Para ojos occidentales, el cine japonés «nació» a comienzos de los años 50, gracias a la repercusión obtenida en los festivales de cine por películas como Rashomon, Vida de Oharu, mujer galante o La puerta del infierno. Tres nombres se situaron como la referencia fundamental, y a día de hoy siguen siendo los más conocidos de la etapa clásica del cine nipón: los de Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu y Kenji Mizoguchi. En concreto, este último vivía precisamente la última etapa de su cine (moriría en 1956, a la sin duda temprana edad de cincuenta y ocho años), la más conocida por nuestros lares gracias a la aceptable difusión de su obra en filmotecas, televisión (en los tiempos gloriosos de tve, claro) y formato doméstico. Como los anteriores (o como otro contem-poráneo a su altura: Mikio Naruse… y los verdaderamente expertos añaden más, ya ignotos por su mucha más difícil accesibilidad), la vasta filmografía del cineasta encierra múltiples joyas además de las más conocidas. Sin embargo, de la docena de títulos que conozco de ella —¡y Mizoguchi, desde su debut en 1923, acredita más de 90 películas (si bien solo se conservan 31)!—, siento especial devoción por dos de los más señeros. Se trata de dos películas que el autor rodó de modo consecutivo, unidas por evidentes vasos comunicantes, pero sobre todo por constituir dos maravillosos acercamientos al tema del sufrimiento, y en concreto a la redención mediante el dolor. Se trata de dos obras no ya maestras sino culminantes, inolvidables: Cuentos de la luna pálida (1953) y El intendente Sansho (1954).
Ambas son dos obras de época (los japoneses las llaman jidai geki, y los occidentales aficionados al cine nipón sienten especial debilidad —yo no soy menos— por estas denominaciones, que repiten sin cesar en toda clase de artículos) y aunque entre las dos ubicaciones cronológicas en que se sitúan hay cinco siglos de distancia, la similitud escenográfica denota, primero, que al menos por lo que muestran las películas el Japón premoderno pareció estancado en un medievo eterno y, segundo, que todos los finales de era (ambas transcurren a escasas fechas de un trascendente cambio de etapa histórica) tienen el mismo grado de turbulencia: violencia irracional, sed de dominio y zozobra existencial.
Las dos películas, por tanto, siguen las tribulaciones de personajes arrastrados como espigas por el viento, zarandeados por la violencia y la incertidumbre, y ambas comparten la misma cualidad de faerie tale que tiene la virtud de atenuar su apariencia de fáciles parábolas morales para convertirlas en paradigmas intemporales del sufrimiento humano. Cuentos de la luna pálida, en concreto, y pese a ser un clásico del cine fantástico de todos los tiempos, es la única incursión del autor en los terrenos de lo sobrenatural. Ahora bien, y aunque (con matices) no sucedan en ella hechos irreales, El intendente Sansho también participa de la misma y evanescente atmósfera fantastique. Finalmente, una misma actriz vincula las dos historias por medio de dos personajes de raíz similar (dos mujeres que solo viven para su familia), interpretadas por Kinuyo Tanaka, la protagonista recurrente de Mizoguchi, excepcional en las dos ocasiones.
Cuentos de la luna pálida (a veces, alargado el título, de modo incluso más sugerente, a Cuentos de la luna pálida de agosto) parte de un par de relatos entresacados de la antología Ugetsu monogatari, que Akinari Ueda publicó en 1776, a los que, por petición expresa del director, su habitual guionista Yoshikata Yoda añadió otro más, solo que este europeo y, por añadidura, del francés Guy de Maupassant, titulado Decoré! (para la trama del campesino que sueña con convertirse en samurái).
La historia se centra en las desgracias que sobre sí mismos y sobre sus esposas abaten dos campesinos y hermanos, espoleados por sus irreflexivos anhelos, en el marco de ese Japón de finales del siglo XVI que se halla embarcado en guerras endémicas. Genjuro es un campesino que ha descubierto su habilidad para la alfarería: un primer regreso de la ciudad, con el bolsillo repleto de monedas de plata, incrementa su codicia para hacer una nueva remesa y volver allá a venderla, desoyendo el sabio consejo de lo incierto que resulta tomar cualquier camino en esos momentos en que los soldados rondan por doquier. Su hermano Tobei es un pobre infeliz que sueña con hacerse samurái para así obtener gloria y riqueza, y llega a creer (como le dicen unos soldados, sin duda para reírse de él) que para serlo basta con tener dinero para comprarse una armadura y una lanza. Las dos esposas (Miyagi y Ohama, respectivamente) ven claramente el peligro de las respectivas ambiciones de su marido, pero contemplarán impotentes cómo ambos marchan en pos de sus quiméricos empeños.
