François Truffaut fue el portavoz más conspicuo de una idea común que primero difundió la crítica cahierista, la creadora de la llamada «política de autores», y que durante décadas se propagó entre los especialistas sin rubor alguno: el cine inglés era aburrido, el cine inglés era académico, el cine inglés no tenía importancia. Existió, sí, pero nunca estuvo allí, es decir, en el olimpo de la creación. En España, muchos cinéfilos aceptamos esta idea, sencillamente porque las películas inglesas que podíamos conocer se cernían a las que se emitían por televisión, que se concentraban en ámbitos muy limitados: las comedias de la Ealing, las películas de terror de la Hammer, el llamado Free Cinema… Pues bien, como tantas otras veces, nuestros padres mintieron. El acceso actual a casi cualquier film oculto (en esto, la globalización ha ayudado bastante) nos permite descubrir que el cine británico en absoluto es inferior a otros más alabados (pienso en Francia o Italia). Mi entrada de hoy en el blog pretende efectuar una reivindicación sobre el mismo a través de un cineasta que me parece un ejemplo emblemático. Se trata de Basil Dearden, un director olvidado (o desconocido) durante mucho tiempo, y que hoy comienza a ser objeto de una justa revalorización, cuya filmografía, extendida a lo largo de las tres décadas fundamentales del cine de su país (y del mundial), de los años 40 a finales de los 60, ofrece un elevado número de magníficas películas, en géneros bien distintos, no por poco conocidas menos notables, y en determinados casos incluso muy valientes. Dearden, prototípico director que durante un tiempo pareció que nunca estuvo allí, dejó el mejor legado posible para acreditar que sí existió: su carrera.
Nacido en 1911 y muerto en 1971, trabajando por tanto hasta el último momento, Basil Dear (que añadió una terminación en –den a su apellido) se inició en el mundo del teatro pero ya muy joven, en 1937, entró en el que a día de hoy sigue siendo el estudio inglés más amado por los cinéfilos de todo el mundo, la Ealing. Bajo la férula de otro mito patrio como el productor Michael Balcon, esa firma viviría unos años dorados, sobre todo desde la posguerra hasta mediados de los años 50, que sin embargo suele reducirse a un conjunto de excelentes comedias mediante la cual los británicos hicieron una de las cosas que siempre se les ha dado mejor: reírse de los propios británicos. El mero recuerdo de títulos como Ocho sentencias de muerte (1949), Oro en barras (1951), El hombre del traje blanco (1951) o El quinteto de la muerte (1955) siempre despertará una sonrisa de complicidad en todos aquellos que las conocemos.
Sin embargo, y he aquí ya un primer tópico, una primera incomprensión, la filmografía de la Ealing abarcó, como es natural, toda clase de géneros, del cine bélico al thriller, del melodrama al cine de histórico pasando por la fantasía. Basil Dearden es un buen ejemplo de ello. Se había iniciado en la casa como guionista (al servicio de un cómico muy popular en las islas y desconocido fuera de ellas, George Formby), y en 1942 fue ascendido a la dirección. En la veintena de películas que rodó para el estudio reveló una notable desenvoltura en todos los campos, si bien sería en dos concretos donde obtendría sus mejores logros: en el cine policiaco y en el melodrama (que, como sabe, puede adoptar las formas de otros géneros: más de un thriller de Dearden, en realidad, es un melo con argumento policial).
No puede uno introducirse en la carrera de Dearden sin citar enseguida al más estrecho colaborador del director desde sus mismos inicios. Se trata de Michael Relph (1915-2004), también forjado en el medio teatral y que accedió al cine desde el campo profesional donde más destacó y que nunca llegó a abandonar: la dirección artística. El cine británico acredita alguna que otra colaboración entre dos cineastas, siendo la más famosa la que unió al director Michael Powell con el guionista Emeric Pressburger, cuyo grado de compenetración fue tal que firmaron la realización y el guion de la práctica totalidad de sus películas, lo cual indica el valor que el primero otorgó al segundo en el resultado final de un trabajo que, incluso antes de que aparecieran los chicos de Cahiers du Cinéma, ya se consideraba que era obra artística casi exclusiva del realizador.
