I II
Los dos films de que hablaba en la entrega anterior tienen, como ya señalé, una doble importancia histórica. Primero, como crónica de la evolución de la figura del gánster en el turbulento panorama estadounidense entre las dos guerras mundiales, del hampón urbano nacido con la Prohibición al bandido rural. Segundo, reseñando el paso de la crook story propia de los años 30 al cine negro de los 40. El estreno, pocos meses después de El último refugio, de la opera prima de John Huston El halcón maltés (1941) sanciona, a juicio de los historiadores del cine, la definitiva llegada del segundo, Bogart mediante, con el protagonismo de la figura que sucederá al gánster como nuevo emblema del policiaco, el detective privado. El cine negro es, sin duda, el género más característico del Hollywood de los años 40 y su esplendor todavía se extiende a los primeros años de la década siguiente, cuando, en mi opinión, será el western el que lo sustituya como el campo de acción de los mejores directores, guionistas y actores, y que ofrecerá mayor número de obras maestras. Raoul Walsh practicó ambos de forma indistinta y coetánea. Por ejemplo, es significativo que en 1949 rodara un remake de El último refugio (si bien sin acreditarlo, ni siquiera señalando el origen común en la misma novela de W. R. Burnett) que traslada la acción al Far West, cambio desde luego de lo más coherente, mediante la sustitución del bandido que se mueve en escenario rural y con automóvil por el forajido que recorre los mismos espacios, solo que a caballo. El film fue titulado en España Juntos hasta la muerte, y por su vinculación con el anterior, voy a comenzar la segunda parte de este artículo con una muy breve referencia a él, antes de regresar a los dos siguientes, y espléndidos, thrillers del director, que son Al rojo vivo y Sin conciencia.
Nada hay que objetar a las múltiples posibilidades de hacer un remake cambiando una historia de género: incluso, en este caso, es una reformulación muy coherente, puesto que, en la época del Far West o durante los años de la Depresión, la figura del forajido rural mantiene unos mismos parámetros más allá del cambio de «vehículo» para desplazarse. Ahora bien, el respeto a la trama original en la práctica totalidad de sus detalles provoca un evidente encorsetamiento, amén de hacer que el espectador esté comparando continuamente ambos films… a favor del de 1941. En especial, fastidia el subargumento del enamoramiento del protagonista, ahora llamado Wes McQueen, de la chica en quien cifra su última esperanza y que supondrá una grave decepción. Y es que, si ya en el film anterior, a ratos, forzaba demasiado la credibilidad, aquí está integrado de forma muy tosca. En este caso, desde el primer momento todo el mundo puede advertir que la chica es mala (la falta de sutilidad de Dorothy Malone lo proclama sin disimulo) y mezquina en grado sumo (incluso intentará denunciar al fugitivo ante los hombres que lo persiguen). Y ello, además, para subrayar (ay esa maldita palabra…) que la chica que conviene a Wes es el personaje de mestiza que equivale al encarnado por Ida Lupino, ahora encomendado a una Virginia Mayo con un maquillaje exótico tan exagerado que perjudica gravemente su credibilidad.
Dicho de otro modo: en Juntos hasta la muerte se insiste demasiado en el romanticismo negro que envuelve a Wes McQueen, perdiendo cualquier sutileza y haciendo un tanto fastidioso el elemento. Por lo demás, se trata de un muy estimable western, cuyas virtudes se encuentran ante todo en dos elementos. Uno, el protagonismo del excelente Joel McCrea, que aporta un lacónico sentido del fatalismo al film, complementando con su sobriedad químicamente pura la interpretación más nerviosa de Bogart. Y dos, la fascinante atmósfera de dureza mineral que aportan los escenarios donde transcurre la historia: una ciudad abandonada en medio de un paisaje desértico donde destaca, enclavada en la pared de un risco, un viejo enclave indio donde, como era de esperar, culminará la historia. Y por supuesto, la realización de Walsh raya a la altura habitual, destacando sobre todo la magnífica secuencia del asalto al tren. ¿Es casualidad que el mítico thriller que rodó ese mismo año (no sé si justo antes o justo después), esto es, Al rojo vivo, se inicie con una escena casi igual de atraco ferroviario, dando pie así a una sugestiva vinculación entre los dos géneros de mayor vitalidad de la época, justo cuando el western, como señalaba líneas arriba, va a relevar al cine negro en importancia artística y número de películas rodadas?
