La ciencia ficción de H. G. Wells

La máquina del tiempo, en Anaya Tus LibrosEn el año 1895, un joven aspirante a escritor llamado Herbert George Wells, después de un intenso trabajo de apenas dos semanas, entregó a la imprenta una novela titulada La máquina del tiempo, en la que inmortalizó el que habría de ser desde ese mismo momento uno de los arquetipos por excelencia de la ciencia-ficción. A continuación, y en el curso de un prodigioso lapso temporal increíblemente corto, Wells añadiría un fabuloso conjunto de novelas que conformarían los cimientos del género: La isla del doctor Moreau (1896), El hombre invisible (1897), La guerra de los mundos (1898) o Los primeros hombres en la luna (1901). La ingeniería genética y el dilema ético que provoca, el descubrimiento de la invisibilidad, la invasión de los extraterrestres por excelencia, los marcianos, y un viaje a la luna que nos pone en contacto con una civilización selenita, son los temas que Wells abordó en dichos libros que hoy día son los más conocidos de su obra, en especial los cuatro primeros (no por nada, todos fueron publicados en la inmortal colección Tus Libros de la editorial Anaya). Wells tendría una vida larga y una carrera muy prolífica, pues moriría en 1946, con tiempo por tanto para vivir dos guerras mundiales —el gran pesimista que se intuye tras esas novelas supongo que no se extrañó nada de su estallido—, pero hoy día se le recuerda por sus primeras ficciones. ¿La razón tal vez consiste en su progresivo apartamiento del género en que veló sus primeras armas, en beneficio de una literatura de contenido social, más acorde con la evolución de sus inquietudes políticas? A Jorge Luis Borges, el más eminente de sus defensores, nunca le cupieron dudas acerca del segmento de su carrera en que se encontraban sus obras más perdurables, y a ellas dedicó un ensayo, «El primer H. G. Wells», contenido en su libro Otras inquisiciones, donde escribió a propósito de aquellas novelas: «Son los primeros libros que leí; tal vez serán los últimos…».

Wells y Verne son considerados hoy día como los padres de la ciencia-ficción. No sus creadores (debate estéril puesto que en la prehistoria del género pueden hallarse todo tipo de precursores), pero sí quienes crearon las primeras fórmulas y prototipos. Ahora bien, entre ambos hay una diferencia considerable. Aunque Wilde llamó al primero «un Julio Verne inglés», Wells nunca se preocupó por dotar a sus especulaciones científicas de ninguna pátina de elaborada credibilidad (como sí hizo siempre Verne, incluso en la más fantástica de sus novelas, Hector Servadac, donde paseó a sus personajes por el Sistema Solar a bordo de un asteroide después de rozar levemente la Tierra y llevarse un trocito del Mediterráne). Para Wells, sus aproximaciones a la ciencia no tienen otro objeto que servirle de alimento para sus especulaciones sociales y morales: para su profundo estudio del ser humano, de sus debilidades y también de sus pequeñas grandezas.

La clave de la perdurabilidad de Wells se encuentra en su poética: en su capacidad para hacer que unas fantasías de construcción en el fondo muy sencilla se revistan de una misteriosa densidad, que hace que no se limiten a posarse en el fondo de nuestra memoria una vez que cerramos las páginas de sus mejores libros, sino que se empeñan en seguir despertando nuestra incomodidad. Wells fue implacable con sus personajes, y no le importó dar el protagonismo a tipos por los que resulta imposible sentir simpatía, pero siempre se esforzó por hacerlos comprensibles, incluso en su abyección. Por otra parte, como todo gran narrador (y los mejores títulos de Wells se integran en el corazón de la edad de oro de la literatura narrativa), siempre supo cómo desarrollar unos argumentos magníficos al tiempo que acertar con el tono requerido por cada uno de ellos. En unos casos, una atmósfera de misterioso lirismo (La máquina del tiempo); en otros, la crónica subjetiva de una aventura que va volviéndose progresivamente terrible (La isla del doctor Moreau, La guerra de los mundos) o el formato de un reportaje elusivo en el que la locura del ser humano, bajo la apariencia de un informe aséptico y desapasionado, cobra mayor capacidad de revulsión.

He dedicado ya un par de artículos en este blog a sus dos primeras novelas, y la considerable progenie de adaptaciones cinematográficas que inspiraron, por lo que apenas hablaré de ellas, remitiendo a esas entradas.

