El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald a Baz Luhrmann

El gran Gatsby 2013Acaba de ser estrenada, primero en el festival de Cannes y después ya en las pantallas de toda España, y con considerable polémica, la nueva adaptación de la gran novela de F. Scott Fitzgerald El gran Gatsby. Digo polémica porque la lectura apresurada que he hecho estos días en prensa e Internet, ciertamente, parece dividir el público de la película en dos tipos antagónicos: quienes han ido a ver la historia de Fitzgerald, y quienes han ido a ver una película de Luhrmann. ¿No era posible, acaso, disfrutar de ambas cosas a la vez? Tomo partido antes de iniciar un comentario sobre las claves de esta película, precisamente desde el punto de vista de la adaptación. Yo soy de los que se han acercado al cine atraídos por la posibilidad de volver a recrearme con las claves dramáticas de una novela que siempre me ha parecido muy especial; pero, al mismo tiempo, tenía muy claro que en ningún caso se iba a producir un regreso, a secas, a Fitzgerald, sino que la «personalidad» de Luhrmann, sin duda, iba a mediatizar considerablemente mi acceso a aquél. Señalo, de entrada, que no he podido terminar nunca las otras dos películas famosas del director, Romeo + Julieta (1996) y Moulin Rouge (2001); ya ni lo intenté con la última, Australia (2008). Aun así, estaba dispuesto a asistir al previsible carrusel visual del director, tanta era la curiosidad que suelen producirme las adaptaciones de las obras que me gustan. Y la sorpresa es que, cierto, El gran Gatsby es, no podía no serlo, una película que ofrece el mareante aparato de excesos esperable de su director, pero, al mismo tiempo, un film que no traiciona a Fitzgerald y que, a su modo, se esfuerza en traducir a imágenes (desatadísimas, incluso francamente horteras) la impronta dramática de la novela.

El gran Gatsby, publicada en 1925, no es la novela del escritor Francis Scott Fitzgerald que suelen preferir los críticos, pero sí parece ser la más conocida de toda su obra, aun cuando sea, precisamente, por el hecho de que, en su día, contó con una adaptación al cine que, si bien fue destrozada sin piedad, obtuvo una gran repercusión: fue en 1974 y la dirigió Jack Clayton bajo guión de Francis Ford Coppola.

Se trata de una novela no muy extensa, casi lo que los franceses llaman una nouvelle, cuya trama es parca en peripecias: la relación que un joven de buena familia, que está tratando de ganarse la vida como corredor de bolsa en Nueva York, tiene con un millonario de misterioso, y ambiguo pasado, el Gatsby que da título a la obra, cuyas actividades, modo de vida e incluso aparente ostentación, no tienen otro objeto que recuperar a la mujer de la que se enamoró varios años antes, cuando todavía no era el gran hombre que ahora es.

Crónica del bullicio de esos felices años 20 en que está ambientada la historia, con su irresponsable frenesí, su fastuoso oropel; ajuste de cuentas con esa gente rica con la que Fitzgerald se relacionó, o intentó relacionarse, toda su vida; relato nostálgico sobre el derrumbamiento de las ilusiones y los ideales. El gran Gatsby, como toda gran obra, es todas esas etiquetas a la vez, bajo las que suele calificársela, y mucho más, pero ante todo yo siempre la he considerado la historia de una mirada, la del hombre que relata todo en primera persona, ese sencillo corredor de bolsa llamado Nick Carraway, que por mero azar está situado justo en el punto central en el que coinciden los personajes cuya historia, en teoría, narra el libro: vecino de Gatsby y primo de Daisy. En el magnífico libro en que Mario Vargas Llosa reunió un conjunto de críticas sobre grandes novelas del siglo XX, La verdad de las mentiras, el peruano ya realizaba una estupenda reivindicación de este personaje, el clásico que parece secundario por resultar menos espectacular que el aparente protagonista, pero que es quien lleva realmente el peso dramático de una historia.

