El presente artículo es una aportación personal extraída del trabajo, inédito, Teoría, aplicaciones didácticas y educación en valores a través del cine de Hayao Miyazaki, realizado por Benito Arias García, José Luis Gutiérrez Alonso y este Extranjero que lo firma. Que a nadie asuste el rimbombante título: supuso una mera excusa para que estos amigos pudieran reunirse, en torno a buena bebida y buenas viandas, y disfrutar de las películas de este genial director amado por los tres. Como sucede con los buenos artistas, ese mismo amor nos llevó a querer compartirlo con nuestros alumnos, de ahí el revestimiento posterior que señala el título.
Primeros trabajos
Hayao Miyazaki nace en Tokio el 5 de enero de 1941, justo el año, por tanto, en que su país provoca la guerra contra los Estados Unidos que cambiará la faz de su historia durante el siglo XX. En 1963 se licencia en Ciencias Políticas y Económicas (lo cual puede dar idea, por si alguien dudase de que puedan suceder tales cosas, que dedicarse al dibujo animado no tiene por qué equivaler a una concepción «infantil» del mundo o a una falta de formación intelectual).
Sin embargo, su vocación por el dibujo y su inmediata profesionalización dentro del campo pueden hacer pensar que esos estudios los realizara para complacer a sus padres, tal vez «inquietos» por los deseos de su vástago de dedicarse a un campo que, entonces al contrario que ahora, debía de ser considerado de poco provecho.
En cualquier caso, poco después de concluir sus estudios comienza a trabajar en el departamento de animación de los estudios Toei (uno de los más importantes de Japón), dedicándose al mismo tiempo al dibujo de tebeos, en el país nipón conocidos bajo el nombre de mangas. A lo largo de esa década, en la que se produce la consolidación del cine animado en su país, Miyazaki ya colabora en muchas de las más importantes películas del momento, y traba amistad con Isao Takahata, seis años mayor que él, debutante en la dirección cinematográfica en 1969 y mentor, amigo y finalmente socio de Hayao: ambos fundarán en 1985 Ghibli, la productora japonesa de animación más conocida en el mundo, símbolo de calidad, y en la cual rodaría la práctica totalidad de sus películas, con excepción de la primera.
Durante los años 70, época de esplendor de las series de dibujos animados japonesas, Miyazaki va a ser uno de los nombres fundamentales en el reconocible diseño de muchas de ellas, en especial de las dos series que abrieron el mercado internacional a la penetración nipona: Heidi (1974) y Marco (1976), hasta el punto de que esa marca de fábrica visual lo acompañará el resto de su carrera. La claridad de los paisajes, el detallismo (con todas las limitaciones obligadas en un producto para TV, siempre con menos presupuesto que para una película), la estilización a la occidental de los rostros, con sus enormes y característicos ojos (que Miyazaki no inventó pero que sería quien concretaría el modelo definitivo) y la limpieza narrativa son sellos que esas series deben al animador, y que éste perfilaría y sofisticaría en sus trabajos para la gran pantalla.
Primeras películas para cine
El debut como realizador de Hayao Miyazaki se había producido mediante la dirección de una serie televisiva titulada Lupin III, según el manga homónimo de Kazuhito Kato, que narraba las aventuras de un ladrón de guante blanco, presunto descendiente del original, creado por el escritor francés Maurice Leblanc. La serie tuvo mucho éxito y originó secuelas en el medio televisivo, amén de catapultarse a la gran pantalla mediante diversas películas: es un modelo muy habitual en Japón, como subrayan productos de tan gran éxito coetáneo como las sagas de Pokemon o de Doraemon, el gato cósmico.
