Los prodigiosos cuentos de Chesterton

Un anciano G. K. ChestertonEl formato que mejor se adaptó, dentro de la ficción, al talento literario de Gilbert Keith Chesterton fue el cuento. Creo le faltaban (o le aburrían) las dos condiciones eminentes que ha de reunir toda novela (en su sentido clásico, por supuesto): un concepto global del conjunto y no una mera suma de partes; y una galería de personajes bien diferenciados y con la necesaria densidad psicológica. (Es posible que su excepción a la regla, y aun así habría que discutirlo, sea su genial El hombre que fue Jueves.) Leyendo a fondo al autor, y en nuestro país, ahora mismo, podemos encontrar casi cualquier cosa que escribió, gracias a la labor de editoriales como Valdemar, Acantilado o Renacimiento, es fácil imaginar que, como a todas las personalidades exuberantes (y la exuberancia en Chesterton era incontenible, en todos los sentidos), su creatividad funcionaba mejor en cortas explosiones que en largos alientos: uno no se lo imagina concentrado durante un buen puñado de horas en una misma tarea, sino buscando, como fuere, alguna distracción que lo aliviara de la pesadez de tal empeño. No se imagina uno al extrovertido Chesterton empeñado en la misma firme rutina que el ensimismado Henry James, por más que ambos compartieron dos características: la extrema sociabilidad (cada uno a su manera, claro) y el hecho de que buena parte de su obra se la dictaron a una fiel secretaria (el segundo, por problemas físicos; el primero, seguramente porque era la manera más rápida de evacuar su incontenible creatividad).

Hay que tener en cuenta que Chesterton, en vida, fue tanto o más conocido como periodista (y en concreto, como polemista) que como autor de ficciones. El periodismo fue la actividad que lo condujo a la literatura y, probablemente, la que moduló su técnica: no hay sino que asomarse a sus ensayos, publicados inicialmente en periódicos y revistas, para comprenderlo. El espacio breve del artículo y de la columna fue su ámbito de expresión natural, y en él acomodó también su obra literaria.

En general, Chesterton construía sus relatos con tres o cuatro elementos. Unas pinceladas cromáticas para definir un escenario o un momento del día o una atmósfera. Un personaje inteligente y que se expresa mediante ingeniosas paradojas, que normalmente marcha por el mundo con algún amigo generoso que constituye el público fiel de su inteligencia. Unos cuantos detalles pintorescos que, en manos del escritor, diríase que son capaces de encerrar toda la poesía del mundo. Y el planteamiento de una idea bajo la forma de un enigma. Con ello, ya tenía un episodio del padre Brown o una de las paradojas de Mr. Pond o un cuento del arco largo.

Como escribir relatos policiacos, por Chesterton, en AcantiladoHablaba líneas arriba de las limitaciones de Chesterton con respecto a los personajes, pero no quiero que se malinterprete: cualquiera de las obras del autor está poblada de seres por completo seductores, irresistibles, encantadores. Ahora bien, son así justo porque constituyen avatares de su creador. No son personajes en el sentido de las grandes novelas decimonónicas, no pertenecen a la estirpe de Raskólnikov, Fortunata o Jane Eyre, cuya complejidad basta para sostener centenares de páginas sin importar que la «acción» que los rodea sea mínima. Son personajes-modelo, creados de un tirón, carentes de cualquier matiz o de una mínima capacidad para evolucionar a lo largo de un relato, porque no están pensados para eso, sino para ser portavoces de Chesterton: el encanto y inteligencia que destilan, el ingenio de sus parlamentos, la curiosidad natural y el desdén por los tópicos y las ideas preconcebidas, son los propios del escritor.

El único que podría pasar por una creación verdaderamente extraordinaria en su ambivalencia es Domingo, el jefe de los anarquistas de El hombre que fue Jueves mas, con todo, hay que tener en cuenta que el escritor lo moldeó físicamente a partir de sí mismo, y somos muchos los que pensamos que es su doble oscuro, escapado de ese interior que era mucho más tortuoso de lo que diríase ante la luminosidad de sus ficciones: un monstruo del Id como el que acosaba a los astronautas de Planeta prohibido (1955), ese pequeño clásico de la ciencia-ficción de Hollywood, todo ello dicho con permiso del propio escritor que, como se sabe, abominaba del psicoanálisis y de su creador.

