El tiempo pasa sobre todas las cosas. También sobre las dos únicas películas de ficción que Víctor Erice ha rodado hasta la fecha (y ya parece difícil creer que vayan a ser acompañadas por alguna más), sobre las cuales se ha otorgado a este cineasta la reputación de ser uno de los directores más extraordinarios de nuestro cine. De hecho, la aparición de El espíritu de la colmena en el festival de San Sebastián de 1973 (donde ganó la Concha de Oro) constituyó todo un acontecimiento cultural, siendo considerada desde el primer momento no ya una obra maestra sino la obra maestra de la historia del cine español. (No dice mucho de él, o de sus críticos, la facilidad con que se encuentra una película por encima de todas las demás: otras veces ha sido Viridiana, de Buñuel, y otras Plácido, de Berlanga, y lo mismo podría hablarse de la literatura española, en el seno de la cual el equivalente le ha correspondido, sobre todo, al Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos.) La otra película, El sur, estrenada diez años después, casi puede decirse que estaba anunciada como nueva obra maestra incluso antes de que nadie viera una sola de sus imágenes. ¿Es cierto esto? ¿Estamos ante dos películas irremediablemente excepcionales, sin discusión alguna? Después de casi medio siglo en el primer caso, y de cuatro décadas en el segundo, ¿se sigue pensando lo mismo? ¿Ha aumentado el número de sus admiradores de primera hora… o entre las jóvenes generaciones de cinéfilos nadie ve las películas de Erice, como pasa con otros directores cuya obra se aleje más allá de los veinte años?
Convendría situarnos en el momento en que se produjo esa revelación: en 1973. Europa (el mundo) vivía el momento más álgido del cine de autor (en realidad, estaba comenzando su reflujo, después de los fastos de los Nuevos Cines de los años 60) y, sin duda, los críticos de nuestro país contemplaban un tanto acomplejados la falta de equivalentes nacionales de los Godard, Pasolini, Bertolucci, Rohmer, Wajda, Bergman, Tarkovski y tantos otros, que parecían surgir como hongos incluso en países con (teórica) menor tradición que el nuestro, tales como los de Europa del este. Evidentemente, teníamos el franquismo como inmejorable muleta para justificar «nuestras» carencias —entrecomillo porque siempre me hacen gracia los nacionalismos culturales: nunca entenderé por qué hay considerar más «nuestro» a Cervantes o a Almodóvar que a Dickens o a John Ford—, mas lo cierto es que, en esos inquietos años, el Régimen no pudo evitar que en el cine (en el arte) se filtrara la carga crítica de una generación a la que los XXV Años de Paz habían sonado a sarcasmo y que no veía la hora en que las libertades llegaran por fin al país.
Era el momento, pues, del compromiso, y debe reconocerse que, mejor o peor, con las limitaciones propias y también las ajenas (léase la Censura), los jóvenes directores lucharon porque su visión desencantada de España y de su historia reciente pudiera llegar a la gran pantalla. Los nombres del director Carlos Saura y del productor Elías Querejeta son los que todavía hoy se asocian a esta corriente, con su propuesta de un cine de apariencia críptica e intenciones alegóricas en pugna con unos censores más o menos obtusos. Es más discutible, sin embargo, que ese cine interesara a un público que iba a ver, sobre todo, las películas de humor populachero que habían degradado el noble esplendor de la comedia alcanzado durante los años 50, que recogí en un artículo anterior: eran los años del landismo, de Ozores (antes de Esteso y Pajares), de las películas de Manolo Escobar y Conchita Velasco, de los vehículos estelares para Raphael o Sara Montiel…
Este es el contexto en que nace El espíritu de la colmena —una producción de Querejeta, no se olvide—, y en su denuncia de la esclerosis moral y emocional del franquismo sin necesidad de gritarlo en voz alta (es decir, utilizando el mismo sentido del simbolismo, incluso del cripticismo, tan propio del cine de Saura, solo que con mayor belleza y sentido visual) tal vez se encuentren parte de las claves de la extraordinaria acogida crítica que mereció.