Pues bien, en 1979, Miyazaki debuta como director cinematográfico realizando una de estas películas (en concreto la segunda de la trayectoria del personaje en la gran pantalla), bajo el título de El castillo de Cagliostro. Al retomar un personaje previo, con unos elementos propios a los que ajustarse, es evidente que es el film que menos se corresponde con las características generales de su filmografía. Aun así, es una inmejorable carta de presentación y una delicia narrativa de principio a fin. Cuenta una aventura del ladrón titular, acompañado de sus habituales acólitos, ambientada en un país imaginario de Centroeuropa, a la busca de un tesoro que, en un ingenioso hallazgo argumental, resultará ser una antigua ciudad romana conservada en todo su esplendor debajo de un lago. En El castillo de Cagliostro ya aparecen, sin embargo, diversos rasgos del admirable universo ético y dramático de su autor: una enorme facilidad para representar la nobleza sin incurrir en lo relamido; un bello sentido de la delicadeza; y un rol femenino que, aunque todavía no protagonista, es muy importante y destaca dentro de la galería de personajes.
Miyazaki tarda cinco años en volver a estrenar una película, tiempo en el que aborda una nueva serie (la estupenda Sherlock Holmes, de la que por diferentes razones solo acaba realizando seis episodios) y se dedica al manga. En las páginas de la revista Animage, publica una serie titulada Nausicaa del Valle del Viento, que trasplantará a la pantalla, antes de haber concluido su dibujo y publicación, lo cual le obliga a realizar un férreo trabajo de auto-adaptación (el manga completo no finalizaría hasta 1994). Pues bien, Nausicaa del Valle del Viento (1984), película, ya contiene la práctica totalidad de los elementos miyazakianos: el protagonismo de una niña al borde de la adolescencia; la ausencia de villanos de una sola pieza (en Miyazaki rara vez hay personajes enteramente malvados —nunca en sus films de madurez—, sino, en todo caso, ambiguos o equivocados); la fascinación por la parafernalia aérea, o el noble mensaje ecológico, noble en el sentido de que nunca adquiere el molesto rango de moralina, y que insiste ante todo en la necesidad de un equilibrio entre hombre y naturaleza. Por lo demás, Nausicaa transcurre en un escenario insólito para su autor, al que no ha vuelto nunca, la ciencia-ficción y en concreto el subgénero post-apocalíptico.
La película constituyó un enorme éxito en su país y gozó incluso de proyección interna-ciona. Muy poco después, él y su amigo Takahata fundarían Ghibli Studios: aunque en rigor fuera rodada antes, suele incluirse Nausicaa como el primer título de su catálogo. En puridad, el primer título Ghibli sería El castillo en el cielo (1985). Su trama gira en torno a la búsqueda de una isla flotante que sería nada menos que Laputa, la famosa tierra inventada por Jonathan Swift en su novela Los viajes de Gulliver, y por cuyo secreto se pelean diversos grupos (unos piratas del aire y unos siniestros militares), persiguiendo a los dos protagonistas: la niña que posee la piedra que revela la localización de la isla y Pazu, el muchacho que se erige en su defensor. El castillo en el cielo es un magnífico film de aventuras que introduce otro de los signos de identidad del cine de su autor: la inmersión en la herencia cultural universal, utilizando con naturalidad referentes literarios como la literatura de Julio Verne, cuyo entrañable espíritu, a la vez romántico y positivista, y cuya fascinación por el progreso maquinista al servicio de peripecias aventureras aquí encuentra una traducción superior incluso a la de la práctica totalidad de las películas que han adaptado directamente sus novelas. También de raíz occidental es la inspiración para los escenarios, como el pueblecito minero (que parece extraído del ¡Qué verde era mi valle! de John Ford) donde transcurre una de las grandes escenas de la pelìcula. En El castillo en el cielo hay espacio también para las espectaculares escenas de corte apocalíptico que reaparecerán, por ejemplo, en La princesa Mononoke. Sin embargo, lo que no hay en ningún caso es fascinación por la estética militar: es sintomático que esa isla, codiciada por su capacidad destructora, esté custodiada por unos robots de diseño muy amenazador… programados por sus desaparecidos inventores para ejercer sencillas labores de jardinero.
