Hubo un tiempo en que tuve a Benito Pérez Galdós por un autor pesado y aburrido, preocupado ante todo por ese muy español propósito de ilustrarnos moralmente a sus lectores y cuyas historias carecían de la menor chispa. Debo reconocer que en parte se debió al momento inadecuado en que leí sus primeras novelas y al desdén con que, en aquellos años finales del bachillerato en que descubríamos la literatura «seria», me merecía la etiqueta Realismo bajo la cual se encuadraban sus obras (y al resentimiento por que los manuales escolares ignoraran olímpicamente a mis escritores predilectos, Verne y Stevenson). Por otra parte, me parecía absurdo que bajo ese mismo membrete se encuadrara a escritores tan dispares (y para mí nada aburridos; por tanto, poco «realistas») como el inglés Dickens o el ruso Dostoyevski. Lo mejor para curarse de un encuentro literario poco afortunado (o para reafirmarse para siempre en la consideración inicial) es volver a leer al autor que nos aburrió. Y mi redescubrimiento tardío de Galdós ha sido deslumbrante: tanto, que no he podido evitar tratar de recuperar a toda velocidad el tiempo perdido, dándome un buen atracón de sus obras. El resultado: valorar a un autor de maravilloso genio narrativo, dúctil en el manejo de voces, divertido, dueño asimismo de una amarga lucidez de lo más compartible, capaz de crear la más variopinta (y sabrosa) galería de personajes, y de hacer que, a través de sus andanzas, cobre nueva vida una época, la del Madrid de la segunda mitad del XIX, que a mí ya de por sí me interesa como admirador profundo de nuestra capital y de su historia. En las líneas que siguen voy a razonar las claves de este deslumbramiento tardío.
Benito Pérez Galdós, como se sabe, nació en 1843 en Las Palmas de Gran Canaria, pero si hay un lugar con el que todos lo vinculamos, evidentemente, es con ese Madrid a donde marchó en 1862, para iniciar sus estudios universitarios, y que ya abandonaría muy pocas veces, hasta morir en él en 1920. Galdós y Madrid son una y la misma cosa, como lo son Balzac y París, Dickens y Londres o Dostoyevski y San Petersburgo, hasta el punto de que, como sucede con ellos, desde nuestro punto de vista como lectores modernos casi podríamos decir que la capital española es «creación» suya.
Estudió Derecho pero jamás tuvo intención de ejercer: desde muy joven se supo poseído por la literatura, y publicó casi cuando todavía no levantaba un palmo del suelo. Como tantos otros de su generación, escribió sin parar, de tal modo que cualquier repaso bibliográfico engloba tal cantidad de obras que (salvo los especialistas) es difícil pensar que vayamos a leerla entera alguna vez. No hay sino que pensar que su obra más popular, los Episodios Nacionales, está compuesta por 46 títulos, si bien es cierto que de extensión no muy larga. De hecho, la longitud habitual de las novelas del escritor canario no suele ser exagerada (al modo de un Dickens o un Dostoyevski, por seguir con sus compañeros «realistas»). Fortunata y Jacinta, con sus mucho más de mil páginas, es una excepción y no la regla.
El joven escritor saltó al ruedo literario con La Fontana de Oro (1870), obra situada en los años del Trienio Liberal, que ya mostraba el interés del autor por la novelización de la historia española del siglo XIX. De hecho, el salto a la popularidad lo conseguiría con la redacción, a lo largo de la década siguiente, de los dos primeros ciclos (20 novelas) de los Episodios, que comienzan en Trafalgar (1873) y que le permitieron enhebrar, al hilo de las andanzas de diversos personajes-pretexto, el convulso devenir de España desde la Guerra de Independencia hasta la Restauración. La última entrega (el quinto y último ciclo quedó inconcluso), publicada en 1912, fue Cánovas. Al mismo tiempo, el prolífico autor publica otras obras sobradamente conocidas (Doña Perfecta, Marianela), las cuales, por el propósito didáctico que la crítica encuentra en ellas, han recibido el nombre de «novelas de tesis». (A mi entonces infausto tropiezo con la primera de estas dos antedichas novelas debo en buena medida mi deserción durante décadas del universo galdosiano.)
