó bastante flojo. La serie mantenía un humor muy sutil, y este acababa convirtiéndose en un fanfic: ¡Sherlock trompa! ¡Sherlock hace un discurso de boda! ¡Sherlock y sus papás en navidad!
His Last Vow, en cambio, me resultó mucho más redondo..Y la figura del antagonista, todavía más inquietante que el Moriarty que recrearon para la serie.
De acuerdo con el segundo episodio, que es flojo… y chocante. Sherlock borracho y graciosete, claro, es algo que había que haber pulido mucho para que resultara. Tal vez se deba a que el guión es del «tercer hombre» (Steve Thompson) y no de los titulares Gatiss o Moffat. El primer episodio me decepcionó mucho cuando lo vi, pero a los pocos días, por si acaso, lo revisé y aunque la parte de la investigación me interesa poco, el reencuentro me gustó más. Y el tercero es estupendo: Magnussen es todo un hallazgo.