Ya el psicoanálisis nos enseñó que los cuentos de hadas son como el famoso abismo de Nietzsche, o incluso peor: no se limitan a devolvernos la mirada, sino que desde ellos quienes nos observan son los demonios ancestrales de la humanidad. Proceden de la memoria popular, ese vasto magma que precede a la literatura escrita, pero nos han llegado, claro, cuando por fin alguien decidió dejarlos para el recuerdo definitivo de la posteridad. Aun así, la gracia de los cuentos clásicos es que, como todo patrimonio común, todos nos empeñamos en considerarnos un poco sus dueños, y son incontables las variaciones a que han sido sometidos. Hace tiempo dediqué un artículo a uno de ellos, La bella durmiente, registrando su evolución desde su primera manifestación escrita hasta su más reciente versión cinematográfica. Me propongo hacer algo parecido con otro estupendo cuento, El gato con botas, comentando especialmente las tres versiones que más me gustan del mismo. La primera es la más famosa de todas, la que el francés Charles Perrault hizo en sus Cuentos de antaño (1797), que hizo olvidar las anteriores y a la que hoy se remontan todas las demás. La segunda es su insólito paso por el teatro de la mano del escritor romántico alemán Ludwig Tieck, que la convirtió en una comedia bufa de revolucionaria modernidad. Por último, una de sus adaptaciones a la gran pantalla, realizada nada menos que en el seno del cine de animación japonés en el año 1969, y que yo mismo tuve ocasión de ver muy pequeño en su estreno español, dejándome un recuerdo imborrable que futuras revisiones, claro, no pudieron igualar pero que me reafirman en la consideración de que se trata de un título de gran encanto: no en vano en ella trabajó el luego consagradísimo Hayao Miyazaki.
El cuento de Perrault
Al francés Perrault se debe la popularidad de esta historia, en esa recopilación que publicó en el año 1697 bajo el título de Cuentos de mamá ganso, también conocidos como Cuentos de antaño, los cuales vieron la luz en 1697. (Anaya acaba de reeditar, en edición facsímil, la inigualable edición que, con el último nombre, publicó en 1978 en su añorada colección Laurín, con los estupendos grabados que hizo Gustave Doré en1862.) Esta recopilación incluye cuentos como el ya referido La bella durmiente y otros tan populares entre los niños de otrora como Pulgarcito, Caperucita Roja o Cenicienta, más el ya directamente siniestro Barba Azul. De todos ellos, Emilio Pascual, autor del espléndido apéndice de la edición Laurín, señala que el único que parece ser completamente original del escritor francés es el de Caperucita (que, por cierto, acaba cuando el lobo se zampa a la niña, sin aparición posterior de cazador justiciero alguno, que fue obsequio de los hermanos Grimm). Todos los demás los extrajo de diversas fuentes. En concreto, para El gato con botas son dos recopilaciones italianas de cuentos, las Noches agradables (1555), de Giovanni Francesco Straparola, y el Pentamerón (1634), de Giambattista Basile, escrita en napolitano.
En la versión de Straparola (que muy posiblemente también parte de diversos precedentes anteriores), la acción transcurre en Bohemia, el gato es en realidad un hada disfrazada y el premio final para el dueño del minino es la corona de dicho país. La de Basile ya contiene los elementos que luego inmortalizará Perrault, pero se añade una parte final que revela la ingratitud del amo del gato, que el astuto animal pone a prueba fingiéndose muerto, para probar si aquél hará honor a la promesa que le hizo, enterrarlo en un ataúd de oro en caso de fallecimiento: el amo arroja el cuerpo por la ventana sin más contemplaciones.
La versión clásica parte de la dispar herencia que reciben los tres hijos de un molinero: correspondiendo el molino al primogénito y el asno al segundo, el pequeño se queda sin más consuelo que el gato. Ahora bien, cuando está lamentándose de que poco podrá hacer con él salvo comérselo y hacerse un manguito de su piel, el felino se lanza a hablar, le pide un par de botas (y nada más…) y le garantiza que labrará su fortuna. El gato inventa para su amo una identidad aristocrática, la del marqués de Carabás, busca un rey con una hija casadera y labra una impostura cuya pieza central consiste en arrebatarle su castillo y sus riquezas a un tremendo ogro con poderes transformistas. Como bien se sabe, el ardid del gato será que, después de estimular la vanidad del ogro para que luzca sus habilidades y se convierta en algún animal de enorme tamaño, finja que lo difícil es hacer desaparecer su enorme masa en el cuerpo de un ser mucho más pequeño, digamos un ratón… El resultado es el de suponer.
