Del mismo modo que son muchos quienes dicen que la historia de la filosofía se resume en Platón y Aristóteles, la literatura rusa (que tantos nombres de gloria dio tanto en el siglo XIX como en el XX, bajo dos autocracias implacables, la zarista y la aún peor soviética) parece concentrarse en las gigantescas figuras de León Tolstói (me resulta difícil escribir Lev) y Fiódor Dostoyevski. Si hay que tomar partido, que es una de las cosas más tontas que puede hacer un devoto de la literatura pero en lo que gustamos de incurrir todos, yo lo hago por el segundo de ellos, a quien durante una época leí como creo que solo se puede leer a Dostoyevski: en estado febril, sin pausa, devorando cada una de sus páginas, creyendo (mientras estamos sumergidos en ellas) que el universo está poblado, ante todo, por seres torturados y violentos, también puros e inocentes, con frecuencia ambas cosas a la vez, impelidos a acciones terribles que los apartan del resto de la humanidad pero que, a la vez, los unen indisolublemente a ellas, pues el gran principio moral del escritor fue que lo que hermana a los hombres, ante todo, es la compasión por el sufrimiento. En su prolífica carrera, no solo en obras sino en extensión (¿por qué los rusos se han empeñado en hacer las novelas más largas de la historia?), es posible que los dos títulos más famosos de la misma sean la mejor plasmación de este principio. Se trata de la primera gran novela que escribió, Crimen y castigo (1866), y de la última que publicó en vida, Los hermanos Karamázov (1880). Nunca había leído la primera, mi gran cuenta pendiente con el escritor, que acabo de saldar, y que me ha conducido, de modo inevitable, a la relectura de la segunda novela, que fue el primer libro de Dostoyevski que abrí en mi vida de lector. A ellas voy a dedicar un artículo en este verano ruso que estoy viviendo… a miles de kilómetros de la madre Rusia.
Dostoyevski figura en todas las historias de la literatura como uno de los ejemplos eminentes de la corriente realista que imperó en la segunda mitad del siglo XIX; él mismo siempre declaró que el máximo objetivo de su obra era la búsqueda de la «verdad». Sin embargo, siempre que me asomo a sus páginas me siento abrumado, desde el primer momento, por tal sentido de la desmesura (en el dibujo de personajes, en la retórica de los diálogos, en la creación de atmósferas febriles) que me resisto a ubicarlas, así como así, en la fiel descripción de eso tan solemne que es la Realidad. La obra de Dostoyevski sume al lector en un estado de alucinación que, bien al contrario de lo que probablemente él pretendió, nos aleja de lo real y nos conduce a los dominios de la pesadilla, del reino de las tinieblas. Cierto es que el escritor siempre buscó la luz, y que en sus novelas hay muchos personajes luminosos que intentan llevar aquella a los atormentados; ahora bien, estos son siempre indeciblemente más numerosos, y sus palabras y acciones (excesivas, desaforadas, por momentos incluso luciferinos) impregnan sus novelas de una sensación que los amantes de la literatura y el cine de terror reconocemos en este tipo de obras. Dostoyevski, por ello, para mí, constituye un escritor fronterizo entre géneros y texturas.
Pongamos por ejemplo las dos novelas de las que voy a hablar. Las dos, en principio, cuentan un caso de crónica criminal, ya que giran en torno a dos asesinatos: es más, mucho antes de que se instituyera la novela «negra» en sentido estricto, Dostoyevski ya las impregnó de elementos que no suelen faltar en estos: la descripción de caracteres plenos de morbosa complacencia en incurrir en lo oscuro; la fundamental descripción del entorno social como contexto de los motivos del criminal; la presencia de elementos característicos como la investigación policial (en Crimen y castigo, sobre todo) o el juicio, con su arquetípico duelo entre fiscal y abogado defensor (en Los hermanos Karamázov); la renuncia al misterio en torno a la identidad de los criminales (esto último, que daría origen a la novela-enigma británica, ya había sido explorado, o lo estaba siendo, por escritores como Poe o Conan Doyle).