Con el cambio de década, Galdós ofrece un cambio de tercio. Su novela La desheredada (1881), la más larga hasta el momento de las que ha escrito, descubre nuevas intenciones —su historia es la de la caída de una muchacha en la prostitución—, amén de reflejar la influencia de esa variante extrema del realismo que triunfa en Europa y que tiene en Zola a su principal valedor: el naturalismo. El escritor no se dejará encerrar en el estrecho margen de esta nueva etiqueta, pues las novelas que a continuación escribe, y que probablemente constituyen lo mejor de toda su producción, demuestran una versatilidad y una ductilidad (en todos los sentidos: narrativa, compositiva, temática) que es admirable. La crítica las engloba bajo el título de novelas españolas contemporáneas o el ciclo de la materia y su culminación viene representada por Fortunata y Jacinta (1886-1887), la cual es evidente que, por razones de extensión y de ambición, el mismo Galdós concibió como punto central de su obra, de ahí que no extrañe que siempre haya sido la más prestigiosa del ciclo. En la siguiente década, las novelas que fueron surgiendo de su pluma —en donde se encuentran otras obras tan conocidas como las buñuelescas Tristana (1892) y Nazarín (1892)— serían ahora bautizadas como el ciclo espiritual.
No son contemporáneas en sentido estricto: Galdós se aproxima al momento en que escribe (algunas de ellas, como El amigo Manso, de 1882, sí transcurren en tiempo coetáneo), pero con una distancia cronológica que sitúa entre los años finales del reinado de Isabel II y el comienzo de la Restauración, incluyendo por tanto el Sexenio Revolucionario. Los años de más intenso zarandeo de la historia española, por tanto, que conocen la caída y posterior regreso de una dinastía, la fugaz instauración de otra, una revolución enfáticamente bautizada como la Gloriosa, la primera república y episodios del más diverso jaez. El telón de fondo ideal para las intenciones del autor.
La visión totalizadora con que Galdós trazó su obra literaria salta a la vista tan pronto se conocen tres o cuatro de sus novelas contemporáneas: la unidad viene producida por la repetición de un conjunto de personajes a lo largo de ellas, de tal modo que hay secundarios recurrentes que las animan o bien uno de estos se convierte de pronto en protagonista. Por esta condición y por el propósito de ofrecer un fresco socio-histórico, suele compararse su proyecto con el del francés Honoré de Balzac y su Comedia Humana.
Esa profunda interacción se advierte de modo inmejorable en tres de las mejores novelas del ciclo, redactadas y publicadas de forma consecutiva, y que casi componen una trilogía dentro de ella: El doctor Centeno (1883), Tormento y La de Bringas (ambas de 1884). Aunque cada una de ellas posee una línea argumental propia y un centro dramático particular (nueva demostración de la ductilidad del autor y de su obra), los personajes saltan con naturalidad de una y otra, del mismo modo que los sucesos del previo libro tienen una importancia central en el siguiente. Con todo, no puede hablarse en rigor de novela en tres entregas, puesto que cada una de ellas gira en torno a un nudo diferente.
Así, en la primera, el protagonista, que da título al relato (y que no es médico, pues se trata del remoquete burlón con que es llamado, por su sueño —irrealizable, claro— de educarse y de dedicarse a la medicina), es un niño de catorce años que sirve a varios amos en el Madrid isabelino. El primero de ellos es un sacerdote de buena presencia y escasa vocación, que regenta una escuela de niños mientras trata de hacerse un nombre como predicador en Madrid. Pues bien, el pequeño asistirá a la progresiva degradación del cura sin llegar a saber nunca a qué se debe esta, hasta que él mismo es echado de la casa. Será en Tormento donde conoceremos las razones de esa caída: por sus amores apasionados con una muchacha, Amparo. Sin embargo, esta novela comienza pareciendo el dibujo satírico de una familia de medio pelo, los Bringas, para quienes la joven hace las veces de pariente pobre con tratamiento de criada.