El gran Gatsby, de F. Scott FitzgeraldDesde el arranque del libro, Nick se define a sí mismo como alguien remiso a juzgar a los demás, y esa facilidad que posee para ponerse en el punto de vista ajeno, esa sencillez empática, lo convierte en uno de los seres más nobles que han poblado las páginas de la literatura, por lo común tan cínica, del siglo XX. Aunque las circunstancias, evidentemente, al final acabarán haciendo que considere a Gatsby mejor «que todos ellos juntos», ninguno de esos ricos de sangre azul que componen el coro que desencadena la tragedia acaba mereciendo del todo su sanción. Nick es el perfecto testigo, el hombre cuya presencia, incluso para dos enamorados, no sólo no molesta, sino que complementa. Fitzgerald lo expresa bien: «quizá mi presencia les hacía sentirse satisfactoriamente solos». En el tristísimo final, resplandecerá la capacidad de comprensión de Nick (su lealtad al principio que, según relata en la frase inicial del libro, le inculcó su padre de pequeño), cuando su resentimiento hacia su prima y su esposo, los dos Buchanan, no consigue enturbiar, pese a todo, su capacidad de comprensión: aunque él no está en disposición a perdonar a nadie, porque a él nada le han hecho (¿quién podría hacerle algo a alguien como él?), en el fondo, y a través de Nick, todos los personajes se redimen de algún modo, o se humanizan. Inolvidable cualidad del personaje, capaz de dotar a todos cuantos le rodean de comprensibilidad.

¿Y cuál es esa tragedia a la que asistirá, impotente, el noble Nick? Ni más menos que a la destrucción del espejismo laboriosamente creado por Gatsby, destrucción tan rápida y radical como suelen desvanecerse esas tan efímeras ilusiones. Metáfora de esos felices, inconscientes, años 20 que prepararon para la más terrible de las crisis del siglo, Jay Gatsby es el hombre de extracción humilde que construye una imagen que, expuesta a la fascinación del mundo entero —y que simbolizan las fastuosas fiestas que da en su gran mansión de Long Island—, en realidad está concebida para una sola persona, esa muchacha de la que se enamoró sin remisión en los días de la guerra, cuando ya era Gatsby, pero no era grande, y a la que tarda cinco años en reencontrar.

Nadie sabe mucho sobre Gatsby, quien resulta más un rumor que una presencia tangible para casi todo el mundo. Incluso Nick, posiblemente el único ser con el que aquél se ha sincerado y al que ha contado su modestísimo origen, se pasa casi todo el relato sin comprender del todo a ese hombre con el que solo en sus últimos momentos, y ya cuando es demasiado tarde, terminará por establecer un vínculo verdadero, capaz de poner a prueba su concepto, benigno, del ser humano. El miserable abandono en que acaba el pobre Gatsby, a cuyo entierro solo asistirán él y su padre, un hombre viejo y borroso, casi un espectro que llega a parecer la última creación del fabuloso millonario, es lo que termina por revelarle que en el mundo existe un tipo de mal que es más dañino, más inicuo, que el que se gasta en exhibiciones de perversidad. Es el mal que desencadenan el egoísmo, la mezquindad, la incapacidad para hacer justo lo que él hace tan bien y sin proponérselo (poder sentirse en la piel de los demás). El mal que carcome de modo más letal, porque no lo parece hasta que ya es demasiado tarde para poder oponerse a él.

Tobey Maguire como Nick CarrawayPues bien, todo ello se encuentra en la versión que acaba de facturar Baz Luhrmann, aunque en muchas ocasiones los árboles no dejen ver el bosque. Pues lo cierto es que, como adaptación, El gran Gatsby (2013) no puede ser más convencional y asumir menos riesgos: es una versión literal, incluso diálogo a diálogo, del libro, del que apenas se desvía en contados instantes, como si Luhrmann temiera que, al hacerlo, esté dando una pirueta sin red con grave peligro mortal.

Hay que empezar por la mayor convención: la película reproduce el punto de vista subjetivo de Nick del modo más fácil, es decir, utilizando su propia voz como hilo narrativo, una voz en off (o voice over, que se dice ahora), que se encarga de superponer, sobre las imágenes, las estupendas reflexiones que realiza el personaje en el libro. Es una forma, claro, de reconocer la incapacidad de esas imágenes tan teóricamente espectaculares para transmitir, mediante el lenguaje visual, aquellas ideas, aquellas sensaciones: las conclusiones a las que va llegando Nick a medida que avanza la historia.

