El resucitado de México

El gran director Luis BunuelEn el festival de Cannes de 1951 se produjo una resurrección. Aquel director español asociado a los surrealistas que, junto con su compatriota Salvador Dalí, había escandalizado en el París de finales de los años veinte con dos largometrajes que se ganaron las iras de los más conservadores (Un perro andaluz y La edad de oro), y de quien se había perdido la pista cuando primero su país y después el mundo entero enloquecieron, de pronto estrenaba una película que, para variar, generaba una enorme polémica. El director era Luis Buñuel; la película, Los olvidados. Se supo entonces que, tras un intento de aclimatarse profesionalmente en los Estados Unidos saldado con el fracaso, había marchado a México para integrarse en su industria e incluso había obtenido allí la nacionalidad. Tras un par de insulsas películas, por fin había podido realizar una obra personal, la que ahora presentaba en Francia, que se había ganado el rechazo general en su país de adopción (entre todo el mundo, a la izquierda y a la derecha) por la mala imagen que ofrecía de él. En Europa inicialmente también desubicó a los críticos, sobre todo a los relacionados con el entonces muy influyente Partido Comunista, puesto que echaban en falta la necesaria ortodoxia ideológica (esa que a Buñuel siempre le trajo sin cuidado). Habría de ser una reseña entusiasta de Vsevolod Pudovkin, todavía uno de los realizadores soviéticos más prestigiosos, para que llegaran las reivindicaciones en cadena, comenzando por la concesión del premio al mejor director en ese festival. Luis Buñuel había regresado, y esta vez era para quedarse. Y enseguida demostró que todas las promesas que había encerrado alguna vez tenían un fondo de realidad, cuando en los años siguientes ofreció un elevado número de grandes películas en ese país humilde al que, cinematográficamente, puso en el punto de mira.

Entre 1947 y 1965, Buñuel realizó diecisiete largometrajes en su tierra adoptiva. En ese periodo también dirigió tres coproducciones con Francia y dos con ese Hollywood que lo contempló con sospecha y no lo aceptó. En 1964, el país galo le abrió las puertas con su primera producción íntegramente nacional, Diario de una camarera. Y aunque aún regresó a tierras charras para filmar una última película —que, significativamente, quedó a medio hacer, Simón del desierto (1965)—, desde entonces, y sin dejar de residir en México ni abandonar esa nacionalidad (de hecho, fue en su capital donde encontró la muerte, en 1983), todas sus restantes películas las realizó en Europa, la mayor parte de ellas bajo cobertura francesa.

He tardado muchos en años en conocer realmente el cine de Buñuel y la «culpa» se la achaco a que fueron, precisamente, esas películas postreras las primeras suyas que yo vi, en los delicados tiempos en que se forjan las filias y las fobias que se empeñan en acompañar nuestra arrogancia cinéfila hasta que un buen día nos despojamos de ellas. Esos títulos europeos siguen sin gustarme, pero me da igual. Creo que las películas cimeras que rodó en México justifican el prestigio que tiene el aragonés, y a lo largo de las siguientes líneas voy a intentar justificarlo.

Retrato de Bunuel, por Salvador DaliCasi todas las grandes películas mexicanas de Buñuel parten, de entrada, de una premisa que parece ofrecer poco margen de libertad y que, por lo mismo, encierran dentro de sí el fantasma de la monotonía o de la pretenciosidad y en algunos casos, peor aún, del sermón moral. Un grupo de personas (encima, burgueses) que inexplicablemente no pueden salir del salón donde han celebrado una reunión social, un aspirante a asesino de mujeres que cada vez que quiere llevar adelante su propósito se encuentra con que la víctima perece antes con la consiguiente frustración, un aspirante a santo que se pasa la vida en lo alto de su columna…. Sin embargo, precisamente por el aparentemente estrecho margen en que elegía moverse, el talento de Buñuel brilla con más fuerza por la forma en que sabe eludir esas limitaciones. De hecho, cada vez que pudo (por ejemplo, en esa autobiografía que compuso con la ayuda de su guionista francés Jean-Claude Carrière, Mi último suspiro, de 1982) declaró su absoluto desinterés por esa tentación que siempre tenemos los espectadores (o los lectores) de buscar «interpretaciones». Una pretensión, cuidado, absolutamente comprensible pero que se convierte en un fardo cuando nos empeñamos en encontrar a toda costa aquello que, más que en la obra, está en nuestras intenciones al acercarnos a ella.