Lo que cuenta la película es sencillo: la descripción de la vida cotidiana de una familia en un pueblecito castellano justo cuando acaba de terminar la guerra, en 1940. El grupo familiar está formado por el padre y la madre (Fernando Fernán Gómez y Teresa Gimpera) y las dos hijas pequeñas, más o menos de nueve y seis años (Isabel Tellería y Ana Torrent); sus nombres son los mismos de los actores, forma sencilla (o simple, según se mire) de subrayar, desde el principio, su condición de personajes simbólicos. Y entre los mayores y los pequeños hay una radical división, como si vivieran en universos distintos solo ocasionalmente entrecruzados, no en vano los adultos actúan como sonámbulos antes que como seres vivos.
Fernando parece ser un intelectual del bando derrotado, desterrado por voluntad propia o por obligación en la pequeñísima localidad rural donde transcurre la acción (Hoyuelos, en la provincia de Segovia, como indica un cartel al inicio del film), que se dedica por el día a la apicultura y por la noche, a solas en su despacho, a escribir reflexiones en un cuaderno (por lo común, utilizando ideas y metáforas de la misma extracción apícola). Teresa escribe cartas a un amado del que no tiene ninguna noticia desde la guerra, y del que solo acabaremos sabiendo que es extranjero y que ahora puede que trabaje en la Cruz Roja Internacional, a donde ella remite esas misivas. Entre marido y mujer no parece haber la menor comunicación: no recuerdo que se crucen una sola palabra (se habla poquísimo en esta película, metáfora muy evidente), y solo hay un gesto mínimamente tierno, el momento en que ella, al encontrarlo dormido sobre su mesa, lo arropa suavemente con su abrigo.
Por lo mismo, las dos niñas apenas reciben atención de sus padres salvo de modo mecánico, y de ahí que hayan de bastarse a sí mismas, algo que, de todos modos, a esas edades en que todavía no se es consciente del todo de la realidad adulta, tampoco es algo que les preocupe. Para los adultos, hay una divergencia en el mundo: el exterior es sórdido y gris, de ahí que se refugien en el interior, en el reducto de la memoria y de los anhelos, donde nadie que no sea nosotros puede llegar. Sin embargo, para las niñas es el mundo, a secas, por tanto, un espacio emocionante que explorar y catalogar. Un mundo sin divergencias, para la más pequeña ni siquiera entre la realidad y el cine.
La vigencia de El espíritu de la colmena estriba en el modo en que sabe asumir el punto de vista infantil, algo que está presente ya desde los magníficos títulos de crédito (que muestran dibujos infantiles de las mismas actrices) y el emblemático rótulo con que se inicia la película: Érase una vez. De hecho, el momento en que la historia se posa sobre los personajes es cuando la sensibilidad infantil se tropieza con la realidad adulta y comienza a aceptarla, lo quiera o no. Es Ana en quien se centra este proceso, pues a partir de determinado momento su hermana, como hacen todos los hermanos mayores, comienza a alejarse de ella. Si siempre se ha alabado, y con razón, la extraordinaria expresividad de los ojos de Ana Torrent, no es menos la extraña turbulencia, incluso malsana, que desprenden los de la menos mitificada Isabel Tellería, que no volvió a rodar ninguna otra película: son memorables las imágenes de Isabel acariciando el gato y después apretándole el cuello (y el espectador anticipa que lo va a hacer: es genial el modo en que se transmite la inevitabilidad de la crueldad infantil) o fingiendo que está muerta ante su hermana (y el espectador, por un momento, también lo cree).
