Mis piratas favoritos del cine (I)

I       II

Tyrone Power y Maureen O'Hara en El cisne negro

«Creed todo lo que veáis», exclamaba el rubísimo pirata que me miraba directamente desde el otro lado de mi televisor en alguna de las inolvidables sesiones de tarde de los sábados de mi infancia. Ahora bien, después de saltar colgando de un cabo de una vela a otra, volvía a detenerse ante la cámara y puntualizaba: «Bueno, solo la mitad de lo que veáis». Quien hablaba con tal desparpajo era uno de mis actores favoritos de siempre, Burt Lancaster, y su personaje se llamaba el Pirata Rojo (en el doblaje: en realidad era el Pirata Carmesí, pero la sincronización con el movimiento de labios del personaje obligaba a ahorrarse una sílaba y el color cambió un tanto). La película, por supuesto, era El temible burlón (1952). Una película de piratas, uno de esos modelos de aventurero que el cine me enseñó a amar (con el noble cow-boy, el infalible espadachín y el detective desengañado). Recuerdo haber devorado las novelas de Emilio Salgari sobre Sandokán o los tebeos del Corsario de Hierro, y mi juguete más querido sin duda fue el barco pirata de los Clicks (cuando estos todavía eran de Famobil). En resumen, los piratas fueron muy importantes en mi educación emocional. Los piratas buenos o al menos pícaros, se entiende, y no los meramente malvados: es curioso que mi escritor favorito, Julio Verne, siempre ofreciera la imagen más vesánica del oficio, por ejemplo en esos clásicos del naufragio (otro rol fundamental que añadiría a los señalados líneas arriba) que son La isla misteriosa o Dos años de vacaciones. Pero lo compensan el Corsario Negro, el capitán Blood o la mujer pirata que amó a un taimado francés que no la merecía. El artículo en dos partes que inicio ahora mismo quiere transmitir algo de este amor a través de las mejores películas de piratas que recuerdo.

El pirata  negro, primer clasico del generoEl primer film que voy a abordar es, a falta de mayor conocimiento, el que crea en buena medida la iconografía fundamental del género, por mucho que hoy sea poco recordado: El pirata negro (1926). Esto se debe en parte al olvido que tristemente ha caído sobre su gran impulsor, Douglas Fairbanks, un actor-autor en el sentido de que era el responsable absoluto de sus vehículos, casi siempre inscritos en el cine de aventuras (fue Robin Hood, D’Artagnan o el primer ladrón de Bagdad), escribiendo el mismo los guiones y moldeando la acción a la medida de su particular carisma pícaro y fanfarrón: es el precedente directo de Errol Flynn, para poner un ejemplo todavía medianamente recordado. Ahora bien, en buena medida el desconocimiento que hay sobre esta película se debe en buena medida a que el personaje que aquí interpreta no tiene el renombre de un origen literario o cinéfilo con la aureola mítica de los señalados. Y es muy injusto, por cuanto El pirata negro es un film excelente y su importancia en el género pirático, repito, es insoslayable puesto que diríase un manual del mismo: en él ya figuran el tratamiento del barco de vela como un espacio fundamental de la aventura, la muy diversa iconografía del rol (con sus pañuelos, patas de palo, sortijas, pendientes, tatuajes, loros, etc.), las islas desiertas con sus playas tropicales y sus escondites para el tesoro, el primitivismo psicológico de los piratas, capaces de oscilar en apenas un segundo de la avaricia a la lujuria, de la camaradería a la rufianería, de la lealtad a la traición, de la más incondicional adhesión a la más levantisca sospecha…

