La guerra fría dejó muchas miserias en el mundo (y múltiples capítulos sin cerrar), pero cuando menos inspiró un género narrativo con leyes propias que, creo, ha enriquecido considerablemente el arte de la ficción, pues se aviene de modo especialmente sugerente al objeto final de toda práctica cultural: examinar desde distintas facetas, y por tanto conocer mejor, a esa ambigua criatura que es el ser humano. Estoy hablando del género del espionaje, que la guerra fría no inventó (Somerset Maugham o John Buchan —por hablar de dos importantes referencias del mundo anglosajón, que es donde, posiblemente, nació el mismo— son anteriores a la Segunda Guerra Mundial, como saben bien los admiradores de Alfred Hitchcock, que los llevó al cine en su famoso ciclo de thrillers británicos que lo acabaron llevando a Hollywood) pero que sin duda potenció. Aunque posiblemente no sea el mejor escritor que lo practicó (para mí, este rango le pertenece a su compatriota, y modelo más o menos reconocido, Graham Greene, autor de obras de la talla de El agente confidencial, Nuestro hombre en La Habana o El americano impasible), creo que el autor fundamental es el ingles John le Carré, puesto que a él se debe la definitiva cristalización de la práctica totalidad de los elementos que asociamos al género: el argumento que se desarrolla a través de sinuosos meandros hasta crear una sensación de caos y desorden a modo de metáfora de ese mundo absurdo; la degradación de conceptos como verdad o inocencia; el Juego (por supuesto, mortal) como metáfora y símbolo del espionaje y, por tanto, de la guerra fría; la deshumanización del mundo…
En principio, la guerra fría suponía la confrontación entre dos modelos de existencia que podían ser antagónicos pero que, en apariencia, tenían en común su idealismo: su convencimiento de que el propio era el auténtico, el que mejor servía a los intereses de la humanidad, ya fuera mediante la creación de un mundo más justo e igualitario por la abolición de las diferencias sociales aun al coste de esa libertad habitualmente tan mal usada, ya fuera mediante la consagración de la libertad como cualidad esencial del ser humano, por mucho que esa misma libertad no pudiera garantizar ni la justicia ni la igualdad. Ahora bien, si algo caracteriza el género de espionaje es, precisamente, la muerte de las ideologías, como suele morir todo ideal cuando su defensa altruista se convierte en profesión: que se lo digan a los políticos. Y su icono central es el espía, el hombre para quien el fingimiento y la traición son una segunda piel. De modo inmejorable lo expresa el mismo le Carré, por boca de su emblemático Smiley, en El topo: «la traición es, en gran parte, cuestión de costumbre».
Siempre se ha dicho que si las ficciones de John le Carré resultan tan realistas es porque el escritor conoció en primera persona el mundo del que hablaba. Entre 1960 y 1964, y con su auténtico nombre de David Cornwell, fue miembro del MI6, los servicios de inteligencia británicos (a los que accedió desde el MI5, que a su vez se encarga de la seguridad interior del país), siendo destinado a Alemania, en concreto a su embajada en Bonn (que recrearía en una de sus mejores novelas, Una pequeña ciudad en Alemania, de 1968) y después como cónsul en Hamburgo. Él siempre señalaría que su trabajo fue realmente poco relevante, sin nada que ver con los complejos secretos que manejan siempre los personajes de sus novelas.
Sus tres primeras novelas las publicó trabajando todavía para el MI6, y ese es el motivo de la elección de un nom de plum, el de John le Carré (Carré es un término francés que significa ‘cuadrado’, si bien el porqué de su elección seguramente lo sepa solo el mismo autor, cuyas explicaciones sobre las razones, en lo que he podido encontrar, son bastante inconcretas). Su debut fue con Llamada para el muerto (1961), libro al que siguió Asesinato de calidad (1962), ambos con el protagonismo de ese personaje, George Smiley, con el que, todavía hoy, se asocia su literatura, aun cuando solo sea el personaje central de seis de sus novelas (y aparezca, con rango secundario, en alguna más).