Ana, abandonada a su suerte por los adultos y por su hermana mayor, deberá resolver por sí sola el descubrimiento de la divergencia. Y será el cine el sustrato que lo precipite, ese cine que para Ana no es sustancialmente distinto del mundo en que se mueve (en cambio, Isabel ya sabe que en él «todo es un truco»). Fascinada por el monstruo de Frankenstein de la proyección con que arranca la historia, Ana encontrará —en el chamizo abandonado en medio del campo, donde antes iba con Isabel y que ahora es su reducto exclusivo— a su propio monstruo, ese fugitivo al que ayuda (elemento tomado del clásico inglés Cuando el viento silba, dirigido en 1961 por Bryan Forbes, en el que, sin embargo, los niños que lo encuentran lo tomaban por el mismo Jesucristo) y cuya muerte violenta a manos de la Guardia Civil (como le revelan las manchas de sangre) supone su propio punto de inflexión.
La escena más bella de la película nace de la más famosa del clásico de James Whale. Escapada de casa, de ese entorno que, de pronto, advierte distinto y hostil, Ana tendrá un encuentro con el monstruo de Frankenstein, también al borde del agua, pero en circunstancias opuestas, ahora de noche, y esta vez como si fuera ella la que, bajo el desamparo que siente en ese momento, lo convocara para sentirse protegida. Es mágico el momento en que el reflejo de la niña, en el agua, se convierte en el del monstruo, cuya mirada de incontenible tristeza (tal vez porque se sabe la última ensoñación de la niña antes de ser restituida a un mundo en el que ahora ya sabe bien lo que es real y lo que no) resulta inolvidable.
El principal problema de El espíritu de la colmena es que diríase muy consciente, en casi todo momento, de su condición de «cine de calidad»: de su aparato de símbolos y metáforas, de elementos tan propios de la qualité internacional (en todos los países) como el recurso a la voz en off (que otorga al cine la pátina de lo literario), de la utilización de un ritmo lento, incluso moroso, de la conciencia artística, en suma. No hago esta lista como si fuera un catálogo de defectos, advierto. Por ejemplo, es evidente que buena parte de la indiscutible belleza que poseen las imágenes procede de la extraordinaria iluminación, definida como impresionista, del gran Luis Cuadrado. Pero sí creo que, en demasiados momentos, esta sensación otorga a las imágenes un molesto aire ensimismado, como si quisiera dejar clara su trascendencia en todo momento. Aun así, sigue siendo una película valiosa, cuyo sentido de la belleza, en no pocas ocasiones, desprende un profundo sentido de la abstracción, que para mí es la mayor cualidad que debe tener lo bello: es algo que no necesita explicaciones.
La película fue un fracaso comercial, y Erice se pasó los siguientes años trabajando en la televisión y la publicidad. Justo diez años después, sin embargo, presentó a Elías Querejeta un segundo proyecto, que este aceptó. Se trataba de un relato, todavía no publicado, de su entonces pareja, la escritora Adelaida García Morales, titulado El sur. La expectativa con que se recibió la noticia, primero, y se acogió la película, después, fue enorme, y el film, incluso, tuvo una muy aceptable acogida en las taquillas. Ahora bien, no tardó en conocerse el desacuerdo entre director y productor que había marcado el resultado final. Erice declaró que Querejeta clausuró el rodaje cuando quedaba un tercio de metraje por rodar (en concreto, la parte en que el personaje central, la niña que narra la historia, marchaba a ese sur aludido en el título). El productor, por el contrario, señaló que dio por concluida la película en el momento en que consideró que esta quedaba adecuadamente cerrada, valiéndose de la ventaja de que se estaba rodando por orden cronológico del guion.
¿Quién tiene razón? Como el resultado previsto por Erice nunca podrá conocerse, me parece imposible juzgar. Es cierto que, de no haber saltado a la luz el episodio, nadie diría que al film le falta nada (en todo caso, los lectores del relato habrían advertido que este llegaba más lejos). Sin embargo, dentro de esa narración basada en la elusión y la imprecisión en torno al pasado del padre de la protagonista, el doctor Agustín Arenas (profesor de francés, en el libro), que la historia concluya en el momento en que este muere —no es un spoiler, ya que toda la película es un enorme flash-back que se organiza justo a partir de este hecho— y su hija se dispone a partir hacia el lugar de origen del padre y terminar de saber lo que en vida este no le dejó conocer, resulta del todo congruente. Lógicamente, Erice no lo consideró así, de tal modo que siempre ha hablado de obra inacabada.
