Desde 1983, Spielberg tenía adquiridos los derechos para llevar al cine el inmortal personaje creado por el belga Georges Remi, más conocido como Hergé. Incluso llegó a hablar en vida con el ya venerable dibujante; y con motivo del estreno se ha señalado (no sé si hay alguna «prueba» de ello), que aquél señaló entonces que Spielberg era el único capaz de llevar a la pantalla el personaje con las debidas garantías. Si esas declaraciones son ciertas se deben, claro, a que Hergé debía haber visto En busca del arca perdida (1981), cuya historia, es indiscutible, posee evidentes reminiscencias «tintinescas». En el resto de su filmografía, después, Spielberg ha demostrado sobradamente un amor por la narración pura, sin necesidad de otras excusas —cuando las ha puesto es cuando su cine se estropea—, que no es que provenga de Hergé sino que delata que ambos beben de las mismas fuentes (o sea, la ficción de género universal). Pues bien, con toda una carrera a sus espaldas es cuando el que una vez fuera llamado Rey Midas de Hollywood se ha decidido a hacer realidad su vieja ilusión, y la sorpresa es la elección del formato: el cine de animación actual bajo la técnica combinada de la captura de movimiento y las Imágenes Generadas por Ordenador o CGI.
La decisión me parece muy afortunada, al tratarse de una técnica a medio camino entre el dibujo animado clásico y el cine de imagen real, opciones ambas ya abordadas, y sin gran fortuna, a la hora de sacar al personaje de Tintín de su elemento natural, las viñetas. El primero por su excesiva sumisión al tebeo: son los mismos personajes, con la misma expresividad, y en los mismos escenarios, sólo que con movimiento. Y el segundo por la dificultad en hacer creíbles unos iconos tan reconocibles como Tintín, Haddock, los Hernández y Fernández y demás bajo los rasgos, más o menos disfrazados, de unos actores: ya se ha hecho, y con resultados ridículos. La animación mediante captura en movimiento crea una distancia con la mera reproducción idéntica y ofrece una mayor libertad, sin abandonar un realismo básico que, no se olvide, es una de las características sobre las cuales Hergé basó su trabajo.
Eso sí, una vez vistos los resultados, el mayor problema, como era de esperar, es la animación del mismo Tintín, cuyo rostro resulta un tanto incómodo, tanto por la dificultad que conlleva dar vida al que sin duda supone el personaje menos expresivo (en todos los órdenes) de los creados por el gran autor belga como por el problema de acertar con el término medio que conforme a la mayoría. Si Haddock o el dúo de policías atontolinados están muy conseguidos —aun así, el Haddock animado no tiene ni la décima parte del encanto y humanidad del bidimensional—, no se puede decir lo mismo del protagonista, bajo quien, se nos asegura, se encuentra Jamie Bell, o sea, Billy Elliot, sacrificando, como es lógico, todo divismo por asegurar una película con repercusión en su currículo y ganarse un buen sueldo. Por cierto que, para quien vea esta película en su versión doblada, Jamie Bell es como si no hubiera intervenido en absoluto: sería gracioso escuchar a algún espectador que, en estas condiciones, alabe la interpretación del actor.
Tal vez por ser un campo inédito para él, Spielberg decidió asociarse con Peter Jackson, todo un especialista en el uso de las nuevas tecnologías y uno de los responsables, gracias a sus adaptaciones de Tolkien, de la disolución de las fronteras entre cine «real» y cine «animado»: ya se sabe que casi cualquier película actual con un mínimo presupuesto posee efectos digitales. El proyecto es (o era) rodar al menos cada uno de ellos una película de Tintín, abriendo Spielberg el camino con El secreto del unicornio. Sin embargo, me parece que está tardando mucho en arrancar el segundo proyecto, pues hasta ahora parece ser que sigue siendo solo eso, un proyecto. ¿Se debe a que la película de Spielberg no ha recaudado todo el dinero que se esperaba de ella? En Internet, el film de Jackson se anuncia para 2016 y entretanto, ya se sabe, éste se ha puesto manos a la obra con su secuela, perdón, precuela de El Señor de los Anillos.