Ni una ni otra tuvieron especial repercusión, lo que cambió con su tercer libro, El espía que surgió el frío (1963), que supuso un extraordinario éxito, como refrendó enseguida una adaptación al cine especialmente afortunada. Su magnífica acogida comercial, unida a distintos vaivenes dentro del MI6 (por ejemplo, el desenmascaramiento de su más famoso agente doble, Kim Philby, al que luego recrearía en su no menos popular El topo), aconsejó su retiro del servicio y su consagración exclusiva a la literatura. No se equivocó. Hasta su muerte en diciembre de 2020 (había nacido en 1931), le Carré publicó 25 libros de ficción, amén de incontables artículos y unas memorias, Volar en círculos (2016), en las que realmente habla muy poco sobre él y mucho sobre su visión del mundo y algunas de las experiencias que dieron lugar a parte de sus novelas.
John le Carré fue muy, muy prolífico, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de sus libros (sobre todo a partir de los años 70) se extienden a lo largo de incontables páginas. Este artículo va a girar, en concreto, sobre el ciclo de novelas que dedicó al espionaje durante la guerra fría y que se centra en su personaje de Smiley.
Antes de analizar esos libros principales, es conveniente señalar el conjunto de elementos recurrentes que comparecen en la práctica totalidad de los mismos, hasta el punto de componer un universo bien reconocible, por el que el lector transita con comodidad, reconociendo con agrado la reaparición de un personaje o de un escenario, algo que sucede con todos los ciclos y con todas las sagas que ha dado la ficción. En primer lugar, le Carré creó un afortunado término para designar a los servicios secretos ingles, el de Circus. En principio, es puramente toponímico, puesto que la (ficticia) sede del MI6 que aparece en sus novelas se encuentra en Cambridge Circus, en el mismo centro de Londres, pero asimismo es sugerentemente metonímico, por las connotaciones que posee la palabra: el mundo del espionaje, en efecto, es una pura representación, y en muchos momentos bien puede parecernos el mayor espectáculo del mundo.
Otro apelativo especialmente apropiado es el que dio al jefe supremo del Circus, a su máximo rector: Control, término tan sencillo como concluyente, ante el cual casi resulta innecesario que este personaje apareciera más de lo que lo hace (en unas pocas novelas —El topo se inicia con su muerte— y en pocas páginas, mas dejando una notable huella). Del mismo modo, su equivalente exacto, el jefe del llamado Centro de Moscú, la inteligencia soviética, recibe el nombre de Karla, otro hallazgo, por lo insólito que es encontrar un nombre femenino designando a un individuo masculino, además todopoderoso, ante el cual resulta evidente que sobran las burlas. Karla sería el antagonista supremo del MI6, primero de Control (minando el Circus gracias al topo de topos cuya búsqueda protagoniza la novela de ese nombre) y luego del propio Smiley. Para mayor acierto, en El topo Smiley recordará que, años antes de que Karla se convirtiera en Karla, cuando era un mero agente que acababa de ser descubierto por la inteligencia norteamericana y su vida pendía de un hilo, debido a su fracaso, tuvo un breve encuentro con él en la cárcel de Delhi, en el que le ofreció cambiarse de bando. El futuro Karla —de quien Smiley siempre recordará su físico pequeño y sus modales gélidos— ni siquiera musitó una palabra, pero se quedó con un recuerdo de su entrevista: el encendedor de aquel, que llevaba una irónica dedicatoria cariñosa de su infiel esposa Ann. Por cierto que nunca sabríamos el verdadero nombre ni de Control ni de Karla.