Estupendo poster de El tiempo en sus manos, adaptación en Hollywood de La máquina del tiempo

La máquina del tiempo es para mí la obra maestra del autor (aunque pueda parecer algo descorazonador opinar así en alguien que tantas novelas, relatos y ensayos tendría todavía que escribir). Pero es que toda la vida lleva cautivándome la muy particular belleza melancólica que impregna la historia de ese viajero en el tiempo que cree posible encontrar en el futuro una sociedad que haya aprendido de sus errores y creado un mundo más justo. En el año 802.701 se tropezará con la escisión del hombre en dos razas, los en apariencia armónicos eloi, en realidad símbolo de una abúlica clase privilegiada que ha perdido la capacidad para estimularse con los retos de la supervivencia, y los monstruosos morlocks, los herederos de los desheredados, esos de los que Wells siempre se sintió a su lado, pero a quienes el noble escritor quiso alertar de que la dignidad solo puede venir acompañada de la humanidad. En concreto, el capítulo en que el viajero llega todavía más allá en el tiempo, hasta el mismísimo ocaso de la tierra, posándose en una playa dominada por un sol en perpetuo crepúsculo, siempre ha tenido la virtud de sumirme en aquello que, de modo algo pedante, podríamos llamar la memoria ancestral del ser humano: en la consciencia de un recuerdo (o de una anticipación) de algo que no podremos vivir como individuos, sino como especie.

En La isla del doctor Moreau —y a través de la historia del científico que ha descubierto cómo convertir a los animales en seres antropoides, sin advertir que no es en el bipedismo y el lenguaje donde se halla la esencia de la humanidad, sino en una ética basada en la compasión y la libertad personal—, Wells creó las bases de un argumento destinado a no perder nunca su modernidad, la posibilidad de la ingeniería genética, situándolo en uno de los escenarios más fascinadores de la literatura, la Isla, espacio tan propicio para la utopía, el misterio puramente abstracto, la fábula de regeneración… y el terror más absoluto. Wells supo unir todas estas dimensiones a lo largo de un relato que se caracteriza por su sencillez y su falta de énfasis en el horror, en el sensacionalismo, lo cual, claro, lo hace aún más terrible. Al contrario que La máquina del tiempo, en esta novela no hay lugar para el lirismo, ni la melancolía, ni para una visión humanista incluso de una humanidad degradada, sino justo para remarcar el pesimismo más acendrado ante esa degradación del ser humano que supone esa parodia de paraíso que un dios sin ética ha creado en un rincón perdido del océano Pacífico.

El hombre invisible, en Anaya Tus LibrosEl hombre invisible comienza con la inquietante imagen —la película de la Universal de los años 30, por otra parte muy mediocre, consigue ilustrarla de modo francamente sugestivo— de un forastero, embozado en gruesas ropas y cuyo rostro está cubierto por vendas, un sombrero de ala ancha y unas gafas oscuras, que un día del duro invierno llega a una pequeña posada de la Inglaterra rural. Una vez instalado, su carácter irascible, la incomprensión antes unos misteriosos experimentos que siempre parecen saldarse con el fracaso y su progresiva caída en desgracia frente a los dueños tan pronto agota su dinero, acabarán por provocar un estallido: la revelación de que bajo esas prendas trabajosamente ceñidas al cuerpo no hay nada. Como es notorio, en esta también excelente novela, Wells deparó otro notable hallazgo: la monstruosidad de su criatura no estriba en un físico horrible, sino en la falta de un físico.

Wells hizo realidad aquí el que siempre ha sido uno de esos sueños inconfensables del ser humano, puesto que dicha condición nos abriría a la posibilidad malsana de espiar todas las intimidades de nuestros semejantes (es decir, subrayaría la que, en mi opinión, es una de nuestras tres o cuatro características esenciales: la codicia de nuestra mirada) y, aun más, a concedernos la capacidad de obrar a nuestro antojo apoyados en la invulnerabilidad de no ser vistos. Sin embargo, ese sueño aquí se convierte en una atroz pesadilla.