Dos hombres y dos mujeres llevan con facilidad a la idea de lo doble, de lo especular. El destino de una pareja, aquella cuyo relato se cuenta más en primer plano, acabará siendo también el espejo de la segunda, si bien, precisa-mente por la mayor atenuación de sus caracteres —ni Tobei ni Ohama son capaces de alcanzar la sublimidad de Genjuro y Miyagi— su historia no tendrá una conclusión trágica como la de los primeros y obtendrán la segunda oportunidad que se les veda a estos. El tratamiento especular lleva, también, a la repetición de los episodios y las imágenes: ambas mujeres tendrán infortunados encuentros con soldados errantes (Ohama será violada, pero Miyagi será asesinada para robarle la escasa comida que llevaba para su hijo), y dos serán los espíritus femeninos que se le aparezcan a Genjuro, uno la princesa Wakasa, que intenta llevárselo con ella al otro lado, el otro su propia esposa Miyagi, quien sin embargo, y porque lo ama de un modo real y no como en un sueño, no intentará hacer lo mismo que aquélla sino que velará por él desde el más allá hasta que, confiada en la definitiva regeneración del esposo, podrá dejarlo sobre este mundo y partir al descanso definitivo.
A tenor de esta recensión, podría pensarse que nos encontramos ante una nada sutil parábola que fomenta la resignación de los humildes, incitándolos a mantener para siempre su misma vida sencilla porque todo podría ir a peor. Es más, que el film incurre en el tópico de que el hombre es un soñador (sus sueños podrán costarle caro, pero en principio es quien se decide a mirar más allá de su horizonte cotidiano), mientras que la mujer es el ancla que lo sujeta a la realidad con su espíritu eternamente práctico pero a la vez falto de la imaginación y del anhelo del riesgo, esto es, del anhelo de trascendencia inherente a la condición humana. Visto así, el mensaje no puede ser más conservador: quien siembra vientos, recoge tempestades, de tal modo que el hombre, solo a costa de dolor, entiende que siempre debió conformarse con su puesto en la vida.
Pero pensar esto es no entender la grandeza poética y emocional de Cuentos de la luna pálida. En primer lugar (y como luego sucederá con El intendente Sansho), el contenido parabólico se sume dentro de una atmósfera de delicioso y evanescente cuento de hadas (en esta ocasión, de modo literal, por su componente fantastique), y los cuentos, como bien se sabe, operan sobre sencillos arquetipos que se empeñan en hablarnos desde el interior, como si aquellos poblaran los sueños, o los miedos, de todos nosotros. Y en manos de un artista con sentido de la atmósfera (en literatura, sería el caso del inmortal Hans Christian Andersen), la simplicidad se convierte en sutileza y la convención en melancólica poesía.
Por ello, Mizoguchi, maestro de la sugerencia y de la elaboración plástica, convierte tan primario argumento en una extraordinaria fábula sobre la precariedad de las convicciones, sobre el amargo sabor a ceniza que deja en el hombre la seducción de un espejismo. Cuentos de la luna pálida desgrana con inolvidable belleza elegíaca la bonita idea de que en un mundo dominado por el dolor —aquí bajo la forma de una guerra insensata, donde no importan los bandos—, la realidad y la irrealidad han borrado sus límites y el paso entre ambas es imperceptible. Así, lo que narra es el descubrimiento, casi siempre tardío, de que sólo el amor, la entrega a otro ser humano, es lo que nos libera de toda circunstancia de calamidad.