También saltan personajes de una novela a otra. Peter Guillam, un colega más joven de Smiley, debutante también en Llamada para el muerto como colaborador de aquel en su investigación criminal, sería igualmente su mano derecha en otro caso aún más importante, el de El topo, y le Carré acabaría convirtiéndolo en el protagonista de El legado de los espías (2017), la última incursión del escritor en el ciclo de Smiley. Uno de los puestos de responsabilidad de Guillam en el Circus nos conduce a otra de las particulares denominaciones del autor, los cazadores de cabelleras, los agentes especiales de la organización (los asesinos, por así decirlo: el término original, en su cualidad westerniana, es más explícito, scalphunters). En cuanto a los escenarios, también aparece una y otra vez Sarratt, sede de la llamada Guardería del Circus, es decir, el centro de adiestramiento de los nuevos agentes, también especializado en los interrogatorios.
En un momento en que el personaje de James Bond iba a arrasar en el mundo entero (no tanto gracias a las novelas de Ian Fleming como por las películas protagonizadas por Sean Connery), componiendo un icono de individuo autosuficiente, capaz de salir con bien de cualquier apuro, viril más allá de todo realismo y apreciablemente cínico mas noble sin vacilación, John le Carré fue a proponer una tipología completamente antagónica.
En primer lugar, el aspecto de su George Smiley es de una sumaria vulgaridad: un hombre que diríase anclado en una perpetua mediana edad, de físico rechoncho y rostro anodino, en el que destacan unas gafas de miope que casi parece una forma de defenderse del mundo que un modo de observarlo mejor. Pues lo que caracteriza a Smiley, ante todo, es su inteligencia, su templanza, su capacidad para percibir «el misterio de la conducta humana». En fin, digamos también que hasta es un acierto ese apellido que parece risible en manos de alguien de quien se nos dice que sonríe tan poco: y sin embargo, es fácil entender que sea un hombre con el adecuado sentido del humor, lúcido y desengañado para comprender mejor la triste ironía que supone su dedicación a la patria. Por cierto que en el primer libro se nos decía que su madre era judía, dato sobre el que, en lo que recuerdo, no se volvería más: debe señalarse que en los primeros libros de Smiley es importante el antisemitismo que ha sobrevivido a la guerra mundial, incluso en el igualitario paraíso comunista, quizá porque el propio le Carré lo distinguió en sus años alemanes.
Hombre sensible, especializado en la poesía alemana del siglo XVIII, y no tanto en sus grandes nombres como en sus poetas menores, le Carré hizo que su agente, pese a su aparente imperturbabilidad, en realidad fuera un ser profundamente vulnerable. El principal motivo que arroja una profunda infelicidad sobre su vida es su fracaso matrimonial. Ya en su primera novela, Llamada para el muerto, lo primero que hacía el novelista era narrar su matrimonio con Ann, una mujer de clase superior (en una Inglaterra que diríase que ni en el siglo XXI ha perdido el clasismo como una de sus señas de identidad) que, prácticamente desde el primer momento, le fue infiel, teniendo aventuras con múltiples hombres, alguno de ellos del propio mundo profesional de su esposo. Si bien en ninguna novela el personaje posee una participación relevante, su ausencia, sin embargo, es francamente ostensible, puesto que, además, y pese a que rara vez la vimos convivir con Smiley, el matrimonio nunca terminó por romperse del todo (de tal modo que, en casi todas las novelas, cada vez que un tipo que hace tiempo que no ve al protagonista se encuentra con él, lo primero que hace es preguntarle por Ann).
Ahora bien, este primer libro apenas posee el sello distinguible de su autor, e incluso, por mucho que esté protagonizado por espías, es más bien un whodunit, ese tipo de thriller eminentemente inglés cuyo objeto, ante todo, es la investigación de un asesinato: es más, incluso concluye con un capítulo final en el que se da cumplida explicación de todos sus entresijos. La novela tuvo poca repercusión, y su recuperación no revela ninguna injusticia: como es natural en un debutante, deja bien claro que le Carré todavía no había encontrado su lugar, por mucho que los elementos dramáticos en juego no sean sustancialmente distintos de los que luego empleará con mucha mayor fortuna.