Al rojo vivo (1949)
El título de este film, uno de los más conocidos y prestigiosos del cine negro de los años 40, evoca enseguida al de su célebre personaje protagonista, el gánster psicopático Cody Jarrett que borda James Cagney en uno de esos papeles que, por su radicalismo histriónico, exigen a un genio de la interpretación para no resultar inverosímil o insoportable. Es más, es admirable la entrega del actor a un papel que en absoluto podía concitar la menor identificación del público. Al rojo vivo es un clásico del cine negro que, ante todo, destaca por su heterodoxia. Si nos atenemos a las etiquetas que he ido desgranando en estos dos artículos, nos hallamos de nuevo ante una crook story, al estar protagonizada por un criminal, el líder de un gang que, al modo de las bandas rurales de la Depresión, se dedica a dar golpes aquí y allá, y cuya continua movilidad es su principal recurso para eludir la persecución de la ley. Pero el segundo personaje en relevancia de la historia es un agente del Tesoro, Hank Fallon (el excelente secundario Edmond O’Brien), que bajo el alias de Vic Pardo es puesto en el entorno de Cody para ganarse su confianza, integrarse en su banda y ayudar no solo a su definitivo desmantelamiento sino a descubrir al cerebro que, en la sombra, se encarga de blanquear el dinero de los botines (nuevo toque heterodoxo, en su profunda modernidad).
Cada vez que reviso esta película, vuelvo a confirmar que se trata de uno de los clásicos más «desagradables» del Hollywood mítico. No es solo su personaje central, es que los que lo rodean poco tienen que envidiarlo: desde Ma Jarrett, implacable custodiadora de los derechos de su hijo como líder de la banda (incluso la actriz Margaret Wycherly tiene un rictus físico que inspira franca repulsión) a su fiel esposa Verna, ansiosa por encontrar algún hombre de verdad que acabe con el monstruo con quien se ha casado (la entrañable Virginia Mayo, en el segundo de sus cuatro papeles casi consecutivos a las órdenes de Walsh, nunca pareció más vulgar que aquí) o el traicionero Big Ed, que está esperando cualquier descuido del jefe para destronarlo y quedarse con su mujer.
Es más, ni siquiera el personaje teóricamente positivo, el policía Fallon, se gana la total aprobación del espectador. Desesperadamente necesitado de alguien que reemplace a su madre (Big Ed y Verna, aprovechando su estancia en la cárcel, la han asesinado), Cody adopta al presunto Vic Pardo como hermano pequeño (en realidad, para que haga las veces de «mayor» en sus momentos de crisis), decidido incluso a compartir con él, a partes iguales, el botín del nuevo atraco que piensa ejecutar. Resulta perturbador, pero el espectador acaba sintiendo una gran incomodidad hacia la doblez de Fallon: ante alguien tan vulnerable, en el fondo tan fácil de traicionar como Cody, el policía acaba pareciendo algo así como un abusón de patio de colegio.
La traición y la locura son los signos que marcan la vida de Jarrett. Locura envuelta en fatalismo: su padre acabó encerrado hasta morir en un manicomio y él mismo, que de pequeño fingía terribles y fulminantes dolores de cabeza (variante suavizada de un ataque epiléptico) para llamar la atención de Ma, ahora los sufre de verdad, convirtiéndose en esos momentos en un ser por completo desvalido. Y traición porque es inevitable: Cody Jarrett no puede tener amigos, sino lacayos. Y un lacayo tarde o temprano tiene la tentación de acabar con la cadena que lo sujeta y reemplazar al jefe. Las traiciones, grandes y pequeñas, que sufre Cody a lo largo de la historia son continuas.
¿Extraña pues su falta de compasión al tratar con todos, salvo con su madre, y, al final, con Hank Fallon/Vic Pardo? La mueca de fiereza y estupor con que descubre la traición de Pardo, el hombre que iba a sustituir a Ma —¡qué grande Cagney en ese momento!—, es patética y traspasa la pantalla. Es imposible sentir lástima por un monstruo, cierto, pero si hay algún momento en que el personaje está a punto de obtenerlo es justamente ahí.