La trama es muy sencilla, incluso simple. En la primera secuencia, el duque de Arnoldo, víctima de un ataque pirata a su barco, asiste a la muerte de su padre en la isla a la que han ido a parar, por lo que inmediatamente profiere el consabido juramento de venganza. Venganza que enseguida podrá llevar a cabo, al elegir los mismos asaltantes esa isla para enterrar su tesoro. Bajo la identidad del Pirata Negro, el protagonista enseguida se gana un puesto en la tripulación mediante la muy bucanera costumbre de vencer en combate al capitán. Añadamos a la clásica princesa que cae prisionera de los piratas y ya tenemos servida la intriga en la que el encubierto duque tendrá que utilizar su ingenio para, fingiendo liderar a aquellos en la búsqueda de un botín mayor, procurar su destrucción y salvar a la chica. La exagerada interpretación gestual de Fairbanks, su audaz insolencia al luchar sin perder la sonrisa, su carisma acrobático y su indomable romanticismo sin duda crearon escuela: todos los piratas cinematográficos que en el mundo han sido tienen una indudable deuda con él, comenzando por el mismo Burt Lancaster de El temible burlón (1952), el único capaz de moverse entre velas y arboladuras con el mismo exhibicionismo gimnástico.

Inconfundible imagen aventurera de Douglas Fairbanks

El pirata negro llama al instinto y no al raciocinio; ofrece sensaciones y no razones; es el epítome de la Aventura tal como ha sido reconstruida por la Imaginación de los artistas (novelistas, cineastas, ilustradores) y no bajo el patrocinio de la Realidad. Su simplicidad acaba deviniendo sencillez, comenzando por la muy gráfica ilustración de la brutalidad de los piratas. Hay un par de memorables momentos en este sentido, que además permiten destacar la labor de su director, un hombre aún más olvidado, Oliver Parker. Uno es cuando el primer capitán pirata advierte cómo uno de los prisioneros se traga un anillo; impertérrito, ordena a uno de sus hombres que le raje el estómago y recupere la joya; el director Parker sostiene el plano sobre el capitán mientras observa con indiferencia el suceso, hasta que el subalterno regresa, con las manos cubiertas de viscosa sangre, dándole el anillo, que el otro limpia en su camisa y luego contempla apreciativamente. El segundo es cuando otro de los jefes piratas prueba el acero de la espada recién arrancada a un prisionero en el mismo prisionero; una vez más, la labor de Parker resulta brillante: el encuadre muestra al pirata sentado junto al prisionero, de quien sólo se ven sus pies, de tal modo que la muerte se produce en off visual y el espectador la advierte cuando las piernas del ensartado se relajan en sus ataduras.

Poster del estreno de El capitan BloodEl capitán Blood (1935) es el primer gran film del género en el cine sonoro y por lo tanto también el modelo incontestable durante muchos años, sobre todo por su retrato del pirata noble (recuérdese que Fairbanks, en el film anterior, era un falso pirata). Estamos ante una fastuosa producción de la Warner Bros., que adapta una novela de un escritor del género entonces muy leído, el inglés de origen italiano Rafael Sabatini, de cuya popularidad da fe el nutrido cuerpo de adaptaciones de que gozó entre los años veinte y principios de los cincuenta. El productor del film, Hal B. Wallis, acertó a reunir un conjunto de talentos que luego repetirían en buena parte del ciclo aventurero que la película provocó: el director Michael Curtiz, el músico Erich Wolfgang Korngold y el director artístico Anton Grot, a los que hay que añadir la joven pareja protagonista casi sin experiencia en el cine que encumbró, la formada por Errol Flynn y Olivia de Havilland. Este irrepetible tándem filmaría otras nueve películas, repartidas entre la aventura y el western, incluyendo las inolvidables Robin de los Bosques (1938) y Murieron con las botas puestas (1942) —última del ciclo—, casi siempre dirigidas por el mismo Curtiz, pero parece mentira que esta fuera su primera reunión teniendo en cuenta el extraordinario feeling que ya brota entre ambos.