Menos atención todavía recibió su segundo libro, Asesinato de calidad, que es en mayor medida una típica novela-enigma británica, con su ambientación en una pequeña población universitaria en la que, de nuevo, Smiley ha de resolver un asesinato. Ahora bien, El espía que surgió del frío ya es su primera gran obra, pues contiene en su práctica totalidad el universo del autor, tanto dramático como moral, tanto narrativo como sociológico, amén de una virtud que aquel no tardaría en perder, la concisión (de todos sus grandes libros, es el menos extenso). Curiosamente, Smiley no es aquí sino una figura secundaria, e incluso sus intervenciones podrían haber sido adjudicadas a cualquier otro nombre sin que se notara.
El asunto central del libro es el Tema por antonomasia de le Carré: la Traición, considerada tanto una estrategia esencial en la confrontación entre los dos bloques (mediante la figura del doble agente) como una vileza que, inevitablemente, cometen todos los participantes del juego contra sí mismos, siendo peor, claro, para aquellos que todavía mantienen una parte de la decencia con la que entraron en ese mundo que creyeron noble. El protagonista es Alec Leamas, responsable de campo de Berlín Occidente, cuyos superiores aprovechan su fracaso frente a su oponente, Dieter Mundt (personaje que le Carré rescata de su primera novela, si bien aquí era poco menos que una sombra, ejecutora, eso sí), para urdir una conspiración contra este último: se hará creer que el Circus ha degradado a Leamas y que este, tomándoselo con rabia infinita, en su resentimiento se ha autodegradado aún más hasta ser despedido («retirado», en la jerga) y caer en el alcoholismo y la violencia, todo ello para que los servicios secretos de la Alemania Oriental le propongan la deserción. El objeto final es hacer creer que Mundt no es sino un agente doble y, para hacerlo más creíble, el cebo es que ni el mismo Leamas era consciente de esto.
¿Qué significa ese «frío» del bello título y quién es el espía que viene de él? En la jerga del mundillo del espionaje, el frío señala el otro lado del Telón de Acero; el espía bien puede ser el en el fondo desdichado Leamas, o su némesis, Mundt, o tal vez el subordinado de este, Fiedler, el hombre escogido por Control para hacer germinar en él las sospechas sobre su jefe (aprovechando el odio que se tienen: Fiedler es judío; Mundt, prácticamente un nazi). O bien es una metáfora más literalmente poética, que se referiría a la gelidez sin esperanzas de ese mundo de espías y asesinos, de deshumanizados defensores de la democracia y de democracias donde la auténtica libertad está proscrita; ese mundo sin sentimientos, sin posibilidad (más que remota) para la ternura o la confianza mutua (Leamas renuncia a su vida normal para fingir ese proceso de degradación, mas en realidad cabe cuestionarse si alguna vez ha tenido realmente una vida); donde todos deben recelar de todos, porque lo contrario significa la muerte o, peor aún, pasar a la «conserva», el retiro del servicio activo para sumirse en un oscuro puesto sin importancia del engranaje, lo cual, para hombres acostumbrados ciegamente a estar en la primera línea, es casi peor que la muerte… Este es el panorama desolador que describe la magnífica novela de le Carré.
Smiley también aparece como figura secundaria en la siguiente y tampoco muy conocida obra del autor, El espejo de los espías (1965). Diríase que le Carré ya lo había amortizado, pues ni siquiera comparece en Una pequeña ciudad en Alemania, mas el personaje se convertiría en el protagonista de la trilogía que terminaría por imponer para siempre el nombre del escritor en el género, conocida a veces como «Trilogía de Smiley», y que componen tres libros: El topo (1974), El honorable colegial (1977) y La gente de Smiley (1979).