Asaltado por la locura y la traición, la completa falta de sentimientos de Cody no puede extrañar: lo que desazona no es que ejecute sin piedad al hombre que intentó matarlo en prisión, al que tiene encerrado en el maletero y a quien ya casi había olvidado, sino que lo haga sin dejar de morder la pata de pollo que tiene en la mano. No es un detalle de adorno gratuito en la maldad: es un programa moral, o amoral, expuesto de manera ciertamente percutante. Otro ejemplo: más que la falta de compasión al ordenar a uno de sus hombres que ejecute al pobre malherido que puede retardar su fuga, olvidando que ha sido un acólito fiel, lo peor es el hecho de que el ejecutor, amigo del condenado, no quiera hacerlo y dispare al aire para engañar a Cody, y sin embargo después sepamos que acabó muriendo, solo y abandonado, por congelación. Una muerte mucho más lenta, pues: en cierto modo, había sido más compasiva la primera orden de Cody.
Pero esta atmósfera caliginosa no sólo emana de los actos de Cody y sus compañeros de andanzas. La propia puesta en escena de Walsh resulta el vehículo idóneo para desarrollar aquella. En otro director, quizá, esta historia de extrema violencia habría sido sometida a un tratamiento estilizado de la secuencia o del montaje. Pero la pura narratividad de Walsh desnuda aún más, en su falta de énfasis, la violencia de los personajes y de la historia. No hay subrayados ni redundancias: todo es terrible tal cual se nos cuenta, hasta que ante nosotros ese mundo descarnado acaba resultándonos del todo cotidiano: familiar.
Es posible que Al rojo vivo no sea una obra maestra absoluta. Entre otras razones, es demasiado larga y con vaivenes de interés, sobre todo tras la fuga de la cárcel de Cody y Fallon. Pero, días después, las imágenes del film se empeñan en perseguirnos, lanzándonos a la cara una incómoda pregunta: ¿es posible que, dentro de la filmografía de Walsh, si se prefieren Murieron con las botas puestas o El mundo en sus manos es porque son más limpias? ¿Será que Al rojo vivo nos obliga a hacernos demasiadas preguntas y deja entrever lo precarias que, en el fondo, son esas convicciones morales y psicológicas que creemos tan firmes? Volvemos una y otra vez a disfrutar con la romántica (e impostada) visión que Walsh y sus guionistas dan del mítico general Custer o a integrarnos como uno más en la tripulación de ese líder, noble y arrojado, que es el Hombre de Boston, respectivamente en las dos películas señaladas líneas arriba… Pero sin dejar de mirar nunca, aunque sea de reojo, la profunda revulsión, la profunda convulsión, que encarna Al rojo vivo.
Sin conciencia (1951)
En principio, podría sorprender la presencia de este thriller —desgraciadamente poco conocido— puesto que, en los créditos, el hombre que firma la dirección no es Raoul Walsh sino el más bien ignoto Bretaigne Windust. Ahora bien, todas las fuentes indican que este director de origen francés (que previamente había filmado cuatro películas para la Warner de las que no queda el menor recuerdo, y que concluiría sus días en la televisión) apenas rodó cuatro días antes de darse de baja, por enfermedad o por despido (he leído ambas razones), y que quién sabe por qué (¿obligaciones contractuales? ¿Walsh no quiso acreditarse en un film que no había preparado?) es todavía quien aparece en las copias. Quien desconozca esta cuestión, lo lógico es que busque hasta debajo de las piedras otros trabajos del firmante de una película cuya fuerza y tensión, cuyo trabajo estético y narrativo, son literalmente inolvidables. Quien sepa quién es su verdadero director lo comprenderá todo.
Aun así, lo increíble es por qué no ostenta el rango de clásico sin discusión dentro del cine negro. Tal vez se deba, precisamente, a que la corriente crítica que enseguida se impondría en el mundo entero (la llamada «política de autores») condenaba al desprecio una obra firmada por un don nadie; o a que, para estar protagonizada por Humphrey Bogart, la presencia de este actor (con estar espléndido), no condiciona en nada su esencia: no es una película que alimente el mito Bogart.
Sin conciencia vuelve a hacerse eco de otro aspecto de la historia criminal estadounidense, en este caso la reciente investigación federal que había llevado al descubrimiento del Sindicato del Crimen, la primera organización especializada en el asesinato por contrato. La película cuenta, pues, la investigación que encabeza el ayudante del fiscal, Martin Ferguson (Bogart), investigación que, tal como se cuenta, parece resolverse en poco tiempo, pero que sin embargo se desarrolla de modo enormemente complejo y minucioso, uniendo eslabón tras eslabón, pieza a pieza, testigo tras testigo, hasta acabar con el nombre del maquiavélico cerebro de la organización, Albert Mendoza, quien hasta entonces había permanecido en la sombra, y contra quien, sin embargo, todavía quedará por encontrar una prueba, un testigo que lo incrimine.