El capitán Blood parte de un modelo básico del género, el del aventurero a su pesar por culpa de una injusticia, al que el actor añadió esa prestancia suya tan inimitable para dar vida a la insolencia más jactanciosa, un rol que los anglosajones llaman swashbuckler y que es heredero directo, por ejemplo, de los inolvidables mosqueteros de Alejandro Dumas (exige dominio de la espada, claro). Blood es un médico que, tras unos años agitados que se dejan en off, ha decidido dejar atrás todo compromiso (estamos en la Inglaterra de Jacobo II, cercana ya la famosa Revolución que arrebató para siempre el poder absoluto a los reyes británicos) pero que es detenido y condenado por atender a uno de los generales que se han rebelado contra el rey. Por cierto que Flynn no sería un gran actor, seguro, y que incluso su interpretación de Blood es irregular, pero qué convicción presta el actor a una escena tan fundamental como la del juicio a que es sometido, en la que deja bien claro tanto la injusticia de esa maquinaria real como su negativa a transigir con los poderosos, ni aun por prudencia. Después de jugar con unos conceptos que hemos escuchado en infinitas películas de juicios —recordemos que en los países anglosajones al acusado se le pregunta, ante el tribunal, si se declara «guilty or not guilty»; él afirma en cambio que es «innocent»—, es decir, después de afirmar que él no es un rebelde sino un médico que ha sido fiel a su juramento hipocrático, el memorable intercambio de palabras con el juez que lo condena a muerte concluye con un imborrable momento en el que le dice al magistrado (que no se ha molestado en escuchar testimonio alguno que ratifique su condición profesional), Blood-Flynn le dice que él es su mejor prueba, diagnosticando su segura muerte en poco tiempo por una afección pulmonar que lleva escrita en el rostro.

Inolvidable pareja la que formaron Errol Flynn y Olivia de Havilland

El capitán Blood tiene una hora inicial memorable, mientras el protagonista vive su infortunio primero en Inglaterra y luego en Port Royal (Jamaica) como esclavo comprado por la hija del gobernador, relación que da pie a un sabroso enfrentamiento de caracteres en el que uno se rinde, como siempre, ante esa maravillosa actriz que fue Olivia de Havilland (bellísima, además). Curiosamente, el mejor momento entre ambos no los tiene frente a frente: tiempo después, ya convertido él en bucanero, el barco que la lleva a Inglaterra es avistado por los piratas pero estos, ahítos de riquezas, piden a su capitán que por esta vez lo deje pasar, y las miradas soñadoras que cada personaje dirige a la noche diríase que intuyen la cercanía del otro: he ahí el feeling. La segunda hora registra las andanzas de Blood en el mar, y todavía aguanta muy bien, sobre todo por las escenas en la isla de la Tortuga —el mejor tema musical de Korngold ilustra este mítico escenario— y por la aparición de un genial Basil Rathbone como Levasseur, un pirata francés cuya cicatriz en la mejilla, cabellos rebeldemente rizados y sempiterna sonrisa cínica avisan que tarde o temprano habrá enfrentamiento a muerte, que son dos hombres destinados a no tolerarse mutuamente. El duelo en la playa entre ambos es otro instante fabuloso, como ese plano final de Levasseur, muerto sobre la arena, con las olas golpeando su rostro. La parte final, henchida ya de innecesario patrioterismo, no está al mismo nivel, amén de alargar demasiado el metraje, pero a esas alturas da igual, porque El capitán Blood se ha ganado sobradamente el corazón del incondicional del género.

El cisne negro, clasico de piratas de 1942También está Rafael Sabatini en el origen de nuestro siguiente título, menos conocido en el plano mítico pero en verdad entrañable, El cisne negro (1942), dirigido por Henry King. Ahora bien, en este caso lo que singulariza la historia es que, pareciendo que su pirata protagonista pertenece a la estirpe de los Blood (y siendo el film un teórico vehículo estelar para la clásica estrella inmaculada de Hollywood, en este caso Tyrone Power), en realidad nos vemos ante uno de los personajes más antipáticos y menos ejemplares que ha dado el género. Su presentación ya dista de ser favorecedora: el capitán Jamie Waring, después de saquear una ciudad española, deja que sus hombres, comenzando por él mismo, se emborrachen en la playa sin guardar la más elemental precaución, de tal modo que acaba siendo aprisionado y puesto en el potro de tortura por el gobernador de la plaza. Devuelto a la libertad no por acción propia sino por intervención de sus amigos, su primera reacción es volver a beber y la segunda atar al gobernador en el mismo lugar donde estuvo él, interrumpiendo el castigo al ver aparecer a la bella lady Margaret, ante la que se comporta como el más zafio truhan, dejándola inconsciente de un puñetazo. Y si no consuma el previsible abuso es por la súbita aparición de su compinche Henry Morgan (pirata este de muy real existencia), cuya teórica muerte estaba llorando y que regresa de Inglaterra convertido en gobernador de Jamaica, bajo la promesa de acabar con la piratería en el Caribe. Es decir, con aquellos de sus antiguos compañeros que no acepten hacerse «respetables».