Reducir a Buñuel a una interpretación o a un propósito unívoco es equivocarse. La riqueza de su cine radica en la profunda ambigüedad de sus personajes y situaciones. Un tipo al que deberíamos detestar (los «anormales» protagonistas de Él o de Ensayo de un crimen) concita nuestra comprensión. Otro al que deberíamos admirar (al Nazarín del film homónimo) acaba resultándonos más bien incomprensible y, por ende, lejano. Una situación que en principio no debería dar más que para media película (la de El ángel exterminador) avanza, sin embargo, con una admirable fluidez.

Viridiana y el plano mas famoso de Luis Bunuel

Debe insistirse, por otra parte, en que aunque Buñuel parece ser el clásico cineasta que se expresa ante todo mediante ideas (de hecho, en más de una ocasión se le acusó de desaliño visual), la fuerza de sus películas radica en la traducción visual de estas: en la atmósfera, en los encuadres, en el trabajo con actores (en más de una ocasión, mediocres).

Eso no impide reconocer la importancia en su trabajo de dos guionistas sobre todo. Los dos fueron, como él, españoles exiliados en México. Uno fue el extremeño Luis Alcoriza, con quien escribió precisamente Los olvidados, pero también Él, El Bruto y El ángel exterminador como trabajos más destacados de entre los diez que firmaron en común. El otro es Julio Alejandro, aragonés como Buñuel, con quien escribió solo cinco guiones, pero fueron los de Abismos de pasión, Nazarín, Viridiana, Simón del desierto y Tristana.

Cartel del tardio estreno espanol de Los olvidados, de BunuelY todo comenzó, repito, con Los olvidados (1950). Buñuel tenía cincuenta años. Era un artista prácticamente sin obra, que se había pasado quince años sin firmar nada desde sus dos boutades surrealistas y el cortometraje, de signo muy opuesto, que rodó en 1933, durante la República española, Las Hurdes (también conocido como Tierra sin pan). Las dos películas que había rodado en México habían sido para él trabajos alimenticios al servicio de unas estrellas de la época y de unas intenciones comerciales que había aceptado porque ya no podía permitirse más rechazos. La primera, Gran Casino (1947), había sido un enorme fracaso; la segunda, El gran calavera (1949), un notable éxito. Y este pequeño crédito lo llevó a buscar a Óscar Dancigers, productor de las anteriores y el viejo amigo que lo había llevado a México, para decirle: «Hagamos ahora una película de verdad». Y la hicieron, vaya que sí.

Durante años me resistí a verla, aun sabiendo que en general se la considera una de las cumbres del aragonés, pues creía conocerlo todo de ella sin haberlo visto y, debido al tema —la asfixiante vida de un puñado de niños y jóvenes en un barrio marginal de la capital charra—, pensaba que iba a encontrarme ante un film de tesis, ante un aburrido sermón contra las injusticias del capitalismo y de la sociedad de clases. Y yo no busco en el cine confirmación de mis propias ideas sino lo contrario: ideas que me provoquen nuevas reflexiones. Y esto es lo que sucede con esta espléndida película. Por supuesto, encierra una mirada descorazonadora sobre esas vidas reducidas a estadísticas (no puede extrañar el rechazo que sufrió tras su estreno) pero lo hace con una firmeza dramática y una fuerza visual arrolladoras, con la imprescindible ayuda del gran Gabriel Figueroa, seguramente el director de fotografía más prestigioso del cine de su país.

