Hace muchos años descubrí a un director al que enseguida erigí en tótem de mi panteón particular, siendo el primer cineasta ajeno a Hollywood al que entronizaba en tan íntimo espacio: el francés François Truffaut. Se debió a un extenso ciclo ofrecido por TVE en la época en que el público era educado no para convertirse en un espectador acrítico, solo familiarizado con los esquemas narrativos del momento, sino en alguien capaz de apreciar cualquier época y lugar del cine. Por entonces, además, cayó en mis manos el famoso libro suyo en que recogía su entrevista con Alfred Hitchcock, que era otra de mis devociones, publicado por Alianza Editorial con el título de El cine según Hitchcock, cuya lectura sigue siendo deliciosa, por mucho que hoy sea evidente que dice tanto sobre el Mago del Suspense como sobre el hombre que lo entrevistó. Lamentablemente, cuando años después comencé a revisar aquellas películas que me habían deslumbrado, el mito se me vino abajo: el hombre que tanto había denunciado el academicismo cuando era un crítico (fue uno de los «jóvenes turcos» de la famosa Cahiers du cinéma) incurría en el mismo vicio, de tal modo que esas historias entonces tan sugestivas ahora se me revelaban ejercicios de fría mecánica, sin vida y sin alma por mucho que sus tramas y sus personajes, en teoría, defendieran la pasión como principio central de la vida. Por fortuna, no todas sus películas han envejecido de la misma manera, e incluso alguna de ellas sigue pareciéndome memorables. Es más, aquellas que mejor sobreviven destacan por un elemento que, en una primera aproximación, me había pasado desapercibido: el pesimismo. Que los dos conceptos que mejor definen a un artista sean la pasión y el pesimismo, no cabe duda, singulariza a Truffaut, por encima de sus debilidades. ¿Por qué no dedicar unas páginas a alguien que una vez me fue tan imprescindible, y al que todavía hoy guardo el debido respeto por cuatro o cinco películas estupendas? Abundan quienes, fastidiando menos en sus peores trabajos, fueron incapaces de dar lo que nos dio este director en las mejores.
La mitomanía siempre ha subrayado esa idea, tan grata para un cinéfilo, de que Truffaut no solo respiraba cine sino que fue el cine lo que lo «salvó» de la tentación de la marginalidad, de esa orfandad espiritual antes que literal en que vivió sus primeros años. Esta simpatía que siempre se ha sentido por él es reforzada por el hecho de haber sido uno de los pocos directores clásicos cuyo rostro es familiar para el público, debido a su utilización como actor por sí mismo en tres de sus películas. En primer lugar, en El pequeño salvaje (1970), encarnando al protagonista, a ese sabio pedagogo, el doctor Itard, empeñado en recobrar el lado humano del niño. A continuación, en La noche americana (1972), donde se concedió, además, un papel que se considerara autobiográfico, el del director de la película que centra la acción. Y finalmente, en la más singular de sus películas, La habitación verde (1978), encarnando al sombrío protagonista. Ahora bien, sería Steven Spielberg quien le proporcionaría la plataforma que difundiría mejor su rostro, al darle el papel del científico que coordina esos Encuentros en la tercera fase (1977) que tan gran éxito tuvieron en su día. En todas ellas, si algo dejó bien claro Truffaut es que no era, no podía ser, un intérprete ortodoxo, pero el uso que hizo de sí mismo, curiosamente, acaba por ser una de las virtudes de estas películas.
En general, el cine de Truffaut adolece de dos defectos centrales. El primero, una debilidad por lo literario (fue un lector compulsivo tanto como un devorador de películas) que le hizo, casi siempre, descuidar la narración visual, en muchas ocasiones mediante una monocorde utilización de la voz en off, al preferir contar con palabras antes que con imágenes. El segundo, la contradicción entre la extrema pasión que embarga buena parte de sus anécdotas argumentales y el gélido distanciamiento con que lo expresa, lo que podría haber sido un sugestivo planteamiento dramático pero que, en sus manos, sencillamente supone rigidez expresiva. Truffaut, que como crítico se había distinguido por su acerba denuncia de lo que él llamó «cine de papá», es decir, un cine burgués y académico, basado antes en guiones presuntamente férreos que en un relato en imágenes verdaderamente sentido, acabaría incurriendo, paradójicamente, en lo que él tanto había criticado.