Solo falta el Technicolor en esta estupenda imagen de Tyrone Power y Maureen O'Hara

La trama de El cisne negro parte por tanto de un planteamiento interesantísimo, precisamente por su realismo histórico: el conflicto personal de esos antiguos piratas que han de renunciar a su vida libre y sin trabas (es decir, libre para dedicarse a todo tipo de desmanes) para plegarse a las convenciones de una buena sociedad que, en el clasista ámbito inglés, tampoco les va a aceptar. Por desgracia, esta dimensión se resuelve con un trazo demasiado simple, para concentrarse en la «guerra de sexos» entre los dos personajes principales, el pirata Waring y la noble lady Margaret. Ciertamente, el encanto de los dos actores basta para levantar una película de lo más grata, magnificada por ese entrañable proceso cromático, el Technicolor, que enseguida se hará consustancial al cine de aventuras. En este sentido, la cabellera roja de Maureen O’Hara nunca ha resplandecido más espléndida que en este film. Ahora bien, el Technicolor impregna las imágenes —la nostalgia ayuda mucho también— de una sensación de alegría y jovialidad que termina de arrebatar a la historia ese sustrato turbio y sombrío que señalaba. Aun así, el ritmo sin fisura y el espléndido reparto de secundarios (nada menos que Laird Cregar como Morgan, George Sanders —impagable con barba rojísima—, Thomas Mitchell o Anthony Quinn) sostiene con soltura el film. En particular, y aunque es posible que me deje llevar por mi debilidad por ese actor injustamente menospreciado que fue Tyrone Power, me parece admirable el modo en que el actor entendió al personaje, brindando una interpretación hosca y carente del menor charme, justo el reverso de ese mítico Zorro que, pocos años antes, había convertido precisamente en emblema del aventurero noble y sin tacha.

Piratas del mar Caribe, de Cecil B. DeMilleDel mismo año y asimismo en Technicolor es una película por la que siento gran debilidad. En España fue abusivamente titulada Piratas del mar Caribe (1942) cuando ni transcurre en el Caribe sino en los cayos de Florida ni aparecen piratas en el sentido que sugiere el título (el original, Reap the Wild Wind, es un versículo extraído de la Biblia). Sí hay piratería, desde luego, pero en un sentido muy diferente al que recoge el resto de films de este artículo: es esa piratería que han practicado en muchas épocas los habitantes de pueblos de costas accidentadas con objeto de aprovechar los naufragios por lo común provocados por ellos mismos. En inglés, el término es wreckers —de wreck, ‘naufragio’, con lo que su traducción literal sería “naufragadores”, aunque en español se le da el feo y literal vocablo de ‘raqueros”—, y en literatura y por tanto en cine ha sido recogido en obras tan populares como Posada Jamaica (novela de Daphne du Maurier y película de Hitchcock) o Moonfleet (novela de John Meade Falkner y película de Fritz Lang). En realidad, Piratas del mar Caribe pertenece a un género bien reconocible por los amantes del Hollywood clásico y que se resume en el nombre de un director, el gran Cecil B. DeMille. Es decir, un film cuya excusa argumental (histórica, bíblica o extraída del Far West) es tratada bajo el formato de melodrama de aventuras o de aventuras melodramáticas cuyo objeto final es narrar el desarrollo de una vibrante confrontación sentimental —fuertemente impregnada de un sentido de la pasión puramente sexual… en los términos que permitía la censura en ese momento, se entiende— entre dos personajes centrales que se ven sometidos a toda clase de avatares hasta poder demostrarse su amor. Films tan espléndidos como Buffalo Bill (1936), Corsarios de Florida (1938) —otra película de título engañoso—, Unión Pacífico (1939) o Los inconquistables (1947) son buen ejemplo de este concepto demilliano.

