Odiada/amada Inglaterra en la obra de Julio Verne

Mapa antiguo de Gran BretañaPocas obras como los Viajes extraordinarios de Julio Verne constituyen un reflejo tan exacto de la época que las enmarcó. Verne fue testigo y cronista apasionado del que posiblemente fue el tiempo en que se registró una mayor fascinación por el progreso del conocimiento humano. El «paseo completo por el cosmos de un ciudadano del siglo XIX» —el orgulloso objetivo que se planteó el autor— es la respuesta a esa sed de saber, de desvelamiento de las tinieblas en un doble sentido, que Verne unió de modo admirable: el descubrimiento y dominio del mundo (o sea, la geografía) y su explicación y sujeción por la técnica (o sea, la ciencia). Verne fue a la vez el profeta de la ciencia y el hombre que exploró cualquier rincón de la Tierra, llevando a sus personajes allí donde no se había llegado antes, a las fuentes del Nilo o a los dos polos; los puso en marcha hacia la luna —donde no los dejó aterrizar porque no quiso inventar ninguna argucia acientífica para devolverlos a su hogar terrestre—, e incluso los hizo pasear nada menos que por el Sistema Solar (en una de sus novelas menos conocidas, Hector Servadac). Pero, como sucedió en la realidad, en la que el político llegó a los mismos lugares que el explorador cómodamente subido a la espalda de éste para así poder mejor su soberanía, también en su obra se consigna la fiebre del imperialismo, de la mano del peor de sus síntomas: la rivalidad nacionalista, el rechazo al otro… sobre todo si en él se ve al mismo tiempo el espejo de las aspiraciones de nuestra madre patria. El gran símbolo fue para nuestro autor Inglaterra.

La obra de Verne, como la de cualquiera, se mece entre diversas contradicciones. El noble anhelo de hacer desaparecer de los mapas de la época esas manchas blancas del interior de los continentes frente a la voracidad del ansia imperialista de las naciones civilizadas. El himno a una ciencia al servicio de la humanidad pero que también encierra la triste amenaza de su sojuzgamiento, ya sea por intereses políticos (en Los 500 millones de la begum se anticipa nada menos que la bomba atómica) o mercantiles (recuérdese que en otra de sus novelas menos conocidas, en España publicada como El secreto de Maston o Sin arriba ni abajo, sus protagonistas persiguen cambiar el eje de la tierra para liberar de hielo las tierras circumpolares que han adquirido y así acceder a sus vastos recursos mineros).

Pues bien, la más curiosa, la más singular, también la más atractiva, de esas contradicciones lo supone el papel que reservó a Inglaterra en sus ficciones. El título que he dado a este comentario lo expresa bien. Y es que, como es lógico en la crónica de ese dominio de la Tierra por el hombre civilizado, los ingleses, constructores del mayor imperio colonial, aparecen en múltiples novelas de Julio Verne. Y la visión que el autor da de ellos es, alternativamente, positiva y negativa, encomiástica y execradora.

Julio Verne en 1892En general se ha reprochado a Verne (para descabalgarlo de entre las filas de los autores adultos, esto es, «serios») la endeble psicología que anima a sus personajes. El creador de tipos tan admirables como el capitán Nemo, Miguel Strogoff, Phileas Fogg, el capitán Hatteras, el doctor Clawbonny o el geógrafo Paganel, al parecer, no sabía componer psicologías interesantes. En cualquier caso, es cierto que Verne, como tantos creadores de la literatura de género, gustó de trabajar sobre arquetipos —nueva paradoja: la distancia que hay entre estos y los estereotipos es grande, pero se puede franquear en un segundo— y, teniendo en cuenta el escenario en que se manejó, gustó de jugar con la tipificación de sus personajes en función de lo que entendía por caracteres nacionales.

