La etapa de libertad absoluta de que gozó Jack Kirby en la editorial DC, entre 1970 y 1976, acabó con una grave decepción para el Rey, que vio cómo todas las colecciones en que tanto empeño había puesto eran canceladas: no entendió por qué el público (que con tanta expectación las había recibido) acabó dándoles la espalda. Pues bien, a diferencia de otros (y eso es prueba del enorme prestigio que poseía dentro del cómic de superhéroes), recibió una segunda oportunidad, y se la dio la casa-madre de donde se había marchado, con irritación, seis años atrás: Marvel. Entre 1976 y 1978, el Rey obtuvo colecciones de personajes emblemáticos de la casa, como el Capitán América o Pantera Negra, para obrar a su antojo, sin tener que respetar la previa trayectoria de esas series. Y también pudo levantar historias absolutamente nuevas. De ellas, la principal, la más recordada, la más impresionante también, fue Los Eternos, una colección en la que dio rienda suelta a esa debilidad suya por unir la ciencia-ficción y la épica mitológica más majestuosa. Los Eternos era, en el fondo, una variante de esa gran saga que, en DC, pudo haber sido la obra de su vida, el Cuarto Mundo, y si fracasó, como ahora veremos, fue por las mismas razones. Pero introdujo unos conceptos y unos personajes tan atractivos que, cuando la colección también acabó cerrando, los rectores de la editorial continuaron sus argumentos —que en principio se había desarrollado al margen del Universo Marvel—, incrustándolos en el seno de la serie que, por sus características, mejor se avenía a ello, El poderoso Thor, dando pie a una de sus más recordadas sagas.
Kirby partió, a la hora de concebir un planteamiento, de un tema que a mediados de los años 70 se hallaba en su apogeo: la ufología, la fascinación por las posibles visitas a la Tierra de los famosos ovnis. En concreto, Kirby se hizo eco de la entrañable (y disparatada) afirmación de que las civilizaciones del pasado habían sido visitadas en su infancia por extraterrestres que habían puesto su avanzada tecnología al servicio de esos pueblos, siendo ellos por lo tanto los responsables de algunos de los más conocidos vestigios de su cultura: las pirámides, tanto las egipcias como las centroamericanas, las figuras de Nazca… El autor de esa hipótesis fue un escritor suizo llamado Erich von Daniken, cuyo libro ¿Carros de los dioses?, seguido de unos cuantos más en esa misma línea, fue uno de los grandes best-sellers de la época, provocando una estela a la que se unirían otros autores como el italiano Peter Kolosimo. Años después, parece ser que el mismo Von Daniken reconoció que sus teorías carecían de la menor base científica y, por tanto, constituían un consciente fraude. Pero en su día muchos lo creyeron. En España, la editorial Plaza & Janés difundió a todos esos autores en una entrañable colección, «Otros mundos», de características tapas rugosas de color, que nuestros inquietos padres leyeron con devoción.
La premisa argumental de Los Eternos es espléndida. En el remoto pasado de la Tierra, una raza estelar conocida como Los Celestiales visitó nuestro planeta para hacer una serie de experimentos genéticos a partir de un simio. El resultado fue la creación de tres especies: los Desviantes, seres de inestable morfología y apariencia más bien horrorosa, que acabaron ocupando el subsuelo de la Tierra; los Eternos, criaturas inmortales de bella apariencia y notables poderes físicos, que tomaron por hábitat las cumbres y los lugares más inaccesibles del planeta; y los Humanos, destinados a reinar por su número sobre la misma faz de la Tierra. Estupenda idea de Kirby: las características y condiciones particulares de las dos primeras razas dieron origen, en forma legendaria, a los demonios y a los dioses de las diferentes mitologías. Ahora bien, ¿qué sucedió con los Celestiales? Los Eternos arranca justo en el momento en que estos Dioses del Espacio (como se les va a llamar a lo largo de la serie) regresan a la Tierra para someterla a un juicio de 50 años, al final de los cuales decidirán si sus antiguos experimentos han sido un fracaso y, por lo tanto, debe ser destruido todo vestigio de ellos o, por el contrario, merecen que se les perdone la vida y se les deje vivir según su propio destino.