Otra debilidad del director era abordar el pasado de su país y su construcción como nación. Y el film que nos ocupa desarrolla la idea, tan americana, tan capitalista incluso, de que el alma de los Estados Unidos siempre ha sido el comercio y por tanto sus enemigos, aun cuando se consideren americanos, son todos aquellos que lo obstaculizan. Eso sucede en los cayos de Florida, donde un individuo, King Cutler (Raymond Massey, espléndido actor del que no importa el fácil rictus de villano que muestra todo el tiempo porque está genial), provoca los naufragios de los mercantes que pasan por allí para ser el primero en llegar a su rescate (lógico, siempre sabe cuándo van a suceder) y quedarse con la mitad de la carga.

Dos hombres y una mujer, o Piratas del mar Caribe

Ahora bien, aunque el film es la historia de cómo se le paran los pies definitivamente, en realidad lo que cuenta es un triángulo sentimental, el formado por la indomable Loxi Claiborne (Paulette Goddard), una heroína indomable muy propia del director, que trabaja precisamente en el rescate honrado —para ella, lo primero siempre son los tripulantes y no el cargamento— y que se mueve entre dos hombres en teoría muy diferentes. Uno es Jack Stuart (John Wayne), el capitán cuyo barco, en el arranque de la historia, es arrojado aviesamente a los arrecifes: un hombre sencillo, incluso simple, enérgico y viril que enseguida la enamora con esa apariencia, como ella dice, de hombre «de verdad». El otro es Stephen Tolliver (Ray Milland), abogado y hombre fuerte de la compañía naviera a que pertenecía el barco siniestrado, a quien la muchacha inicialmente toma en menos porque su planta parece menos heroica, pues se dedica un oficio poco activo y presenta una apariencia exterior que bien puede delatar afeminamiento o virilidad atenuada (un perrito con el que juega a trucos de ventrílocuo, un atildamiento que incluye una excesiva debilidad por los encajes), pero que es inteligente y tan enérgico como Stuart y está dispuesto no solo a desenmascarar a King Cutler sino a arrebatarle la chica al hombre «de verdad». Por cierto que, como señalaba José María Latorre en ese libro de cabecera que tengo a mi lado cada vez que me hago un ciclo del género, La vuelta al mundo en 80 aventuras, debe destacarse que el guion, sobre el papel más bien simple, tiene la habilidad de conseguir que el desarrollo de la acción acabe dependiendo del curso de los fuertes sentimientos que embargan a los personajes: al triángulo anterior hay que añadir la relación clandestina (fundamental para el devenir final de la trama) entre el hermano de Cutler, encarnado por Robert Preston, y la prima de Loxi, a la que da vida una muy joven Susan Hayward.

Cartel aleman de Piratas del mar Caribe centrado en el famoso calamar gigante del finalAunque todos los actores están excelentes, siempre me ha llamado la atención el extraño rol que se le encomendó a Wayne, en principio su clásico tipo de hombre noble y de pocas palabras, pero que desprende una fragilidad que no conozco en ningún otro papel suyo, no en vano esa fortaleza resulta ser engañosa, por cuanto su resentimiento acaba provocando que Cutler lo manipule con facilidad y acepte convertirse en wrecker para él. Es posible que esta transformación sea más bien partidista: es evidente que para DeMille el héroe de la historia es el personaje encarnado por Milland. Pero el resultado desprende cierta fascinación para quienes tenemos al Duque por uno de los más grandes actores de la historia. Confieso que las primeras veces que lo vi en este papel me pareció, alternativamente, que era un miscasting o que su interpretación era muy irregular. Pero cada vez que reviso el film acabo poniéndome incondicionalmente de su lado y enfadándome de que el destino se empeñe en traicionar su nobleza (y no echo la culpa a Milland, que es un actor que también me encanta), y me parece que esa maravillosa mirada tan imborrable en tantos de sus papeles para John Ford y Howard Hawks aporta una inesperada dosis de sutil romanticismo fatalista que actúa de saludable contraste con respecto a la franca claridad del resto de la historia. La parte final, en la que el destruido Wayne tiene que elegir entre hacer honor a la última chispa de dignidad que le queda o apurar la copa de la abyección que le brinda Cutler (eliminando al hombre que advierte que le está quitando el amor de su chica), es espléndida y contiene la que en su época fue considerada una cumbre de los efectos especiales: el combate en la bodega de un barco hundido entre los dos protagonistas, sumergidos como buzos, y el calamar gigante que se irrita ante su intrusión. En conclusión, Piratas del mar Caribe es un espectáculo maravilloso.