Es significativo, por ejemplo, que el recuerdo que, en la memoria, dejan sus personajes franceses sea el de tipos de carácter extrovertido y ardiente (muy latino), arrojados en grado sumo y que se conducen por la vida mediante el uso exuberante del humor: es el molde del viajero interestelar Michel Ardan, de Passepartout, el fiel sirviente de Phileas Fogg en su periplo alrededor del mundo o de la familia de feriantes que hacen también su particular tour du monde en César Cascabel. Por supuesto, en los Viajes extraordinarios también se encuentran franceses serios y responsables, incluso secos, como el profesor Aronnax de 20.000 leguas de viaje submarino o el muy serio y formal Marcel Bruckmann de Los 500 millones de la begum, pero diríase que Verne no puede evitar impregnarlos de cierta insipidez que hace que no sean los primeros en afluir a nuestro recuerdo. De hecho, Bruckmann, como indica su apellido, es alsaciano y, por tanto, medio alemán…

En el reparto de tipologías, a los estadounidenses les correspondió la del hombre práctico, animado por el carácter más emprendedor que pueda concebirse y casi convencido de su mesianismo, el hombre que por ende siempre saldrá adelante. No sé si Verne sospechaba que, en el futuro, los Estados Unidos se convertirían en la primera potencia del mundo, pero la lectura de su obra lo hace presagiar, lo cual supone un acierto mayor que sus famosas premoniciones científicas. No es de extrañar que situara en ese país el proyecto de viaje a la luna, o que de él procedan los colonos (significativamente, se niegan a llamarse náufragos) de La isla misteriosa, capaces de crear una civilización de la nada.

Edición francesa de Los 500 millones de la begumConvencido rusófilo, Verne introdujo numerosos personajes rusos positivos en los Viajes, siendo de esa nacionalidad uno de los más inolvidables, Miguel Strogoff, el correo del zar. Por otro, la germanofobia que envenenó las relaciones europeas tras la guerra franco-prusiana también se refleja en su obra: uno de los más terribles villanos de ésta, Herr Schultze, surge de entre las páginas de Los 500 millones de la begum para erigirse en siniestro precedente del odio racial nazi. Curiosamente, los encantadores protagonistas de Viaje al centro de la Tierra, el profesor Lidenbrock y su sobrino Axel, son alemanes de Hamburgo. Pero la novela, ay, es de 1867, antes de que Napoleón III, de modo infausto, se dejara enredar por el maquiavélico Bismarck en esa guerra que tantas consecuencias postreras había de tener, y no solo para Francia.

Pero volvamos a Inglaterra. La historia del siglo XX y de sus contiendas mundiales, tan popularizadas por el cine, ha convertido en familiar, para cualquier persona común, que el Reino Unido y Francia son dos países que han luchado siempre codo con codo. Pero esto no es así. Bien al contrario, pocas naciones europeas registran un mayor historial de confrontaciones a través de los siglos: de Francia llegó la última invasión de Gran Bretaña que se saldó con éxito, la de los normandos en 1066; la heroína nacional gala, Juana de Arco, se labró esa condición en la Guerra de los Cien Años que enfrentó a ambos países (y ya se sabe: los ingleses, con arteras maniobras, la condenaron a morir en la hoguera); Francia ayudó a las rebeldes trece colonias a conseguir su independencia; Inglaterra fue el país que se resistió (como luego haría con Hitler) a claudicar ante Napoleón y al final un inglés, el duque de Wellington, fue su verdugo final…

En la segunda mitad del siglo XIX, el nuevo foco de rivalidad entre ingleses y franceses fue, claro, el mundo entero a través de la rivalidad imperialista, sobre todo en suelo francés. En las décadas anteriores a la Gran Guerra eran muy pocos los que hubieran presagiado la alianza entre dos países que en fecha tan reciente como 1898 estuvieron a punto de enzarzarse en un conflicto bélico precisamente por un incidente habido en territorio africano, en Fashoda, un enclave situado en el Nilo donde chocaron las pretensiones geo-estratégicas de ambos países: trazar una línea de expansión de norte a sur, en el caso británico, y de este a oeste, en el galo. Fashoda se situaba justo en la convergencia de ambos intereses.