Al contrario que con otros cineastas que he abordado en este blog, no he realizado ninguna exhaustiva revisión de la obra de Truffaut para componer este artículo, quizá porque, pese a mis actuales reticencias, es un director que, en general, me ha acompañado siempre. Sé que es vanidad, pero quizá porque algunas de mis películas favoritas suyas son esas en que su rostro se asoma a la pantalla y nos mira, tengo la sensación de conocerlo en la medida en que se puede a conocer a un artista por su obra. Y como decía en la introducción, aunque trató tantas veces sobre la pasión, siempre me ha parecido uno de los mayores pesimistas del cine. Se podrá argumentar: precisamente por comprender que la pasión encendida solo puede conducir al fracaso y a la destrucción es porque fue tan pesimista. Ahora bien, muchas de sus peores películas son aquellas en las que abordó la pasión como si fueran ejercicios (literarios o cinéfilos, esto último otra de sus más fastidiosas debilidades), mientras que en las mejores es precisamente esa mirada desengañada sobre el ser humano la que centra el planteamiento. Solo hay una excepción, en que ambos conceptos se funden indeleblemente, y que quizá por ello sea su obra maestra, La piel suave (1964).
Inicio ya mi breve repaso de su carrera. Su debut (en el campo del largometraje: había filmado previamente dos cortos), Los cuatrocientos golpes (1959), obtuvo una enorme repercusión, la misma que buena parte de las otras óperas primas de la exultante generación que recibió el nombre de nouvelle vague, de Godard a Rohmer pasando por Resnais. Basándose en una evocación de su propia y poco feliz infancia, Truffaut creó un alter ego, el pequeño Antoine Doinel, a quien luego, en una decisión ingeniosa, volvería una y otra vez, a modo de crónica vital, siempre con el mismo actor, Jean-Pierre Léaud, primero en un episodio del film colectivo El amor a los veinte años (1962) y luego ya en películas «completas», Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979). No he visto ninguno de estos títulos: no tuve oportunidad en los años en que sentía aprecio por el director y, después, no ha ayudado tanto mi progresivo desapego por el mismo como el protagonismo de Léaud, un intérprete cuya indudable frescura infantil se perdió por completo en su carrera adulta, como demuestran, por ejemplo, sus otras actuaciones para el mismo Truffaut, para quien acabaría rodando siete películas.
Enseguida, este fulgurante debut se vio seguido de una serie de películas asimismo bien recibidas, iniciando así una carrera que apenas superaría las dos décadas debido a su prematuro fallecimiento en 1983, con tan solo 52 años, pero que sería bien aprovechada, puesto que integró 21 largometrajes y varios cortometrajes. Su segundo trabajo, Tirad sobre el pianista (1960), relativamente poco conocido, parte de una novela policiaca de David Goodis (ya se sabe que los franceses prácticamente inventaron el culto al noir yanqui) no tanto para ilustrarla como para utilizarla como soporte de su exploración de las posibilidades de la narración cinematográfica, como harían otros compañeros de generación (tal que Jean-Luc Godard en Pierrot el loco, solo que este lo haría muchísimo mejor). Y es que la película nunca supera el desequilibrio entre lo más interesante de su planteamiento (la descripción de su personaje central, tan tristón como solo podía serlo Charles Aznavour, y sus cuitas sentimentales) y esos elementos policiacos que el director, demasiadas veces, aborda con un cargante sentido burlesco, falsamente espontáneo.
Eso sí, enseguida llegaría su consagración, mediante uno de los títulos míticos del cine de autor europeo de los 60, Jules y Jim (1962). Nunca he comprendido el desmesurado prestigio cinéfilo que sigue poseyendo, por cuanto esta historia de la relación entre dos amigos y la mujer a la que ambos aman me parece tristemente característica de lo peor de Truffaut: de su concepción del cine literario y de su mirada sobre la pasión. En primer lugar, si algo era fundamental para la credibilidad dramática de la película era, precisamente, convencer de que los tres personajes están vinculados por un indisoluble lazo, más fuerte que cualquier otro sentimiento o incidencia en su vida. Ahora bien, al espectador se le exige creer en esa necesidad sólo porque así lo dice la voz en off que nos acompaña desde el inicio de la película y no porque la narración en imágenes (las miradas, los diálogos o la atmósfera emocional) nos lo hayan transmitido. Así pues, Jules y Jim no es sino un témpano de hielo presuntamente volcánico, y ni siquiera puede argumentarse que el objetivo de Truffaut era establecer un catártico juego de contrastes entre la «superficie» (su apariencia gélida) y su «interior» (la pasión que rezuman los personajes).