La historia se sitúa a principios de los años cincuenta (el final es en 1957), en un inconcreto rincón del norte meseteño (el plano general de la pequeña ciudad donde la familia protagonista tiene su casa —a un par de kilómetros de la población— es de Zamora). Allí llega el mencionado médico, con su esposa (una maestra represaliada) y su hija pequeña, Estrella (en el relato, Adriana). Es la pequeña quien narra la infancia que vive allí, en dos tiempos cronológicos, organizados en torno a dos actrices diferentes: Sonsoles Aranguren, de pequeña, y una joven Iciar Bollaín, en torno a los quince. La presencia de dos actrices infantiles no puede sino devolvernos a El espíritu de la colmena (coincide, asimismo, que una desarrollaría una carrera consolidada y la otra no). Pero es que, a poco que se piense, El sur diríase una reformulación del film previo. Ambos títulos se sitúan en pequeños entornos rurales de la España interior, girando sobre un pequeño núcleo familiar cuyos miembros adultos están marcados por la guerra y, en uno de los dos casos, el masculino esta vez, por la separación de la persona a quien se amó de verdad, historia que se cuenta desde una perspectiva infantil, y viene marcada por la pérdida de la inocencia ante la incomprensible complejidad del mundo adulto.
La falta del tercio final previsto tal vez justifique alguna pequeña incoherencia, como la inserción de varios momentos en que el punto de vista abandona a Estrella para leernos las cartas que se cruzan el doctor y la mujer a la que amó en el sur (el recurso también se utilizaba en El espíritu, recuérdese) o para mostrar la escena fundamental, a la que enseguida iré, en que el personaje masculino reencuentra a esa amada, y en que la hija no está presente. Pero poco más. El relato acabaría siendo publicado en 1985 (en compañía de otro llamado Bene) y fue asimismo muy bien acogido, tanto por su intrínseca calidad propia (pese a su falta de originalidad, la escritora narra todo con bonita limpieza y profundo sentido emocional) como por la lógica expectativa motivada por la película que, a la vez, se basaba en él pero, en rigor, lo había precedido.
Las diferencias entre uno y otra son pequeñas, como ya he dicho (fuera de la explicitación del tercio final, que no contaré, claro). La madre en la película es más animosa y en el relato es una mujer amargada, bien consciente no solo de la falta de amor del marido sino francamente disconforme con ese encierro norteño al que aquel la ha condenado. No figura en el libro el episodio en que la madre y la anciana sirviente que crió al médico de pequeño acuden a la primera comunión de Estrella, y que en el film se recuerda mucho porque permite la aparición, en el segundo de los dos personajes, de la entrañable Rafaela Aparicio, que no vuelve a salir más pero que deja en el recuerdo la sensación de que tiene un papel más relevante.
Ahora bien, sí hay una diferencia grande, pensada por Erice exclusivamente para la pantalla. Se trata de una invención arriesgada, sumamente sugestiva, pero finalmente inocua puesto que ni se le extrae el partido adecuado ni termina de ser creíble: la mujer amada y perdida vuelve inesperadamente a la vida del médico cuando descubre que ha iniciado una efímera carrera como actriz de cine. La idea es espléndida: ¿no posee un imborrable sello de romanticismo fantasmal reencontrar al amor perdido nada menos que en la oscuridad de una sala de cine, con el rostro tantas veces soñado en primer plano y en medio de la oscuridad? Sin embargo, la resolución resulta mediocre. La falsa secuencia en blanco y negro que contempla está bien planteada —ella cae muerta a tiros por un enamorado que no ha podido superar su pérdida: posee una evidente cualidad especular— pero se resuelve de modo mecánico, sin el menor aliento romántico, con una actriz (la francesa Aurore Clément) que carece de misterio, no digamos de la sugestión evanescente que requería su aparición. Peor aún, el actor italiano Omero Antonutti se muestra dolorosamente incapaz de sugerir el cúmulo de sensaciones (sorpresa, fascinación, dolor) que le merece semejante momento.