Encima, convención sobre convención, Luhrmann introduce una novedad que no está en el libro: Nick reconstruye la historia, que acaba de tener lugar y que parece haberlo dejado destrozado psicológicamente, para el psiquiatra que lo atiende en el sanatorio donde ha sido internado. Si inicialmente se trata de una conversación entre Nick y su médico, a continuación, y animado por éste, lo que hará es poner por escrito sus recuerdos sobre Gatsby, escribiendo por lo tanto cuanto se nos va contando. Luhrmann añade otro elemento de su cosecha: Nick Carraway es un aspirante a escritor (el clásico aspirante a escribir eso que el tópico de tantos libros y películas ha bautizado como «la gran novela americana») que encontrará su inspiración en la rememoración de la desdichada historia de Gatsby. Lo que hace el cineasta no es original, pues ya son muchos quienes han interpretado que el personaje de Nick no es sino la trasposición del mismo Fitzgerald dentro de su propia ficción. Aun así, se consigue un buen efecto con esa imagen postrera del film, surgida tras que Nick silencie su voz narradora, en que éste ordena los folios escritos y, sobre el título mecanografiado en la primera página, que reza sencillamente «Gatsby», añade, a mano, las palabras el gran, terminando de crear el nombre definitivo del relato al que hemos asistido. Un buen efecto porque resume bien ese concepto esencial de la película sobre un hombre y su imagen: las palabras a mano humanizan el concepto más rígido, más aparente, más desconocido, que representan las letras de la máquina de escribir.

La imposible mansión de Gatsbyç

Por lo demás, desde el mismo arranque de la película, El gran Gatsby hace honor a la firma que ostenta: arrastra el mayor de los desenfrenos visuales. Es decir, innumerables panorámicas (lo más vertiginosas posibles) que recorren los escenarios de la acción, partiendo muchas veces de un elemento muy concreto (que muy bien puede ser el rostro de algún personaje) para iniciar un viaje en el espacio, en busca de otro escenario, o de otro personaje, sin freno, sin compasión por el espectador. Un desenfreno visual que se corresponde con el sonoro. Como ya había hecho con su Moulin Rouge, Luhrmann no se considera atado, de ningún modo, por las convenciones musicales de la época retratada, y aunque la banda sonora incluye jazz, fox-trot, charleston y demás sones del momento, así como una composición más convencional, también hay espacio para el hip hop y para cualquier tipo de música y baile coetáneos, creando un efecto de extrañación en el espectador educado en otro tipo de lógicas sonoras (pero no en el más moderno, sospecho: ni Luhrmann lo ha inventado ni es el único que lo practica). A ello hay que añadir que la mayor parte de los escenarios están recreados por los modernos efectos digitales que reciben el nombre de CGI —desde luego, el exterior de la mansión de Gatsby, el barrio humilde donde viven los Wilson y la Nueva York de los años 20 que está viviendo la construcción del Empire State— y que la película está rodada expresamente en tres dimensiones, lo que se intenta lucir a toda costa (aunque, lo siento, yo la he visto en el formato habitual, por lo que no puedo analizar este aspecto).

Durante los dos primeros tercios de la película, El gran Gatsby exige un dominio absoluto de los nervios, un estoicismo mayúsculo, para no salir corriendo en los momentos (múltiples) en que Luhrmann nos bombardea, sin piedad, con todos sus efectos visuales y sonoros. Efectos que devoran historia y personajes, sin la menor duda, hasta el punto de que, en más de un momento, uno acaba creyendo que el director ni quiere ni respeta la obra original y que sólo buscaba un pretexto más o menos «culto» para volver a llamar la atención tras el relativo fracaso de Australia. Sin embargo, y por mucho que resulte inaguantable en líneas generales, confieso que, a poco que se piense, ese frenesí visual no resulta tan gratuito, en el plano dramático, como pudiera pensarse.

Gatsby y los BuchananEn efecto, si, como señalaba líneas arriba, El gran Gatsby, novela, se articula en torno a un hombre que se erige a sí mismo y a cuanto lo rodea como un espejismo, ¿no es esa también la sensación que convoca tanto ditirambo visual? El mundo en que se desarrolla la historia, y en especial la mansión de Gatsby o la Nueva York de los años veinte, ¿no resultan una mera fachada tras la cual se esconde otra cosa? Que sería, claro, el verdadero El gran Gatsby que, con esfuerzo, luchando desesperadamente contra tanto caos, es verdad que también acaba asomando su cabeza, sobre todo cuando, conseguido ya de nuevo el amor de Daisy, el protagonista abandona esa falsa apariencia, cuando comprueba lo mucho que desagradada a su amada ese oropel de fiestas y desagradables multitudes. Aunque parezca milagroso, es entonces cuando la intensidad emocional creada por Fitzgerald hace acto de presencia y Luhrmann consigue que su parte final posea, incluso, una notable fuerza (aunque, aquí y allá, se sigan manteniendo algunos de los alardes del director, sobre todo en los movimientos de cámara).