La abyecta insolencia del Jaibo, el protagonista de Los olvidadosQué mejor expresión de esta sugestiva atracción que su personaje central, ese joven ya perdido para cualquier regeneración, moral o social, el Jaibo, con cuya llegada al barrio, recién fugado del correccional donde estaba internado, comienza la historia. El Jaibo sin duda es un ser que solo debería provocar rechazo o desprecio, y sin embargo cada vez que está en pantalla (espiando cómo la madre de ese niño al que él perderá, Pedro, se lava las piernas tras la dura jornada de trabajo o complaciéndose al matar a golpes al muchacho al que acusa de su encierro) nos obliga a mirarlo y a desear que siga ahí, haciendo el mal o sobreviviendo directamente (hay veces en que estos dos conceptos, por fuerza, han de coincidir), hasta tal punto que su ajusticiamiento final a manos de las fuerzas del orden acaba indignándonos (cuidado: sin que ese rechazo previo a la abyección del personaje se limpie) por la indignidad de las circunstancias en que es cazado como un animal. Para colmo, uno cree que el actor que lo encarna, Roberto Cobo, había de ser un neoprofesional, y de ahí la espontánea naturalidad de su actuación, cuando era un intérprete ya con experiencia. Otro prodigio del film.

Dos de los trabajos más significativos de esta etapa, Él (1952) y Ensayo de un crimen (1955), poseen numerosos puntos que los vinculan. Ambos se centran en sendos personajes masculinos dominados por diversas obsesiones que acaban encaminándolos hacia la paranoia y el crimen. En ambos casos, la compulsión paranoica, latente hasta la madurez en que los sorprendemos, estalla por un inesperado shock fetichista. En Él se trata de la contemplación de unos pies en la ceremonia del lavatorio propia de la Iglesia católica durante la Pascua; en Ensayo de un crimen, de la asociación entre muerte y deseo sexual motivada por una caja de música que asocia al violento deceso de su institutriz, que su mente infantil creyó haber provocado por su mera voluntad. En los dos, todo surge cuando ambos se disponen a «normalizar» sus vidas de hombre soltero mediante el matrimonio, un matrimonio que está claro que temen y al que ceden porque ya dejan atrás la juventud. Para ambos, la mujer es un concepto que idealizan de modo abstracto, pero que es evidente que temen en cuanto adquiere un cuerpo concreto. Y por supuesto, también resplandece la sorna y a la vez la severa reconvención con que Buñuel contemplaba los efectos del peso del catolicismo en los hombres y mujeres de su generación: no puede ser casualidad que el confesor espiritual del protagonista de Él reaparezca en el final de Ensayo de un crimen; no será el mismo personaje, claro, pero lo encarna el mismo actor.

El, de Luis BunuelLa diferencia entre ambas propuestas, como indica Carlos Aguilar, es que el tono es «obsesivo en la primera, mas con toques sarcásticos, y distendido en la segunda, si bien con escenas inquietantes»1. Él se beneficia del protagonismo de Arturo de Córdova, un actor excelente cuya prestancia de galán ya más bien decadente se aviene magistralmente al personaje de ese celoso compulsivo. Era además un actor de talento reconocido, que lo llevó a participar tanto en películas de Hollywood (en alguna como coprotagonista: El pirata y la dama, de 1943, al lado de nada menos que Joan Fontaine) como en España (es el inolvidable protagonista de Los peces rojos, de 1955, uno de los más fascinantes clásicos de nuestro cine).

Y como bien dicen muchos de los análisis que pueden encontrarse sobre este film, otro punto mayúsculo de interés es el modo en que se vincula con otro director en cuyo cine el catolicismo también tiene un peso nada desdeñable, el gran Alfred Hitchcock. En concreto, merece destacarse una escena genial en lo alto del campanario a donde lleva a su esposa. En principio lo hace para enseñarle las estupendas vistas de uno de sus lugares favoritos, pero enseguida se apodera de él su delirante instinto de dominación y la amenaza con arrojarla al vacío. La sombra de Vértigo (todavía no rodada: es de 1958) planea sobre esta escena, claro, pero también la del famoso momento en que Orson Welles, en El tercer hombre (1949), se jacta ante su amigo, en lo alto del recorrido de la noria del Prater, de la insignificancia que para alguien como él posee el resto de la humanidad, simbolizada por el diminuto tamaño que presentan los hombres desde la atalaya desde donde él los contempla con soberbia y desprecio.