En general, los cuentos de Perrault poseen un aire de extrema sobriedad: en apariencia, rehúyen cualquier manierismo y adolecen de cierta sequedad. Sin embargo, la gracia suprema de sus relatos es el sustrato que yace por debajo de la aparente unidimensionalidad de historia y personajes. Es evidente que, bajo el personaje del gato se esconde el desarmante retrato de un pícaro que se preocupa por labrarle a su amo una carrera hasta la cima basada en el puro engaño. El gato con botas nos muestra a un arribista sin escrúpulos (el amo humano no hace nada para merecer su suerte, dejándola totalmente en manos de su animal: le sale bien, pero igualmente hubiera podido ser la enésima víctima del felino) y a un aventurero capaz de casi todo.
Y por mucho que hablemos de un cuento infantil, el contenido maravilloso en que se basa no deja de ser desarmante: un gato doméstico que, hasta el momento en que lo «necesitan» (¿o en que advierte que debe procurarse un nuevo entorno mucho más seguro que el anterior?), no ha demostrado ninguna de las habilidades que luego lo distinguirán, rompe a hablar y a razonar, y consigue que nadie se extrañe de ello, por el mero argumento de que las botas que pide a su amo le proporcionan la debida cobertura: hay que recordar que el tratamiento que recibe desde ese momento es el de maese gato. ¿Estamos ante una cínica demostración del cortesano Perrault —que fue la mano derecha de Colbert, el ministro más poderoso de Luis XIV, el Rey Sol— de que en sociedad basta con saber elegir la máscara adecuada para triunfar sin que nadie haga preguntas molestas? Ello por no hablar de la soterrada transgresión que encierran sus páginas: podrá estar disimulada por su condición de cuento para niños, pero el retrato que hace de su rey es el de un perfecto idiota a quien se encandila con suma facilidad y sin hacerse muchas preguntas. Bastan los regalos del gato (tampoco tan extraordinarios: nutrir su despensa de conejos durante varias semanas) y la mera impresión de magnificencia del marqués, durante la excursión organiza por el taimado felino, para que su majestad sea, directamente, quien ofrezca la mano de su hija al improbable Carabás. Cuando Perrault escribió su cuento, hay que recordar, hacía años de la pérdida de favor real, puesto que había sido destituido de sus cargos con la caída de su protector.
La obra de teatro de Tieck
Si nos hablaran de una obra de teatro que utiliza una pieza literaria clásica para hacer eso que ahora se llama «deconstrucción»: esto es, tomarla como pretexto para desnudar su condición de obra ficticia, rompiendo la llamada cuarta pared mediante interpelaciones al mismo público, referencias a sí misma, intervenciones del mismo autor en la ficción o interpolaciones que nada tienen que ver con el argumento… sin duda pensaríamos que nos hallamos ante un ejemplo de teatro moderno, tal vez teatro del absurdo o existencial. Pues bien, todo esto sucede (y aún más) en la versión que escribió Ludwig Tieck, uno de los miembros eminentes del primer Romanticismo alemán, sobre El gato con botas en 1797, justo cien años después de la publicación del cuento por Perrault. Hijo de un acomodado cordelero berlinés, traductor del Quijote y de Shakespeare, poeta, novelista y, en suma, agitador cultural, Tieck fue el clásico espíritu marcado por el desasosiego que no podía estarse quieto en parte alguna y mucho menos en un género literario para ofrecer lo que todo el mundo esperaba de él.
¿Cómo es su gato con botas? Imaginemos un trasvase del cuento a la escena, que respete las líneas generales del mismo, pero que lo someta a una mirada profundamente satírica, cuando no paródica, como revela el tratamiento de personajes: el Amo (aquí llamado Teófilo) es un tarambana al que caracteriza una pasividad mayor que nunca; el Rey, un patán pagado de sí mismo, que gusta de hacer uso arbitrario de su poder; la Princesa, una jovencita pedantuela que compone ensayos y comedias sin revelar ninguna dote especial; el Ogro, antes que un monstruo diríase un rimbombante representante del poder gubernativo (aunque sigue teniendo el poder de transformación, que usa no para asustar sino para impresionar a los pobres infelices)… Por otra parte, la obra se ve jalonada o interrumpida directamente por digresiones de toda laya, excursos que parodian el romanticismo de tarjeta postal (¡en el momento en que se inventaba!), disputas sobre temas presuntamente serios. En determinado momento, el Rey ordena un coloquio entre su sabio y su bufón, que versa sobre… «la obra de reciente aparición El gato con botas».