Ambos libros son muestra eminente del modo en que el escritor ruso estructuraba sus novelas, que construía a partir de grandes secuencias dialogadas, puesto que su genio brillaba especialmente al caracterizar a los personajes mediante sus palabras (y el estado de ánimo con que estas son expuestas). Las grandes criaturas de Dostoyevski hablan como actúan y actúan como hablan. Por ello, el personaje más patético de todos sea Iván Karamázov, el intelectual cuya desengañada concepción del mundo no le sirve para hacer de su vida no ya algo más feliz sino mínimamente soportable, y sin embargo, lo peor es que sus ideas, mal digeridas por un «discípulo», serán las que provoquen la tragedia que condiciona su novela. Esta preeminencia del diálogo sobre la prosa, por otra parte, hace que esos enormes tochos que son sus libros se consuman con una ligereza sin igual, pues llega un momento que diríase que el lector no «lee» sino que «escucha», con la misma velocidad con que las palabras, más que pronunciadas, son proferidas por sus personajes.
Estamos hoy tan acostumbrados al protagonismo de criminales, cuando no de seres directamente monstruosos, que es difícil imaginar el impacto que debió suponer, en el momento de su publicación, una novela como Crimen y castigo, construida en torno a un asesino. Es cierto que el escritor no estaba siendo original, ya que existían diversos precedentes. Lo que sí distingue su planteamiento es el retorcimiento de la perspectiva psicológica tanto de su asesino como de quienes lo rodean, y el increíble marco social y mental que lo envuelve.
La novela ha provocado incontables reflexiones en torno a los motivos de Rodion Raskólnikov, si bien nadie lo expresa con mayor sencillez que el mismo personaje. Víctima tanto de su propia soberbia intelectual como del ensimismamiento que lo convierte en objeto casi exclusivo de su pensamiento, el joven estudiante se deja sugestionar por la idea —que presagia, como bien se ha dicho, la del superhombre nieztscheano— de que los hombres se dividen en dos clases, los normales, o vulgares, y los extraordinarios, para los cuales las leyes no deben tener el mismo sentido. El modelo que esgrime es el de Napoleón, cuyas acciones provocaron incontables desastres y muertos, y a quien sin embargo se le guarda memoria como un héroe. Considerándose Raskólnikov un miembro de su misma estirpe, en el momento en que la más insoportable miseria lo cerca y amenaza con contagiar a sus seres queridos (una madre y una hermana que, a distancia, lo idolatran y tienen todas sus esperanzas puestas en él), decide matar a una vieja usurera a la que robará su dinero. No es un crimen, considera, sino el acto de liberar al mundo de un «piojo» (en momentos de mayor altura intelectiva, considera que él no matará a una persona, sino a un principio, el de la mediocridad entendida como vileza).
Ahora bien, Dostoyevski, de modo estremecedor, sitúa a su (anti)héroe ante la contradicción de sus ideas al hacer que, inesperadamente, aparezca en casa de la prestamista, justo cuando acababa de matarla, su hermana, Lizaveta, una pobre infeliz que no simbolizaba otra cosa que la inocencia: otra víctima, como él, en este caso de su implacable hermana. Es más, si el asesinato de la usurera es más limpio (la mata golpeándola con la parte posterior del hacha), a Lizaveta, a quien asesina por puro miedo reflejo, la ejecuta de un tremendo tajo en su cabeza. El escritor subraya el gesto patético de esta al extender inútilmente la mano para detener el golpe: es un asesinato que, por tanto, no puede ser justificado por el anterior. Una muerte mucho más sangrienta, más sucia, más infame que la primera.
He hablado del peso de los diálogos, y de la brillantez de los mismos, en las novelas de Dostoyevski. Sin embargo, el relato del asesinato bastaría para acreditarlo también como gran narrador de secuencias meramente «activas»: el largo preámbulo en que el destino parece conjurarse para que Raskólnikov no tenga más remedio que ir a matar a la vieja (la obtención del hacha); la tensa subida por las escaleras hasta el cuarto piso, donde esta vive; el insoportablemente dilatado instante en que no se sabe si ella le abrirá la puerta; el primer crimen (y el segundo, este ya directamente horrible); el torpe registro de la casa, en busca de un dinero del que nunca llegará a beneficiarse; por último, el genial corolario de la llegada de otros dos clientes, y sus intentos de abrir la puerta, estremecedor anticipo de un tipo de suspense que llevaría a su máxima altura, en cine, Alfred Hitchcock, consistente en apoderarse de tal modo de la identificación entre personaje y lector que este no puede evitar identificarse con el asesino y desear que no sea atrapado
Raskólnikov, sin la menor duda, es uno de los personajes más contradictorios y sugestivos que ha dado la literatura. Es un ser tan absoluto en sí mismo, tan ceñudo y tan brutal en sus reflexiones y palabras, tan radicalmente extremo, que el lector debería no sentir la menor simpatía por él, y sin embargo no puede evitar sentirlo muy próximo. Su crimen es abyecto y él, desde luego, no se arrepiente de haberlo cometido (es curioso que en sus meditaciones no tenga en cuenta a la pobre Lizaveta, sino únicamente al «piojo»), pero, por increíble que parezca, el escritor consigue transmitirnos que es consecuencia de un concepto equivocado de la pureza. Paradójicamente, será la comisión de los dos asesinatos, el punto máximo de execración de los actos de Raskólnikov, lo que lo acerca, más que nunca, a la humanidad, en el sentido tan bien expresado por uno de los mejores analistas del escritor, el italiano Pietro Citati: aun sin arrepentirse, el intenso sufrimiento que se exacerba en él, lo hace aún más sensible a los ajenos, pues «en el dolor está la verdad».