Asimismo, ese director resueltamente feminista que fue Mizoguchi convierte las peripecias (en apariencia menos «importantes») de las mujeres de la historia en el vehículo de uno de los grandes temas de su cine: la abnegación femenina. Una abnegación, además, que contra lo que pudiera pensarse no se reduce a las dos esposas campesinas que tratan, inútilmente, de sujetar a sus maridos a la realidad de las cosas, sino que incluye al fascinante personaje de la princesa Wakasa, vértice de un segmento —el que transcurre en su palacio, donde mantiene bajo un encantamiento de amor a Genjuro— que, sin duda, podría figurar entre lo mejor que ha dado nunca el ensueño onírico en el cine mundial. Wakasa, muerta demasiado joven y sin haber probado las delicias del amor, regresa desde el más allá en busca de ese hombre al que rendir el tributo eterno de sus sentimientos. Y hasta un fantasma puede engañarse: ¿por qué la gentil y bella princesa cree que ese ideal podría encarnarse en ese infeliz alfarero? Incluso el espectador que tanto desea ver el regreso de Genjuro con su fiel Miyagi no podrá olvidar nunca el ofendido dolor en los ojos de esa joven fantasmal al descubrir la «traición» de su amado, que se tatuará sobre la piel el sutra budista que rompe el hechizo y lo expulsa a la prosaica realidad (del hermoso palacio no quedan sino los vestigios de madera de una ruina invadida por los juncos).
Devuelto a la lucidez, Genjuro encamina de nuevo sus pasos hacia su hogar, y se precipita dentro de él para descubrirlo abandonado, con el hogar apagado: inerte, vacío, frío. Ahora bien, mediante un movimiento de cámara que sigue sin interrupción al personaje —Mizoguchi es al travelling lo que Yasujiro Ozu al encuadre fijo— este sale y vuelve a entrar en la casa, encontrando ahora a su esposa ante el hogar encendido. Y el momento en que Miyagi vela el sueño del cansado marido (sin que este pueda sospechar que también ella es ahora un espíritu), mientras cose su ropa a la luz de una vela sin duda es uno de los más emotivos dibujos del amor incondicional que jamás se ha filmado.
El intendente Sansho adapta un cuento de Ogai Mori del cual el guionista Yoshikata Yoda (según nos informa Antonio Santos en la excelente monografía que le dedica al autor en la colección Signo e Imagen, de Cátedra) tomó su esqueleto argumental para efectuar importantes variaciones que, a juicio del crítico, mejoraron notablemente sus posibilidades. La acción transcurre ahora en las postrimerías de la Era Heian (finales del siglo XII), en un Japón igualmente dominado por la rapaz violencia de los clanes que compiten por el poder del decadente tenno o emperador.
El film narra la desgraciada historia de la mujer y los dos hijos de un gobernador empeñado en tratar a los campesinos con justicia y bondad («Un hombre que no siente compasión por los demás no es un verdadero hombre», es el principio que procura arraigar en el corazón de su hijo), lo que provocará su desgracia. Después de varios años de separación al haber sido apartado él de su cargo y confinado lejos, los tres se dirigen a reunirse con él atravesando el turbulento país. No irán muy lejos: una aviesa anciana los entrega a unos piratas ribereños, que los separan. La esposa, Tamaki, es entregada a la prostitución en la isla de Sado; los dos niños, Zoshio y Anju, son vendidos como esclavos al tiránico intendente Sansho, en cuya propiedad crecerán hasta convertirse en adultos. Ella mantendrá la misma pureza gentil de su niñez, pero él, degradado por la sumisión, perderá la fe en la compasión humana (en el momento culminante, cumple sin escrúpulo alguno la orden del amo de marcar el signo del fugitivo, al rojo vivo, sobre la frente de un pobre anciano que ha intentado escaparse).
La pérdida y el reencuentro, la degradación y la redención (en sentido espiritual y literal) son los grandes temas dramáticos en torno a los cuales Mizoguchi ejecuta una parábola sobre el humanitarismo que, como en el film anterior, se construye sobre la sustancia de un cuento mágico, a la vez intensamente onírico y crudamente realista, por cuanto no se ahorra ningún plano a la hora de mostrar el sufrimiento que viven los pobres esclavos del intendente. No faltan, por ello, en este cuento de hadas sombrío ni la madre abnegada ni los niños desvalidos ni el ogro terrible (la caracterización física del intendente es propia de un relato infantil, con esa barba de cabellos erizados y el gesto perennemente agrio) ni el genio bueno (Taro, el hijo de intendente, que renuncia a su vida de privilegios para hacerse monje y acabará interviniendo de modo decisivo en el destino del joven Zoshio) ni el coro de criaturas benévolas que ayuda a los niños a sobrellevar mejor su dura existencia (los esclavos de la hacienda de Sansho).