La primera, El topo, es la novela fundamental de le Carré: no digo que sea la mejor pero sí su versión definitiva de la guerra fría, y una historia a la que apetece regresar una y otra vez, algo que favorece el hecho de ser su libro con más versiones en el medio audiovisual, una serie de la BBC en su día muy prestigiosa, de 1979, y una espléndida película ya más tardía, de 2011. Antes de nada, debo señalar que, pese su concisa corrección, el título español carece de la gracia del original, Tinker, Tailor, Soldier, Spy (o sea, Calderero, sastre, soldado, espía, que sí se mantuvo en la versión española de la serie televisiva), retahíla extraída de una canción infantil (al modo del Diez negritos de Agatha Christie), cuyos términos utiliza Control para designar en nombre clave a los principales sospechosos de ser el importante agente doble infiltrado en el Circus, que lleva décadas pasando información al Centro de Moscú. La trama del libro es muy sencilla: en el inicio del mismo, Control (después del fracaso de una operación en Checoslovaquia que tenía que haberle dado el nombre del topo), es «retirado» del servicio y muere en la más absoluta soledad, sabiendo, además, que su caída ha favorecido al topo, pues el nuevo equipo rector está formado justo por cuatro de los cinco sospechosos. El único que fue apartado con él fue su fiel Smiley, a quien ni siquiera le había confiado sus cuitas, porque —y es una admirable idea— el respeto que le merecían su inteligencia y valía lo obligaba a incluirlo en el quinteto del que recelaba.
Le Carré se inspiró en el caso real de Kim Philby, cuyo prototipo no fue extraño en Gran Bretaña: un clásico miembro de la elite dirigente británica, de personalidad carismática y exquisita formación académica y cultural, ganado por el marxismo en sus años universitarios y que, desde el interior de los servicios secretos, proporcionó valiosa información durante varias décadas, hasta ser descubierto en 1963 (si bien los indicios y los sospechas, incluso clamorosas, habían surgido desde mucho tiempo atrás: mas, ¿cómo creer que fuera posible?), año en que escapó a Moscú, donde moriría, solo y olvidado, un cuarto de siglo después, poco antes de la caída del bloque comunista y de ser testigo, por tanto, del fracaso definitivo de sus ideales.
La trama se estructura, ante todo, a partir de las numerosas conversaciones (o interrogatorios) que Smiley realiza a antiguos colaboradores del Circus, muchos de los cuales fueron asimismo postergados con el ascenso del nuevo equipo, que dan pie, a su vez, a largos recuerdos sobre los principales incidentes relacionados con la trama. No creo ser original si señalo que esta disposición argumental no difiere en mucho de la dramaturgia habitual de otra escritora británica a quien, en principio, no se suele relacionar con le Carré como es la venerable y ya mencionada Agatha Christie, cuyos más famosos personajes (Hércules Poirot o miss Marple) son, como Smiley, expertos conocedores del alma humana. La estructura provoca cierta sensación caótica, o laberíntica (un elevadísimo número de personajes con nombre, muchos meramente circunstanciales; cambios continuos de escenario; una continua verborrea), que a los menos inclinados al género, incluso, podría parecerles el estilo, o falta de estilo, de la clásica narrativa de best-seller. Y desde luego no seré yo quien defina a le Carré como un fino orfebre, entre otras razones porque esto no me parece condición indispensable para ser un buen escritor: lo fundamental, para mí, siempre será la capacidad dramática, la destilación de la atmósfera más adecuada y la fluidez narrativa, campos en los que El topo resulta sobradamente solvente, si bien concuerdo en que hay un exceso de prolijidad. En cualquier caso, la estructura de la novela sirve bien como metáfora del mundo caótico, carente de un suelo firme sobre el que sostenerse, que retrata la novela.