Desde la hipersensibilidad que es su más notoria característica, Raskólnikov siente una extraordinaria proximidad hacia los sufrientes, en especial por aquellos todavía más hundidos que él. Es notorio que Dostoyevski sentía una malsana fascinación por narrar procesos de degradación, y en Crimen y castigo estos abundan, en especial el retrato de la mísera familia, los Marmeládov, a quienes el protagonista auxilia —¡él, tanto o más necesitado de auxilio que ellos!— de una forma que incluso puede considerarse morbosa.
Los personajes memorables abundan en este relato, pero voy a destacar, en especial, a dos. El primero es el más ligado a la ortodoxia de la novela policiaca, pues no es sino Porfiri Petrovich, el juez de instrucción que no tarda en comprender que Raskólnikov debe ser el autor del crimen y que, como clásico personaje del género (uno piensa en el futuro teniente Colombo), juega al gato y al ratón con este, sin perder nunca de vista que, en efecto, no se encuentra ante un mero asesino y, por ello, se guarda siempre la carta de convencerlo de que no hay más posibilidad (fuera del suicidio, que no desea) que entregarse, tanto más cuanto que no tarda en aparecer un infeliz sugestionado con el concepto de culpa que se acusa de la muerte. El segundo es Svidrigailov, el hacendado rural que ha acosado a Dunia, la hermana del protagonista, en la ciudad de provincias natal de este, y que la sigue a San Petersburgo (es uno de los varios subargumentos de la novela, y uno de lo más atractivos), colándose en la vida de Raskólnikov hasta el punto de escuchar la autoconfesión de este a Sonia, la hija de Marmeládov, el ángel bueno de la novela. En su persona, Dostoyevski creó uno de esos seres, tan profusos en su obra, malsanamente construidos a base de luces y sombras, objetivamente malvado (pero no tanto por vileza como por desprecio del buen orden) pero capaz de actos extrañamente generosos, acechado por las sombras de su pasado (¡que incluyen el abuso de una niña que acabó suicidándose!) y cuya salida de escena es literalmente inolvidable.
Ahora bien, la gran protagonista de la novela es, fundamentalmente, su alucinante atmósfera de pesadilla, una característica presente en la mayor parte de las obras del autor, pero que, en razón de su argumento y sus reflexiones, aquí encuentra su más oportuna y mejor plasmación. De hecho, lo que salva a Crimen y castigo de los excesos folletinescos en que incurre, sin el menor sentido de la medida, es precisamente esta cualidad. Presa de un doble delirio, el de su sugestión intelectual y el de ese estado febril en que, entendemos, vive desde mucho antes de que comience la novela, Raskólnikov convierte San Petersburgo en un cúmulo de sombras grotescas que parece surgir desde el tortuoso fondo de su alma. La fiebre (física, moral, simbólica) que embarga al personaje parece transmitirse, de modo misterioso, a cuanto lo rodea, convirtiendo ambientes, situaciones, amigos, enemigos y testigos en figuras de un angustioso carrusel de desdichas que, sobre el papel, tenía que haber resultado rigurosamente inverosímil, y que sin embargo, a medida que vamos dejando atrás sus páginas, nos embarga de ese jubiloso sentimiento que provoca la literatura que nos confronta, a la vez, con el placer de la narración que no podemos soltar y con la mirada que la lectura vierte sobre nosotros mismos.