Y es que, pese a la belleza de muchas de sus imágenes, confirmando por tanto las cualidades mostradas en su trabajo anterior, El sur carece de la densidad que reclamaba esa historia de terribles frustraciones personales, de vidas ahogadas en la esterilidad y condenadas insoportablemente al fracaso. El personaje fundamental de ese padre nunca termina de transmitir esa necesidad, esa singularidad que nos refiere su hija. En parte, repito, se debe a las limitaciones de Antonutti (un desgraciado error de casting, apenas compensado por el magnífico trabajo de su voz española, Jesús Nieto, que sí posee la intensidad que se requería), puesto que es un actor que abusa de su expresión hosca, severa, sin compensarlo con una mirada capaz de sugerir el desbordante mundo interior que se supone que posee. Pero también es causa de un guion que no termina de definirlo y que resulta bastante convencional, incurriendo en incoherencias emocionales (el distanciamiento con la hija, por ejemplo), hasta tal punto que el supuesto clímax que es la última comida que tiene con Estrella resulta insípido, sin fuerza dramática ni emotividad, aun intuyéndose que es la última vez que van a verse dos seres que (en teoría) tanto se quieren.
Por cierto que, pese a insistirse tanto en el misterio de su figura, de él llegaremos a saber mucho más que, por ejemplo, de la madre, aquí el personaje más borroso de la historia (y es una pena que la actriz Lola Cardona, sin estar mal, tampoco consigue hacerlo recordable más allá de las pocas oportunidades que le da el guion). Hasta cierto punto, esto lo compensan las dos niñas, cada uno en un registro diferente pero del todo complementario: la primera más luminosa y activa; la segunda más melancólica e indolente. La diferencia entre una y otra resulta coherente: es la misma que separa la infancia de la adolescencia.
Pese a todo, la película se sigue siempre con atención, gracias a la indudable personalidad que le otorga esa atmósfera de serena tristeza, de contenida melancolía, que brilla en sus mejores momentos, y que tan bien saben conducir las dos jóvenes actrices (lo que demuestra, una vez más, la capacidad de Víctor Erice para saber guiar a intérpretes infantiles). Nada pasa, realmente, en las vidas opacas de esos personajes y, sin embargo, esa es la extraña atracción que despierta en el ánimo del espectador, de tal modo que puede decirse que los mejores momentos se corresponden con los más indolentes, con los más contemplativos, sobre todo cuando permiten lucir al director su sentido de la belleza para un encuadre o para una imagen.
Importa poco, al final, si las dos películas son o no son las dos obras maestras que se quisieron ver en su día (y por mucho, que en rigor, el primer título esté mucho más conseguido que el segundo). El espíritu de la colmena y El sur acaban uniéndose en la memoria casi como si fueran una sola obra, y en determinado sentido creo que lo son. Una obra que, además, se erige como una isla dentro de la producción cinematográfica española, no tanto por sus intenciones como por su capacidad atmosférica. Un territorio a modo de refugio, aun cuando lo que se cuente en él sea muy triste. Un lugar que, por mucho tiempo que dejemos pasar antes de volver a él, sabemos que siempre permanecerá idéntico: sereno y misterioso, bello y melancólico, habitado por fantasmas infantiles en perpetua busca de ternura.