Dearden supo enseguida que, por encima de una trama y unos diálogos, el cine es ante todo cuestión de imágenes, y Relph, acreditándolo o no —más en los años 40 que en el resto de su colaboración: llegó a ser nominado a un Oscar a la mejor dirección artística—, fue el responsable de la envoltura visual de las películas del primero. Además, fue productor asociado de todos sus films desde The Captive Heart (1946), colaboración que se mantuvo más allá de su etapa en el estudio, e incluso participaría en la elaboración de varios guiones. Es más, en 1952 ambos firmaron en común la dirección de una de sus películas, la espléndida I Believe in You: no repetirían esta acreditación conjunta, pero Relph, ya en solitario, dirigiría otros tres títulos, mas ya sin repercusión alguna.
El estudio de la filmografía de Dearden enseguida revela unas determinadas líneas temáticas que se repiten a lo largo de su carrera. Una característica central (que suele cotizar bien en la bolsa de la Crítica, aunque a él no le sirviera de mucho) es su propósito de reflejar las inquietudes sociales de su época, siempre desde una mirada progresista: el peso de la reciente guerra en la vida cotidiana, el racismo, la denuncia del famoso clasismo británico, la homosexualidad… Como realizador —pese a la fama de director académico y aburrido («vacío», llegó a definirlo un crítico) con que fue descrito en los pocos escritos que mereció su obra—, un examen atento de su obra revela no ya a un narrador sólido, sino a un hombre convencido del valor de la atmósfera, de la potencia de la impresión visual (así lo prueba su sólida asociación con Relph), por el partido que extrae de ambientes y decorados. Las grandes películas de Dearden destacan siempre por la perfecta interacción entre personajes y escenarios, de tal modo que los segundos siempre «explican» a los primeros.
Sus primeros trabajos como director son los más difíciles de revisar: se adscriben inicialmente a la comedia (como sus previos guiones) y enseguida se abren a otros géneros como la intriga o el bélico. En 1945, su nombre figura entre los directores de un título mítico del cine fantástico inglés, Al morir la noche (1945), un film de episodios —especialidad muy british dentro del género del terror— en el que sus aportaciones ya brillan con luz propia, al lado de las de realizadores que con el tiempo disfrutarían de mucho mayor prestigio que él como Robert Hamer, Alberto Cavalcanti o Charles Crichton.
En la segunda mitad de la década, Dearden firmaría ya dos trabajos magníficos, ambos adscritos al campo del melodrama. El primero, Frieda (1947), es una de esas joyas cuyo descubrimiento supone un gozo completo e invita a prospectar aún más en el cine británico desconocido. Frieda pone en primer plano un tema fundamental en el cine inglés hasta bien entrados los 50: el dramático peso de la reciente guerra. Su planteamiento argumental (un soldado a quien se daba por muerto vuelve a su pequeño pueblecito natal… casado con una alemana) da pie a un encomiable mensaje a favor de la concordia entre los pueblos, y en concreto con esos alemanes a los que hasta hace poco se había satanizado, bajo la muy humanista reflexión de que antes están los individuos que las colectividades. Ahora bien, no se piense que estamos ante un bienintencionado film de tesis, por compartible que esta sea, sino ante un denso drama psicológico que confronta a distintos seres dolidos por el reciente sufrimiento, que permite a Dearden lucir su excelente capacidad para expresar sensaciones a través del uso atmosférico de los escenarios.