El mismo tratamiento de la naturaleza por donde se mueven los personajes es propio de una fantasía. El intendente Sansho demuestra que pocos cineastas supieron recoger de modo más bello los espacios naturales, en buena medida gracias al impresionante trabajo del director de fotografía Kazuo Miyagawa (que no por casualidad colaboró con el otro gran cineasta de la naturaleza, el telúrico Akira Kurosawa, por ejemplo en Rashomon). El tercio inicial, en especial, que recoge el viaje de la madre, los dos hijos y la criada por el Japón rural, resulta impresionante por el modo en que parece situar a los personajes en un espacio de tránsito entre el mundo real y el mundo de los muertos (la soledad y el silencio son sus dos grandes característicos), de tal modo que en todo momento se anticipa la sensación de que algo inquietante va a sucederle a esos viajeros, los cuales sin embargo se pasean felices (sobre todo los niños, claro), no en vano se dirigen al encuentro del marido y padre al que tanto veneran. Es por ello que, cuando finalmente se produce el aciago episodio de la captura por los piratas, el efecto es terrible tanto para los personajes como para el impotente espectador, incondicionalmente situado al lado de los desvalidos viajeros.
Desde ese momento, la acción se centra sobre los dos hijos y su estancia en la hacienda regida con mano de hierro por el intendente Sansho, con un salto inmediato de diez años que convierte a los niños en jóvenes. La misma noche de su llegada reciben la comprensión (impotente) de Taro, el hijo de Sansho, que asiste con horror a los desmanes de su padre y huirá del hogar entonces, no sin antes realizar una acción de evidente contenido simbólico: ante la negativa (por miedo) de los niños a revelar sus nombres, Taro les da otros dos, estupenda idea por cuanto actúa a modo de talismán: que sean Mutsuwaka y Shinobu quienes sufran la opresión es un modo de preservar la futura liberación de Zoshio y Anju… aunque la de la segunda sea por medio de la muerte. La madre, Tamaki (a quien también le han cambiado el nombre: Nakagimi), solo reaparecerá brevemente para mostrarnos que nunca ha dejado de pensar en sus niños perdidos, de tal modo que en este pequeño interludio su amo le impone el atroz castigo de que le corten los tendones de los pies, para reprimir su tenaz deseo de fuga.
El intendente Sansho hace un espléndido uso de dos elementos básicos del melodrama, la recurrencia (es decir, el uso del símbolo y de la repetición) y la atmósfera (es decir, la creación de un espacio visual y emocional que posee sus propias leyes lógicas, las cuales convierten el azar en necesidad: en fatalismo), fundamentales para conjurar el gran peligro del género: que sus historias degeneren en mera acumulación de peripecias sin más sentido que la sorpresa continua y el sentimentalismo fácil.
Dos son los elementos cuya repetición puntea de modo fundamental el destino de los personajes. Por un lado, una estatuilla de la diosa budista de la compasión, Kannon, que el padre entregó al hijo en el momento de la despedida y que es el símbolo de esa enseñanza moral que pasa del uno al otro. Por otro, la voz de la madre, de Tamaki, bajo la forma de un canto mediante el cual llora la pérdida de los añorados hijos, y que otros escucharán y llevarán consigo, precisamente hasta ir a parar a la misma hacienda del intendente Sansho, para que así aquellos sepan que está en esa lejana isla de Sado. Es curioso, y conmovedor, que a medio mundo de distancia, en Italia, ese mismo año, otros guionistas, bajo la batuta del director Federico Fellini, urdieran una solución argumental y dramática muy similar (una música que devuelve a su protagonista, el feriante Zampanò, a alguien que desapareció, en este caso la pobre Gelsomina) para su película La Strada (1954).
El canto, como hemos visto, permite a los hijos saber dónde encontrar a la madre, pero además (un nuevo elemento de faerie tale), acaba teniendo la virtud de un conjuro curativo, al limpiar a Zoshio de la dureza de corazón que han provocado en él los años de esclavitud. Los dos hermanos caen juntos al suelo al quebrar la rama de un árbol —y el espectador sabe que, en el curso de aquel viaje de su infancia, ya vivieron una escena similar, lo cual nos anticipa que algo va a suceder— y, en ese momento, la voz de Tamaki suena en los aires: Anju es quien la escucha antes (porque ella nunca ha perdido la pureza original), pero enseguida el mismo Zoshio comienza a percibirla y despierta al ser que fue. (No puedo sino evocar, con emoción, una escena similar del final del inmortal cuento de ese autor al que ya he citado, Andersen, La reina de los nieves, donde también un muchacho de corazón helado revive frente a la muchacha que lo ha dejado todo para ir en su busca y devolverle el calor humano que dormitaba en su interior.)