El fracaso de la película es el fracaso de la adaptación. Truffaut admiraba intensamente la novela original de Henri-Pierre Roché, interesantísimo personaje que se relacionó con buena parte de la intelligentsia artística y cultural de la Francia del siglo XX. El problema es que consideró que la obra era tan buena que había que ser sumamente literal con la misma, y si en el libro la comunión entre los personajes se produce en muy pocos renglones, era de ley que él ilustrara del mismo modo ese desarrollo. Y qué mejor modo, en un cineasta tan enamorado de la literatura, que recurrir a las mismas palabras de Roché para hacerlo, no ya en el arranque sino en todo el desarrollo y por descontado en la conclusión. Con ello, no hizo sino manifestar un lamentable vicio que luego repetiría, por ejemplo, en su otra adaptación del novelista, Las dos inglesas y el amor (1970), una película igualmente fracasada por las mismas razones (aunque confieso preferirla a la anterior): porque no se intenta convencer mediante la narrativa del cine, sino mediante la ciega aquiescencia de que se nos está dejando acercar a un libro sublime. Paradoja de paradojas, unos años después el mismo director elaboraría una de las adaptaciones más creativas que el cine conoce, La habitación verde, con respecto a Henry James.
Los años 60 fueron muy buenos para el director, pues en él rodó muchos de los títulos que todavía hoy se asocian a su nombre. Es más, incluso fue tentado por una producción internacional rodada en inglés, Fahrenheit 451 (1966), según la famosa novela de Ray Bradbury. Se trata de otra de sus películas mejor valoradas pero, una vez más, yo no he conseguido apreciar esos valores. Bien al contrario, su planteamiento se me hace tan parvulario y su plasmación en imágenes tan aburrida que ha conseguido que, siendo yo un admirador del escritor estadounidense, hasta ahora no haya tenido valor para abrir las páginas de esta obra concreta, por prometedora que me parezca esa premisa de un mundo distópico en el que los libros están proscritos.
Otros dos films muy conocidos son sus dos intentos de thriller de trazas hitchcockianas, en los cuales dio su versión del personaje de la mujer que resulta letal para los hombres. Se trata de La novia vestía de negro (1968) y La sirena del Mississippi (1969), para más inri ambas sobre sendos originales de William Irish (o Cornell Woolrich), el escritor de quien su admirado «maestro» tomó el pretexto argumental para La ventana indiscreta (1954). La primera vez que vi ambas películas me fascinaron; la segunda, me irritaron. Sin duda, el adolescente que las vio en primer lugar se dejó atrapar por la sugestión de las respectivas historias (una viuda negra dispuesta a seducir y luego ejecutar a los hombres a quienes culpa de la muerte de su marido, por un disparo accidental, que sucedió en el mismo día de su boda; una mujer tan atractiva como embaucadora, que vuelve del revés la vida del tipo que se enamora de ella, el cual acabará degradándose hasta lo indecible por mantenerla a su lado). Ahora bien, la revisión desvela tanto su rígida mecánica (qué poco aprovechó las lecciones de Hitchcock, pues) como la excesiva idolatría hacia sus respectivas protagonistas, una Jeanne Moreau que mantiene todo el film la misma expresión hierática, sin convencer nunca de su desbordante seducción, y una Catherine Deneuve cuya endeblez interpretativa impide tomar en consideración su supuesta condición de femme fatale.
En los años 70, Truffaut se dejaría de «ejercicios» cinéfilos y literarios (dentro de un orden, claro), para ofrecer un cine más cotidiano, si bien girando, por lo general, en torno a su tema favorito: la relación entre el hombre y la mujer. Poco puedo opinar de estos títulos, que no he visto. Sí lo he hecho con los que escapan a estos márgenes. De La noche americana (1972) guardo un lejanísimo recuerdo, mas todavía tengo muy presente en la memoria la famosa escena, autobiográfica, en que el director Truffaut se recuerda a sí mismo (dentro de la película y en la realidad) robando de niño, por la noche, los afiches de la película que se exhibe en un cine, nada menos que Ciudadano Kane, que constituye un momento ciertamente entrañable de la cinefilia de todos los tiempos.