El capitán NemoEl símbolo de la hostilidad de Verne hacia los ingleses viene representado, de modo emblemático, por el más famoso de sus personajes, el capitán Nemo. Recuérdese que el creador y capitán del Nautilus, haciendo honor a su nombre, elude la pertenencia a cualquier nacionalidad: ha renunciado al mundo de la superficie, recluyéndose bajo las aguas —eso sí, después de hacer sobrado acopio de lo mejor de la cultura y de la ciencia del mundo de arriba, como bien desvela su biblioteca— para no volver jamás a ella. Por supuesto, esa renuncia encubre un profundo dolor… y un odio abisal que revela la imposibilidad del aislamiento completo. En el final de 20.000 leguas de viaje submarino, al avistar un buque de guerra que se dispone a atacarlo (el mundo, recuérdese, ignora la verdadera condición mecánica del Nautilus y lo toma por un dañino monstruo marino), en vez de desdeñarlo y alejarse, el capitán Nemo se propone hundirlo sin piedad, ante el espanto del narrador de la historia, el sabio profesor Aronnax, poniendo a prueba la admiración que ha ido forjando en todas las páginas procedentes. Aronnax asiste, atónito, a una explosión de odio que Nemo justifica en el ataque que sufre por parte de «un barco de una nación maldita».

Y es que en la novela (y por censura editorial), los huéspedes forzados de Nemo que conducen la historia no consiguen avistar el pabellón del barco que será hundido sin remisión (impresionante la narración de cómo, desde detrás de las ventanas del submarino, los protagonistas ven la hecatombe de muertos que se deslizan hacia el fondo del mar). El misterio será resuelto en la siguiente aparición de Nemo en la obra verniana, en La isla misteriosa, donde el capitán por fin revela su nacionalidad y la del barco hundido. En el siglo, Nemo fue el príncipe Dakkar, heroico pre-nacionalista indio y enérgico combatiente durante la rebelión de los cipayos contra los ingleses, al precio del exterminio de toda su familia (incluida su esposa y su hija pequeña) por parte de aquéllos, repitiendo la odiosa venganza contra Juana de Arco.

Verne denuncia, por tanto, el imperialismo británico en términos nada complacientes —lo cual no libra a Nemo del juicio moral por lo que fue un asesinato sin piedad: el hundimiento de aquel barco—, y de hecho las palabras de éste destilan un veneno sordo que podría pensarse como crítica a todo imperialismo, de no ser porque en otras obras (y he aquí de nuevo la contradicción), se refleja la idea opuesta. Y es que los Viajes extraordinarios son recorridos, al mismo tiempo, por una incuestionable fiebre libertaria (el autor suele registrar siempre, con simpatía, los movimientos de resistencia nacionales), y por la imagen de ese «fardo del hombre blanco», según las famosas palabras de Kipling, de esa misión civilizadora de los europeos que es defendida con la misma pasión que criticaba Nemo la misma cuestión.

Cinco semanas en globo, edición de MolinoAsí sucede, por ejemplo, en el libro inaugural de los Viajes, Cinco semanas en globo (1863), cuyos protagonistas son, sin ir más lejos, ingleses (bueno, uno es escocés). Verne obra con justicia: puesto que eran británicos los exploradores —los Speke, Burton o Livingstone— que en esos momentos registraban el interior del África que van a atravesar los protagonistas de la novela, en busca de las fuentes del Nilo, británica es la nacionalidad de sus personajes. En su recorrido, Verne insiste en la necesidad de llevar la luz a los indígenas adoradores de la naturaleza, sumisos a la barbarie de la hechicería y, sobre todo, caníbales. En uno de los pasajes del libro, para remarcar esto del modo más patético, los viajeros del aire rescatan a un misionero (eso sí, francés) que está sufriendo un cruel suplicio en manos de una de esas tribus salvajes. La solución: la civilización. Blanca, of course.