La diferencia principal de Los hermanos Karamázov con respecto a la anterior (y las restantes obras de su producción), pese a sus numerosos vasos comunicantes, es que, con ella, Dostoyevski llevó a cabo un consciente intento de crear eso que Mario Vargas Llosa llama novela total, es decir, una obra que se empeña en encerrar una imagen de las múltiples dimensiones que conciernen el concepto de la vida que posee el autor (morales, filosóficas, históricas, narrativas y cuanto sea menester), a modo de gigantesca summa de sí mismo. Es el mismo tipo de novela a que pertenecen libros tan emblemáticos como Cien años de soledad, La montaña mágica, Los miserables, Ulises o En busca del tiempo perdido. Tal vez por ello, el escritor ensayó un tipo de narrador omnisciente distinto al de sus previas novelas, un intermediario autoconsciente entre personajes y escritor que se presenta, en el primer renglón del libro, como biógrafo de «mi héroe, Alexiéi Fiodoróvich Karamázov» (el menor de los hermanos), habitante de la ciudad imaginaria donde transcurre la acción. Este narrador, a la vez que reafirma una y otra vez su condición de testigo (por ejemplo, relatando el juicio final como si él hubiera estado entre sus espectadores), también hace uso de esa cualidad omnisciente tan pronto se acerca a los personajes y sus hechos y pensamientos más íntimos. Es curioso que, poco después, nuestro Benito Pérez Galdós, que no pudo leer la novela puesto que tardaría décadas en traducirse al español, utilizara un registro similar en sus grandes obras de los años 80.
Por mucho que lo alegue el narrador, eso sí, Alexiéi Karamázov no es el personaje central de la novela, pese a que sí constituya —al ser el único personaje intrínsecamente puro y positivo de la novela— el vínculo entre todos los demás, el único capaz de tratar y comprender a todos por igual. Los hermanos Karamázov, en mucha mayor medida que Crimen y castigo, es un folletón desatado cuyo protagonismo es múltiple, al repartirse, cuando menos, entre cuatro o cinco masculinos y dos femeninos, amén de diversos secundarios capaces de recibir, incluso, una atención protagonista en determinados momentos.
Los Karamázov son cuatro. El padre, Fiódor, un rico hacendado de provincias, encarna la depravación moral en grado sumo, la entrega absoluta a los placeres sensuales a costa del desprecio a las dos esposas que tuvo y del abandono de sus tres hijos: lo expresa bien su declaración de gastarse en vida todo su dinero para satisfacer su culto a los vicios y pasiones. Dimitri, el mayor, es un joven militar de carácter exaltado, incapaz de encontrar nunca el término medio, que en cierto modo constituye un espejo del progenitor, como simboliza bien la pasión incontenible que ambos sienten por la misma mujer, lo cual, será el fulminante del drama, al hacer que el hijo jure que matará a ese padre vicioso y bufonesco que pretende arrebatarle, por dinero (un dinero que, además, él asegura que aquel le debe, de su herencia), a la amada. Iván, el segundo, es un intelectual ahogado por el concepto profundamente nihilista que posee del ser humano, cuya más superficial conclusión, para quienes lo escuchan, es que, negada por él la existencia de Dios, «todo está permitido» al hombre, en sentido moral. El tercero, ya mencionado, es Alexiéi, Aliosha, a quien sorprendemos inicialmente como novicio en el monasterio de la ciudad. A estos tres hay que añadir un cuarto hermano, bastardo, esto es, no reconocido —hubo un tiempo en que nadie dudaría del significado de ese término antes tan tremendo—, Smerdiákov, convertido en criado de confianza del viejo Fiódor.
En cuanto a los dos femeninos, el primero es aquel por quien disputan el padre y su primogénito, Grúshenka, una joven «deshonrada» y abandonada por otro militar que ha sabido convertirse, pese a su juventud, en astuta mujer de negocios, que no duda en utilizar sus encantos y su belleza para enloquecer a los hombres, comenzando por los dos Karamázov, lo cual desencadenará la tragedia central de la novela. El segundo, Katia, la prometida de Dimitri (que se encuentra, por tanto, en la poco digna posición de la mujer objeto de público abandono), es posiblemente el más interesante personaje de toda la novela. No en vano, el autodestructivo masoquismo emocional que la domina —haciéndola oscilar entre el pretendido amor hacia el hombre que la desdeña y su subterránea atracción, mutua, por Iván— posee una malsana sugerencia erótica que es de lamentar que el escritor no aproveche en todas sus posibilidades.