Finalmente, en La de Bringas, por fin, el protagonismo completo se lo reserva la familia titular, a la que Galdós sorprende viviendo ahora en los altos del Palacio Real —a través de esta novela yo mismo he descubierto que buena parte de los funcionarios que trabajaban directamente para la reina tenían derecho a morada en dicho lugar—, para narrar otra caída, en este caso la del personaje femenino titular. Si en Tormento, Rosalía de Bringas había sido descrita por su hipócrita defensa de las virtudes, siendo en buena medida responsable de arruinar la boda de Amparo con un apacible indiano, al ser una de las responsables de la difusión de su pecado, ahora es ella quien acaba deslizándose por la misma senda, por su irrefrenable afición a los trapos (símbolo de sus ansias de aparentar más de lo que es), que la colma de deudas que oculta a su marido y que acabarán llevándola a toda clase de humillaciones que terminan por arrancarla por esa senda de la honradez de que siempre presumió.
A este respecto, la novela vale perfectamente como ejemplo de una de las cualidades que considero necesarias en todo autor embarcado en la descripción de psicologías: la ecuanimidad hacia sus personajes. Si en Tormento y en buena parte de la última novela, el retrato que se hace de Rosalía de Bringas es ciertamente desagradable, a medida que se va hundiendo, el escritor no puede evitar hacer descender sobre ella un hálito de comprensión que despierta una inesperada empatía en el lector (mediante el uso literario del sufrimiento, que Galdós utilizó de modo magistral en todas sus novelas).
Además de los personajes centrales antecitados, son muchos más los secundarios que saltan de una novela a otra, para acabar confluyendo la mayoría de ellos en la novela principal del ciclo, Fortunata y Jacinta. Por cierto que esta cenitalidad de la novela antedicha no la convierte en el cierre del ciclo: uno de los pintorescos personajes que, en ella, el escritor nos presenta en su recorrido por el mundo de los cafés madrileños, un viejo cesante que pasea su mala suerte de faltarle tan solo tres meses para poder jubilarse con la pensión correspondiente, implorando por tanto el reingreso en la administración, será el protagonista de su siguiente y no menos memorable novela, Miau, otra de las cimas galdosianas. En esta, ese personaje que en Fortunata solo inspiraba una patética lástima, aquí se reviste de una notable dignidad (sin que por ello el autor deje de someterlo a la profunda crítica con que trata a la práctica totalidad de sus criaturas, los dibuje de modo más positivo o más negativo).
El cúmulo de infortunios que refleja el pequeño esbozo de tramas arriba señalado —cuya culminación, como he indicado en otro artículo, se encuentra en su obra magna— deja bien claro que el hilo dramático conductor del universo galdosiano es la imposibilidad de la felicidad. Lo admirable de este estudio sobre la desdicha es que el escritor consigue representarlo como la inevitable excrecencia de una época que condena al fracaso a todos aquellos que intentan conducirse por el mundo con dignidad y sin empujar a los demás. Un mundo de arribistas, de egoístas a quienes no importa quiénes caen a su alrededor: un mundo que, como mucho, solo admite supervivientes. Por tanto, si lo normal es que sus novelas y sus personajes acaben «mal», diríase que es porque la esclerosis social y moral, tanto como política, de esa época, no permite otra cosa.
Ahora bien, no por ello se piense que el mundo de Galdós es un mundo sombrío. El escritor despierta la sonrisa, cuando no la carcajada, con abundancia, por su facilidad (un rasgo que comparte nada menos que con Dickens) por la pincelada satírica tan breve como implacable. Por otro lado, ya se sabe que la amargura no excluye el humor; bien al contrario, lo complementa aun cuando sea por ofrecer un contrapeso de consuelo o de ironía.