El otro, Matrimonio de estado (1948), incomprensiblemente olvidado, fue la película británica más taquillera de la década. Se trata de un melodrama de época (género muy frecuentado por la industria en esos años), en glorioso technicolor y con un impresionante trabajo de escenografía (responsabilidad directa de Michael Relph, que recibió su nominación al Oscar por este trabajo). El film aborda la desgraciada historia de un personaje real, Sofía Dorotea, esposa del primer monarca de la casa Hannover (hoy Windsor), de quien por tanto descienden sus actuales representantes, que se casó por obligación con el cínico y depravado hombre que se convertiría en Jorge I y que, descubierto su intento de fuga con un noble de origen sueco, el caballero Koenigsmark, sería repudiada y pasaría encerrada en un castillo alemán los treinta años que le restarían de vida, sin contacto con nadie salvo sus carceleros. Como todo buen melodrama, la clave de la película estriba en su espléndido trabajo atmosférico, organizado en torno a la traducción visual del sentimiento que embarga esos años de matrimonio para su protagonista: la profunda desdicha. Dearden convierte el notable derroche de medios en el marco casi irreal que justifica la fantasía romántica a que, como un triste espejismo, se ve abocada la protagonista, quien acabará perdiéndolo todo: al apuesto paladín que trata de liberarla (personaje que, por otra parte, no se libra de una mirada considerablemente ambigua, como muestra su particular relación de interés con otra cortesana, la condesa Platen, inolvidable Flora Robson), a los hijos y, por último, la libertad.
Por cierto que, bien observado, Matrimonio de estado ya encierra ese hálito de modernidad que bulle en la obra de Dearden, comenzando por su denuncia de la arbitrariedad de ese universo implacablemente masculino que oprime o condena a las mujeres, por fuerte que sea su personalidad (es más, también ellas contribuyen a su propia infelicidad, al enfrentarse una a otra). Ahora bien, es su excelente puesta en escena lo que lo convierte en un melodrama perdurable: Dearden supo bien que, en este género, cualquier pretensión de realismo es absurda y acertó al estilizar las imágenes potenciando sus cualidades más oníricas y confiriéndoles un poderoso sentido febril. De ello dan fe escenas tan magníficas como la del carnaval (cuyo frenesí sensorial solo puede concluir con la primera caída de los amantes el uno en brazos del otro), el duelo final entre sombras o la fiereza sexual con que el terrible personaje de la condesa Platen (el genio malo de la protagonista) maltrata al hombre que odia/adora, incluso cuando lo tiene muerto a sus pies, son buena muestra de ello.
En los años 50, Dearden se decantaría definitivamente por el cine policiaco. Sus thrillers, sin embargo, en absoluto responden al mismo patrón, sino que ofrecen muy distintas miradas sobre el género: de la puramente costumbrista al propósito de reflexión, incluso de denuncia social. El film que abrió el ciclo, El farol azul (1950), constituyó un enorme éxito en su momento y sigue siendo un título muy amado por el público inglés. La película narra el devenir cotidiano de los miembros de una modesta comisaría de barrio, a los que observa con un sentido del humanitarismo que resulta a la vez tierno y sobrio, pero sin descuidar, de nuevo, el poso de la guerra (imposible no hacerlo, teniendo en cuenta que casi cualquier rodaje en exteriores implicaba mostrar la devastación provocada por los traumáticos bombardeos alemanes) y rezumando un notable realismo (por ejemplo, no hay música sino una banda sonora por completo diegética).
Ciertamente, El farol azul es un film que, pese a algunos apuntes, en general resulta amable. Sin embargo, el siguiente y ya muy poco conocido thriller del autor, Pool of London (1951), desprende una notable dureza, que revela una vez más la variedad de registros de Dearden. Aquí, su puesta en escena se basa en una iluminación de raíz expresionista, que se encarga de subrayar las angustiosas tribulaciones de sus protagonistas, un par de marineros que pasan un permiso de 48 horas en la ciudad. La película compagina estupendamente los dos elementos argumentales que componen su trama: por un lado, una trama criminal narrada con inigualable tensión en torno a un cargamento robado que uno de aquellos debe subir clandestinamente al barco; por otro, y debido a la condición de jamaicano de uno de los personajes, una mirada sobre la cuestión racial expuesta sin la menor edulcoración. Ambas, además, se funden en la estupenda conclusión para ofrecer una muy bonita reflexión sobre la lealtad.