La historia está trazada a partir de la fusión/combinación de El cangrejo de las pinzas de oro y El secreto del unicornio (este último proporciona el subtítulo al estreno español), álbumes ambos pertenecientes a la etapa en que Hergé trabajó durante la ocupación alemana. Los dos, por tanto, cuentan historias sin apenas vinculación con la dura realidad coetánea. En el primero de ellos, Tintín se enfrenta a una banda de traficantes de estupefacientes cuya base se encuentra en una ciudad del litoral marroquí. Este cómic, uno de los más flojos de la trayectoria hergeana, es importante porque en él se presenta el inolvidable capitán Haddock, si bien aquí todavía muy lejos de esa densidad humana que acabará convirtiéndolo en el verdadero centro dramático de la serie, un Haddock degradado por su irredimible dipsomanía, dibujado por su creador todavía sin la riqueza de recursos expresivos posterior y sin precisar todavía el humor que tan entrañable lo hace: es un personaje que aquí se hace, vamos a reconocerlo, poco soportable.
Por su parte, El secreto del unicornio es la primera entrega de una doble aventura culminada con El tesoro de Rackham el Rojo. Lo curioso es que, mientras El secreto todavía es deudora de esa señalada unidimensionalidad de la primera etapa de Hergé, El tesoro, sin solución de continuidad, ya es una obra maestra en la que se hallan presentes todos los elementos que hacen tan memorables los cómics. Incluso, en este segundo episodio, irrumpe, de modo ya plenamente conseguido, el entrañable personaje del profesor Tornasol, desde entonces indisociable de la saga tintinesca. Es curioso, por tanto, que Spielberg asuma dos aventuras no especialmente interesantes y se quede a las puertas de la que ya es espléndida. Ahora bien, también es lógico, primero porque —el mismo director se encargó de explicarlo— permite presentar el primer encuentro entre los dos protagonistas de la saga (¿alguien duda del co-protagonismo del capitán Haddock con respecto a Tintín, incluso de su muy superior interés frente al reportero?). Por otro lado, es claro, es indudable que la reformulación cinematográfica de esos dos episodios no tenía por qué implicar el mismo resultado cualitativo de los tebeos.
Lo cierto es que el guión mezcla las dos aventuras con cierta habilidad. La principal diferencia argumental con respecto a los cómics es la creación de un grand villain que no existe en el original aunque está construido a partir de un personaje secundario de El secreto, Sakharine, cuya apariencia, mediante la animación, adquiere un aspecto conseguidamente torvo y siniestro como no tiene el diseño original. Además, la presencia de Sakharine acaba siendo lo que eslabona dos intrigas que en principio nada tienen que ver como las de El cangrejo y El secreto: Sakharine se halla detrás de los planos que esconden el tesoro del Unicornio, y uno de ellos (escondido en otra réplica del barco) se encuentra en la localidad africana donde tenían su guarida los traficantes de El cangrejo. Hay incluso una vuelta de tuerca más: Sakharine no es sino el último descendiente del pirata Rackham el Rojo —como hacía sospechar el hurto del rostro del pirata, velado bajo un pañuelo, en la escena en que Haddock reconstruye el enfrentamiento de su antepasado con aquél— y, de acuerdo con la maldición vertida por su ancestro, tiene que finalizar la venganza contra los Hadoque que se ha heredado de generación en generación.
Como era inevitable, abundan los guiños dedicados a los amantes de los cómics originales. Estos comienzan por los títulos de crédito —soberbios, aunque ya aparece la música de John Williams, no precisamente afortunada—, en los cuales se incluye, precisamente, la portada original de El secreto del unicornio. A continuación, la acción arranca en un mercado de trastos viejos en el que Tintín está dejando que un artista callejero le haga un retrato sobre la marcha. Los rasgos de ese artista permiten reconocer al mismo Hergé y el dibujo que acaba dándole al joven periodista, por supuesto, no es sino una típica ilustración puramente hergeana de su protagonista. Más tarde, el apartamento de Tintín mostrará, colgados en las paredes, distintos recortes de periódico que suponen un repaso por múltiples aventuras de papel del protagonista: del rescate del fetiche arumbaya de La oreja rota al servicio prestado al monarca syldavo en El cetro de Ottokar pasando por la imagen de los exploradores envueltos como momias de Los cigarros del faraón.
Otros detalles son más gratuitos. En especial, la aparición del ruiseñor milanés, Bianca Castafiore, terror privado tanto del periodista como del capitán, los únicos seres humanos que no parecen apreciar sus cualidades para el bel canto. La excusa de su intervención en unas aventuras en las que no aparece por parte alguna incluso le otorga un papel de cierta relevancia: es la (involuntaria) «arma secreta» con que cuenta Sakharine para apoderarse del último pergamino, pues la potencia de sus trinos está destinada a romper el cristal blindado que protege la última réplica del Unicornio, en el pequeño enclave norteafricano de Bagghar. Un poco pillado por los pelos, la verdad. (Para los puntillosos: la composición con que la Castafiore cumple con las expectativas de Sakharine no es la famosa Aria de las Joyas del Fausto de Gounod, sino un tema de otra ópera del mismo autor francés, en este caso de Romeo y Julieta.)