Ahora bien, el film no se cuenta de este modo lineal. Hay que señalar que el primer atractivo de la película radica en la excelente estructura narrativa propuesta por el guionista Martin Rackin. La película se inicia con un prólogo (estupendo: ya volveremos sobre él) que provoca una enorme tensión en el espectador, puesto que transcurre a unas horas del juicio contra Mendoza y gira en torno a la tensa protección de ese testigo de cargo que por fin ha encontrado el fiscal y que en efecto acabará muriendo, dejando a Ferguson sin nada. Intentando luchar contra el desaliento, y en las horas que quedan antes de tener que soltar a Mendoza, Ferguson se encierra para repasar los detalles del caso —es consciente de que hay un detalle en alguna de las declaraciones de los numerosos implicados en el mismo que esconde la clave para incriminarlo de modo definitivo—, la película reconstruye la investigación por medio de una brillante estructura de flash-backs encerrados unos dentro de otros como un juego de muñecas rusas. Finalmente, la conclusión, de nuevo en tiempo presente, retoma el vigor y el sentido de la claustrofobia emocional del arranque, dando pie a una escena cuya concepción resulta no menos ingeniosa.
El prólogo se centra en el tenso recibimiento que Ferguson y sus hombres realizan, en el edificio de los juzgados, a Rico, antiguo hombre de confianza de Mendoza. La clave de este arranque, como he señalado, constituye en el miedo cerval que Rico posee a que Mendoza acabe con su vida por medio de los infinitos tentáculos de su Organización, lo cual ha provocado un enorme dispositivo seguridad para protegerle, que hace que cada rincón del edificio esté cubierto por policías armados y en alerta. No en vano: en el mismo despacho de Ferguson, Rico es víctima de un atentado por medio de un francotirador. La sensación de estar perdido acaba por dominarlo y él mismo será responsable de su propia muerte, al caer al vacío desde la cornisa del edificio cuando intentaba escapar. El sentido de la opresión que poseen esos fabulosos quince minutos es difícil de transmitir con palabras: se basa en la poderosa iluminación, dominada por las sombras sin caer en el cliché expresionista; en el rostro sudoroso y crispado del secundario Ted de Corsia (el aficionado le recuerda como corpulento sicario sin escrúpulos de numerosos thrillers, de ahí que el miedo cerval que manifiesta resulte más angustioso); en el nervioso sentido del encuadre de Walsh (¿o Windust?): por ejemplo, cuando Rico, dominado por el pánico, señala que el ataque de Mendoza puede venir de cualquier lado, el movimiento de cámara encuadra al personaje mientras, a contraluz en el cristal de la puerta, vemos a un policía armado con una escopeta, que realmente puede parecer tanto un protector como un potencial atacante (ver supra).
Y un detalle genial: cuando Ferguson hace bajar a Rico a las celdas para comprobar que Mendoza se halla encerrado indefenso, y así dominar su miedo, el efecto es el contrario y la mera contemplación de su antiguo jefe le hace perder definitivamente el control. La genialidad estriba en que el espectador no ve el contraplano de Mendoza, de tal modo que se consigue evocar su presencia más como una amenaza intangible, capaz de asomar por cualquier rincón del juzgado, que como un ser corpóreo. Desde ese momento, y a lo largo de los flash-backs que desgranan, sobre las imágenes siempre va a pesar esa presencia oculta, pero latente, del cerebro de la Organización. Y cuando por fin adquiere sustancia lo hace bajo los rasgos del magnífico secundario Everett Sloane —viejo colega de Orson Welles: fue el fiel asistente del Ciudadano Kane o el abogado cojo de La dama de Shanghai—, actor de escasa presencia física, incluso anodina, pero capaz de revestirse de la más maléfica de las auras.
El núcleo de la historia de Sin conciencia está narrado con un notable sentido de la rapidez, de la concisión, de la síntesis, en función de esa estructura señalada que va saltando de testigo en testigo. En varias críticas se pone al film como ejemplo de cine documentalista, pero a mí, en cambio, me parece todo lo contrario: es un triunfo de la representación cinematográfica más irreal. Sin apenas respiro, y partiendo casi de la nada, Ferguson y su compañero de esfuerzos, el capitán Nelson (Roy Roberts), van levantando un caso planteado inicialmente casi como un enigma con cierto aire de cine fantástico, y que arranca con la llegada a la comisaría, cierto día, de un delincuente de poca monta que camina como un espectro y que afirma haberse visto obligado a matar a su propia novia.