El exceso de ambiciones de Los hermanos Karamázov es el mayor de sus defectos. Aun conteniendo partes grandiosas, no alcanza la grandeza de su obra maestra, Crimen y castigo, la cual, aun también desmesurada, posee una concisión dramática (tal vez porque todo irradia de un personaje central y de no muchos) de la que carece aquella. Dostoyevski ni consigue equilibrar los numerosos «puntos de fuga» que ofrecen tantos personajes (de hecho, este libro parece contener varias novelas a la vez, no siempre compatibles) ni el exceso de dimensiones que engloba, desde la reflexión sobre la esencia de Rusia a su objeto histórico, desde las inquietudes filosóficas sobre la verdad y Dios al poderoso fresco social subsiguiente que expone, y que acaba incluyendo a representantes de todas las clases, desde su habitual estudio sobre la infinita capacidad del ser humano para la degradación (que, a mí, vuelve a parecerme lo más atractivo de la novela) hasta su confrontación entre espiritualidad y materialismo.
Por otra parte, Dostoyevski se excede en las intenciones simbólicas que encarna en sus tres Karamázov, las cuales tienen, precisamente, el inconveniente de tornarlos demasiado parabólicos, con el consiguiente riesgo de bañarlos, a ráfagas, en cierta artificialidad. Así, Dimitri deviene la encarnación del «alma rusa», primitiva, incluso brutal, pero noble por encima de todo. Iván es el intelectual cuya capacidad de penetración en la verdad acaba siendo estéril para él y para quienes lo rodean. Estamos ante el personaje peor perfilado del libro: yo incluso diría que el escritor vuelca sobre él la antipatía que sentía por el modelo que encarnaba, aun cuando, paradójicamente, centre en torno a él varias de las reflexiones más densas de la novela, como el famoso pasaje de «El Gran Inquisidor», ambientado en la España más oscurantista, que permite al autor expresar una inquietante reflexión sobre la Iglesia (católica, cierto es) y su utilización de la imagen divina para oprimir al hombre. Al ser un relato cerrado en sí mismo, no extraña que haya sido publicado, en alguna ocasión, de modo independiente. Por último, Aliosha (el personaje más aburrido: para mí, el menos interesante) sería, de modo muy obvio, el emblema de la esperanza, del futuro.
No cabe duda de que el mayor interés se lo lleva Dimitri, y que el escritor así también lo consideró, de tal modo que el centro de la novela lo constituye ese triángulo (o cuadrángulo) sentimental que une al padre y al hijo con Grúshenka y, de paso, con Katia. Por ello, el episodio del asesinato del viejo y la subsiguiente acusación del hijo (a quien las pruebas circunstanciales señalan de modo implacable), constituye el punto de inflexión del libro.
Los hermanos Karamázov es la novela más extensa del autor, en buena medida porque las digresiones que contiene son múltiples. De ellas, algunas, aun abarcando más páginas de las oportunas, aportan matices al conflicto central que las hacen necesarias. Otras, en cambio, son más bien fastidiosas. En particular, me interesa poco la trama del puñado de escolares que convierten a Aliosha en su maestro (aunque, teniendo en cuenta que Dostoyevski dejó entrever que tenía en mente una segunda parte de la historia, centrada en este personaje, es posible que aquella fuera necesaria de cara a esa continuación), aun cuando el punto de partida, el vínculo entre el joven y los muchachos, sea un episodio espléndido, la humillación a que el embrutecido Dimitri somete a un humilde ex capitán del ejército cuyo hijo pequeño sufre una terrible conmoción. Esa ternura incontenible de Dostoyevski por los desheredados y los dolientes encuentra aquí uno de sus más emotivos ejemplos, y una frase inolvidable que el capitán le dice a Aliosha, pero que hubiera podido encontrarse en cualquier novela del autor: «En Rusia, la gente que se emborracha es la que tiene mejores sentimientos».
En cambio, y pese a que conozco a lectores que encuentran en ella una pesadez difícilmente digerible, la larga parte inicial que se centra en torno al maestro espiritual de Aliosha, el stárets Zósima, me parece que posee una función central, en varios niveles: narrativo (el conflicto entre los Karamázov padre e hijo se presenta, inicialmente, bajo el arbitraje del anciano monje; su figura es fundamental para Aliosha, pues es decisión suya que el joven, tras su muerte, abandone el monasterio y regrese al «mundo exterior») y simbólico (el relato de su juventud lo convierte en un espejo inverso de Dimitri: un joven oficial arrastrado por pasiones sensuales que, sin embargo, supo ver la luz a tiempo, poco antes del momento en que iba a verter su primera sangre).