Eslabón perfecto entre el terror y la ciencia-ficción (como dejarían bien sentadas sus futuras adaptaciones al cine), El hombre invisible es un relato que enlaza antes con la peripecia en la isla de los hombres-animales que con el viaje en el tiempo o la guerra contra los marcianos: en ambas novelas hay la misma aspereza atmosférica, la misma agudeza en el dibujo de la miseria moral del ser humano, la misma falta de apoyo para encontrar personajes en quienes proyectarnos… Significativamente, de las cinco novelas que abordo en este artículo, es la única en la que falta un narrador en primera persona. Wells utiliza la elusiva técnica de dejar que sean las impresiones de los testigos las que vayan construyendo nuestro conocimiento del personaje central, a modo de relato periodístico desde fuera (en la inmediata La guerra de los mundos ensayó lo mismo, pero con narrador subjetivo, por tanto buscando una implicación que aquí no existe). Es decir, la estupenda estrategia narrativa del autor —como corresponde a un personaje incorpóreo— consiste no darle el cuerpo del relato a su protagonista, al modo de todas las otras ficciones que nos ocupan.

Así, Wells cuenta sus andanzas a través de la suspicacia, el miedo, la ignorancia o los rumores de quienes asisten, primero con desconfianza y después con abierto terror, a la en el fondo patética guerra que el hombre invisible declara contra el mundo: un mundo no menos patético, pues se reduce a unos pocos villorrios del sur de Inglaterra, ensimismados en su pequeño tamaño y aislados aún más bajo ese invierno que tanto marca la acción del libro.

Claude Rains, el hombre invisible del film de 1933 dirigido por James WhaleEso sí, cuando por fin se le concede la posibilidad de explicarse a sí mismo, cuando por fin Griffin (nunca se nos dirá su nombre de pila, lo que contribuye a crear el efecto de alejamiento) relata cómo se ha convertido en lo que es ante alguien que lo conoce (un antiguo compañero de facultad, el doctor Kemp), el relato alcanza su cima. Las páginas subjetivas de El hombre invisible están impregnadas ahora de una implicación emocional, de una amarga desesperación, que lógicamente faltan en el resto del libro, y que le otorgan una inolvidable tristeza: aun cuando resulte imposible identificarse con Griffin, al menos esas páginas obran el prodigio de convertirlo en un ser comprensible, cuyo patetismo despierta en el lector una amarga empatía. Y es que el gran logro dramático de la novela estriba en su amargo simbolismo: en su condición de triste fábula existencial acerca de un hombre que hace real una invisibilidad que en el fondo siempre llevó consigo: la invisibilidad de quien, primero por extracción social y luego por carácter, está condenado al ensimismamiento insatisfecho. Su sustancia lo que hace es literalizar la metáfora y arrastrarlo a una locura megalomaníaca que no conduce a otro camino que el de su muerte.

Ahora bien, si ya he dicho que Griffin no puede ser de ninguna manera ni siquiera un antihéroe, ninguna de las múltiples figuras secundarias que recorren el libro merece una mínima simpatía por parte del lector: la muerte del hombre invisible se produce mediante un horrible linchamiento en el que es aplastado a golpes por una multitud enloquecida por el furioso temor de que, si deja de golpear ese sólido vacío, volverá a escaparse. Muerto de esta manera, la sustancia que lo hace invisible por fin se volatiliza y Griffin recupera su corporeidad: demasiado tarde, sin embargo, para que lo haga su humanidad, y el precio es que quienes lo matan también la pierdan.

La guerra de los mundos, en Anaya Tus LibrosEn el momento en que a Wells se le ocurrió la sencilla idea de narrar la crónica de cómo reaccionaría la humanidad ante una posible invasión extraterrestre selló otro argumento destinado a la inmortalidad. La guerra de los mundos es uno de los relatos más populares del autor y la fuente inagotable de un segmento harto fértil del género fantástico. «Nadie hubiera creído en los últimos años del siglo XIX que las cosas humanas fueran escudriñadas aguda y atentamente por inteligencias superiores a la del hombre, y mortales, sin embargo, como la de éste» es la estupenda frase —con el intermedio en la traducción de nada menos que Ramiro de Maeztu: véase la comentada edición de Tus Libros— con que principia un relato que tiene, antes que nada, el acierto de la inmediatez. Wells da voz a un narrador en primera persona (que, como el viajero del tiempo, bien podríamos tomar por el mismo autor) que, primero, asiste con curiosidad junto a sus vecinos al aterrizaje de las naves como quien va de picnic, después piensa que se halla ante una aventura emocionante que puede tener la virtud de desperezar a la humanidad de su demasiado cómoda convicción de ser el dueño del universo, y que por último acaba advirtiendo, con horror, que puede ser el testigo del fin del mundo civilizado.