El camino a la consagración
1988 es el año de la extraordinaria Mi vecino Totoro, todavía hoy la película-emblema de Ghibli por excelencia, hasta el punto de que la imagen de la encantadora criatura creada por Miyazaki conforma el logotipo del estudio. Amada como pocas películas en la filmografía del autor (y eso que, aunque parezca mentira, en su día su éxito no fue muy notable), lo más significativo de la trama ideada por éste es la ausencia de peripecias aventureras (o de cualquier tipo), como uno esperaría en un film de animación. Mi vecino Totoro es una mirada al mundo de la infancia, sabiendo contemplar la sencillez y a la vez complejidad que es tan peculiar de dicho momento de la vida humana. Para ello escoge como foco a dos niñas que se trasladan a vivir al campo en compañía de su padre, mientras su madre se recupera de una grave enfermedad en una clínica de reposo. Es una película construida ante todo a través de la observación y el cuidado de los pequeños detalles, que sabe conectar de modo mágico con la sensibilidad infantil, puesta a prueba en un momento difícil por la ausencia de la madre. Una sensibilidad que permitirá a las dos niñas entrar en contacto con los totoros, unos bondadosos espíritus del bosque que habitan en el interior de un gigantesco alcanforero. Lo inquietante y lo entrañable se funden en una sola dimensión, esa dimensión desazonante que en el fondo es la infancia desde el punto de vista de un adulto, creando una obra maestra que parece fácil de abarcar, que es sencilla de acceder, pero cuya entraña resulta especialmente difícil de definir, de concretar, de sintetizar: ese es siempre el secreto de la buena poesía.
Sólo un año después (y por hacerse cargo de una película que estaba ya en preproducción), Miyazaki vuelve a estrenar otra película, titulada Nicky, la aprendiz de bruja (1989), que tiene más de un punto en común con Totoro, empezando porque también cuenta la historia del acceso a la madurez de una niña que se ve obligada a buscar su camino sin el ala protectora de la familia. En este caso, por decisión propia: la protagonista, Nicky, es, como indica el título de la versión española, una aprendiz de bruja en un mundo donde tales seres son cotidianos y habituales: cada ciudad debe contar con una propia, siempre mujer (la brujería se ejerce de forma matriarcal). Al cumplir los trece años —es decir, en la entrada a la adolescencia—, cada joven bruja debe buscar su ciudad, y eso es lo que hace Nicky, sin más compañía que su gato negro Yiyi, con el que puede comunicarse. Siendo su poder principal (realmente, el único que le vemos en toda la película) el de volar con una escoba, Nicky, con buen sentido, crea un negocio de mensajería aérea; mera excusa argumental, en manos de Miyazaki, para trazar un bello escenario dramático en el que mostrar la evolución de la protagonista hasta la definitiva aceptación de sí misma y de su relación, desde la diferencia, con los demás (diferencia que, en el fondo, es la que sienten todos los adolescentes con el mundo que les rodea y que a ratos sienten hostil y a ratos fascinante y seductor). Es una historia que nuevamente parece muy sencilla y que construye su compleja entraña desde el formato de una fantasía blancay gentil. Gráficamente, es preciosa, y ya incluye una de esas ciudades completamente imaginarias en las que Miyazaki funde diferentes diseños urbanos occidentales: Italia, Europa Central… dentro de una acotación cronológica no menos intemporal, situada en algún punto entre el periodo de entreguerras y los años cincuenta del siglo XX.