Otra película muy decepcionante es Diario íntimo de Adela H. (1975), nuevo acercamiento del director al tema de la pasión irreversible, en este caso hasta caer en la pura enajenación, siguiendo el caso, al parecer real, de la hija del escritor Victor Hugo, a causa de su amor no correspondido por un oficial inglés a quien siguió de destino en destino. La jovencísima Isabelle Adjani presta la imagen necesaria pero su interpretación es irregular y va empeorando conforme avanza la película y aumenta el desgarro del personaje y de la acción. Y ese es justo el problema del film. En su tercio inicial, posee cierta tensión atmosférica, pues consigue traducir bien el estado de ánimo de la protagonista a través de esa Halifax plomiza e invernal donde acecha al hombre al que ama. Es más, incluso acierta a proyectar la claustrofobia mental del personaje sobre unos exteriores que acaban pareciendo una prisión para su alma. Ahora bien, a medida que ese apasionamiento se hace más intensamente abstracto, se ponen de relieve las limitaciones del director para saber expresar sensación tan delicada, apareciendo ya ese frío academicismo que tantas películas suyas estropea, concluyendo con una parte final directamente pésima, como ese encuentro postrero entre los dos personajes centrales, muy mal rodado y carente de la menor fuerza.
Tristemente, su obra más arriesgada y sugestiva, La habitación verde (1978), sería recibida con indiferencia general. Truffaut ignoraba que apenas le quedaban cinco años de vida, pero cuando menos las obras que entregó en ese lustro fueron muy bien recibidas. Después de su última entrega sobre Antoine Doinel (El amor en fuga), consiguió uno de sus mayores éxitos con El último metro (1980). El film, ambientado en los días de la Ocupación, parte de un planteamiento muy ambicioso (el juego de matices entre el testimonio histórico y el drama personal o entre la representación y la realidad, a partir de esa compañía de teatro cuyo director, judío, sigue ejerciendo sus funciones escondido en los sótanos del lugar) que a Truffaut se le va de las manos, dispersando elementos y desdibujando posibilidades.
Sus dos últimas realizaciones comparten el protagonismo de Fanny Ardant, el último gran amor de una vida que abundó en amores, y quién sabe si ese estímulo ayudó a que su carrera se despidiera con dos de sus más estimables trabajos, donde destaca de modo cegador la maravillosa actriz. La primera, La mujer de al lado (1981), sin duda es su mejor aproximación al eterno tema del amour fou: pese a la discordancia interpretativa (Depardieu no pone mucho de su parte y es eclipsado por su paternaire), a que no falte algo de distanciamiento y a algún momento poco verosímil, posee una densidad dramática notable y aprovecha de modo estupendo ese espacio común de las dos parejas protagonistas que es su vecindad en el pequeño pueblecito donde los antiguos amantes se encuentran tras varios años de separación. En cuanto a Vivamente el domingo (1983), también acierta a ser la más afortunada recreación del thriller de inspiración hitchcockiana, en este caso de su variante sobre el falso culpable con trama trepidante, y juguetona, que acaba proponiendo, más bien, una comedia sentimental. Rodada en blanco y negro por Néstor Almendros, nombre fundamental en la filmografía de Truffaut, y por mucho que el actor protagonista, ahora Jean-Louis Trintignant resulte anodino, su canto a la belleza, elegancia y picardía de Fanny Ardant supone un triunfo completo.
He dejado para el final las películas que me parecen lo mejor de la filmografía de Truffaut (incluso de modo cegador). Se trata de cuatro películas bien distintas entre sí, como no podía ser menos en director tan contradictorio.
La primera, como no podía ser de otro modo, es justamente su ópera prima (insisto: en el largometraje), esto es, Los cuatrocientos golpes (1959), que todavía hoy mantiene un sentido de la frescura que la sigue destacando dentro de su filmografía. Es la misma frescura que comparte con sus compañeras de promoción Al final de la escapada (1960, Jean-Luc Godard), film en cuyo guion él mismo participó, o Le signe du lion (1959, Eric Rohmer), tres obras en las que, como tantas veces se ha dicho, se nota cómo sus tres jóvenes directores disfrutan cada palmo de película que filman, de tal modo que esa felicidad acaba resultando contagiosa, haciendo pasar por alto el escaso andamiaje argumental con que los tres partían. Truffaut narra las peripecias de un niño, Antoine Doinel, a quien sus padres quieren bien poco, desde sus trapisondas escolares hasta su internamiento en un reformatorio y su fuga final en busca del mar, símbolo de libertad. Y desde el fuerte grado de implicación personal que supone la historia, en la que recoge elementos de su propia infancia, el joven realizador transmite un sentido de la necesidad dramática, del desgarro, de la observación al tiempo crítica y tierna, como rara vez conseguiría en el futuro. Ayudado por la formidable atmósfera estética que sirve la fotografía de Henri Decae y por el atractivo del paisaje urbano elegido, Truffaut ofrece una magnífica fusión de ternura, sordidez, sentido de la observación, humor e incluso poesía de lo inmediato, magníficamente expresada siempre por la mirada del niño Jean-Pierre Leáud, aquí inolvidable. Un magnífico inicio de carrera, por tanto.