En mayor grado incluso que en El espía que surgió del frío (después de todo, una novela más activa, cualidad que Leamas posee pero Smiley no), El topo resulta inolvidable por su poderosa atmósfera de desencanto existencial, tan bien simbolizada por ese clima frío, húmedo, gris, tan poco proclive a los desahogos cálidos, de las islas Británicas. Un desencanto que, además, nunca resulta enfático, sino, para desgracia de las criaturas que pueblan sus páginas, normal. El espionaje es un terreno abonado para la frustración, de ahí que sus miembros se esfuercen por intentar hallar el aliciente de sus vidas en otro terreno, como el mismo sentimental, en el que, por supuesto, abundan los fracasos: el del mismo Smiley, pero también el de casi todos los personajes, incluyendo entre ellos al propio topo. Una vez más, la Derrota como enfermedad que destruye no solo trayectorias y vidas, sino el sentido ético y moral, es el más deletéreo síntoma de esa guerra fría, lenta y estancada, en cuyos devastados campos de batalla han escogido vivir los personajes, sin encontrar consuelo en nada, ni siquiera el mismo topo como teórico campeón de su bando.
El honorable colegial retoma la historia justo allí donde la dejaba El topo: con los esfuerzos de George Smiley, el nuevo director de los servicios secretos ingleses, por reconstruir el Circus después del terremoto producido por el desvelamiento del traidor. La oportunidad que busca el Circus para recuperar su prestigio en el campo de la inteligencia —sobre todo ante los «primos», o sea, la CIA, que aquí, y por primera vez en le Carré, pasa a un primer plano— la encontrará en una de sus colonias, Hong Kong, y en la posibilidad de poder interceptar nada menos que a otro topo, que esta vez procede de las altas instancias del sistema chino. La trama se bifurca así en dos escenarios, el inglés y el hongkonés, que es donde actúa el honorable colegial del título, Jerry Westerby (presente en El topo en un breve pero muy intenso segmento), un maduro espía, culto, educado, eterno aspirante a escritor, un perdedor con clase que encuentra su última oportunidad en esa misión que le encomienda el propio Smiley, pero que, llevado por un incorregible romanticismo, estará a punto de echar al traste por salvar a la amante del magnate hong-konés a quien él debe espiar, y en quien intuye un alma gemela con los mismos problemas por encontrar su lugar en el mundo.
Esta segunda entrega del ciclo es, sin duda, una novela estimable pero por debajo de las que la preceden y suceden. En primer lugar, la extensión ya resulta excesiva, sobre todo porque el escritor no consigue equilibrar en interés las dos narraciones paralelas que las componen: de entrada, poco interesa el escenario oriental sino los esfuerzos de Smiley por reconstruir el Circus; y al final, sucede al contrario (por ejemplo, cuando evoca con fortuna nada menos que El corazón de las tinieblas al narrar la aventura camboyana de Westerby). Tal vez se nota en exceso el propósito de le Carré de sacar partido del esfuerzo de documentación sobre el terreno (práctica que, desde esta novela, será siempre imprescindible y dará pie a la práctica totalidad de sus obras posteriores al presente ciclo, situadas en Panamá, Israel y Palestina, África oriental, etc.). Eso sí, los mejores momentos son aquellos en los que, de nuevo, el fracaso de los espías en el terreno íntimo y personal pasa a un primer plano: en este sentido, destaca el momento en que Smiley recuerda con tristeza la doble vida que llevaba Control, entre una esposa y una amante, doble relación bajo la cual él adivinó que no había otra cosa que la rutinaria necesidad de sostener más de una faceta, como corresponde a alguien a quien le resulta ya imposible usar una sola máscara.