La siguiente producción de Miyazaki, Porco Rosso (1992), merece un recuerdo entrañable, puesto que fue el primer largometraje de su autor estrenado en España, si bien no obtuvo la menor repercusión: quienes fueron a verlo recordando otro reciente éxito nipón, el de Akira (1988, Katsuhiro Otomo), lógicamente se sintieron decepcionados ante un film en las antípodas de aquél. Volvemos al ambiente aventurero propio de El castillo en el cielo, empezando por la fascinación por los tiempos heroicos de la navegación aérea. Eso sí, a diferencia de los anteriores films del autor, éste posee una ubicación espacial y cronológica muy concreta: el mar Adriático en la década de los 30, con el trasfondo amenazador de la Italia fascista de Mussolini. Con un esprit muy similar al de las películas del norteamericano Howard Hawks, Miyazaki convierte a los aventureros del aire que protagonizan el film, desde el culto a la profesionalidad que poseen, en verdadera expresión de la libertad vital y personal. Pero al mismo tiempo, Porco Rosso es uno de los títulos más románticos de su autor, gracias a su inolvidable personaje protagonista (ese aviador antifascista convertido en cerdo antropoide por haber visto la muerte de frente) y a la delicada relación de amor nunca confesado que mantiene con la viuda de su mejor amigo, la bella dueña del negocio en medio del mar que es el punto de encuentro de todos los aviadores.
El éxito internacional
A mediados de los 90, aparte de ser un nombre fundamental del cine de su país, Hayao Miyazaki tenía cierto reconocimiento fuera de sus fronteras, pero todavía minoritario: en Francia, sobre todo, o en Estados Unidos gracias a la distribución de la mismísima Disney. En 1997, el estreno de La princesa Mononoke terminaría de imponer su nombre por doquier, incluso en España: fue el primer estreno mínimamente normalizado que conoció su cine y permitió que desde entonces el resto de sus películas conocieran difusión y promoción entre nosotros, aparte de que fueran rescatándose sus títulos previos en formato doméstico.
La princesa Mononoke constituyó, en su momento, un éxito impresionante en su Japón natal, convirtiéndose (hasta el estreno de Titanic, pocos meses después) en el film más taquillero de toda su historia. No es de extrañar. Después de haber rodado el título más occidental de su filmografía con Porco Rosso, Miyazaki se da un baño de «japonesidad». Mononoke mira tanto a la historia como al sustrato mítico-religioso más ancestral del Japón. Por un lado, está ambientada en el periodo medieval, en la antesala del mundo dominado por los samuráis (de los que se ofrece una visión bastante negativa); por otro, se centra en el riquísimo mundo preternatural del sintoísmo. Su argumento cuenta la búsqueda por parte del príncipe Ashitaka de una curación para la maldición que atraviesa su cuerpo desde que se enfrentó a un jabalí corrompido por una infección monstruosa. Su peripecia sirve a Miyazaki como metáfora de la necesidad del equilibrio entre el hombre y la naturaleza, la preocupación por la degradación ecológica y la forma en que ésta también afecta a las relaciones entre los seres humanos. Como siempre en su autor, aparte del deslumbramiento gráfico, hay espacio para la nobleza (en este sentido, Ashitaka, con su propósito de buscar siempre la concordia, resulta inolvidable) y para la ambigüedad (siendo clara la postura ecológica del autor, sin embargo el personaje teóricamente más negativo, lady Eboshi, la dueña de la instalación industrial que está «devorando» el bosque donde transcurre la acción, resulta ser, al mismo tiempo, una protectora de los marginados y alguien que ha dado una nueva dignidad a antiguas prostitutas, a quienes ha convertido en una casta obrera orgullosa de sus capacidades e independencia). Miyazaki, es claro, nunca ha sido partidario de los mensajes en blanco o en negro, sino de los múltiples matices del color.