El renacido Zoshio decide hacer entonces lo que tantas veces su hermana le pidió antes: escapar del contagio moral del vil intendente y buscar la senda del padre. Su regeneración, sin embargo, implicará la expiación mediante el dolor. Vuelto a ese mismo lugar ahora como gobernador para liberar a los esclavos e impartir justicia sobre el intendente Sansho (repito: el tono fabulesco libra al espectador de la incredulidad por el giro de la historia) , Zoshio descubrirá entonces lo que el espectador sí sabía: que su hermana Anju se sacrificó por él, distrayendo a los hombres del amo para que no descubrieran la huida y suicidándose acto seguido en el lago cercano.
Retirado de cargos y honores, Zoshio se dirige por fin en busca de la madre a la isla de Sado. Es entonces cuando la estatuilla de Kannon adquiere una importancia fundamental. Zoshio encuentra a Tamaki, pero esta no solo se halla sumida en la más absoluta desesperación por tantos años de dolor sino que además se ha quedado ciega, con lo que no puede identificar el rostro amado, y pese a sus palabras se niega a creer que ese nuevo espejismo sea real y no otra burla del destino. Será la estatuilla de la diosa de la compasión la que permita a la madre reconocer, por fin, al hijo.
Pérdida y reencuentro. Degradación y expiación. Sufrimiento y dolor. Cuentos de la luna pálida y El intendente Sansho integran, así, un díptico de imborrable belleza, culminado en ambas obras por un magnífico travelling final que parte de los personajes protagonistas para abrirse al escenario que los rodea, dejando a aquellos en esa íntima paz, impregnada de tristeza, que tanto les ha costado recobrar. En los Cuentos, la cámara muestra a los tres supervivientes ocupados en su trabajo mientras el pequeño reza ante la tumba de la madre —que acaba de despedirse de su esposo Genjuro con palabras imborrables mientras éste, sin saberlo, atiende a sus piezas pero tiene también tiempo de mostrar su cariño al pequeño—, situada justo al lado del horno de Genjuro, y desde ahí la cámara se alza en sentido vertical, no solamente sugiriendo el último viaje de Miyagi sino abarcando, al mostrar los campos y las gentes que en ellas trabajan, la serenidad recobrada de ese mundo que fue agitado por el fantasma de la guerra. En El intendente Sansho, Zoshio y Tamaki se funden en un abrazo para no separarse jamás, y la cámara de Mizoguchi, mostrando en plano general el rincón ribereño donde se ha producido el reencuentro, se desplaza hasta dejarlos fuera de cuadro, con inolvidable pudor.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Cuentos de la luna pálida / Ugetsu monogatari. Año: 1953
Dirección: Kenji Mizoguchi. Guion: Yoshikata Yoda; cuentos de Akinari Ueda y Guy de Maupassant, adaptados por Matsutaro Kawaguchi. Fotografía: Kazuo Miyagawa. Música: Fumio Hayasaka, Tamekichi Mochizuki y Ichirô Saitô. Reparto: Kinuyo Tanaka (Miyagi), Masayuki Mori (Genjuro), Machiko Kyô (Wakasa). Dur.: 96 min.
Título: El intendente Sansho / Sansho Dayu. Año: 1954
Dirección: Kenji Mizoguchi. Guion: Fuji Yahiro y Yoshikata Yoda; historia de Ogai Mori. Fotografía: Kazuo Miyagawa. Música: Fumio Hayasaka, Tamekichi Mochizuki y Kanahichi Odera. Reparto: Kinuyo Tanaka (Tamaki), Kyôko Kagawa (Anju), Yoshiaki Hanayagi (Zoshio), Eitarô Shindô (El intendente Sansho). Dur.: 96 min.
en 1952, Emilio el indio Fernández tiene el mismo final que el intendente sansho, esto en una fábrica de ladrillo en donde la madre, ciega trabaja
La película mexicana del Indio Fernández se llama «Las Islas Marías», el protagonista joven encuentra a su madre en una fábrica de adobes o ladrillos, en las mismas o peores condiciones que la madre del joven, en la bellísima película de Muzoguchi
Gracias a los dos comentarios anteriores por la información. Confieso que el Indio Fernández es una asignatura pendiente (por desgracia, en general lo es el cine mexicano fuera de varias excepciones), que espero aprobar en el futuro, espero que antes de septiembre 🙂 .