Su principal elemento estructural, sin embargo, es que desde la misma apertura deja bien clara su condición de pieza teatral, por cuanto se añade un nuevo personaje (colectivo): el público que asiste a la representación. Un público de extracción gremial (etiquetados bajo el oficio al que representan: un tonelero, un pescadero, un cerrajero, un zapatero…) que, por el mero hecho de asistir a un arte «respetable», se considera en posesión del buen gusto (lo cual Tieck satiriza sin piedad) y se pasa todo el tiempo aprobando o desaprobando cuanto ve, cuestionando el sentido de la obra, juzgando la interpretación de los actores o preguntándose qué rayos tiene que ver con el asunto general alguna escena que nada parece aportar a la trama. Es más, al empeñarse en abuchear tan incoherente trama —y en esto Tieck se adelanta a Unamuno, Pirandello y a los autores del teatro experimental del siglo XX— hace que aparezca en escena el mismo autor para dialogar con su público, para lisonjearlo y pedirle que deje continuar la representación o para discutir con los mismos actores o con los tramoyistas, a los que acusa de «sabotear» su obra.
Tieck se ríe de todo y de todos. De los amigos de la ortodoxia escénica, mediante esa audaz ruptura del verosímil con la activa participación de público y autor. De la agitada situación política coetánea, con constantes referencias al crisol revolucionario que turbaba Europa. De la estolidez de los gobernantes, mediante la figura de ese obtuso rey cuya máxima preocupación parece ser estar bien abastecido de conejos para la comida, pero también de sus ambiciones políticas, con ese velado trasunto del zar de Rusia y las referencias al reparto de Polonia. De los autores de moda en su época, a los que parodia de modo más o menos encubierto, y en general, de la pedantería y las pretensiones de cualquier gañán que cree que interesarse por el arte lo convierte a uno en intelectual (la princesa, el público).
El gato con botas de Tieck es muchas cosas a la vez. Es, no cabe duda, una pieza que rezuma vida, con esa mirada sarcástica que vuelca sobre todas las cosas. Es un presagio del futuro teatro del absurdo o del surrealismo: los cinéfilos podríamos parangonarla con cualquier película de los Marx, y de hecho hay múltiples gags que encajarían perfectamente en el mundo de estos (por ejemplo, cuando el sabio señala que la muy intelectual princesa comete faltas de ortografía ¡al hablar!).
Pero también, no se olvide, es una versión del cuento clásico, que por tanto prolonga y complementa las premisas planteadas previamente. Como indica Félix Duque en el estupendo, y muy denso, prólogo de la magnífica edición de Abada donde pueden confrontarse ambas versiones, en buena medida la clave de la obra estriba en que el gato es un pillo bien consciente de que, por mucho que su astucia e inteligencia sean superiores a las de quienes lo rodean, él no puede prosperar por su cuenta. Así, su condición felina simboliza los límites y convenciones del progreso social: no era posible en el estamental Antiguo Régimen de la época de Perrault, pero, se constata con desaliento, tampoco en ese mundo en transformación que vivió Tieck, contemporáneo de la Revolución Francesa, quien, como tantos otros, la vivió primero con ilusión y luego con profunda decepción. Por ello, el gato necesita un «tonto útil», bonachón y pasivo, por quien medrar y a quien situar en una posición lo suficientemente cómoda para otorgarle la paz y la holganza que él necesita. Una lectura, por tanto, profundamente descarnada, profundamente moderna, sobre el arribismo, el papel de las apariencias y, en suma, las relaciones de poder dentro de cualquier modelo social.