Borges, el más entusiasta de los admiradores de Chesterton, hasta el punto de haber suministrado cuando menos el noventa por ciento de las citas que pueden encontrarse en las solapas de sus libros o en las reseñas de sus obras, tiene tal vez como frase más famosa sobre el escritor, la que dice que «no hay página [suya] que no contenga una felicidad». Yo añado algo más: Chesterton es figura imprescindible en el catálogo de autores que se han empeñado en hacernos más felices, en el que destacan sobremanera escritores tan anglosajones como él mismo: Dickens, Stevenson, Richmal Crompton… Con todos ellos, la sensación más reconocible que tenemos sus lectores, mientras leemos sus obras, es la de sentirnos dominados por una inmensa placidez, con una sonrisa perenne en los labios.

Edicion inglesa de los cuentos del Padre BrownNo es que no pudiera ser sombrío, como ya he señalado a propósito de Domingo y la novela donde aparece (el mismo Borges bien que se encargó de puntualizarlo, al incluirlo en la estirpe de Kafka, como antes había hecho, por cierto, C. S. Lewis, el creador de Las crónicas de Narnia), y buena prueba son muchos de los relatos de su más famosa creación, el padre Brown. Nunca he podido olvidar el estremecimiento que me provocó descubrir, en el libro de cuentos que abre la serie de este personaje, El candor del padre Brown (1911), que el policía francés que en el primer relato ayudaba al sacerdote a detener al villano, en el segundo cuento se convierte en un asesino movido por el fanatismo antirreligioso. Eso sí, a modo de compensación, ese villano inicial, en pocos relatos acaba redimiéndose y convirtiéndose en el principal amigo y testigo de las andanzas del buen cura.

Por otra parte, el periodista, el polemista, siempre está presente en los relatos. Fernando Savater ha escrito que el autor «no escribió nunca para contar algo, sino para ensalzar, refutar o denostar algo». Ese es el propósito natural de una columna o de un artículo, claro, pero lo que hizo el escritor fue hacer de sus cuentos y novelas otro espacio en el que difundir sus ideas sobre el ser humano, la religión, la tradición y cuantos temas le interesaron (que fueron muchos: la impresión más duradera que nos ha dejado de sí mismo es la de un hombre fuertemente impulsado por la curiosidad). De ahí que, si hay escritores que han conseguido enmascararse tras su obra, en Chesterton es al revés: su incomparable personalidad se encuentra justo delante, hasta el punto de mediatizarla por entero con su forma de contemplar el mundo.

Han corrido ríos de tinta sobre el conservadurismo de Chesterton, y el principal punto de encuentro de sus más inquietos lectores es que el creador del padre Brown, haciendo honor a su recurso retórico más querido, fue un ser enormemente paradójico, pues su defensa de la tradición (la Iglesia católica, las raíces de Inglaterra, la importancia de las pequeñas cosas «de siempre») lo convirtió en tenaz enemigo del capitalismo y del imperialismo, que no se resolvió en un acercamiento al socialismo (bien al contrario: lo detestaba) sino en la defensa de la gente sencilla, de los pequeños propietarios como la base de la sociedad. En sus últimos años, de hecho, fue una de las principales figuras de un movimiento con raíces en la doctrina social de la Iglesia que pretendió proponer una tercera vía, que se llamó distributismo, y que, haciendo honor a su nombre, defendía que la tierra debía ser redistribuida entre los campesinos, confiscándosela a los terratenientes que la monopolizaban, de tal modo que, según el conocido lema del grupo, cada uno tuviera derecho a «tres acres de tierra y una vaca». Uno de sus libros, Cuentos del Arco Largo, novela que, en realidad, es una sucesión de relatos, contiene la principal exposición de este credo que, en caso contrario, y al menos fuera de Inglaterra, pocos conocerían.

Los cuentos más famosos de Chesterton son los que tienen por protagonista al padre Brown, para quien se inspiró en un sacerdote católico irlandés, el padre O’Connor, que fue una de las mayores influencias en su tránsito hacia la Iglesia de Roma. El personaje es la quintaesencia del autor: un tipo que parece una cosa y luego es otra. El curilla bajo y rechoncho, inseparable de su sombrero de teja y su paraguas, no parece más que un hombrecillo insignificante y poco espabilado, y sin embargo será el único de los presentes, en cada cuento, capaz de descubrir la sencilla verdad que se esconde bajo el enigma en apariencia insoluble que supone cada uno de los casos con que se tropieza.