Ensayo de un crimen, estupenda pelicula de BunuelEnsayo de un crimen me gusta aún más que Él, aunque su actor protagonista, Ernesto Alonso, sea peor. Pero hasta esta circunstancia acaba sirviendo a la propuesta, pues su personaje es aún más patético, en su condición de asesino fallido (el nombre, Archibaldo de la Cruz, también se las trae). Venga, interpretemos aunque sea por diversión (pido perdón por incurrir ahora en lo que antes he censurado): ¿esta imposibilidad de culminar sus deseos criminales —premisa central de la historia, recuerdo— no simboliza algún desarreglo sexual que es lo que lo ha alejado hasta ahora del matrimonio? Buñuel desarrolla en esta historia una turbadora cadena de sugerencias fetichistas en torno al cuerpo femenino y su duplicación, el maniquí, que lo cosifica desde su perfección inerte (con lo que no supone ninguna amenaza real: no tiene por qué tener temor a sufrir daño).

El personaje de la joven modelo Lavinia provoca su deseo (es decir, su deseo de matarla) cuando descubre que ha posado para un maniquí que reproduce de modo fidelísimo sus rasgos. Archibado lo adquiere y se lo lleva a su casa, invitando a Lavinia para confrontarla con su doble, dentro de un juego malsano que ella incluso potencia, al ponerse en un descuido de él sus ropas y suplantarlo. De hecho, en distintos planos, el director hace que sea la misma actriz quien haga del maniquí —uno genial, el que exhibe los bonitos muslos, adornados con liguero, de la mujer, mediante el cual Archibaldo revive el momento de su infancia en que vio así a su institutriz, ya caída y muerta en el suelo—, añadiendo por tanto un nivel más de perturbación (el del propio espectador, al menos el masculino, al que esto le parece excitante). Cuando ella se salva del asesinato (al contrario que los otros personajes femeninos en que el protagonista se fija, Lavinia no muere ni a sus manos ni de ningún modo, aunque animo al espectador a que interprete, por si acaso, el final de la película, que no explicito), Archibaldo descargará su impostergable necesidad de matar dándole al muñeco el destino que tenía reservado al cadáver de la muchacha: quemarlo y vaporizarlo en el horno que tiene en su casa (porque este burgués acomodado y anticuado tiene como hobby la cerámica). Por cierto que la imagen de ese rostro que se va derritiendo, en determinado momento, parece adoptar una genuina expresión de horror ante lo que le está sucediendo.

Abismos de pasion, Cumbres Borrascosas segun Luis BunuelEntre ambas películas Buñuel rodó otra —de hecho, en ese lustro inicial de los cincuenta realizó hasta once films, sin contar Robinson Crusoe (1952), producida por Hollywood— que no solo me parece estupenda sino además una de las mejores adaptaciones literarias jamás efectuadas. Se trata de Abismos de pasión (1953), folletinesco título que encubre nada menos que una versión de Cumbres Borrascosas, la genial novela de Emily Brontë. De hecho, aunque seguramente el rebautizo se deba a esa desmedida inclinación del cine charro por lo melodramático, me gusta pensar que también es una manera de avisar de que no estamos ante una adaptación mimética más sino ante una propuesta personalísima. Buñuel y Julio Alejandro tienen la audacia de prescindir del habitual arranque de la historia que narra la infancia de quienes serán luego los amantes malditos, para comenzar in medias res, es decir, justo en el momento en que el Heathcliff de esta historia, ahora llamado Alejandro, regresa a su antiguo hogar después de haberse hecho rico, para enfrentarse de nuevo a Catalina, el amor de su vida, y a todo ese entorno del que fue obligado a marcharse por el desprecio que se volcó sobre él.