La película de dibujos animados
Mucho antes de que el boom de Akira (1988) pusiera de modo el anime o dibujo animado japonés, éste ya existía: sus primeras manifestaciones, de hecho, datan del cine mudo. Sin embargo, es a partir de 1958 cuando comienza su producción de mayor nivel. En ese año, el presidente del poderoso estudio Toei regresó de un viaje a Occidente durante el cual se fijó en la potencia de la animación estadounidense y para ello fundó la subdivisión Toei Doga, con el propósito declarado de convertirse en la «Disney de Oriente». Y es que si (con la excepción del gran maestro Hayao Miyazaki), el anime nipón se asocia, ante todo, a la ciencia-ficción hipertecnológica, durante los años 60 y 70 el modelo fue justamente el de la fantasía y el cuento de hadas popularizados por el genio de Burbank. El gato con botas (1969) constituyó el mayor éxito del estudio hasta la fecha, generando dos rápidas secuelas y haciendo que la imagen de su protagonista se convirtiera en el logotipo de Toei Doga. La cinta está firmada por Kimio Yabuki, pero el nombre que me interesa entresacar es el de uno de sus jóvenes animadores. Y es que, si creyera en las señales que envía el destino, ésta sería una de las pocas que he recibido en mi vida. Esta película sin duda fue la primera que me dejó una fuerte impresión en mi vida: de hecho, no tuve ocasión de volver a verla hasta pasadas varias décadas, y sin embargo recordaba sus elementos más importantes.
Pues bien, muchos años antes de que conociera por su nombre al mayor genio del anime japonés y al que hoy día considero, cuando me pongo maximalista, el mejor director actual del cine en cualquier género, Hayao Miyazaki, resulta que fue uno de los principales animadores de El gato con botas. Muy joven, y a diez años todavía de su debut como director, Miyazaki formó parte importante del equipo que realizó la película, y no por nada, las informaciones que se encuentran disponibles sobre el film (por ejemplo, el estupendo libro, recién publicado por Dolmen, Hayao Miyazaki. Isao Takahata. Vida y obra de los cerebros de Studio Ghibli, obra del excelente Juan Manuel Corral), indican que buena parte de sus mejores logros, que ahora detallaré, tienen su mano.
Antes de nada, aclaro que El gato con botas no es ni mucho menos una joya. Es un film que, por desgracia, privilegia demasiado el elemento infantil; que, teniendo en cuenta que lo mejor de él es su forma de variar el cuento original, a ratos molesta regresando innecesariamente a su letra, como si de pronto se «acordara» de que los niños esperarán que sucedan todos sus episodios (el más fastidioso, la excursión en que el gato se las arregla para que el rey tome a su amo por el marqués de Carabás); que este último, siendo en esta ocasión no solo muy activo sino además noble y valiente, resulta un querubín de lo más cargante; que su dependencia del modelo Disney tiene el molesto corolario de que, en su primera mitad, abusa de innecesarias cancioncillas…
Todo esto es cierto, y sin embargo el film desprende un notable encanto, que deriva de dos motivos fundamentales. Primero, una animación sencilla pero de lo más grata, con esa limpidez tan del gusto de los dibujos japoneses anteriores al boom de Akira, cuyo mejor exponente fueron las famosas series televisivas que educaron a mi generación. Segundo, el magnífico conjunto de variaciones que propone sobre el cuento de Perrault.
De entrada, hay que señalar que el protagonista es un gato aventurero, vestido de pies a cabeza al estilo mosquetero (la futura vestimenta de nuestro entrañable D’Artacán es tan parecida que es lógico pensar que sus animadores conocían este film). Es más, en los estupendos títulos de crédito (y con el dibujo situado como «a través» de una urdimbre de tela) asistimos al juicio a que el protagonista es sometido por sus congéneres los gatos, bajo la terrible acusación de que… no mata ratones. Condenado a la horca, el gato escapa pero desde entonces es sometido a la implacable persecución de tres enviados del rey de los felinos, vestidos todos de negro cual verdugos (aunque uno porta un parche y otro se distingue por lo atontolinado: siempre le cuesta un mundo desenfundar la espada), con la misión de ejecutar la sentencia, salvo que lo vean zamparse un ratón, es decir, que vuelva a asumir su naturaleza gatuna. Lo cual será difícil, por cuanto incluso, en el curso de sus aventuras, el gato se gana la lealtad infinita de una familia de ratones ladrones que lo seguirá a todas partes.
En un descanso de la huida, el gato con botas se detiene junto a la casa de Pedro y sus mezquinos hermanos, y asiste al peculiar reparto que éstos hacen de la herencia de su padre. Agradecido porque Pedro le brinda refugio de la lluvia, y solidario con su desamparo, el gato decide consagrar sus andanzas a dejar bien asentado a su amigo humano: es el momento de entroncar con el cuento de Perrault, de convertir a Pedro en el riquísimo marqués de Carabás y hacerle dueño de la mano de la princesa Rosa. Para ello, sin embargo, ambos deberán derrotar al ogro Belcebú, poderoso pretendiente asimismo de la princesita, que no está dispuesto a aceptar un no por respuesta.