Viejo cartel hispano de El pirata de CapriUna película muy poco conocida pero tan espléndida que no debería faltar en ninguna antología del género es El pirata de Capri (1949), rodada en Italia, país coproductor, por un director poco conocido, el húngaro Edgar G. Ulmer, al que la mítica cinéfila reserva el papel de cineasta muy dotado cuya carrera, sin embargo, no consiguió salir del margen del cine modesto, por lo general incluso muy modesto. El film se adscribe a una variante muy atractiva del género: la del aventurero que lucha contra la tiranía bajo una doble personalidad, justiciero enmascarado por un lado (aquí bajo el nombre de capitán Siroco) y cortesano vano y medroso por otro, modelo que enseguida nos retrotrae al Zorro o a la Pimpinela Escarlata. Ahora bien, el primer detalle de que estamos ante una obra mucho más sofisticada de lo que podría pensarse es que el personaje de Siroco a quien acaba recordando es nada menos que al un poco posterior Scaramouche del inmortal clásico de la Metro, por cuanto el conde de Amalfi, antes que un lechuguino ridículo, es el árbitro del ingenio en esa corte napolitana que está sufriendo la tentación revolucionaria en pleno 1798. Es más, una de las más brillantes secuencias del film (la representación teatral que Amalfi organiza y protagoniza personalmente en el mismo palacio), cuyo sentido argumental es que supone una distracción que permite a Siroco liberar, en otra parte del edificio, a los compañeros detenidos por el tenebroso jefe de policía, el conde Holstein, se inspira a la vez en el episodio del shakesperiano Hamlet en que el protagonista denuncia la labor criminal de su antagonista por medio de la obra teatral interpuesta.

El entramado dramático de El pirata de Capri es por tanto de una notable complejidad, pero se plasma sin el menor énfasis, sin ninguna pretenciosidad, privilegiando siempre el componente lúdico y narrativo, una vez más en el mismo sentido que luego lo hará Scaramouche. Es más, incluso el componente sentimental está tratado con una inteligencia inhabitual: en ningún caso se pretende que el personaje femenino desprecie al protagonista en su identidad civil y lo admire en la heroica, pues es demasiado inteligente como para no advertir pronto que en Amalfi hay gato encerrado. Debe insistirse: la gracia de El pirata de Capri estriba en el juego que efectúa sobre el concepto de representación, pero su fortuna radica en la memorable realización de Ulmer, capaz de conseguir, como los más grandes, que el espectador sienta que puede participar en la aventura a través de esa ventana que nos depara el trabajo con la cámara. En cuanto a los actores, el papel principal corre a cargo de Louis Hayward, un intérprete especializado en protagonistas de la aventura de serie B (fue nada menos que el hijo del conde de Montecristo o el paladín de La flecha negra), y Ulmer extrae de él su mejor actuación, si bien quien destaca, en el papel del pérfido Holstein, es el villano Massimo Serato, que intrigantemente recuerda mucho al juvenil Oliver Reed de sus papeles para la Hammer.

El pirata negro (1926)

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to Mis piratas favoritos del cine (I)

  1. Avatar de Linkin Boy Linkin Boy dice:

    El de la piratería es, sin duda, un subgenero maravilloso del modelo de aventuras, ya sea en pelicula o libro. Una pena que el éxito de ‘Piratas del Caribe’ no diera lugar a una nueva era de gloria para este tipo de cine.

    Este verano lei, por fin, La isla del tesoro y me dejó tan maravillado, que estoy deseando zambullirme de nuevo en el glorioso mundo de películas del género, asi que sus artículos me servirán para descubrir las que no conocía.

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