Este brusco introito no puede ser más sugestivo ni expresar mejor en breves imágenes cómo son los personajes: Alejandro llega en medio de una noche lluviosa (elemento claramente romántico) abriéndose paso a través del cristal de la ventana al habérsele vedado la entrada en la casa. Y los siguientes diálogos que se cruzan Catalina y él describen sobradamente el borrascoso fulgor que los envuelve, que los envolvió antes y los envolverá siempre, dejando además bien claro que para ellos el resto del mundo ni existe ni puede existir aunque, y esa es su tragedia, por decisión de la mujer tampoco podrán nunca estar juntos, pues su orgullo le impide romper la «normalidad» que ha adoptado al casarse con el rico y vulgar Eduardo. Por cierto que este personaje es encarnado por Ernesto Alonso, el futuro Archibaldo de la Cruz, mientras que a Alejandro lo encarna el español Jorge Mistral, otro intérprete habitualmente discreto del que, sin embargo, Buñuel consigue extraer oro, aprovechando muy bien su físico apuesto pero tosco. Abismos de pasión no solo es la mejor versión en cine de la obra original sino una película extraordinaria que hace realidad la famosa definición que el poeta Dante Gabriel Rosetti hizo de esta novela, señalando que «la acción transcurre en el infierno, pero los personajes y los lugares, no sé por qué, tienen nombres ingleses» (esta vez, españoles).

Nazarin, Galdos segun BunuelLa múltiple riqueza que encierra Abismos de pasión rebasa los límites de este artículo. Pero la pareja formada por Buñuel y Alejandro volvió a dar muestras de su talento para retomar obras de la literatura con su siguiente colaboración, Nazarín (1958), adaptación de una novela del autor más amado por el aragonés, Benito Pérez Galdós. En esta película, el realizador juega muy bien con el equilibrio entre el respeto al original (cuyas incidencias sigue con gran fidelidad: el errante camino hacia ninguna parte que sigue el humilde sacerdote del título tratando de seguir el ejemplo de Cristo) y la incorporación de elementos personalizadores, superando incluso el interés de la historia original (por una vez, no estamos ante uno de los mejores Galdós). Si tanto en la novela como en la película las buenas intenciones del personaje acaban siempre en fracaso, simbolizando la ineficacia de su exceso de humanitarismo cristiano —mensaje que Buñuel y Alejandro extremarán aún más en Viridiana (1960), por cierto que inspirada, si bien más lejanamente, también en el escritor madrileño—, al menos en el libro queda bien claro que su intervención, cuando menos, supone una ayuda para la gente humilde que encuentra, mas en el film ni siquiera le queda este consuelo y el resultado final es aún más amargo. Por ejemplo, en un momento inventado absolutamente por los guionistas, Nazarín acaba provocando un incidente violento entre un tiránico patrón y sus empleados cuando acepta trabajar a cambio únicamente de la comida: para los segundos, su actuación supone una indignidad que compromete sus derechos laborales.

Cartel de El angel exterminadorDebo señalar que mi película favorita de Buñuel, ahora mismo, es El ángel exterminador (1962), y eso que la primera vez que pude verla la abandoné, aburrido, al poco rato. Ya he señalado que su anécdota central, la más famosa del cine de su autor, ha sido objeto de múltiples interpretaciones, las cuales giran, en su mayoría, en torno a la clase social a la que pertenecen todos los personajes del film salvo uno (el mayordomo, que inicialmente está fuera del salón hasta que es reclamado para traer el desayuno y ya no puede salir: o sea, que sufre la típica alienación de los oprimidos por causa de las clases opresores). También se ha hablado inevitablemente del surrealismo, esa corriente a la que Buñuel siempre se sintió tan próximo. Él, sin embargo, declaró que lo que más le había interesado de la premisa era su atmósfera enigmática.