Pues bien, hay que señalarlo ya, bajo el punto de vista estrictamente visual, el resultado deja literalmente sin aliento, tanto por la belleza de las imágenes como por el memorable uso que Spielberg hace de esa capacidad indudable que posee la animación: permitir cualquier cosa. Teniendo en cuenta que Spielberg es, probablemente, el director actual de imagen «real» con mayor dominio de la narración visual, era sumar dos y dos.
Viendo Las aventuras de Tintín se comprende por qué Spielberg decidió internarse en un campo inédito para él: la posibilidad, para alguien enamorado de las capacidades ilusionistas de la narración cinematográfica, de superar las limitaciones a que obliga esa realidad que siempre hay al otro lado de la cámara. En la película diríase que, en realidad, no hay cámara que registre la aventura, sino que la misma pantalla del cine (o la televisión) desde donde el espectador sigue sus incidencias es una ventana abierta al mundo de sus héroes. Una buena muestra es el continuo más difícil todavía que ejecuta el director a la hora de encadenar una secuencia con otra que transcurre en un escenario distinto, y que es algo más que virtuosismo técnico: es puro juego onírico. El mar donde flota la barca de Haddock y Tintín se convierte, de pronto, mediante un vertiginoso movimiento de grúa, en un charco que pisa, en Bruselas, el carterista tras el que van Hernández y Fernández; las dunas del desierto se convierten, con lírica consecuencia, bajo la perspectiva de ensoñador Haddock, en las olas del mar embravecido que hostiga al Unicornio; el apretón de manos jubiloso de los dos protagonistas, por obra de un encadenado genial, hace que la forma de aquéllas se convierta en la estribación montuosa que los dos rebasan para asomarse a la rada donde se enclava Bagghar. La fluidez narrativa de Las aventuras de Tintín es sencillamente increíble y casi devuelve al espectador a una época en que todavía era posible la ingenuidad de las películas de una tarde de sábado.
Ahora bien, el cine —por desgracia para él— no es solo fluidez narrativa y sugestión visual, sino también hondura dramática y coherencia psicológica, campo en el que este director suele tener su punto débil. Pero es que, además, los espectadores de esta película, lógicamente, se dividen en dos: quienes conocen (y aman) el cómic de Hergé y el resto (entre los que se hallan quienes nunca han leído una sola aventura de Tintín, quienes lo han hecho y no les ha gustado, quienes han accedido al menos a alguna de sus otras formulaciones en cine o televisión…).
Como me cuento entre los primeros, no puedo evitar juzgar la cualidad del film como adaptación. De entrada, señalo que lo que menos me gusta en estos casos es la transcripción literal de una obra previa: no les veo sentido, de ahí que, por ejemplo, obras como La edad de la inocencia (1993), del «genial» Scorsese, o Sentido y sensibilidad (1995), de Emma Thompson, me parezcan meras vampirizaciones de unas admirables novelas previas de las que se ha rebañado todo sin aportar nada. Digo esto para que no se crea que yo fui al cine a ver a los Tintín y Haddock literales del tebeo.
Ahora bien, entiendo que cuando se abordan personajes que son patrimonio colectivo, no debe efectuarse una «apropiación indebida» (a menos que se haga de modo genial: éticamente sería igual de incorrecto, pero al menos se apreciaría una compensación artística). No basta con respetar la iconografía básica de los personajes de Hergé —un chico con el flequillo tieso, dos tipos bigotudos de negro cuya única diferencia es la pequeña curvatura de sus mostachos, un marino barbudo y con gorra que viste jersey azul con un ancla en el pecho— ni respetar unas pautas argumentales, ni mucho menos introducir guiños y homenajes a diestra y siniestra. Si se han comprado los derechos de Tintín (y se supone un cariño y respeto mínimos)… hay que hacer un Tintín. Y como se ha dicho hasta la saciedad, Spielberg no conduce su cine hasta el personaje sino que lo hace al revés, convierte a Tintín y su mundo aventurero en una variante de los Indiana Jones.