El gran Gatsby (2013) resultaría, así, un film menos simple y esquemático de lo que parece a primera vista, para ofrecer, en cambio, una sofisticada estructura estilística consistente en subrayar en primer plano, durante la mayor parte de su historia, ese carácter de recreación que es el sello más aparente de la vida de Gatsby. Cuando esa apariencia, ese juego de espejismos, ya no es necesario, por fin la historia y los personajes recobran la intimidad que poseen en la novela original. Entonces es tiempo de dejarlos respirar y permitir que, de nuevo, brote el trágico fatalismo del final. Cuidado, no digo que funcione —de hecho, no lo hace—, pero así lo veo y así lo señalo: como tantas veces, la diferencia entre resultados e intenciones puede llegar a ser brutal.

Siempre he pensado que lo más discutible de la novela de Fitzgerald era ese recurso tan decimonónico de la irrupción del fatum desencadenado, sobre todo por lo forzadas de las circunstancias que llevan a él. Todo parte de una buena escena en el neoyorquino Hotel Plaza, con todos los personajes centrales, en la que Tom Buchanan, el marido de Daisy, consigue hacer tambalear la seguridad romántica de su esposa por el recobrado Gatsby (utilizando, lo cual es un buen hallazgo del escritor, un recurso que no se esperaba en él: su capacidad para la manipulación dialéctica). Pues bien, justo a continuación Tom permite que la pareja se marche, juntos, de allí en el coche de Gatsby, y es eso lo que no resulta convincente: lo lógico es que, aprovechando el desconcierto provocado en su esposa, Tom se la hubiera llevado él mismo. No lo hace, y sospecho que es solo porque Fitzgerald necesita que la pareja comparta el accidente mortal en el que perece la vulgar amante de Buchanan, muerte de la que éste, de modo mezquino, acusa a su competidor (aunque quien conducía el coche era Daisy), incitando el odio asesino del esposo.

Pues bien, insólitamente Luhrmann consigue otorgar un notable espesor no sólo a la secuencia en el Plaza sino a todos los acontecimientos ulteriores. Y en especial a toda la parte final, a las últimas escenas entre Gatsby y Nick, y al momento en que aquél perece en su propia piscina víctima de las balas vengadoras de Wilson. Luhrmann introduce aquí una novedad que no existe en el libro y que incrementa la cualidad elegíaca de toda esta parte: Gatsby espera la llamada que le ha prometido Daisy (en la novela, desea que se produzca pero no tiene esa promesa). Justo antes de ser abatido por las balas, suena por fin el teléfono: así, Gatsby morirá con un último hálito de felicidad, creyendo que es su amada la que lo llama para decirle que se escapa con él. Y sin embargo, esa llamada es la del fiel e inquieto Nick, desde Wall Street. Es solo un detalle, una pequeña aportación, pero que añade a la escena una emotividad que, espero que no suene a herejía, incluso mejora la misma escena escrita por Fitzgerald. Es justo señalarlo.

La sonrisa encantadora de GatsbyUna novela tan de personajes como ésta, como es lógico, obliga a que el reparto deba estar especialmente bien escogido. De hecho, ya el film de Clayton sufrió tremendas críticas por lo que se consideró un casting muy desacertado. Leonardo DiCaprio encarna a Gatsby, y lo primero que hay que decir de esta elección es que, como mínimo, no resulta tan equivocada como en muchas de las más célebres películas que el actor ha interpretado, desde varias de Scorsese —El aviador (2004), sobre todo, y Shutter Island (2010)—, a la última película de Eastwood, J. Edgar (2012). Es decir, el DiCaprio con eterna cara de adolescente se las ve con un personaje en el que, precisamente, es fundamental esa imagen de chico dorado que el actor exhuda en cada plano de cada película que lleva interpretando desde el inicio de su carrera. Hay correspondencia, por tanto, entre actor y personaje. El principal recurso gestual de DiCaprio, además, se aviene como un guante a la más notable característica externa de Gatsby: su capacidad para resultar cálido, accesible, necesario, para aquél al que presta su atención, en especial cuando el actor no hace sino esbozar una sonrisa suave (un actor es no sólo los gestos conscientes que hace sino, sobre todo, los que no puede evitar hacer). En cine, nadie como Steven Spielberg, en la excelente pero subvalorada Atrápame si puedes (2002), ha sabido utilizar esta cualidad del actor. Ahora bien, por desgracia, las cuantiosas limitaciones del intérprete aparecen en todas aquellas escenas que se salen de este registro, y que subrayan su falta de ductilidad: su explosión de ira en el Plaza ante las insidias de Buchanan (los gestos de rabia de DiCaprio son más bien ridículos) o su nerviosismo de colegial ante la expectativa de volver a ver a Daisy, por ejemplo, revelan la inconsistencia del actor.