Todos los grandes escritores lo son, ante todo, por habernos sido necesario en nuestras vida. Stevenson, por ejemplo, nos aporta el convencimiento de que el lado más jubiloso de la vida siempre se halla justo a un paso de la inquietud y la oscuridad. Borges, la sensación de que no hay hecho de la cultura que no esté íntimamente trabado con otros hasta formar un continuo infinito, que se proyecta hacia el pasado y hacia el futuro. Henry James, la convicción de que la vida cotidiana es un tejido espeso cuya urdimbre, pese a que lo parezca, no siempre aparece nítida ante nuestros ojos. Dickens, la irrenunciable necesidad de la humanidad y la alegría. En el caso de Dostoyevski, la íntima convicción de que, en el corazón de las tinieblas, ha de brillar todavía la luz necesaria para que el hombre se compadezca del hombre.
Para mí leer «Crimen y castigo» ha supuesto la entrada en un submundo literario que desconocía hasta ahora. La experiencia durante su lectura me ha permitido pasear por sus páginas como un invitado de lujo. Ocupar el espacio donde transcurre la historia y compartir el tiempo con los personajes. Llegar al convencimiento de que podrías incluso participar en lo que sucede y dialogar con ellos. Durante su lectura llegas a representar con nitidez casi cinematográfica todo lo que sucede.
Quizás sea un atrevimiento por mi parte decir que en «A sangre fría» de Truman Capote, encuentro muchas influencias de la novela de Dostovieski.
Ya te comenté que «Crimen y castigo» la leí durante el confinamiento. Y apuesto a que volveré muy pronto a ella. Es adictiva.
En cuanto a «Los hermanos Karamazov» no he leído todavía tu análisis porque estoy ahora en plena lectura de la novela. Me falta el último cuarto y está al mismo nivel literario que «Crimen y castigo». Es fascinante también.
Descubrir a Dostovieski pasada la barrera de los cincuenta te traslada a un mundo que ya no quieres abandonar.
Cierto: se descubra a la edad que se descubra, Dostoyevski se introduce dentro de nosotros y ya no quiere salir. Espero que termines «Los hermanos Karamázov» para terminar el balance de impresiones. «A sangre fría» es una lectura pendiente: solo he visto la buena adaptación cinematográfica (aunque de Capote sí que he leído el famoso cuento que daría origen a «Desayuno con diamantes»).
Un hombre que fue condenado a muerte por sus ideas políticas, y cuya pena le fue conmutada cuando tenía ya un pie puesto en el cadalso, necesariamente tiene que ser intenso en sus pensamientos, sentimientos y emociones. Y si tiene tanto talento literario como Dostoyevski, sabe trasladarlo al papel en obras magistrales que siendo profundas en demasía enganchan al lector.
Yo lo descubrí a los 11 años, en un libro que tiene mi padre de una edición del Círculo de Lectores, y me enganchó la primera parte, el asesinato y las primeras pesquisas, cuando se desmaya en la comisaría en el peor de los momentos posibles. A partir de ahí empezó a espesarse, y el niño que era entonces lo dejó, para retomarlo a los 17 a raíz del comentario de mi profesor de Literatura, el mejor profesor que nunca tuve. Y pude degustarlo a conciencia.
Aunque está escrito en otro tono, su obra La casa de los muertos (Memorias de la casa muerta creo que también se ha titulado alguna vez), que narra con tintes autobiográficos su experiencia en el presidio de Siberia, también es una gran lectura. Impresionante cómo consigue hacer ver, en presos encadenados con grilletes en los pies de por vida, una lección fundamental: todo ser humano tienen su dignidad, y nadie puede humillar a otro si este no quiere.
Es un placer pasarme por este blog, lo he hecho ya varias veces, y amenazo con repetir.
Una de las obras de Dostoyevski que no he leído es, precisamente, la que recoge esos años en Siberia, pero es fácil pensar que su terrible experiencia, tanto frente al pelotón de fusilamiento como en el penal, impregna toda su futura obra literaria: de rabia, de solidaridad con los que sufren.
Muchas gracias por tus elogios hacia mi blog. Evidentemente, nada me gustaría más que cumplieras tu amenaza :).
La mejor reseña de las dos grandes novelas de Dostoyevsky que me he tropezado. Un placer.
¡Muchas gracias, tu elogio supone un estímulo enorme! Espero que encuentres otros artículos de interés en el blog.