La segunda novela de los Viajes contiene ya uno de los más fascinantes personajes vernianos, y su nacionalidad es inglesa. Se trata del capitán Hatteras, a través del cual Verne efectúa un estupendo retrato de la obsesión: Hatteras es un hombre dispuesto a sacrificarlo todo por el objetivo de que un inglés sea el primero en llegar al punto más septentrional del planeta, al polo norte. Y de la mano de ese retrato se filtra una admirable ambigüedad: en rigor, Hatteras es el héroe del relato, y abunda en cualidades encomiables, comenzando por el valor sin límite y la tenacidad casi inhumana. Pero esa es la clave: de la mano de su obsesión, el capitán acaba cruzando los límites de la inhumanidad, de tal modo que el memorable final de la novela termina por alejarlo de ella, por recluirlo en sí mismo. Como en Cinco semanas en globo, Verne elige la nacionalidad inglesa para su protagonista porque, en el campo de exploraciones elegido, eran los británicos quienes marcaban el rumbo. Y es claro que cualquier inglés que leyera ese libro, en aquellos momentos, debió de sentir cómo su pecho se inflaba de orgullo ante el retrato que de uno de ellos contienen sus páginas… escritas por un extranjero.

Los hijos del capitán Grant, edición de MolinoAhora bien, ese «idilio» de Verne por lo inglés comienza a retroceder en el cuarto de sus Viajes, en Los hijos del capitán Grant, la novela que no sé si puede ser su obra maestra pero que, desde luego, sí es su obra más grandiosa. Los protagonistas de esta historia —una vuelta al mundo siguiendo un paralelo, el 37 sur, en uno de cuyos puntos se encuentran los náufragos que arrojaron al mar el mensaje en una botella que supone el motor del argumento— son británicos, sí, pero escoceses. Verne hace uso del nacionalismo escocés de sus personajes (ahora tan de actualidad) de modo rotundo, a ratos incluso excesivamente zafio por excluyente: todo lo que huele a inglés, aquí, es mezquino y negativo. Por supuesto, los escoceses Glenarvan, familiares, amigos y tripulantes no se incluyen en la voraz ansiedad imperialista de sus vecinos del sur (Verne prefiere ignorar olímpicamente la participación de muchos naturales de esta tierra en la construcción del imperio británico), que critican siempre del modo más acervo, por ejemplo durante su aventura en tierras australianas.

Pues bien, justo es reconocer que esta crítica da pie a uno de los fragmentos más divertidos de toda la saga verniana. Se trata del capítulo titulado «Primer premio de geografía», en que los viajeros se tropiezan con un niño aborigen vestido de europeo y que porta justo lo que indica el título antedicho. Verne fustiga con ironía la superficial pátina de civilización con que los europeos justifican su rapiña imperialista: el entrañable geógrafo Paganel examina al pequeño Toliné de esa materia para descubrir, con gran hilaridad de los personajes y del lector, que lo que le han enseñado sus maestros es que… el mundo entero es inglés, incluida Europa. Así pasa con España, cuya capital es Gibraltar, o con la misma Francia, cuya capital es Calais, donde tiene su residencia el gobernador nombrado por los ingleses, lord Napoleón, esto es, el emperador Napoleón III (que, por cierto, estaba a dos años de verse despojado de tal categoría por Bismarck).

En fin, los personajes ingleses negativos se multiplican en las novelas de Julio Verne. Ingleses son los villanos de Familia sin nombre, no en vano aquí el autor se centra en la lucha de los canadienses (para él, ante todo, los francófonos) por su independencia. Inglés es el jovencito Doniphan a quien en Dos años de vacaciones corresponde el papel de espejo negativo del protagonista Briant (francés, por supuesto), caracterizado por una desmedida vanidad que, en su despecho ante el superior reconocimiento que tiene el otro, casi acaba por provocar una escisión en la pequeña colonia formada por los infantiles náufragos de esta simpática robinsonada de Verne. Inglés es uno de los pasajeros más antipáticos del tren transasiático en que viaja Claudius Bombarnac, componiendo la imagen clásica del gentleman británico, pero sin nada de su encanto o distinción.