La simpatiquísima trama se ve desarrollada por medio de un desbocado sentido del ritmo: los personajes de El gato con botas nunca están quietos, en especial, claro, su protagonista, quien debe al mismo tiempo procurar la prosperidad de su mano (¡en una escena incluso hace de Cyrano para que el tímido Pedro pueda prendar el corazón romántico de la princesa!) y eludir la persecución, tan incansable como cansina, de los tres gatos espadachines. Ahora bien, sin duda el mayor acierto de la película es el ogro Belcebú, que se presenta a sí mismo como rey del infierno, y que, sin el menor embozo, supone una versión masculina de la genial Maléfica, la villana de La bella durmiente (1959), la obra maestra de Walt Disney que Angelina Jolie se empeñó, sin éxito, en destrozar hace varias temporadas. No en vano Belcebú vive en un fabuloso castillo cuyas torres y almenas componen un imposible entramado tentacular que se alza a los cielos conformando un escenario del todo inolvidable, y donde tiene por compañía a una bandada de horrendos cuervos con alas de murciélago.
La labor de Miyazaki, en concreto, se ciñe a las múltiples y excelentes escenas de persecución, y en especial a la memorable parte final en el castillo de Belcebú, en que todos los personajes lo recorren de arriba abajo siguiéndose y persiguiéndose, ayudándose y combatiéndose, mientras el ogro intenta recuperar el amuleto que se le ha escapado de las manos antes de que la luz del sol lo sorprenda sin él y, cual vampiro, se desintegre. Juro que esa persecución (y en concreto el clímax en que Pedro y la princesa, encaramados en la torre más alta con la calavera enfocada hacia el primer rayo del sol, mientras Belcebú, dominado por la ira, va destrozando a hachazos la base de esa torre para impedir que tal cosa suceda) la recordé los largos años, más de veinte, que tardé en poder volver a ver la cinta. Como bien recuerda J. M. Corral en su libro, Miyazaki tuvo muy en cuenta toda esta parte final para su primera película, la inolvidable El castillo de Cagliostro (1969), tanto en las múltiples secuencias en que los personajes lo atraviesan como en el clímax final. Y un último detalle para recomendar esta película es que las ediciones disponibles todavía conservan el excelente doblaje del estreno, donde destacan el luego popular Luis Varela como el gato y el gran Francisco Sánchez (voz de Cary Grant en múltiples emisiones televisivas de sus películas) dando su voz majestuosamente grave a Belcebú.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El gato con botas / Nagagutsu o haita neku. Año: 1969
Director: Kimio Yabuki. Guion: Hisashi Inoue y Morihisa Yamamoto, según el cuento de Charles Perrault. Música: Seiichiro Uno. Reparto (ficha de doblaje): Luis Varela (El gato), Mari Carmen Goñi (Pedro), Francisco Sánchez (Belcebú), Joaquín Vidriales (El rey). Dur.: 80 min.
Ante todo debo decir que apoyo firmemente el que la última entrada del año sea dedicada a un felino, y más uno tan emblemático como el del cuento. Que, entre las Caperucitas, Cenicientas, Soldados de Plomo y Vendedoras de fósforos que pudimos leer en las recopilaciones de nuestra primera infancia, era de mis favoritos: tenía humor, ningún componente trágico, y una cantidad de aventuras muy sencilla de seguir para los lectores más pequeños. En el componente satírico nos fijaríamos unos años después.
También pude ver esa misma versión animada, en concreto, gracias a las cintas compradas casi al peso que las autonómicas adquirían en sus primeros años. Además de quedar asociado con la mañana de algún día festivo, me había sorprendido la extensión que le daban a un cuento tirando a breve, lo dinámico, e incluso la calidad de la animación: entonces todavía era bastante habitual que la animación occidental, especialmente la que se veía en tv, acabara tirando a pobre.
Jajaja, ya imaginaba que al menos tendría un lector entusiasta de este post sobre el gato de gatos. En mi caso, también ha sido siempre de mis favoritos, tanto por la película, que vi muy niño, como por versiones ilustradas de los cuentos que rondaron por mi casa mucho tiempoe. El descubrimiento de Perrault, en este caso, ya fue adulto, en la preciosa edición de la colección Laurín que ahora han vuelto a reeditar. Y la versión de Tieck ya es una pequeña delicatessen absolutamente inesperada que se lee con tanto regocijo como asombro.
Un beso gatuno y feliz entrada de año 🙂 !