Alec Guinness, incomparable padre BrownHay pocos personajes, protagonistas de un ciclo, que hayan tenido mejor presentación en su relato inaugural. Se trata de La cruz azul, y su primer acierto es que el protagonista del mismo no es el cura sino ese policía francés del que hablaba antes, que se presenta en Inglaterra en persecución del rey de los ladrones patrios, Flambeau. Enseguida, la atención del representante de la ley se verá atraída por una serie de estrambóticos sucesos que van sucediendo al paso de dos sacerdotes católicos, uno bajito y otro muy alto: saleros repletos de azúcar, azucareros repletos de sal, cristales rotos de una pedrada, cuentas abonadas de modo desorbitado, carteles intercambiados en un puesto de fruta… Este rosario de gamberradas es chocante, primero, por estar asociadas a la figura de dos clérigos, es decir, en principio dos serios y convencionales pilares de la sociedad; pero segundo, porque, en realidad, todas esas barrabasadas las ha hecho uno solo de los dos curas, el bajito, sin que el otro se haya inmutado en momento alguno. La conclusión es muy propia: el padre Brown sabe que su compañero no es un sacerdote sino un ladrón dispuesto a robarle la valiosa cruz que porta (o sea, Flambeau), y todo cuanto ha hecho estaba destinado, primero, a confirmar que alguien que no reacciona ante semejantes dislates cometidos en sus mismas narices es que oculta algo y, después, a llamar la atención de al menos un ser inteligente. El relato presenta dos: el cura y el policía.

El padre Brown traduce una de las principales convicciones del escritor: «Quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa». Y esta máxima preside el espíritu de estos cuentos. Alrededor del padre se producen una serie de increíbles episodios que solo parecen poder explicarse mediante alguna actuación sobrenatural, pero el sacerdote, precisamente porque cree en los milagros, sabe que un milagro no sucede de cualquier modo. La explicación, por tanto, ha de ser mucho más sencilla de lo que parece.

Una de las primeras ediciones del padre Brown, en CallejaSi yo tuviera que elegir un solo cuento para que el lector que todavía no se ha acercado a la saga pudiera hacerse una inmejorable idea de sus claves, sería uno que aparece en el quinto y último volumen del ciclo, El poder maléfico del libro (por supuesto, quien no lo haya leído, debe saltarse de inmediato este párrafo). El caso que en él sucede tiene que ver con un libro que impulsa al inmediato suicidio a quien tiene la audacia de abrir sus páginas. Un especialista en desenmascarar a ocultistas, espiritistas y todo tipo de farsantes ve puestas a prueba sus convicciones ante la multiplicación de tipos que parecen caer víctimas de esa maldición: en primer lugar, su propio secretario, un sujeto pánfilo e insignificante, y por ello poco dado a impresiones chocantes; después, el experto en materias innombrables a quien iba dirigido el libro; por último, el misionero que llegaba de África con tan terrible objeto… El padre Brown no necesitará casi ni medio minuto para restituir la verdad. El libro, como es natural, carece del menor poder maléfico, y toda su hipotética influencia dependía de la palabra de un solo individuo, el susodicho misionero. Mas ni el misionero ni el experto ni el libro existen (es más, el primer personaje del relato que se decide, por fin, a abrirlo —el padre Brown, claro— se encuentra con que todas sus páginas están en blanco), sino que todo no ha sido sino una gigantesca broma del supuestamente pánfilo secretario, el cual, harto de jefe tan fatuamente satisfecho de sí mismo que ni siquiera le ha prestado nunca la menor atención, ha decidido probarle que tanto su perspicacia como sus pregonadas convicciones materialistas son harto frágiles: como (casi) todos los seres humanos, a las primeras de cambio, está dispuesto a admitir la existencia de lo inexplicable

Chesterton encontró en el personaje su mina de oro. Cada vez que las finanzas familiares andaban regular, se inventaba (con facilidad) un nuevo caso y lo entregaba a la imprenta, recopilando después los cuentos en libros de enorme éxito, hasta cinco entre 1911 y 1935. Quizá esto explique también su irregularidad: al lado de cuentos geniales también hay otros en los que se nota demasiado que se está aplicando una fórmula (esta sensación no existe en el resto de sus libros de relatos). Es más, confieso que el personaje del padre Brown no figura entre mis favoritos del autor, pues pesa demasiado su condición de recurrente portavoz del autor, sobre todo de sus convicciones religiosas, la cuestión sin duda más notoria a la que hoy lo asociamos, por su condición de católico converso (con gran eco entre sus contemporáneos) en un país donde su credo es minoritario.