Carey Mulligan tampoco consigue transmitir toda la ambigua combinación entre sensual egoísmo e indolente vulnerabilidad de su personaje. Mia Farrow lo destrozaba en la versión de Clayton, y aunque Mulligan está mejor, su interpretación resulta demasiado insípida. Hay que convenir en que Daisy es un personaje muy difícil: la actriz que lo encarne debe obrar un equilibrio casi milagroso, el de convencer al espectador, al mismo tiempo, de que es un ser mucho más insustancial de lo que las ilusiones de Gatsby se merecen, y que al mismo tiempo está a la altura de ellas, es decir, es tan inconsistente como éstas.

Tobey Maguire resulta una elección especialmente desafortunada. Desde los inicios de su carrera, el actor ha abusado (o no ha podido evitar que así lo parezca) de su perenne expresión de desconcierto bobalicón, un rasgo que, en principio, parece otorgarle un aire de inocencia, y así era en sus primeras películas (por ejemplo, Las normas de la casa de la sidra, de 1999), pero que ahora no es sino un cliché, como bien demostró su cansina recreación de Peter Parker para la trilogía Spider-Man de Sam Raimi. Maguire es un actor demasiado unidimensional para Nick Carraway, precisamente porque el papel exige a un intérprete que transmita sencillez en un primer plano, pero que sea capaz de sugerir toda la compleja densidad de ese ser que mejora a los demás con su mera mirada. A su lado, Joel Edgerton cumple una buena interpretación de Tom Buchanan, funcionando tanto en los momentos en que resulta tan solo un bruto con dinero como cuando, al final, se revela como un ser mucho más maquiavélico de lo que parecía.

Diseño del cartel originalEl gran Gatsby (2013), por tanto, es una película de lo más contradictoria. Puede desagradar profundamente a los espectadores de temperamento clásico, pero al mismo tiempo conmover por la indudable emotividad de toda su parte final. Se alarga demasiado (como toda superproducción del mainstream actual, que carece de sentido de la síntesis), pero en la perseverancia de atención es donde se encuentra su premio. Sus interpretaciones son irregulares, pero algunos momentos de la actuación de los actores se encuentran entre lo mejor de la película: por ejemplo, el gesto de DiCaprio (esa sonrisa de buen chico…) cuando Nick se despide de él, ignorando que es para siempre y le dice esa frase, que luego agradecerá tanto haber dicho: «¡Tú eres mejor que toda esa gente!». Es cansina hasta la extenuación en su presunción de querer impresionar con cada imagen, pero esa infatuación es la mejor metáfora de los personajes centrales, esos seres que, como indica de modo magnífico Fitzgerald en los últimos párrafos de su novela, creyendo marchar hacia el futuro, en realidad se empeñan en remar contra una corriente que tarde o temprano los conducirá de regreso a un pasado que, pese a todo, no volverá, por mucho que quiera Gatsby, o al menos no volverá del mismo modo.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El gran Gatsby / The Great Gatsby. Año: 2013.

Director: Baz Luhrmann. Guión: Baz Luhrmann y Craig Pearce; novela de F. Scott Fitzgerald. Fotografía: Simon Duggan. Música: Craig Armstrong. Reparto: Leonardo DiCaprio (Gatsby), Carey Mulligan (Daisy), Tobey Maguire (Nick Carraway), Joel Edgerton (Tom Buchanan), Elizabeth Debicki (Jordan Baker). Dur.: 142 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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