Es curioso y no sé cómo expresarlo… Pero tengo la sensación de pensar justo lo mismo que tú y lo contrario a la vez. Desde luego coincido totalmente con tu último párrafo y sí que yo diría a quien me preguntase que son dos obras maestras, a pesar de que tampoco puedo objetar nada de todo lo que muy bien explicas, opinas y detallas tú, que pareces desprender la idea de que su valor está algo sobredimensionado.
En fin, qué más dan los juicios que hagamos. Lo importante es que como bien dices son un refugio del alma.
Ya de paso, como veo por aquí que eres profe -como yo- por si nunca lo has hecho te recomiendo que les pongas a la chavalería -hablo de bachillerato, no sé más abajo- Alumbramiento. A veces la propongo para que la usen para analizarla estéticamente (más en el sentido filosófico del término) y disfruto mucho cuando me dicen que creen que no les ha gustado, pero que no la van a olvidar.
Es otra pequeña obra maestra.
Saludos compi, te leo con gusto
Hola, colega. Lo que me ha pasado con estas dos películas es curioso. Llevo un mes o así viendo películas españolas, pero más bien de los años 40 y 50 (lo cual provoca que, tarde o temprano, uno se sienta en una burbuja, como si no hubiera nada más), cuando he decidido saltar a cine más «reciente». Me acordé de estos dos títulos, que no había visto en décadas: tenía un gran recuerdo de «El sur» y, en cambio, el de «El espíritu de la colmena» era más irregular, seguramente porque la vi más niño y, supongo, ese ritmo tranquilo entonces me parecería sencillamente aburrido. Al revisarlas, por orden, me ha gustado mucho «El espíritu» y, en cambio, «El sur», me ha defraudado con respecto a ese recuerdo.
De todos modos, lo que quiero expresar con ese párrafo, como creo que has comprendido bien, es que, después de tantos años de ver películas, llega un momento en que no es tan importante buscar obras maestras en todo lo que se ve (de ser así, sería difícil ponerse a ver mucho cine español, por ejemplo), sino películas con las que te sientas «cómodo»: es decir, que te aporten elementos que hagan que agradezcas el rato en que has estado allí. Y las dos de Erice poseen tal belleza, tal sentido de la atmósfera, que da gusto no ya verlas sino recordarlas: pasan los días, y al contrario que otras, incluso se revalorizan en el recuerdo.
No conozco nada más de Erice: «El sol del membrillo» nunca me ha apetecido verla, entre otras razones porque no me atrae gran cosa la obra de Antonio López, aunque alguna vez caerá. Tampoco he visto los cortometrajes, pero ya que me hablas tan bien de «Alumbramiento», me ha picado la curiosidad y me pondré manos a la búsqueda.
Gracias por tus palabras. Por cierto que me he ido hasta tu blog, y a bote pronto veo muchos artículos de interés, de modo que ya me paso directamente por ellos. ¡Un abrazo y gracias!
Apasionante reflexión y provocación. Si bien «El espíritu de la colmena» sí presenta indiscutibles ramalazos autorales muy del momento, aunque me sigue pareciendo una obra fascinante; El Sur es una de las mejores películas de la Historia del Cine. Una suerte de milagro de belleza y dolor estético y dramático. Nada sobra y nada se escapa a lo sublime. Es la mejor película del cine español de largo y una de las mejores que he visto en mi vida. Pero comprendo que deambula en el terreno de la bruma y la fascinación y si te envuelve estás perdido en su milagro. Y veo que tú no has sucumbido a su atmósfera única. El arte tiene eso. Me pasó lo mismo con Dublineses. Un gran abrazo.
Como decía en el comentario anterior, mi recuerdo (lejano) de «El sur» era magnífico. Luego, mientras la veía, y pese a que en general seguía apreciando su belleza, no dejaba de encontrarle los reparos que menciono en el artículo. Ahora bien, insisto, en la memoria esos defectos se empeñan en atenuarse bajo la impresión de esa bella armonía visual y atmosférica que es la gran virtud de la película. Quién sabe qué pensaré cuando la vuelva a ver dentro de unos cuantos años…