A partir de aquí, los diversos relatos van añadiendo, uno por uno, al conjunto de tipos siniestros, patibularios o lamentables que componen la Organización. Todos inolvidables, tanto como la galería de secundarios reunidos para interpretarlos: la sensación de violencia, de inescrupulosidad, de mezquindad fácilmente convertible en miedo y traición que emana de ellos parece otorgarles una densidad mayor de la que en realidad tienen, pues tanta es la rapidez con la que desfilan por la pantalla que en rigor no deberían dejar tal huella: pero la dejan, y esa es una de las grandes virtudes del film.
Por otra parte, otro detalle que contribuye a crear la densidad dramática del film es que, en ese mundo de violencia y hosquedad, la figura de los defensores de la ley no resulte mucho más simpática. Buen ejemplo es la escena en que Ferguson obtiene la confesión del insignificante sicario encarnado por el gran Zero Mostel de un modo que muy poco tiene que ver con las mínimas garantías civiles que se supone deben guiar el comportamiento de los policías hacia los delincuentes: utilizando a su esposa y, en especial, a su hijo pequeño como objetos de amenaza para que cante cuanto antes. La interpretación del mismo Bogart, concentrada, carente de cualquier tic y de lo más antiestelar (en cuanto que Ferguson, más allá de su férrea determinación, no recibe ningún detalle que lo singularice o lo humanice), se integra de modo admirablemente armónico en el conjunto del reparto.
Culminada por una secuencia final espléndida, cuya tensión (la búsqueda simultánea de la misma testigo por Ferguson y los sicarios de Mendoza, con intenciones evidentemente opuestas) radica en que tiene lugar a plena luz del día y en una calle abarrotada de gente, Sin conciencia deja con la exultante sensación de haber asistido a una obra maestra desconocida que, sin el recurso a grandes temas ni a ninguna mitomanía, deja al espectador con esa doble sensación que es la clave de toda gran creación: habernos dejado clavados en la butaca mientras la contemplábamos, y convocar una misteriosa densidad dramática que supera la mera condición de entretenimiento.
En el último momento, Walsh recurre a una escena propia de western, con Bogart desenfundando más rápido que el sicario de Mendoza, el cual, al caer al suelo, atraviesa una puerta giratoria, detalle visual siempre muy atractivo. Con ello, el director no hace sino remitirse a sí mismo: en Los violentos años veinte, Eddie Bartlett/James Cagney ya abatía así a un enemigo, del mismo modo que esa vinculación entre géneros vuelve a situarnos al principo de este artículo, y a las relaciones entre El último refugio y Juntos hasta la muerte. A día de hoy, Walsh sigue sin militar en las filas de los grandes autores, pero a quienes lo conocemos poco nos importa para valorarlo en su justa medida. Este paseo por el cine policiaco de Raoul Walsh ha intentado reflejar sus inmensos atractivos: una crónica al tiempo cinematográfica e histórica, una lección de atmósfera (diferente en cada caso) y narración, una espléndida demostración de buena dirección de actores, un conjunto de referencias que otorga la debida cohesión interior a una obra en apariencia dispersa. ¿Se puede pedir más?
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Juntos hasta la muerte / Colorado Territory. Año: 1949
Director: Raoul Walsh. Guion: John Twist y Edmund H. North; novela High Sierra, de W. R. Burnett (no acreditada). Fotografía: Sid Hickox. Música: David Buttolph. Reparto: Joel McCrea (Wes McQueen), Virginia Mayo (Colorado), Dorothy Malone (Julie Ann Winslow), Henry Hull (Fred Winslow). Dur.: 94 min.
Título: Al rojo vivo / White Heat. Año: 1949
Director: Raoul Walsh. Guion: Ivan Goff y Ben Roberts; historia de Virginia Kellogg. Fotografía: Sid Hickox. Música: Max Steiner. Reparto: James Cagney (Cody Jarrett), Virginia Mayo (Verna), Edmond O’Brien (Fallon/Pardo), Margaret Wycherly (Ma Jarrett). Dur.: 104 min.
Título: Sin conciencia / The Enforcer. Año: 1951.
Director: Bretaigne Windust (Raoul Walsh). Guion: Martin Rackin. Fotografía: Robert Burks. Música: David Buttolph. Reparto: Humphrey Bogart (Martin Ferguson), Roy Roberts (Capitán Nelson), Everett Sloane (Mendoza), Ted de Corsia (Rico). Dur.: 87 min.