El tercer thriller consecutivo (el que firmaron juntos Dearden y Relph), I Believe in You (1952), sintetiza los logros de los dos anteriores, y con una enorme implicación personal, que se nota casi en cada fotograma. De El farol azul recupera la mirada tierna y la observación costumbrista (aquí, casi documental) sobre los servidores de la ley, solo que con la originalidad de que sus protagonistas no son policías sino los agentes de la libertad condicional de un tribunal, sobrecargados de un trabajo en el que acaban implicándose emocionamente más de lo que el deber exige. De Pool of London, la comprensión (nada condescendiente) hacia los desheredados, poniendo el foco esta vez en esa joven generación que ha visto cómo la guerra rompió sus familias y ahora, más crecidos, los sitúa ante la tentación de la delincuencia juvenil. La pareja de jovenzuelos que vive al filo del delito (ella es una encantadora Joan Collins, en su debut en el cine) concita una total simpatía en el espectador, tanto como el inesperado protagonista, un ex funcionario colonial de mediana edad que, obligado a retirarse del servicio activo por la decadencia del imperio, y tal vez temiendo la soledad de una vida sin obligaciones, toma la insólita decisión de convertirse en agente judicial.
Entre tanto thriller, sin embargo, Dearden rodó un film pequeño y modesto que lo devolvió al campo de la comedia y que despierta una irresistible ternura, por lo que no puedo resistirme a comentarlo. Ya el título utiliza una irrestible ironía, al subvertir el de una reciente superproducción de Cecil B. DeMille en la memoria de todos: The Smallest Show on Earth (1957). Eso sí, Dearden no aborda el mundo del circo sino la profesión de su vida, el cine, si bien en su faceta más humilde y menos artística: la exhibición, situándola además en el marco de uno de esos hoy desaparecidos «cines de barrio». Sus protagonistas son un matrimonio que un buen día recibe la noticia de haber recibido una herencia en la gran ciudad, Londres. Cuando acuden, alborozados, a hacerse cargo de su legado descubren que consiste en una ruinosa sala de cine que se está cayendo a trozos. Y sin embargo, una vez superada la decepción inicial, se consagran a levantarla de nuevo. La gran virtud del film, una vez más en Dearden, estriba en el conseguido equilibrio entre elementos y matices: los componentes puramente cómicos, es más, hilarantes, de la trama (que se concretan en los tres pintorescos empleados que también heredan, encarnados por unos geniales Margaret Rutherford, Bernard Miles y Peter Sellers) con su reivindicación del fundamental papel de las salas más modestas como pequeño pero imprescindible remanso de felicidad en la por lo común dura existencia de sus usuarios.
Este título había sido el primero que el dúo Dearden-Relph rodó tras finalizar su etapa en la Ealing, y su labor cinematográfica prosiguió sin desmayo. De hecho, algunas de sus mejores películas estaban por venir. En concreto, en el cambio de década encadenaron cuatro títulos magníficos, que no deberían faltar en ninguna antología del thriller: es más, del cine británico.
El primero de ellos es Crimen al atardecer (1959). En principio, parece ser un clásico whodunit que gira en torno a la resolución de un caso de asesinato, el de la joven a cuyo violento final alude el título. Sin embargo, el policía encargado del caso no tarda en llevarse una sorpresa que cambiará por completo la dirección de la investigación: pese a su apariencia blanca, la muchacha, en realidad, era negra, o por lo menos su madre lo es, lo que la condena a la negritud. Con este motor argumental, el film ofrece el implacable retrato de una sociedad que, pese a su aparente libertad, no admite el intento de salirse de sitio: en este caso, esa joven, Sapphire, que pretende aprovechar la blancura de su piel para huir del gueto al que su origen la condenaba. Situada en un Londres feo y plomizo, que desprende una insoportable sordidez moral, el film desnuda sin compasión cómo el racismo es el rasgo más interclasista de la sociedad inglesa: impregna a todas las capas, a las acomodadas y a las humildes.