La gente de Smiley es el cierre de la trilogía, aunque más bien forma un díptico con El topo, novela que prolonga, y cierra, al narrar el envite final entre Smiley y Karla, es decir, entre las dos mentes más lúcidas e inteligentes de sus respectivos servicios secretos. Si El topo, en el fondo, y pese a que el protagonista desenmascarara al hombre al que buscaba, es la historia de una gigantesca derrota (el reconocimiento del par de décadas en que la información más valiosa del Circus pasó enseguida a manos del Centro de Moscú), algo de lo que Smiley es bien consciente, La gente de Smiley es su espejo perfecto. En este caso, es Smiley quien vence a su oponente, y ya para siempre, y sin embargo la sensación de amargura que el británico siente en todo momento no puede ser mayor: en la guerra fría no hay vencedores ni vencidos (en todo caso, hay vivos y muertos, estos ya sean literales o muertos en vida).
La trama nos presenta a nuestro hombre una vez más retirado, ya por pura cuestión de edad, pero al que se le rescata para resolver un delicado asunto: el turbio asesinato de un viejo espía, un ex coronel soviético al que el mismo Smiley había reclutado muchos años atrás, y que prestó excelentes servicios hasta que, al ser descubierto y tener que huir a Occidente, fue postergado y olvidado por quienes lo explotaron sin piedad. La causa del asesinato radica en un valioso secreto que este hombre había interceptado y que quería entregar al propio Smiley, mas la incompetente condescendencia de los nuevos rectores del Circus, una vez más, abortó el propósito hasta que fue demasiado tarde. Y el secreto es un fundamental, puesto que conduce directamente hasta Karla.
Como corresponde a este enfrentamiento entre dinosaurios, un conseguido tono crepuscular envuelve todo el desarrollo de la trama. Es más, quienes destapan la trama son un círculo de viejos agentes dobles, postergados por el Circus tan pronto fueron destapados, y que desde entonces vegetaban en la mera supervivencia. Para mayor patetismo, su odio a Stalin y al sistema comunista radica en su condición de estonios, es decir, nativos de una de esas tres repúblicas bálticas, independientes entre las dos guerras, que el dictador soviético invadió cuando todavía mantenía su connivencia con Hitler sin que, después, los campeones de la libertad y la democracia hicieran nada por intentar reparar semejante desmán. Miserias de la guerra fría, despojos olvidados que, además, serán objeto de una sañuda caza por parte de Karla en un intento inútil por preservar el secreto tras el que marcha Smiley. Un Smiley que, significativamente, preferirá confiar en la ayuda de la vieja guardia del Circus (la misma a la que él ayudó a derribar tras el desvelamiento del topo), pues solo hombres de otro tiempo tienen la talla suficiente como para derrotar a Karla.
[Quien no conozca el final de esta novela, debe dejar de leer aquí]
Y si Karla es derrotado será por manifestar, inesperadamente, una debilidad humana. Su punto flaco es la existencia de una hija con graves problemas de inestabilidad mental (tal vez por heredar la heterodoxia de su madre, una disidente con la que Karla no debió haberse relacionado: dos caracteres demasiado libres para el «paraíso» soviético) y a quien este conseguirá sacar del país, reconociendo que las enfermedades psíquicas allí son consideradas una excrecencia burguesa. Solo en el neurótico Occidente hay espacio para una posible curación, y al quebrantar las normas de los suyos (en buena medida, sus propias normas) es como se pondrá en manos de sus enemigos. Por ello, la derrota de Karla será obtenida por Smiley no como un triunfo sino como una derrota: vuelve así a sentir la misma sensación que cuando descubrió al topo.
Es significativo que el final tenga como escenario el muro de Berlín, y que construya su suspense en torno al individuo que debe pasar, camuflado como un tipo corriente, a Occidente. El espía que surgió del frío comenzaba precisamente en el mismo lugar y con una escena similar, solo que acababa con el fugitivo abatido a disparos por los centinelas comunistas. En este caso, Karla pasará con bien, sin duda porque posee el talento suficiente como para disimular su verdadera condición ante sus propios hombres. La escena posee una inolvidable sustancia dramática: Smiley ha conseguido que Karla haga lo que, más de veinte años atrás, en circunstancias que parecían peores, este ni siquiera se planteó hacer, es decir, desertar de la URSS. Pese a que todos sus colaboradores lo felicitan calurosamente por lo que parece el triunfo de su vida, Smiley sabe bien que el mundo no será mejor porque Karla deje huérfanos a los servicios secretos rusos: bien al contrario, una vez más son la decencia y la humanidad (los valores por los que los dos bandos dicen luchar) los que pierden, porque la guerra fría no deja más que amargos rescoldos.