Pues bien, y hablando de este famoso estereotipo de la cultura mundial, a Julio Verne se le debe también buena parte de la fijación popular del mismo. Recuérdese que el estereotipo aludido convierte al inglés en un tipo imperturbable, de modales fríos que no descompone en momento alguno, que no condesciende al humor populachero pero sí es capaz de la más aguda ironía, cuyo sentido del deber es inalterable y que hace gala de un rasgo que parece haber sido creado solo para ser inglés: la famosa flema británica. Un magnífico ejemplo es el personaje del periodista Harry Blount de Miguel Strogoff, testigo de las aventuras de éste, en particular, y de la rebelión de los tártaros que las enmarca, en general. Blount es un personaje innegablemente positivo, al que Verne presenta siempre en pareja con un colega, Alcide Jolivet (francés, por supuesto) con el que mantiene una relación que podría calificarse de leal rivalidad. Mediante estos dos personajes, el contradictorio Verne reconcilia esas dos naciones cuya oposición él mismo no dejó de señalar, y lo hace de un modo tan entrañable como honesto, sin intentar en ningún momento poner a uno de los dos personajes en un plano superior con respecto al otro, y jugando con acierto con esas dos idiosincrasias nacionales que él tanto ayudó a difundir: Jolivet, claro, es extrovertido y bullicioso; Blount es flemático.

Phileas Fogg y Passepartout recorren el mundoSin embargo, es otro el personaje a través del cual, y sin la menor duda, Julio Verne realizó el mayor canto posible, en un escritor extranjero además (y «militante» en las filas del nacionalismo conservador), a la inglesidad. Se trata, por supuesto, del inmortal Phileas Fogg, el protagonista de La vuelta al mundo en 80 días. Presentado al espectador, desde sus primeros párrafos, mediante un genial recurso descriptivo —Verne indica lo que no es, trazando un retrato en negativo para remarcar el misterio de su persona—, Phileas Fogg es la quintaesencia del gentleman británico desbordante de toda la flema nacional, en el sentido que indicaba líneas arriba (hasta tal punto que el dibujo admite, también, una notable ironía por parte del propio Verne). Contrapuesto con astucia a un personaje también francés (como en Miguel Strogoff) que es su completo opuesto en cuanto a carácter, el no menos entrañable Passepartout, Phileas Fogg se pasea por las páginas de su novela como un espíritu que encarna la quintaesencia de lo inglés, a veces hasta convertirse más bien en un espectro, tal es la opacidad con que se nos aparece: como un hombre sin sentimientos, inhumano, superando en esto incluso al capitán Hatteras, que se dejaba desbordar abiertamente por la pasión más irrefrenable, incluyendo la ira, algo de lo que Fogg parece incapaz. Y sin embargo, recuérdese que lo único que gana Fogg en su viaje alrededor del mundo es… el amor de una mujer.

Contradictorio Verne. Capaz del retrato más negativamente maniqueo y de la celebración más encendida de un carácter nacional en otras páginas reprobado. A ratos culpable de juicios más propios de un niño, pero también del entusiasmo admirativo de un niño. Y la literatura vive, en buena medida, del entusiasmo, porque pocas cosas hay más contagiosas que la firme convicción de que lo que se narra en ese mismo instante (aun habiéndose contado antes en sentido opuesto) tiene la fuerza rotunda de lo genuino, de lo que no puede ser de otra forma. Por todo ello, por el capitán Hatteras, por Phileas Fogg, incluso por los delirantes maestros de geografía del niño aborigen Toliné, admirable Julio Verne.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a Odiada/amada Inglaterra en la obra de Julio Verne

  1. Renaissance dijo:

    Admirable Verne y hoy olvidadísimo. Sus novelas eran de aventuras, y a veces a la hora de desarrollar algunos personajes se notaba, pero es curioso como hoy se ha desplazado casi del todo de la narrativa juvenil (cosas de la sobreoferta) y se lo está valorando de nuevo como literatura general.

    • No creo que esté olvidado salvo, curiosamente, en el campo para el que en un principio fue diseñado por su primer editor: la literatura juvenil. Creo que hoy día son los niños y jóvenes los que menos lo leen, pero los adultos (muchos de ellos lectores de él en su infancia) lo redescubren y revalorizan. Será curioso saber si dentro de un tiempo dejará definitivamente el panteón de la literatura por edades para quedarse ya para siempre en la literatura universal. Yo no tengo dudas del mérito que ostenta, vamos.

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