Las nuevas noches arabes, joya del gran StevensonEs por ello que mi predilección se dirige hacia sus otros libros de relatos, en buena medida porque sobre ellos flota perpetuamente la admiración que sintió por el gran R. L. Stevenson, al que dedicó una de esas biografías suyas en las que poco se aprende realmente del biografiado pero mucho de la visión que Chesterton tenía sobre el mismo. En concreto, y como ya dije en mi artículo sobre El hombre que fue Jueves, el libro del escocés que tomó como modelo inmarchitable para sus propias ficciones fue Las nuevas noches árabes, pues retomó su estructura (por no hablar de su hálito aventurero y de la sensación de continuo redescubrimiento del mundo que desprende) en buena parte de sus libros de cuentos. En esta inmortal obra, que el mismo Stevenson publicó en dos partes y que en España se ha editado también a veces por separado (por ejemplo, Alianza lo hizo en dos volúmenes, bajo los títulos de El club de los suicidas y Los dinamiteros), un grupo de personajes unidos entre sí por vagos vínculos, ya sea la amistad o el azar, viven diversas aventuras, cada una de las cuales supone un eslabón en la cadena trazada por el escritor. Podría decirse que se trata de una novela dividida en cuentos o episodios, cada uno de los cuales puede leerse de forma perfectamente autónoma, pero cuyo sentido general se cobra a la conclusión del libro.

Chesterton fundió de modo imborrable la aventura con la intriga, imponiendo a sus historias, además, una atmósfera de cuento de hadas que delata que nunca dejó de ser un niño grande. Lo hizo, en especial, mediante dos elementos. El primero, ya lo he dicho, es esa irreal impregnación pictórica que poseen todas sus descripciones del escenario donde transcurren sus historias, y que recuerda que la pintura pudo haber sido el campo profesional de Chesterton, de no ser, lo dijo muchas veces, por su falta de disciplina (el periodismo y la literatura se prestaron mejor a su anárquico carácter). El segundo, su predilección por instilar un aroma fantástico en unas intrigas que, por lo demás, nunca, nunca, pierden de vista la realidad, pero que comprende lo ambigua y resbaladiza que puede ser la percepción de esta.

Vieja edicion de El club de los negocios rarosEstas cualidades brillan con luz propia en dos deliciosos y muy poco conocidos volúmenes, repletos de ese delicioso sentido del nonsense que tan grato le era, que son El club de los negocios raros (1905) y El club de los incomprendidos (este último título es invención de Valdemar, sin duda para convertirlo en una especie de díptico con el anterior, pues en realidad se llama Cuatro granujas sin tacha, que aparece como subtítulo de la edición). El primero está protagonizado por una serie de tipos que, casi sin proponérselo, inventan una nueva profesión, por supuesto estrafalaria a más no poder (un amañador de conversaciones, cuyo papel es hacer pasar, en las reuniones sociales, a un interlocutor concreto por hombre ingenioso; un «retenedor», es decir, alguien contratado para ocupar la atención de quien estorba al individuo que lo ha contratado; un agente de fincas arbóreas). El segundo está protagonizado por cuatro individuos que acaban desmintiendo, en el clásico giro final de su autor, su aparente condición inicial de, respectivamente, ladrón, charlatán, asesino y traidor.

Cuentos del arco largo, de G. K. Chesterton, en ValdemarSu epopeya distributista, Cuentos del Arco Largo (1925), que podría haber sido ciertamente cargante por su fuerte carga propagandística, resulta, bien al contrario, irresistible, por cuanto sus protagonistas, amén de esa particular defensa del pequeño propietario, son un grupo de individuos a cuál más excéntrico. Así, en el genial primer cuento, El impresentable aspecto del coronel Crane, el aludido, un militar retirado que siempre ha sido un ejemplo de discreción y respetabilidad para sus vecinos, coge un buen día una col de su jardín, la corta por la mitad y la luce como sombrero toda una semana. La clave está (como luego en todos los relatos) en una apuesta consistente en hacer realidad una de tantas frases hechas que existen: la suya, evidentemente, es «comerse el sombrero», que es lo que hace una vez que todo el mundo ha aceptado que, por la razón que sea, lo que lleva el coronel en la cabeza es justo eso. Eso sí, por debajo de ese sano regocijo que preside el cuento, también se encuentra la misma reflexión que preside todos los cuentos del padre Brown, la facilidad de la gente para aceptar lo que no parece, lo que no debería ser normal: el coronel se encuentra con que no solo nadie le ha preguntado por qué se ha puesto una col por sombrero, sino que advierte que, de tardar más tiempo en hacerla desaparecer, hubiera acabado siendo imitado por algún convecino. Ah, por supuesto, a la primera (y única) persona que le pregunta por el motivo, además una dama tan bonita como inteligente, al coronel no le queda más remedio que pedirla en matrimonio.