El segundo título que destaco es una de las películas más injustamente escondidas de su filmografía, La piel suave (1964), la cual destaca dentro de esta porque en ella hizo algo que su carrera posterior ha demostrado como insólito: narrar mediante imágenes. La trama, eso sí, abunda en elementos habituales en el autor, y de hecho lo que narra es la crónica de una pasión adúltera que acaba degenerando en crimen. Ahora bien, en La piel suave no hay ninguna voz que se crea en la obligación de expresarnos lo que sienten y piensan los personajes. Y hay sentimientos intensos pero no gelidez interpuesta: quizá, en este caso, porque este retrato pasional se realiza no desde la sublimidad sino desde la más corriente cotidianeidad, la propia de unos personajes grises y corrientes, burgueses casi en grado arquetípico, sobre los que desciende la conmoción del «cambio de hábitos». Es más, el principal hallazgo argumental de la película es que la turbación que provoca el enamoramiento del marido por una joven azafata lo que hace es revivir la dormida sensibilidad de la convencional esposa.
Es difícil contar en formato breve el porqué de la enorme densidad de La piel suave, pues justamente surge de esa capacidad del director por establecer visualmente las coordenadas del drama, desde el detallismo con que se describe esa vida ordenada de la pareja protagonista al modo en que se percibe la conmoción que el inesperado encuentro con el amor supone para él, un hombre cuyo drama será, precisamente, que en su «normalidad», no sabrá estar a la altura, embarcándose en una serie de engaños que finalmente lo conducirán a un callejón sin salida. Truffaut trata a todos los personajes con enorme ecuanimidad moral, no permitiendo la identificación absoluta con ninguno de ellos, lo cual siempre me ha parecido una de las más admirables virtudes que puede tener un cineasta. El director consigue así, como ya he dicho, una de sus mejores películas, si no la mejor, y una extraordinaria mirada sobre la impotencia del ser humano para dotar de orden el caos desordenado que es la vida, pese a las costumbres y los pequeños ritos con que tratamos de protegernos. Una película íntima, dolorosa: una inesperada lección de cine de un hombre que por una vez supo entender cómo hacer intensa y necesaria una dramaturgia sobre las emociones que nos destruyen.
El pequeño salvaje (1970) podría haber incurrido en el mismo gélido distanciamiento de su peor cine literario, comenzando por el recurso omnipresente a una voz en off que nos va contando la historia. Y sin embargo, el acierto de esta película es que, aquí, esta forma narrativa resulta necesaria, no solo porque se aviene a la temática escogida sino porque crea la necesaria atmósfera, en principio de distanciamiento intelectual (no en vano se adopta, de entrada, el formato de la crónica científica) que se va abriendo, a medida que el espectador se va identificando con sus premisas, a la necesaria implicación emocional en lo que sucede. Como bien se sabe, el film parte de un hecho real: los esfuerzos de un médico abnegado, el doctor Itard, por educar a Victor, ese niño cuya infancia ha transcurrido en soledad, como un animal, en el corazón del bosque, y al que se ha propuesto devolver a la sociedad de los hombres. El pequeño salvaje seduce por su condición minimalista (la fotografía en blanco y negro, el uso del tema de flauta de Vivaldi, su concentración espacial), por su acertada combinación de lo narrativo y lo dramático, por la densa reflexión que ofrece sobre la necesidad y, a la vez, los límites del proceso educativo, irrenunciable en el ser humano pero no siempre destinado a obtener el éxito. Los pequeños triunfos del doctor (inolvidable en su sobriedad no-interpretativa el propio Truffaut) acaban siendo los mismos del espectador, así como sus fracasos también los nuestros. Y el film, pese a que a partir de determinado momento adolece de falta de progresión, supone un excepcional documento tanto del pesimismo del director como de la necesidad, pese a todo, de mantener abiertas las puertas a la esperanza. Una bella lección de humanidad. [Artículo extendido]