Y este narrador más bien anónimo (de hecho, nunca se le dará nombre) acaba convirtiéndose en una perfecta metáfora del ser humano medio, con su irreductible volubilidad, tan pronto la encarnación del optimismo absoluto, tan pronto capaz de olvidar las leyes básicas de la civilización en cuanto las reglas del juego social cambian drásticamente. Por ello, no está de más aplaudir el ingenio del famoso final elegido por Wells: la derrota final de los invasores se producirá sin que los hombres la hayan merecido, pues no es su inteligencia la que acaba con la amenaza, sino lo letales que para los marcianos resultarán ser los más pequeños habitantes de la Tierra: los virus y las bacterias.

Uno de los grandes aciertos narrativos de la novela (y que, sin duda, ayudó a convertirla en un enorme éxito, sobre todo entre su inicial público inglés) es el considerable realismo que otorga a la invasión al detallar con gran minuciosidad los movimientos de los invasores y del narrador que se va desplazando de un lado a otro a lo largo de su huida. Julio Verne me enseñó a leer con un mapa a mi lado; Sherlock Holmes, con un plano, y para mí Londres es la ciudad-plano por excelencia. Para quienes como yo sean amantes de ese efecto realidad que es seguir las andanzas de nuestros personajes sobre una reproducción del mundo, La guerra de los mundos es su novela. Al modo de una minuciosa crónica periodística, Wells expone con todo detalle el avance de su protagonista desde el barrio periférico de Londres donde vive, Woking, hasta el mismo centro de la metrópolis, donde descubrirá los cadáveres en descomposición de los antes orgullosos marcianos.

Portada de una edición de La guerra de los mundosAhora bien, la novela es ante todo, una estremecedora descripción de los efectos de una invasión devastadora sobre la población civil. Adelantándose a la no muy lejana Primera Guerra Mundial, Wells ya habla de los raudos avances de las tropas enemigas, de la huida en masa de la población después de la incredulidad inicial, de los bombardeos, del uso de armas «químicas», como ese letal Humo Negro que se anticipa al terrible uso del gas mostaza en las trincheras… El triste dictamen del autor es que, en esos momentos de destrucción y pánico, los usos de la civilización ceden con enorme facilidad ante el miedo y la desesperación, haciendo retornar al hombre a ese «estado natural» que tantos ingenuos ilustrados defendieron como lo más característico de nuestra especie, sin anticipar la dimensión terrible con que sería bañado este concepto por las fábulas fantásticas de la literatura del futuro.

El mejor ejemplo estriba en esos dos personajes con los que el protagonista se va tropezando a lo largo de su odisea, que representan dos emblemáticas reacciones, y nada recomendables, del ser humano. El vicario es el hombre superado por las circunstancias, a quien dominan primero el miedo y el egoísmo (sin pensar en la necesidad de racionar la comida, se dedica a devorar cuanta cae en sus manos), y luego, en función de su profesión, la caída en el fatalismo religioso: Dios ha querido la destrucción de la humanidad para así hacernos pagar nuestros pecados, siendo los marcianos un equivalente al diluvio universal o a la lluvia de fuego sobre Sodoma y Gomorra (esta última imagen es especialmente acertada). El soldado se convierte en un fanático darwinista —Wells fue un defensor de las tesis de Darwin pero, siempre lúcido, tuvo muy claro cuáles eran los límites en que debían aplicarse— que solo ve como solución la selección de los más fuertes y el desprecio de los más débiles para crear una casta que se considere los únicos herederos posibles de la humanidad, y por tanto la salvaguarda de su esencia, refugiándose en las entrañas de la tierra mientras prepara su forma de recuperar su viejo dominio (como se ve, Wells aquí retoma de su inmortal La máquina del tiempo esa división de la humanidad del futuro en elois y morlocks). Los más débiles físicamente, incluidos los intelectuales, serán postergados a un lado, dejados a los marcianos para constituir su reserva de carne y así hacer posible que se confíen mientras los hombres verdaderos reconstruyen bajo tierra su imperio.