Los buenos escritores pueden serlo por distintas virtudes. Pero hay una que acompaña a todos los autores cuya obra se caracteriza por su fértil producción: son narradores de raza. No se concibe que un escritor escriba mucho (es decir, que escriba con facilidad) sin tener una evidente desenvoltura a la hora de contar peripecias y trazar personajes. Nada más injusto que adjudicar a Galdós la definición de escritor pesado, pues su prosa sorprende por su ligereza, por su fluidez, por su capacidad para retener la atención del lector con múltiples recursos.
Galdós es un narrador versátil, capaz de ensayar múltiples voces narrativas. De hecho, gozaba con el cambio de voz. En los Episodios Nacionales o en novelas como El amigo Manso ensayó con fortuna la primera persona, pero en diferentes registros. Uno de los ejemplo más notables lo encontramos en esta última, donde la perspectiva subjetiva posee un mágico sentido de la inmediatez, de tal modo que parece brotar a la vez que el lector va pasando páginas, bañando su historia de una encantadora ligereza que, sin embargo, va llenándose, a medida que avanza, de una progresiva amargura. Y es que su entrañable protagonista (como delata el sentido simbólico del nombre elegido por el autor), encarna al intelectual bondadoso y bienintencionado pero carente de verdadera resolución que por ello se ve abocado al fracaso. Fracaso que, para más laceración, casi nadie advierte, tan «pequeña» es en el fondo la trascendencia que posee en las existencias ajenas, por mucho que todos quieran proclamarlo maestro
Galdós utilizó fundamentalmente la tercera persona pero, por supuesto, lo hizo a su modo. Así, en más de una ocasión, utilizó la singular gracia de hacer que quien lo cuenta todo sea uno de ellos, es decir, algún caballero que conoce a ese ingente círculo de individuos que protagoniza el ciclo, y que actúa con cierto ánimo de historiador. Por ejemplo, Fortunata y Jacinta comienza con un narrador que refiere quiénes le dieron las primeras noticias sobre Juanito Santa Cruz, el vértice masculino de la historia, citando, por supuesto, a conocidos personajes secundarios aparecidos en previas novelas. Con este recurso Galdós consigue un efecto de lo más sabroso, al transmutar el clásico narrador omnisciente decimonónico en una primera persona harto elusiva, que se lamenta en más de un caso no saber más sobre determinado tipo (¡cuando no tardará en contarnos hasta sus más íntimos pensamientos!). Más lejos irá en La de Bringas, cuyo narrador se cuela aquí y allá en la narración, interviniendo personalmente (por ejemplo, para señalar cómo determinado personaje que se considere el alma de las reuniones ejerce «no sé qué acción narcótica» sobre sus nervios), incluso cerrando la novela con su participación activa.
El «realismo» galdosiano (vuelvo una y otra vez al concepto, e intento ser irónico conmigo mismo) no excluye, por lo tanto, una facilidad para acertar con el tono adecuado, entendiendo además que cada novela, aun dentro de una inevitable unidad estilística, posea un diferente registro dramático. Un buen ejemplo se encuentra en la mencionada Tormento, donde el autor crea un personaje, el del sacerdote, marcado por una necesidad de desgarro sensual que lo conduce a la inevitable degradación personal. El romanticismo malsano que envuelve la figura de Pedro Polo cobra un singular atractivo: sus apariciones, siempre breves y por ello siempre inquietantes, dotan a la novela de una fascinante atmósfera de malditismo y hacen descender sobre ella un hálito de masoquismo sexual más notable por cuanto en ningún momento se concreto la naturaleza exacta del pecado que cometen el sacerdote y Amparo (¿relación plenamente sexual?, ¿atracción meramente romántica?), impidiendo así la fácil escabrosidad moral en que, sin duda, habría incurrido un autor más «naturalista».