Desde hace muchos años, tengo pendiente una revisión en buenas condiciones de la que, pese a todos los inconvenientes de mis anteriores visionados (versión doblada, formato alterado), ahora mismo tengo por el logro más perdurable y estremecedor de la carrera de Truffaut, un film que, paradójicamente, supuso uno de sus mayores fracasos comerciales, hasta el punto de no estrenarse en nuestro país, La habitación verde (1978). Esta película, una de las obras culminantes del cine triste —un género que habría que reivindicar: ya se ha hecho con la literatura triste—, supone, como ya he dicho, una de las adaptaciones más creativas que el cine haya ofrecido jamás, y de un autor tan difícil como Henry James. Truffaut tomó un memorable cuento de este escritor anglo-americano, El altar de los muertos (añadiéndole algunas ideas de otro relato también excelente, La bestia de la jungla), en el que este desarrolla una hipnótica reflexión sobre la muerte, para reformularlo, cambiándolo de época y de país y, sobre todo, de tono. El protagonista original es un hombre ya mayor que advierte que su existencia gira cada vez más, de modo a la vez delicado y obsesivo, en torno al recuerdo de los seres queridos que se marcharon, por lo que decide consagrarles justo lo que expresa el título, un templo donde rendir un tributo material, tangible, a esas presencias que para quien las siente con intensidad no han llegado a irse nunca.
Truffaut lo convierte en un misántropo de provincias que se encarga de la sección necrológica en un periódico local, marcado por la pérdida de incontables amigos en la primera guerra mundial, así como de su propia esposa. Él mismo asume el personaje central con considerable sentido del riesgo, pues el rol no hubiera soportado la menor contaminación anti-interpretativa y, sin embargo, al mismo tiempo se beneficia de esa pureza, de esa inexperiencia de Truffaut como actor, enriqueciéndolo gracias a la honda sinceridad con que traduce la congoja existencial en su grado más absoluto. Midiendo muy bien el tono de la historia para evitar cualquier caída en lo morboso, con la consiguiente tentación de incurrir en la más inconveniente sequedad, el director sin embargo consigue establecer un tempo muy particular, a la medida de ese hombre que no parece haber sentido jamás la menor alegría, ni siquiera cuando gozaba de la amistad, en vida, de esos muertos a cuya devoción ahora se deja arrastrar con obsesiva, y puritana, inflexibilidad.
No sé si La habitación verde es un film redondo. Es más, quizá esté en su esencia la imposibilidad de serlo, pues la perfección granítica difícilmente enriquecería una reflexión sobre la imperfección de ese ser falible, vulnerable, y que tan fácilmente se borra de la existencia, como es el ser humano. Tal vez por ello no encuentro mejor símbolo de su autor, ese cineasta de insatisfactoria trayectoria pero del que, pese a todo, me resulta imposible prescindir del todo. Un director que, a ráfagas, supo plasmar el lado más torturado y feo de la vida, ese lado que enturbia nuestra existencia pero que, precisamente, por ello, nos obliga a responder no con resignación sino con intensidad. En La habitación verde, su personaje central prefiere los muertos a los vivos, pero también comprenderá (a través de la muchacha en quien, ilusoriamente, cree encontrar un alma gemela) que la vida no es una opción sino una necesidad. Truffaut distó mucho de recluirse en una chambre verte o en un altar de los muertos, y aunque no siempre nos lo supo transmitir, conoció bien que el mayor de los pesimismos es, pese a todo, un acto que reafirma nuestra condición de hombres vivos, aun cuando solo sea porque seguir adelante incluso pese a no encontrar esperanza es una manera (apasionada) de vivir.
Totalmente de acuerdo. «Los cuatrocientos golpes» y «La piel suave» las mejores. El libro «El cine según Hitchcock» una joya. Te recomiendo un libro fascinante sobre el maestro del suspense escrita por Donald Spoto: «La cara oculta del genio».
Alguna vez lo he tenido en las manos y he estado a punto de comprarlo, sí. Todavía creo que no es difícil de encontrar. Gracias por la recomendación!