Las paradojas de Mr. Pond, de G. K. Chesterton, en ValdemarOtro libro espléndido y poco conocido es Las paradojas de Mr. Pond (1937), cuyo protagonista es un individuo teóricamente gris, en la estela del padre Brown, a quien nadie conoce fuera de su círculo, pero que goza de una notable confianza por parte del gobierno, puesto que en múltiples ocasiones ha tenido que prestar, con su inteligencia, un servicio a su país. Se trata del último libro que Chesterton publicó en vida, y por ello resulta muy simbólico que decidiera subrayar, tanto en el título como en el hilo conductor de cada relato, ese recurso que tanto lo simboliza. En mitad de cualquier conversación, Mr. Pond es capaz de soltar una afirmación del tenor de «aunque deseaban que se quedara, no lo expulsaron» o, más descacharrante aún, «una vez conocí a dos hombres que estaban tan completamente de acuerdo que uno mató al otro» (y si siempre se dice que lo más decepcionante de una novela de intriga es su solución, en los cuentos de Chesterton, la justificación de la paradoja no puede ser más ingeniosa: destáquese el primer cuento, sugestivamente titulado Los tres jinetes del Apocalipsis).

El poeta y los lunaticos, de Chesterton, una de sus mayores joyasAhora bien, tal vez el más fascinador de sus libros de relatos, por el modo en que los elementos comunes a todos acaban impregnándose de una atmósfera de inexpresable turbación es El poeta y los lunáticos (1929). En este caso, el hilo conductor es un personaje, a la vez poeta y pintor, llamado Gabriel Gale, que marcha por la vida pareciendo un orate, un loco, pero no porque lo sea sino porque siente una verdadera afinidad por quienes lo son de verdad: es un experto en descubrir la locura por debajo de la delgada capa que nos separa a casi todos de la cordura. Gale hace honor a su convicción (o sea, a la de Chesterton) de que «la finalidad principal de la vida humana es la de mirar las cosas como si fuera la primera vez que se ven». Si en casi todas sus historias esto se traduce en una encantadora forma de convertir la acción en fábula, en el present libro significa asomarse al pozo de oscuridad que se abre ante nosotros, sin que la mayoría sepamos verlo, para así conjurar el mal que puede emerger de él. Estamos, sin duda, ante la obra más próxima en espíritu a su inmortal El hombre que fue Jueves, y como esta, revela que ese hombre de alegría exuberante siempre sintió que el espectro de la tristeza más arrasadora está esperando a colarse en el alma por alguna rendija. En general, él consiguió evitarlo entregándose en cuerpo y alma a todas las causas (políticas, sociales o literarias) que emprendió, y consiguió regalarnos la inmensa felicidad de esperar cada página suya con una sonrisa pero, del mismo modo, no quiso engañarnos: entre los renglones de cualquier cuento (de la vida) también existe un desvío al corazón de las tinieblas.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Los prodigiosos cuentos de Chesterton

  1. Renaissance dijo:

    La definición de los relatos de Chesterton como piezas que siempre contienen algo de felicidad es la más acertada que podría dársele. Todos ellos tenían algo apacible, y pese a que sus cuentos policiacos estuvieran marcados por lo realista, siempre parecían albergar cierta irrealidad en su planteamiento.
    Lo cierto es que es muy curioso pasar de El hombre que sabía demasiado a la recopilación de El club diógenes titulada abiertamente Relatos fantásticos, donde la intención y resolución de estos no podía ser más distinta pero donde todos ellos cuentan con una creatividad y fantasía que desde entonces no he vuelto a encontrar (no sé si será por haberlos leído en mi adolescencia o porque casi inmediatamente después me dediqué en su mayoría al pulp, mucho menos cuidado, y al horror cósmico posterior a Ligotti)

    • El estilo de Chesterton es inimitable, con esa debilidad por los colores y por un sentido del delirio que da a sus cuentos una atmósfera de irrealidad que, sin embargo, controla siempre para que no se vaya a lo fantástico, a la explicación irracional. Y es muy curioso que siempre sean cuentos muy luminosos, desde luego el punto opuesto a Ligotti, pero nunca dejan de sugerir que detrás de esa alegría y esa luz hay una línea de sombra muy inquietante.

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