La guerra de los mundos constituye, en mi opinión, la mejor novela del autor después de su ópera prima, una obra deliciosa al par que lacerante, y cuyo inmarchitable encanto tal vez tenga mucho que ver con su curioso carácter steampunk, es decir, su capacidad para fundir lo arcaico de su ubicación cronológica con la modernidad latente de su entraña, como demuestra la facilidad con que el argumento sería trasladado por todas las posteriores versiona de la historia, al cine (Spielberg ha sido el último adaptador) o a la radio (la mítica emisión de Welles, que subrayó su condición de aterradora crónica realista).

Portada antañona de Los primeros hombres en la luna, de WellsLos primeros hombres en la luna (1901) es seguramente la obra menos popular de todo este ciclo wellsiano: en España, ahora, es difícil encontrar una edición de la misma (significativamente, Tus Libros no la incluyó en su catálogo). Otro argumento, que suele ser buen indicador del impacto de una obra a lo largo del tiempo, es que solo ha sido llevada una vez al cine, sin mucho eco, y en España incluso se estrenó con el estúpido y desorientador título de La gran sorpresa (1964, Nathan Juran). En el famoso prólogo que escribió para las Crónicas marcianas de Bradbury, Borges recordaba haberla leído «con fascinada angustia, en el crepúsculo de una casa grande que ya no existe» (la melancólica belleza de esta expresión siempre me ha perseguido). Pues bien, pese a que el escritor argentino es una de las personas que más lecturas felices ha conseguido sugerirme, de ningún modo es este uno de esos casos: Los primeros hombres en la luna es una novela indigna de su autor, porque carece de todo lo que hace tan grande su literatura: interés argumental, lirismo latente, capacidad de inquietud, sugestión psicológica. Si acaso, entiendo que a Borges le fascinara este libro como símbolo de la soledad en su grado más terrible: dos hombres perdidos en nuestro satélite, uno de los cuales acabará abandonando al otro, en mitad por tanto de la nada.

Ahora bien, casi no hay más. Volviendo a aquella definición trivial del, por otro lado, nada trivial Wilde, a ratos, este viaje a la luna diríase concebido únicamente para parodiar la expedición verniana. Recuérdese que, de las dos partes de que consta el libro De la Tierra a la luna, la primera (y mejor: de hecho, a ráfagas una deliciosa obra maestra) está dedicada únicamente a la minuciosa realización de los preparativos: en ella están contenidas todas esas anticipaciones que han hecho tan famoso a su autor y que, en realidad, lo que revelan es a un atento analista de las realidades científicas que en la época estaban al alcance de cualquiera. No se olvide que Verne nunca hizo posar a sus personajes en la superficie del satélite, precisamente porque su escrupuloso manejo del verismo científico le impedía asegurar su regreso a la Tierra sin recurrir a la pura fantasía.

Pues bien, Wells recurre a ella sin complejo alguno: lo que permite el viaje de sus dos protagonistas a la luna en una cápsula circular es el descubrimiento de una sustancia que anula la gravedad, la cavorita. Es verdad que el escritor tampoco había dado mayores explicaciones acerca del funcionamiento de la máquina del tiempo o de la sustancia creada por el hombre invisible, pero la cavorita resulta… demasiado estúpida (y Wells pierde muchas páginas dedicado a contar la investigación de su creador, con lo cual él es quien le da una importancia que no merece, perdiendo así la mera condición simbólica necesaria para facilitar el argumento, al modo de las otras novelas).

Otra bonita portada de Los primeros hombres en la luna, de WellsEl protagonista es un hombre joven llamado Bedford que se recluye en un apartado lugar de la costa sur inglesa huyendo de sus acreedores después de haber vivido un crack empresarial, decidido a reflotar su situación… mediante la redacción de una obra teatral. En ese lugar traba contacto con un extravagante científico, Cavor, que está embarcado en la búsqueda de la sustancia referida, a cuya empresa se une el primero con el confeso y desvergonzado propósito de aprovecharse de los beneficios que enseguida vislumbra en su explotación. Así pues, construido el armatoste y sin más dimes ni diretes, los dos hombres deciden emprender su expedición lunar como podían haber ido a cualquier otro lado, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, sin ninguna preparación digna de semejante expedición. Y en nuestro satélite se tropezarán con una civilización selenita (cuyos habitantes tienen apariencia de insecto) que vive en el interior del astro.