Además, a algunos las peripecias del arqueólogo aventurero siempre nos han resultado un mero sucedáneo de la aventura clásica de verdad. Una trivialización del verdadero contenido de la aventura. Como en las cuatro películas del doctor Jones, Las aventuras de Tintín acaba reducida a una mera acumulación de peripecias, fría y mecánica, cuyas primeras víctimas son dos: el calor humano que, a la fuerza, es sello indisoluble de las criaturas de Hergé y en especial de la relación entre Tintín y Haddock; y la sensación de que, por mucho que vean sus vidas corran apuro tras apuro, en realidad no existe el mínimo peligro. Este último elemento estropeó siempre las historias de Indiana Jones, al romper el necesario elemento de identificación con el espectador, privilegiándose así, únicamente, el componente de humor (por desgracia, el peor humor: el paródico) que también tienen. Spielberg nunca ha entendido la íntima unión que, en el cine de aventuras, debe ir entre tensión y distensión, al estilo de obras maestras como Scaramouche (1952). Aunque uno sea consciente de que su héroe acabará triunfando sobre todos los obstáculos, la obligada suspensión de la incredulidad, exige que, al mismo tiempo, debamos creer que su vida está en peligro mortal y que, por tanto, hay un reto y una exigencia en todos los riesgos por los que atraviesa.
Esta apoteosis indianesca es la que impide poder saborear como se merecía el virtuosismo de la persecución, a múltiples bandas, que tiene lugar por las calles de Bagghar, con Sakharine y sus sicarios persiguiendo a Tintín y Haddock, juntos o por separado, mientras estos persiguen a su vez a un pájaro que les roba los pergaminos, y al mismo tiempo una riada provocada por los protagonistas se abate sobre la ciudad. Acumular por acumular. No es ritmo, es trepidación mecánica. No hay peligro de verdad, hay niveles de videojuego que superar. Encima, en determinado momento, Spielberg no puede evitar realizarse un homenaje a sí mismo (traducido de modo feo: igualarse condescendientemente con Hergé): Tintín surca los cielos de Bagghar colgando de unas cuerdas en un momento en que solo faltan los famosos sones de Indiana Jones (y el sombrero) para pensar que nos hemos ido de una película a otra.
Si algunas aportaciones de Spielberg no estaban mal pensadas, como convertir el duelo entre Rackham el Rojo y el caballero de Hadoque en una venganza que se transmite a sus descendientes, resulta penoso que esta concluya con un inenarrable combate entre Sakharine y el capitán Haddock, cada uno a los mandos de ¡una grúa portuaria!, en una escena que se pretende la cumbre de la originalidad y que sólo resulta grotesca —es un duelo digno de los Transformers—, una triste conclusión para la película. Es triste que uno de los grandes defectos del cine de Spielberg haya sido la falta de sentido de la medida, no tener claro cuándo hay que parar. Es una de las razones por las cuales Spielberg, pese a su enorme talento y a la gran cantidad de películas como mínimo entretenidísimas que tiene en su carrera, en mi opinión nunca podrá igualarse a los grandes, sobre todo a esos grandes de Hollywood a los que tanto admira.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio / The Adventures of Tintin. Año: 2011.
Dirección: Steven Spielberg. Guión: Steven Moffat, Edgar Wright y Joe Cornish; personajes de Hergé. Fotografía: Janusz Kaminski. Música: John Williams. Reparto: Jamie Bell (Tintín), Andy Serkis (Capitán Haddock), Daniel Craig (Sakharine). Dur.: 107 min.
La película me pareció entretenida y visualmente interesante, pero la caracterización digital de los personajes me resultó bastante inquietante (vamos, que la mucho más floja Adèle y el secreto de la momia acertó a la hora de caracterizar de forma real a sus secundarios grotescos. Lástima que no hubiera rastro de la novelista anárquica y malencarada). Al no ser muy seguidora de Tintin, no noté en exceso la spielbergización del personaje, aunque sí me parecía que había secuencias demasiado de «acción» y no de peligro real para el protagonista. Eso sí, la mano de Moffat también se nota.
En concreto, para mí es el último tercio donde Spielberg ya pierde el norte: en la persecución en Bagghar y en el duelo de «transformers». El problema es, precisamente, que quien no conozca mucho los cómics no advierte que esto es, lisa y llanamente, lo normal: que Tintín e Indiana Jones son primos hermanos. Si se hace semejante ejercicio de vampirismo, como mínimo, tiene que hacerse de modo genial. El problema es que deslizar Tintín hacia Indy, como digo en el post, no solo lo desvirtúa sino que lo empobrece: las películas de Indiana, para mí, son un sucedáneo de la verdadera aventura, y cada vez que vuelvo a ver una de sus películas se me viene un poco más abajo (y mira que las disfruté de niño…).