El primer número de Los Eternos lleva fecha de julio de 1976 (o sea, unos tres meses antes, que ya sabemos la curiosa particularidad de las fechas de portada de los cómics Marvel) y alcanzó los 19 (hasta enero de 1978), más un anual, curiosamente publicado poco antes de la cancelación de la serie.
La colección comenzó con inigualable fuerza. La acción se inicia en Perú, en una colosal ciudad incaica en los Andes a donde llega un prestigioso arqueólogo, el profesor Daniel Harris, en compañía de su hija y de un misterioso colega, Ike Harris, para descubrir que sus paredes reproducen, sin la menor duda, las trazas de naves espaciales y de los astronautas que viajaban en ellas. El mismo Ike Harris desvela enseguida su condición de ser excepcional. Su nombre real es Ikaris —que encubre el viejo nombre de Ícaro con el que, dice, lo conocieron los griegos— y enseguida pone a los Harris en el conocimiento de la historia evolutiva de esas tres razas. Y lo hace justo en el momento en que aterriza la inmensa nave de los Celestiales para principiar el juicio de 50 años.
A lo largo de los números siguientes, Kirby fue presentando a los principales miembros de esas razas. El protagonismo fue para, claro, para los Eternos, quienes toman sobre sus espaldas la responsabilidad de detener el juicio, para lo cual intentarán implicar en su vasta empresa a sus enemigos jurados, los Desviantes, quienes a su vez tratarán de sacar partido de esta circunstancia para sus propios fines. De acuerdo con su planteamiento mitológico-racionalista, los Eternos son la base de las distintas mitologías terrestres, pero sobre todo la griega. Su principal ciudad, claro, es Olimpia; su líder es un ser venerable y poderoso llamado Zuras, y entre sus principales súbditos se encuentran Thena, Makkari y Sersi. No sé si en serio o con guasa, Kirby insiste en que los humanos confundieron la pronunciación y los llamaron, respectivamente, Zeus, Atenea, Mercurio y Circe.
En cualquier caso, la serie se mantuvo con extraordinario vigor durante al menos la primera docena de sus números. Sin embargo, poco a poco acabó por estancarse, manteniendo el punto de partida inicial en un impasse eterno (nunca mejor dicho), sin hacer evolucionar la situación ni los personajes. Era justo lo que había pasado con el Cuarto Mundo, y es que si algo quedó claro en esta etapa de completa autoría por parte de Kirby, es que precisaba de un guionista, o al menos de un ayudante en la escritura, que canalizara sus fantásticas ideas y que tuviera un sentido de la progresión. Sin él, las aventuras de sus personajes se desarrollan en un bucle sin principio ni fin que acaba conduciendo a la monotonía y a la insatisfacción.
Los Eternos provoca, de modo desconcertante, la sensación de hallarnos ante un anacronismo, ante un hombre que, claramente, estaba ya fuera de época, y la conmovedora fascinación que despierta la pasión de alguien que se reivindicaba como artista total sin importarle nada de lo que se estaba haciendo en aquel momento. Kirby se remite sólo a Kirby, para bien o para mal. Por ello, Los Eternos es ante todo un frenesí narrativo que no se detiene en momento alguno para tomar un respiro y dejar descansar la historia y a sus personajes: éstos se definen ante todo mediante la acción y el movimiento (por desgracia, también mediante el diálogo, y es evidente que Kirby, tomando como modelo al mismísimo Stan Lee, tiene aquí uno de sus talones de Aquiles).