El círculo abierto por la primera gran novela de John le Carré se cierra ahora, con esta magnífica novela que certifica la imposibilidad de toda redención para la guerra fría y sus protagonistas. Al autor todavía le quedaría alguna que otra historia por ambientar en ella antes de que la definitiva caída del bloque comunista le obligara a embarcar hacia nuevos puertos, e incluso alguna aparición postrera de Smiley. Pero, en realidad, su gran denuncia de este largo, sucio y mezquino conflicto acaba aquí, en ese desolado sector occidental del muro de Berlín, el símbolo más poderoso de la segunda mitad del siglo XX, y los dos viejos enemigos casi ni se miran a la cara, seguramente porque temen reconocer demasiados rasgos comunes en el rostro cansado del otro.
Me pierdo con tanto detalle y tanta alusión. Dentro de la producción hitchcockiana recuerdo a «Topaz» y la miseria de la vida de los espías, rasgo al parecer común incluso en una novela de Leon Uris, quien no se relaciona con Le Carré sino en su temática. ¿Qué van a hacer tantos espías desempleados con la caída del Muro? ¿Se infiltrarán en Al Qaeda o formarán algún frente clandestino con el compatriota «Carlos»?. Por cierto, me pareció muy buena la película de Olivier Assayas sobre Ilich Ramírez a pesar de sus protestas contra la película del francés..
Pero estoy hablando de terroristas mas que de espías. Y allí debo darle un visto bueno a Volker Schlöndorff en «El silencio tras el disparo» (Die Stille nach dem Schuss) al contarnos la tragedia de Bibiana, una ex terrorista que se refugia en la RDA buscando asimilarse en el anonimato de una nueva identidad al modo de ser común y corriente en un país socialista y que sucumbe a la dinámica de los respectivos países al colapsar el comunismo en Europa del Este. Se pregunta un lector, en nombre de Schlöndorff:: «¿Qué hacer con una terrorista arrepentida, cuando la República Federal y La RDA se convierten en una sola Alemania?». ¿Adonde irán los espías de Le Carré, Greene, Assayas o Uris?
Por supuesto, le Carré no tiene la exclusiva de la visión existencial del mundo del espionaje, y son muchas las películas, normalmente basadas en alguna novela de éxito, que así lo prueban: entre las mejores, «La carta del Kremlin», de John Huston, y otra menos conocida pero que me encanta, «Scorpio», de Michael Winner, con un duelo entre Burt Lancaster y Alain Delon. No he visto las películas que me citas, pero me las apunto. Y los espías siempre encontrarán otro escenario que espiar, como demuestran las novelas del mismo le Carré posteriores al final de la guerra fría: el mundo del yihadismo, Panamá, el África negra…
Saludos a todos, estoy fascinado con; el topo, traidor, soldado y espía. Me gusta el fascinante mundo del espionaje, pero más aún, este tipo de novelas y la forma de ser llevadas al cine. Gracias por presentar estas otras novelas y poder conocer mejor a Smiley.
Esa es una de las intenciones de mi artículo, despertar deseos de conocer a este autor para quien no lo conozca, y otras obras para quien sí. En un par de semanas, además, publicaré otra entrada sobre películas que adaptan sus novelas.
Saludos, José Miguel, es excelente leer, que vas a publicar más entradas sobre películas basadas en la obra de John Le Carré. Deseo saber si tienes alguna entrada del libro la canción de los misioneros. Me dejas saber, gracias José Miguel.
¡A ti por leerme!