Y creo que es justo eso lo que da sentido a toda la historia. Por ejemplo, en la primera parte de la película, antes de que los invitados descubran que no podrán volver a sus casas, Buñuel incluye toda una serie de escenas absurdas que anticipan el absurdo mayor que no tardará en suceder: un espléndido recurso dramático que tiene como propósito ir impregnando las imágenes de la atmósfera adecuada antes de que el tema central termine de revelarse. Así, los invitados entran dos veces en la casa (interrumpiendo la fuga de los sirvientes, que no saben qué pero intuyen que algo va a suceder y que será mejor estar lejos), que Buñuel filma de modo similar pero no exactamente igual. El anfitrión realizará un brindis dedicado a su invitada principal que será saludado con efusión y poco después lo repite, como si no hubiera realizado el primero, sin que nadie ahora le haga caso. En la sobremesa, dos hombres se presentarán hasta tres veces, en cada caso con una reacción diferente. No puede extrañar, por eso (y así actúan inicialmente ellos mismos) que, después de empezar a despedirse, acaben ovillándose sobre sillones y tresillos para pasar la noche en ese salón.

Los burgueses de El angel exterminadorBuñuel partió de un viejo tratamiento que Alcoriza y él habían titulado Los náufragos de la calle Providencia. Y justamente así se concibe la historia: los invitados están aislados en una estancia en vez de en una isla, pero los problemas son muy parecidos y Buñuel se encarga de tratarlos como si estuviéramos en una novela de Julio Verne. Es decir, ocupándose primero de las necesidades básicas: la búsqueda de agua —estupenda idea: perforando la pared hasta llegar a las cañerías—, de alimento, de un lugar donde hacer las necesidades, lo que nos recuerda que en los relatos clásicos de este tipo es un tema que los autores omiten sin vacilación… Después es cuando llega el progresivo deterioro de la apariencia personal, pero también de los modales y de las convenciones. Como en El señor de las moscas, el clásico de William Golding sobre náufragos desde una perspectiva realista, surge la necesidad de buscar un chivo expiatorio, que ha de ser, claro, ese anfitrión al que los prisioneros culparán de haberles tendido una trampa. Y la solución final se desarrolla mediante una escena de inolvidable planteamiento y de magistral progresión, siendo el personaje de Silvia Pinal (su previa Viridiana) quien dé con la clave, puramente onírica, que acabará liberándolos, al menos de momento…

La mera narración de El ángel exterminador, por lo tanto, es apasionante, porque Buñuel la afronta como si estuviéramos, y no es broma, ante un pulp intelectual. Pero la dirección, genial, es lo que da sentido a todas las peripecias, y es la definitiva demostración de lo que decía líneas arriba: que no solo es un gran cineasta de ideas sino que lo es también de puesta en imágenes. Buñuel da toda una lección de cómo planificar sin subrayados en medio de un espacio exiguo, progresivamente claustrofóbico a medida que el nutrido grupo de habitantes del mismo van perdiendo cada vez más las maneras y la esperanza, lo que potencia este genial ejercicio de atmósfera —en todos los sentidos: visual y moral, metafísica y existencial— que convierte la película en una cumbre del cine.

El ultimo film mexicano de Bunuel, Simon del desiertoYa he dicho que, después de su primera aventura íntegramente francesa, Buñuel volvió a poner en marcha un último film mexicano, Simón del desierto (1965). Oficialmente, la razón de la escueta duración de la obra (45 minutos) es que el productor Gustavo Alatriste se quedó sin dinero a mitad de rodaje. Y aunque el director así lo afirma en su biografía, sin mayores explicaciones, suena extraño (Buñuel no era un cualquiera al que se pudiera tratar así; Alatriste siguió produciendo películas después). Buscando alguna respuesta diferente, en la red he encontrado al menos este artículo que señala que siempre se pensó en un metraje más o menos acorde con el existente pues se concibió para ser acompañado de otro segmento similar que este sí que no se rodó (Buñuel también dejó sin filmar algunas secuencias de su guion inicial, pero por la extrema dificultad del rodaje, según indica el autor de esa reseña).