Y que dejó un buen puñado de ideas imborrables, empezando por la genial intuición de que esos Celestiales rara vez estén en primer plano —¡ni siquiera hablan!— pero cuya presencia sea latente en todo momento. Kirby jugó con un fabuloso sentido del off narrativo, ayudado en grado sumo por el opacamiento de los propios Celestiales, gigantes mudos, ocultos bajo enormes armaduras metálicas de delirante diseño cuyos rostros recuerdan a dibujos del test de Rorschach (¡el genial Arishem, eternamente inmóvil como un Coloso de Rodas en el altiplano andino! ¡el inenarrable Esón, con sus seis «ojos» invadiendo toda la superficie de su casco, implacable observador de las maravillas terrestres, que contempla con la mecánica curiosidad de un entomólogo que apenas parece pensar que esos insectos cuyo hábitat perturba tan devastadoramente viven, aman y sienten!). Precisamente el contraste con los pasionales seres que crearon tantos milenios atrás es la gran baza dramática de la serie. Y no olvido contar, entre los atractivos de los Celestiales, la intuición onomástica de Kirby: sus nombres y su división no en grupos sino en «Huestes»: a la Cuarta Hueste es a la que le corresponderá el juicio de 50 años de la Tierra.
El hombre que decidió fundir la creación de Kirby con el Universo Marvel fue Roy Thomas, en su día el delfín de Stan Lee, un fan que consiguió el sueño dorado de todo fan: acabar escribiendo las historias de sus personajes favoritos. Pero Thomas no era un mero jovenzuelo que saltara directamente de su habitación tapizada de cómics a los despachos de la Casa de las Ideas. Nacido en 1940, graduado en historia y ciencias sociales, Thomas era un hombre de sólidas inquietudes culturales que había trabajado como profesor de instituto antes de dar el paso y marchar a Nueva York para probar suerte en el mundo editorial. A lo largo de sus varias décadas de trabajo para Marvel, nunca trató de erigirse como un autor de esos que llaman la atención cambiándolo todo, sino que se preocupó, antes que nada, por extraer todas las posibilidades que contenían los héroes Marvel.
Hay que tener en cuenta, pues, esta doble dimensión: como hombre con formación cultural y como guionista preocupado por la coherencia de cada uno de sus personajes. Ambas guiarían su trabajo en la Saga de los Celestiales que comenzó en la colección de la que era editor y guionista, El poderoso Thor. La fusión de personajes la hizo en uno de esos números especiales (llamados annuals) y con doble extensión que se editaban cada año en las principales colecciones. En el anual 7, de 1978, y mientras el personaje, en su serie principal, se enfrentaba a la aventura del Falso Ragnarok, Thor, descubriéndose preocupado ante todo por si el destino de Midgard (la Tierra) está ligado a la posible destrucción de Asgard, acude ante, Mimir, el oráculo llameante. Lo que éste le cuenta lo preocupa aún más: pues Mimir le revela que mil años antes conoció a un grupo de seres llamados los Eternos y que estos le borraron la memoria de su encuentro justo cuando estaba aterrizando una enorme nave espacial, la de los Celestiales (en su previa visita a la que ahora está sirviendo como juicio de 50 años), para evitar interferencias de héroe tan poderoso.
Concluidas las aventuras en curso, Thomas envía ya directamente a Thor en busca de los Celestiales: o sea, a la ciudad de los Andes donde estos tienen su cuartel general. La saga se inicia en el nº 283 (I/1979) y abarcaría hasta el 301 (XI/1980). El dibujante que la comenzó fue el gran John Buscema, uno de los nombres mayores de la casa y que está especialmente vinculado a Thomas a través de la colección Conan el Bárbaro. Sin embargo, no tardaría en ser sustituido, en el 286, por Keith Pollard, un dibujante eficaz pero sin especial personalidad que ya se encargó de concluirla. En cualquier caso, el estilo de los dos dibujantes quedaba unificado por el entintador, el estimable Chic Stone, cuyo mayor inconveniente es que sus acabados carecían de cualquier aroma épico. De ahí que, gráficamente, el paso de los Celestiales a Thor perdiera la grandiosidad que les había dado Jack Kirby.