Si Mononoke abrió puertas, El viaje de Chihiro (2001) terminaría por consagrarlo en el mundo entero, como prueban premios tan prestigiosos como el Oso de Oro del Festival de Berlín de 2002 (un galardón impensable hasta entonces para un film de animación) o el Oscar del mismo año en dicha categoría. Con justicia, muchos consideran que Chihiro es la obra maestra del autor, y como mínimo es cierto que constituye quizá el resumen perfecto, en cuanto a temas, diseños y personajes, de toda su carrera: consciente de ello, Miyazaki se decidió a ofrecer una summa de sí mismo, de tal modo que el admirador de su cine reconoce ciento y un detalles procedentes de otros films. Pero al mismo tiempo es una obra de completa madurez. A partir de una premisa sencilla (una niña debe rescatar a sus padres, convertidos en cerdos, en un balneario interdimensional que regenta una particular bruja y donde acuden a descansar los dioses del Japón), Miyazaki ofrece un cuento iniciático de gran hondura dramática —el cuento iniciático por excelencia, más bien—, que funde de modo admirable los referentes culturales occidentales (con la Alicia de Lewis Carroll o determinados elementos mitológicos griegos a la cabeza de las referencias) y los orientales (en este sentido, Chihiro ofrece un nutrido catálogo del imaginario mítico japonés).
El castillo ambulante (2004) es otra muestra de la exuberancia narrativa y tipológica de Miyazaki. En esta ocasión adapta una novela procedente del ámbito inglés, original de Diana Wynne Jones, cuya historia, en principio, conecta con un planteamiento ya habitual del cineasta: el aprendizaje de una muchacha y las peripecias que emprende para alcanzar la madurez necesaria. Sin embargo, la variación resulta sorprendente: a causa del hechizo de una bruja, la protagonista, la joven Sophy, se ve transformada en… una anciana casi decrépita. Idea estupenda que da pie a un riquísimo juego dramático con múltiples focos: por ejemplo, la atracción que la joven/vieja Sophy siente por el mago (muy joven) Howl, o las dificultades que encuentra con su cuerpo viejo y cansado mientras vive tremendas aventuras. Una vez más, el tema central de la película es la búsqueda de la Armonía, del Equilibrio, y por ello Miyazaki ofrece la habitual galería de personajes que nunca son del todo positivos ni negativos. La mirada que ofrece sobre el personaje de la bruja que lanzó la maldición contra Sophy resulta especialmente admirable: personaje más patético que malvado, víctima a su vez de una hechicera de poder superior, acaba siendo «adoptada» por su propia víctima, la protagonista, enfrentando al espectador con inesperadas variaciones sobre temas como el perdón o la redención… y ello sin perder nunca el sentido del humor ni dejarse dominar por la fácil moralina.
Por el momento, la última película del maestro es Ponyo en el acantilado (2008), un film que muestra a un director que, a sus 67 años, todavía se siente estimulado por los retos. En este sentido, Ponyo se diferencia gráficamente de sus obras previas: compuesta íntegramente mediante dibujos a mano, sin apoyo infográfico, Miyazaki redondea, «infantiliza» sus trazos, dándoles cierto toque algodonoso hasta casi ofrecer un universo de caramelo. Todo ello al servicio coherente de la historia elegida: el estropicio que provoca en la Naturaleza (siempre, siempre el tema de la Armonía entre el hombre y el medio natural) la amistad (¿amor?) entre un niño de cinco años y una especie de criatura-pez, la Ponyo que da título al film, en el típicamente inconcreto escenario donde tiene lugar la acción. Tierna, divertida, emocionante, encantadora, poética, Ponyo en el acantilado es, por el momento, la última parada en la poética miyazakiana, a la espera de la siguiente.
Diez películas maravillosas en treinta años, que nos han servido no sólo para proporcionarnos gozo y diversión sin fin, sino para hacer que nos planteemos preguntas sobre la condición humana, sobre nuestras ambigüedades, sobre la necesidad de comprender y respetar el medio en que vivimos, sobre la riqueza de la compenetración entre referentes culturales en apariencia muy diferentes. No es poco para un autor de dibujos animados.
Excelente esbozo de la carrera de Miyazaki, probablemente lo mejor que le ha pasado al cine en los últimos 30 años. ¡Felicidades por el blog!
Desde luego, por lo menos la carrera más coherente y brillante, realizada casi por completo en condiciones de absoluta independencia y admirablemente ajena a modas y corrientes. ¡Gracias por el apoyo!