En cualquier caso, da igual: como obra trunca o como obra más o menos terminada, Simón del desierto es un magnífico broche de la etapa mexicana del aragonés. Una vez más, este partía de una situación única, incluso más restringida (es por eso que la explicación de que siempre se pensó como mediometraje es la que mejor encaja): un hombre en lo alto de una columna, inspirado en el verídico Simeón el Estilita, ermitaño del siglo V. La ubicación es inconcreta, lo mismo que la cronología, pues estamos en el terreno de la fábula intemporal, de ahí que su epílogo en la Gran Babilonia, ejemplificada en este caso por Nueva York, no contradice lo anterior. A través de la figura del individuo que lleva en lo alto de una columna seis años, seis semanas y seis días (la parodia bíblica es evidente en esta minuciosidad cronológica), y a lo largo del film pasan unos cuantos años más, Buñuel vuelve a manifestar, pero en grado sumo, su «morbosa y al tiempo socarrona atracción/repulsión por las taras, personales y sociales, provocadas por el catolicismo»2 (vuelvo a citar a Carlos Aguilar). En este caso, centrándose de modo particular en la pobreza mental y la rigidez sectaria de quienes anteponen el fanatismo de una idea a cualquier otro modelo de vida, una idea que, como señala el monje endemoniado que encarna un impresionante Luis Aceves Castañeda, no le sirve a nadie más que a su dueño: es un propósito estéril para el resto de los hombres, por tanto. ¿Quién puede negar la perenne validez de esta denuncia?

Las piernas del diablo, o sea, de Silvia Pinal, en Simon del desiertoPor otra parte, y una vez más, Buñuel rehúye la mera tesis. De hecho, Simón del desierto es una película especialmente sugestiva en el plano visual dentro de su filmografía por el magnífico juego que permite la tensión entre lo vertical y lo horizontal, el duelo de picados y contrapicados o el sentido de lo mineral que despierta el paraje del desierto de Chihuahua donde se rodó y cuya alucinante sequedad diríase una extensión de la del mismo protagonista. Claudio Brook, el mayordomo de El ángel exterminador, brinda una sobrecogedora creación, con su rostro anguloso (con esa barba bifurcada como fascinante atributo) y su gesto insoportablemente severo. Al lado de ese hombre con el corazón de piedra, ¿quién no preferiría irse con la juguetona diablesa encarnada por Silvia Pinal en su tercer trabajo con Buñuel? ¿Quién —salvo esa higuera seca que se alza en lo alto de la columna— no se excitaría con ese plano, recurrente en el aragonés, en que la malvadilla, que se ha presentado ante el santo vestida de colegiala y jugando con un aro, proclama lo inocente que es… mientras se sube la faldita y enseña los muslos prietos con sus correspondientes ligueros?

Socarronería, barroquismo, humor negrísimo, fascinación por los detalles malsanos, acierto al leer las posibilidades literarias en imágenes, denuncia social y moral sin subrayados, facilidad para sacar lo mejor de los actores, esa capacidad para acertar con el único encuadre posible que poseen todos los grandes maestros del cine… Todos estos y muchos más son los elementos que hacen reconocible el cine de Buñuel, que le otorgan la personalidad que es el primer requisito para ser un autor. No digo que fuera un genio, ni siquiera que sea el mayor genio (o el único) que ha dado España al séptimo arte, porque me queda mucha obra suya por conocer y porque no me gustan los maximalismos, pero todas estas grandes películas que he referido hablan por sí solas. No sé si es una pena que el director abandonara México por una Europa en la que, al decir de muchos de sus exégetas, en vez de hacer el cine que debía hacer hizo el cine que se esperaba que hiciera. En cualquier caso, eso vuelve aún más irrepetible esta etapa. Y además, uno no resucita todos los días.

Simon en lo alto de su columna

1 En su libro Cine de terror 1950-1959. De entre los muertos (Desfiladero Ediciones, 2023), pg. 85.

2 El comentario figura en su entrada sobre Viridiana en la emblemática Guía del cine (Cátedra, edición de 2014).

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About Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 Responses to El resucitado de México

  1. Avatar de wp4oka wp4oka dice:

    Uno de los grandes referentes del cine español y latino. Gracias, por esta entrada y la información sobre él.

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