El problema de Los primeros hombres en la luna no es, faltaría más, que Wells no siga el camino emprendido por Verne: es que su falta de complejos desemboca en una absoluta falta de pudor a la hora de organizar una narración que carece de la más mínima credibilidad psicológica en el dibujo de personajes, de coherencia en el desarrollo de la trama, de equilibrio de matices. Y es que, si uno no supiera que el autor de esta historia es Wells, la tomaría por un relato pulp de ambiente espacial en la línea de la saga de Marte de Edgar Rice Burroughs, solo que infinitamente más aburrido (aunque muchos no lo creerán, para hacer buen pulp no basta solo con rellenar páginas sin objeto alguno).

Ante la lectura de sus páginas, el lector acaba considerando que, por una vez, Wells atiende antes a la denuncia moral, a la crítica del hombre, que a las necesidades dramáticas y narrativas de su ficción, de tal modo que lo primero deviene hueco e incluso cargante. ¿Qué pretende el autor? 1901 es el año de su incorporación a la Sociedad Fabiana, grupo que defendía la progresiva implantación del socialismo en las islas británicas, sin necesidad de recurrir a la revolución en un sentido marxista. No he profundizado en el conocimiento de Wells lo suficiente para saber si hay relación, pero es cierto que en los años siguientes el escritor fue abandonando la fantasía para decantarse por una literatura social ya en sentido estricto, firmemente «realista».

Sea como fuere, Los primeros hombres en la luna responde antes a la naturaleza del panfleto que a la de la rigurosa construcción literaria. Pues lo más significativo de ella es su denuncia de la naturaleza esencialmente destructiva del hombre ante las otras culturas: en la forma en que Bedford reacciona ante los selenitas (mediante la violencia y el asesinato, por mucho que él piense estar obrando en defensa propia), Wells parece levantar una feroz fábula anti-imperialista, con su personaje encarnando lo más brutal de la actitud europea frente al otro. Y justo es reconocer (y he aquí lo más interesante del libro) que Bedford es el protagonista más abyecto de toda la obra del autor, como él mismo, de modo sin duda involuntario, va remarcando a través de su narración en primera persona, caracterizando así la condición de la novela como la fábula más pesimista del autor. Por ello, es una lástima su completa falta de solidez, porque lo único que hace es trivializar ese pesimismo, que solo muy ocasionalmente está a punto de cristalizar en algún momento conseguido, justo en aquellos en que el lirismo wellsiano asoma ligeramente: en especial, la comprensión final por parte de Cavor de la naturaleza de su compañero de viaje, y el latente fatalismo con que el autor sabe bañar a un personaje destinado al fracaso absoluto (como descubridor de una sustancia de la que al final no quedará el menor rastro y como pionero del espacio), de tal modo que lo que queda de la novela (y tal vez lo que más impresionó a Wells) es, como en El hombre invisible, la sensación de una tristeza que se pega a nosotros como una segunda piel, por más que aquí sea más latente que atmosférica…

Wells escribió otras fantasías memorables, por ejemplo en el campo del relato. Buenas muestras son El país de los ciegos, acerca de un viajero extraviado en una ciudad de invidentes perdida en los Andes ante los que, aterradoramente tarde, descubrirá que está indefenso, o La puerta en el muro, una de esas veces en que la literatura más cerca ha estado de dar cuerpo a algo que no lo tiene: la nostalgia por la pérdida de lo que en realidad nunca se ha poseído… Borges las incluyó en la selección de cuentos que incluyó en su estupenda Biblioteca de Babel, y con esto vuelvo al principio del artículo. Yo mismo puedo contar algunas de las obras de Wells entre mis primeras lecturas; y no sé si estarán entre las últimas, pero desde luego no puedo imaginar el universo sin la imagen de ese viajero que en el futuro degradado de la Tierra descubre que, al menos, el ser humano nunca perderá la capacidad para la ternura, o de ese pobre y desvalido monstruo que aspira a imponer su dominio sobre el mundo sin advertir que lo que cree que le hace invulnerable es su mayor debilidad, pues un hombre invisible es alguien que no solo no puede ser visto, sino ni siquiera tenido en cuenta.

Bonita imagen lunar de La gran sorpresa, la adaptación estadounidense de Los primeros hombres en la luna, de Wells

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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