El siguiente título, Víctima (1961), es todavía más lacerante, pues plantea la denuncia de una abyecta ley que convertía en delito castigado con la cárcel la práctica homosexual (y que estuvo vigente hasta 1967). Ahora bien, una vez más, Dearden elude la tentación del film de tesis para los convencidos, al conseguir transmitir su mensaje con rotunda claridad sin sacrificar el propósito que ha de tener toda película: interesar en sí misma y no por las razones que han motivado su existencia. El personaje central es un brillante abogado con ambiciones políticas cuyo punto débil es su homosexualidad, pese a la pantalla de su feliz matrimonio (su esposa, de hecho, ni siquiera sospecha la verdadera condición de su marido), y se beneficia de la excelente interpretación de Dirk Bogarde, actor que la década anterior había labrado su carrera sobre personajes de chico malo de turbio atractivo angelical y que aquí ensayó por primera vez el registro, mucho más ambiguo, sobre el que construiría sus famosos personajes de los años siguientes, para cineastas de mayor prestigio como Joseph Losey, Luchino Visconti o Liliana Cavani.
Noche de pesadilla (1962), de haber sido filmada por otro director, poseería hoy una considerable notoriedad debido a la ambición artística que la recorre, no en vano bien puede ser considerada una delicatessen para dos tipos de espectadores: aquellos a los que les gustan las relaciones entre el cine y la literatura culta (nada menos que Shakespeare, pues el film supone una variante de Otelo) y los amantes del jazz (pues toda la acción transcurre en medio de una velada con genuinos y magníficos artistas del medio). Es una idea genial, que además libra a la historia de la inverosimilitud que supone tener que concentrar en unas pocas horas el proceso de manipulación que acaba incitando al crimen por celos: tal como se cuenta, diríase el lógico clímax de una noche de insoportable paroxismo sensorial entre músicos. Dicho de otro modo, el Yago de esta historia, Johnny Cousin —genial la idea de que él sea el baterista, es decir, quien encarna la expresión visual más literal de la intensidad en música— actúa con las palabras como los músicos con su arte, y su virtuosismo propio es el de la insidia, el de la dosificación adecuada de las palabras, el de la instrumentalización (nunca fuera más apropiada esta palabra en su sentido simbólico) de los silencios y los énfasis, las sutilezas y los sobreentendidos. Dearden responde a tan delicado planteamiento moviendo la cámara como si fuera otro instrumento musical más (convirtiéndose él mismo en otro virtuoso), deparando la atmósfera, tensa y congestionada, que requería semejante trama. Lástima de la equivocada elección del unidimensional Patrick McGoohan para un papel, el de Cousin, que exigía a un intérprete mucho más sutil.
El último film de Dearden que destaco ya ha sido objeto de un análisis detallado en este blog, hasta tal punto me impresionó cuando lo vi (a él debo la inquietud que me ha llevado a familiarizarme con la filmografía del director). Se trata de Vida para Ruth (1962), terrible drama emocional que parte de un sencillo motor argumental: una niña que ha sufrido un accidente fallece porque su padre, testigo de Jehová, no permite que le hagan una transfusión de sangre. En principio, todo parece anticipar una denuncia fácil, propia de una sobremesa televisiva, con la que parece difícil que nadie pueda disentir (salvo los practicantes de esa fe, claro). Es más, el guion subraya esa crítica al disponer que el médico que asistió, impotente, a la muerte de la pequeña (un Patrick McGoohan mejor que en el film anterior), lleve a juicio al padre, acusándolo de asesinato. Pareciera que, claro, todo espectador, por medio de este giro de guion, vamos a enjuiciar como se merece a semejante fanático.
Pues bien, el guion —la autora, Janet Green, también lo es de los libretos de Crimen al atardecer y Víctima, films con los que conforma un evidente tríptico— ofrece un impresionante ejercicio de ecuanimidad emocional al situar al espectador en la perspectiva del progenitor, mostrándolo como un ser que sufre profundamente y que a la vez que desea ser comprendido siente un irrefrenable complejo de culpa. (La interpretación, nada enfática, muy cotidiana, del actor Michael Craig, contribuye en grado sumo a la credibilidad del personaje.) Lejos por tanto de la fácil denuncia moralmente correcta, el film reflexiona sobre la colisión entre la libertad de religión y los derechos civiles dentro de una sociedad laica, y a la vez propone una reflexión directa y nada complaciente acerca la facilidad del ser humano para juzgar con severidad todo aquello que no coincide con sus (nuestras) normas convencionales.