En fin, el mismo Thomas no pudo concluir la aventura, puesto que a pocos números para finalizarla expiró su contrato con Marvel y no llegó a un acuerdo de renovación. Aun así, el dúo de guionistas que lo sustituyó, Ralph Macchio y Mark Gruenwald, llevaban un tiempo colaborando con Thomas en la aportación de ideas y en la vigilancia de la continuidad, y en cualquier caso es seguro que conocerían bien los argumentos ideados por aquél, pues el cambio no se nota en ningún momento.
Thomas dividió la larga aventura en dos partes bien delimitadas. En la primera, que abarca los diez primeros números, Thor se reencuentra con los Eternos y se convierte en su principal aliado para detener el Juicio de los Celestiales. Thomas hace reaparecer a los personajes de Kirby —de los que enseguida se nota que prefiere a Sersi, la antigua Circe de la Odisea— y sus escenarios, así como algunas de las ideas que el maestro no llegó a desarrollar del todo: por ejemplo, la capacidad que poseen todos los Eternos para fundirse en una especie de gigantesca entidad colectiva con apariencia de cerebro que alberga el poder compartido de todos ellos, la Unimente. Del mismo modo, Thor intenta implicar a su padre Odín en la colosal odisea, pero éste no solo se opone a cualquier actuación sino que además lo sorprende con enigmas intolerables (en el curso de una batalla personal, el Padre de Todos, cuando lo tiene a merced de su lanza, la arroja lejos de él exclamando que no volverá a matar a su propio hijo… «¡no otra vez!»).
Precisamente la segunda parte de la saga tiene como motor argumental la búsqueda de respuesta por parte de Thor de ese enigma. Para ello, y guiado por un misterioso acertijo de su propio padre —«Si tu ojo te ofende, arrancátelo», con el cual el culto Thomas une los mitos nórdicos con la Biblia—, el dios del trueno encuentra el globo ocultar que, tiempo atrás, Odín sacrificó al oráculo Mimir para extraerle información vital acerca del Ragnarok. El Ojo, convertido en un ente gigantesco, vaga en una dimensión propia, a la cual llega Thor y lo obliga a contarle la historia encerrada en las palabras de Odín. En su día, la antigua editorial Vértice cerró sus puertas justo en ese número, dilatando por más de dos décadas la resolución de esa aventura, hasta que Planeta reemprendió su publicación. La recuperación del 293 fue para mí doblemente emotiva: primero por la posibilidad de conocer la resolución de la historia, y segundo por la enorme calidad del número. Para dar forma al relato del Ojo, Thomas ensaya una sugestiva forma de narrar de delante hacia atrás, revelando la existencia de otro Ragnarok y, por tanto, el fin de Asgard. El final era inolvidable: la luminosidad que provoca el estallido en llamas de la ciudad de los dioses da origen a la Estrella de Belén, como muestra la viñeta final que permite a Thor datar el momento: la adoración de Cristo por los pastores.
Lo que emprende ahora Thomas por medio del relato del Ojo es muy ambicioso. Se trata de repasar todos los acontecimientos previos de la colección, justificando los más extraños (o en su día, más incoherentes) como un plan de Odín para su objetivo real que, claro, era poder enfrentarse a los Celestiales con el máximo de poder. Pero al mismo tiempo, Thomas continúa su labor de prospección de la mitología nórdica para insertarla en la continuidad del Asgard marvelita. Y para ello, utiliza la más famosa versión moderna de los mitos, es decir, la que compendió y adaptó el músico Richard Wagner para su monumental tetralogía El Anillo del Nibelungo.