Dentro del magnífico uso de la elipsis y el sobreentendido que tanto brilla en esta novela, un hallazgo memorable es el descubrimiento de que su título no se debe tan solo al proceso de tortura que sufre Amparo (que también), sino que es el nombre cariñoso con que el sacerdote la llamaba (que ella, entonces, asumió con fervor) y que, desde luego, se reveló como premonitorio. De hecho, en todas las escenas que comparte la pareja, el narrador en teoría imparcial usa justo ese nombre para referirse a ella, olvidando que hasta entonces ha sido, tan solo, Amparo. Una vez más, el efecto remarca el pegajoso sensualismo malsano que envuelve esa relación «pecaminosa» (y que obliga a reevaluar la condición apocada e insulsa de la muchacha).
A este respecto, debe insistirse en que a Galdós, desde los primeros tiempos, le gustó jugar con el doble sentido de los nombres de sus personajes, desde esa contradictoria oposición entre «Amparo» y «Tormento» a gentes como el amigo Manso, doña Perfecta, el arribista Zalamero, la familia de funcionarios capaces de nadar en cualquier agua política, los Pez, o la misma y desafortunada Fortunata.
Por supuesto, elemento fundamental e indisociable de su obra, sin el cual no tendría el mismo sentido, es el caleidoscópico recorrido que efectúa sobre el Madrid del siglo XIX. Galdós no deja casi un rincón por dibujar, una capa social por recorrer, desde la emblemática burguesía —acomodada o de medio pelo— a la nobleza (con especial gusto por las que atraviesa estrecheces) y las capas populares: en Fortunata y Jacinta, cómo no, es dónde se produce la más completa conjunción de todas ellas. El autor nos lleva a los cafés y sus tertulias «salvadoras» del país, a los sótanos maledicentes de la administración (en este sentido, no encuentro mejor fuente para documentar el funcionamiento de la burocracia hispana), a las pensiones pobladas de estudiantes más amigos de la juerga que del estudio, a las tiendas y mercados del Madrid comercial o los espacios más desolados de los arrabales. El visitante recurrente de la capital que quiera seguir sobre la realidad el mapa del Madrid galdosiano sin duda encontrará una fuente de placer.
El último elemento que debo destacar es la especial sensibilidad que Galdós reveló (en consonancia con otros grandes escritores de la época) para el retrato femenino, mediante una galería impresionante cuya culminación, evidentemente, es la Fortunata de su obra magna. En principio, diríase que el autor propone a través de ella un fácil símbolo de la autenticidad moral, templada por la vida dura, de las clases populares. De hecho, ella misma, con esa ingenua rotundidad a la que recurre en los momentos en que intenta levantarse del desaliento que tantas veces la invade, proclama continuamente que es pueblo como una forma de defender su propia trascendencia, tan menospreciada por casi todos. Sin embargo, Fortunata es, ante todo, una criatura dotada de un fuego interior que va avivándose lentamente: un barco a la deriva en un océano lleno de escollos, marcada por el irresistible atractivo que despierta en todos los hombres. Lo que nos cuenta Galdós es el camino que la muchacha emprende para enderezar el rumbo bajo su propia voluntad. Sin embargo, para ello habrá de pagar el terrible precio de verse destruida por ese fuego que acaba despertando en ella.
La maestría del autor brilla de modo especial al hacer que su presencia inicial en tan ingente novela sea muy tenue, apenas una sombra o un nombre citado (y ya para menospreciarla o, peor, para despreciarla) por los otros personajes que parecen centrales, pero que poco a poco irán eclipsándose a medida que despierta ese volcán interior de la humilde joven, hasta ir alcanzando, ganando, el protagonismo absoluto de la novela, hasta que en toda la parte final ya acaba por convertirse en el nudo en torno al cual giran todos los demás personajes: el vórtice de ese universo. Fortunata es, sin la menor duda, la más notable encarnación de ese principio rector de la obra galdosiana que ya he señalado: la imposibilidad fatal de la felicidad. Y sin embargo, la derrota de Fortunata, como las de Manso o Amparo, supone un triunfo, un amargo triunfo por cuanto a ellos de nada les vale el inmenso placer que provocan en el lector que, a cualquier edad, se quita el muy «realista» velo de los ojos y descubre la grandiosidad de un mundo.