Ahora bien, nada de esto habría salido del plano de las buenas intenciones de no ser por la magnífica dirección de Basil Dearden. Una vez más, la clave está en la atención puesta al trabajo atmosférico (es fundamental la ambientación en esa ciudad costera e industrial, de feo paisaje industrial, sorprendida además en medio de un invierno cuya humedad traspasa la pantalla y envuelve al espectador) y en la sobria facilidad con que su cámara sabe tratar con respeto a todos los personajes, atendiendo antes a la desnudez de unas almas compungidas por distintas razones que al sensacionalismo de una fácil denuncia.
He destacado once películas de entre las más de 40 que Basil Dearden firmó como director, pero estoy convencido de que habrá muchas otras de gran interés en el resto, que me propongo buscar. He dejado en el tintero alguna otra (Kartum, de 1965, buen ejemplo de aventura colonial construida a partir de la colisión física y espiritual entre dos individuos mesiánicos, cada uno a su manera), en espera de volver a reunir nuevos títulos con los que proseguir esta reivindicación del cineasta y del cine británico. Como Basil Dearden, son muchos los directores, los guionistas, los actores y los títulos que sí existieron, que filmaron trabajos que superan con creces la prueba del tiempo y hoy se revelan dotados de la debida entidad artística: hombres y películas que, pese a Truffaut y quienes prefirieron creerle a comprobarlo por sí mismos, también estuvieron y están allí, en el palacio del buen cine… por mucho que ocupen un rincón en penumbra a la espera de que nos animemos a sacarlos a la luz.
Cuando era joven y lea críticas (supuestamente rigurosas de sesudos expertos), el cine inglés era el colmo del aburrimiento y Basil Dearden, obviamente un artesano gélido y correcto. La primera película que vi de este director fue Kartum, un atractivo film de aventuras coloniales, que cuenta, por cierto, con una magnífica interpretación de Charlton Heston, para mí, una de las mejores de su carrera. ¡Vaya! Este era un director interesante y no un funcionario glacial.
Pero cuando mucho más tarde vi Victim y luego Crimen al atardecer, quedé impresionado. La primera es una película de gran dureza sobre la homosexualidad, nada oportunista ni complaciente, que se beneficia de la gran composición de Dirk Bogarde (con esa expresión ambigua que solo él sabía poner) y, también, de una actriz que me encanta, Silvia Syms. Y Crimen al atardecer es un alegato antirracista de primera categoría.
Pero, bueno, era cine inglés, ese cine denostado, infravalorado y maltratado. Y yo pregunto: ¿Cuántas películas de la Nouvelle vague se pueden ver hoy sin que te revuelvas en el sofá o caigas en un profundo sopor?
Pero así ha sido hasta ahora. ¡Lo que hemos tenido que soportar los cinéfilos de las opiniones «oficiales» que nos decían lo que era buen cine o mal cine! Lo siento por los talibanes cinematográficos, pero más vale alguna película de Dearden (Victim o Matrimonio de estado) que bastantes de Godard y compañía.
Por razones de cohesión del artículo, Ángel, solo he mencionado «Kartum», pero como tú tengo una excelente opinión de este film, menospreciado en este caso no por ser inglés y de Dearden sino por estar en el lote de superproducciones históricas con Charlton Heston como estrella. La revisión sin prejuicios demuestra que en absoluto luce la mirada triunfalista que se esperaba (de hecho, es la historia de una gran derrota anticipada), y el dibujo que hace del antagonista «bárbaro» al que encarna Laurence Olivier es de gran dignidad. Al menos, en los últimos tiempos compruebo con placer que distintos autores (muchas veces a través de la Red, cierto) valoran el cine británico en su justa medida. Y es un pozo del que apenas hemos comenzado a extraer tesoros, insisto…