Hay que recordar (a ese tema dediqué hace tiempo un comentario) que cuando Stan Lee decidió aprovechar la mitología nórdica para el universo superheroico que estaba construyendo no se preocupó nunca no ya de sistematizar las ideas sino de darles coherencia. Lee fue actuando sobre la marcha, y solo ya bien arrancada la colección de Thor fue cuando comenzó a adaptar, de modo ahora ya más riguroso, esos mitos. Roy Thomas —con una tenacidad tan notable que, a ratos, el espectador que no adivina el motivo piensa que está distrayendo la trama del juicio celestial para nada— vincula la famosa historia que comienza con el robo del oro del Rin por parte del enano Alberico con el combate de Odín contra los Celestiales. Para ello, y a lo largo de cinco números, adapta el argumento de cada una de las cuatro óperas de Wagner (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses) a las aventuras del Asgard marvelita, convirtiendo a sus protagonistas, Sigmundo y luego su famoso hijo Sigfrido en avatares terrenales del mismo Thor. Puesto que el primero fue muerto a manos del mismo Odín, en cumplimiento de una terrible promesa hecha a su esposa, así es como se explica aquella enigmática afirmación.
No se necesita ningún conocimiento previo de la obra wagneriana para disfrutar El poderoso Thor, aunque es evidente que quien la conoce —o los originales que el compositor adoptó a su antojo, en especial los cantares medievales de Los nibelungos, en alemán antiguo, y La saga de los volsungos, en islandés antiguo— extraerá un indudable placer al apreciar las pequeñas pero fundamentales modificaciones que Thomas hizo para fundir ambos universos. El espíritu que lo anima es probar que la famosa maldición asociada al oro robado que es motor de la saga wagneriana es la responsable de las desgracias de la Asgard del Universo Marvel, y el ánimo de combatirla y evitar la anunciada destrucción es lo que lleva impulsando todas las acciones de Odín desde hace dos mil años. Lo admirable es que, pese a la prolijidad y a inevitables irregularidades de tono, Roy Thomas sale triunfante de su empeño.
En el número 300, concluido el relato wagneriano, se vuelve a la ciudad de los Andes y allí Odín emprende su terrible y estéril ataque final contra los Celestiales, en el que pierde la vida. Su hijo Thor recoge su endeble antorcha y también es derrotado y puesto al borde de la muerte. Pero eran batallas necesarias para el acto final del plan de Odín que acaba conmoviendo a los inescrutables Celestiales para aceptar la última jugada, póstuma, del Padre de Todos: entregar a doce paladines terrestres para representar a todos los habitantes del planeta y asumir en persona el juicio de los dioses del espacio. Así contado, puede parecer un deus ex machina bastante risible, pero hay que leer el número e impregnarse del dramatismo de sus páginas para que resulte completamente convincente. Encima, los lápices de Pollard fueron entintados por el genial, y poco prolífico, artista Gene Day, que sí les dan el toque épico demandado.
El toque final de Thomas (o de sus discípulos Macchio y Gruenwald) fue presentar a la última diosa que realiza la ofrenda a los Celestiales como la Madre Tierra —esa deidad que, bajo distintos nombres, comparten todas las mitologías del planeta—, y su golpe maestro es hacer que sea la misteriosa (nunca se había revelado) madre del propio Thor, lo cual justifica, además, la sentida vinculación del dios con la Tierra, preocupación que, recordemos, le había conducido al descubrimiento de los Eternos y los Celestiales.
Con sus indudables defectos —la excesiva dilatación de la historia wagneriana, que hace perder de vista durante muchos números, de modo anticlimático, a los personajes de Kirby; el dibujo poco grandioso para una aventura de este tenor; la sensación de que, muchas veces, Thomas parece más preocupado por su ejercicio de erudición que por el pulso narrativo—, la Saga de los Celestiales es una de las cumbres de los buenos tiempos del Universo Marvel. Y tiene la nada desdeñable virtud, para aquellos que miran por encima del hombro cuanto tiene que ver con el tebeo de superhéroes, de remitirse con oportunidad y coherencia a respetables hitos de la cultura universal, como los cantos épicos medievales y la música de Wagner. E incluso sabe utilizar para bien la vertiente más populachera de la cultura: las oportunistas fábulas de Erich von Daniken. Pues si, como mínimo, éstas inspiraron la invención de los Eternos por parte de Jack Kirby, yo no encuentro motivo de queja: las buenas fábulas pueden convertir el plomo en oro.