I II
«¡Mira, mamá, lo conseguí, estoy en la cima del mundo!» es una de las frases más famosas del cine policiaco estadounidense, indisociable de la imagen del gánster protagonista, Cody Jarrett, ya completamente ido del mundo, como bien indica el gesto rugiente y desencajado del gran James Cagney, mientras se dispone a disparar a su alrededor y destruirse él mismo, pues esa cima a la que ha llegado es la de un depósito de gasolina que estalla en llamas a su alrededor. La película que concluye con esta escena es Al rojo vivo (1949), film mítico donde los haya, que se debe, como siempre en el cine de Hollywood, al talento conjuntado de muchos hombres. Pero quien dirigía ese conjunto era un hombre, Raoul Walsh, que no suele figurar entre los realizadores de mayor prestigio que diera esa industria, pero al que los cinéfilos reverencian como uno de los grandes narradores que jamás haya habido: sentarse frente a una de sus películas (habitualmente enclavadas en el cine de género: el western, la aventura, el bélico…) siempre fue anticipo del goce del relato puro. Pues bien, dentro de esta adscripción genérica destaca especialmente su aportación al cine policiaco. Walsh dirigió cuatro espléndidas películas que sirven, además, como documento de la evolución de la crónica criminal de los Estados Unidos —y sabido es que, gracias al cine, ninguna historia contemporánea es mejor conocida que la de este país—, de los gánsteres megalómanos de la Prohibición a los bandidos rurales que crearon su propio mítica al estilo Bonnie & Clyde o la institucionalización del crimen. Asomarse a estos cuatro títulos —Los violentos años veinte, El último refugio, la mencionada Al rojo vivo y la mucho menos conocida pero apasionante Sin conciencia— es asistir a un pequeño curso histórico… y una magistral lección de cine.
La carrera de Raoul Walsh (1887-1980) se extendió a lo largo de cinco décadas. Aunque se le recuerda ante todo como director, comenzó siendo actor, y en papeles importantes, a mediados de la década de los 10, si bien el único rol por el que se lo recuerda es por haber encarnado a John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, en la sacrosanta El nacimiento de la nación (1916), de David Wark Griffith. Enseguida, sin embargo, comprendió que lo suyo era la realización, faceta en la que imdb registra hasta ¡138 trabajos! (eso sí, buena parte de ellos en el cine mudo, época que por la rapidez de los rodajes y la menor duración de los metrajes permite la construcción de muchas filmografías prolíficas).
Ahora bien, y con la excepción de un par de películas en esos años silentes —la principal, su maravillosa aventura oriental El ladrón de Bagdad (1924), al servicio de Douglas Fairbanks—, para los cinéfilos su carrera arranca en 1939, cuando firma contrato con la Warner e inicia la mejor etapa de su filmografía, entre ese año y hasta 1951, aun cuando después todavía firmó varias joyas. Esos años en la Warner pueden, sobre todo, dividirse en dos ciclos: el conjunto de films que rodó con el protagonismo del entrañable Errol Flynn (entre los que destaco, sobre todo, los maravillosos Murieron con las botas puestas y Gentleman Jim) y los thrillers, de los que selecciono los cuatro que ahora voy a desarrollar. Ahora bien, todavía tiempo tuvo para filmar muchas más cosas, y de hecho el film que considero el más fascinante de toda su carrera es una especie de isla en en medio de esos años, el western fatalista Pursued (1947), conocido en sus primeras exhibiciones televisivas como Su única salida y después, en formato doméstico, como Perseguido.
Los violentos años veinte (1939)
El cine policiaco conoce su primera eclosión con la llegada del sonoro, y sus primeras y míticas películas lo que hacen es centrarse en el mundo del delito que había florecido la década anterior, durante los años de la famosa Ley Seca. Al amparo de la Enmienda XVIII y la Ley Volstead (que entró en vigor en enero de 1919), la fabricación, distribución y venta de alcohol fue prohibida en todo el país, lo cual provocó un enorme florecimiento del crimen organizado para dar de beber a un país sediento, con el consiguiente florecimiento de la corrupción: por un Eliot Ness, el famoso personaje televisivo cuyas aventuras transcurrían en esta época, hubo muchos policías y políticos que se beneficiaron de su relación con los principales protagonistas de la famosa edad de oro del gansterismo, cuya fígura más relevante sigue siendo hoy Al Capone.
Los anglosajones, siempre tan amigos de precisar nominalmente las aproximaciones genéricas, denominan crook story al tratamiento policiaco con protagonismo en los criminales: las películas que pertenecen a él se centran en la figura del gánster megalómano, urbanita, constructor de imperios criminales, en torno al cual desarrollan fascinantes reflexiones sobre el poder y la brutalidad como expresión del poder, que dio títulos tan famosos como Hampa dorada (1930) o Scarface, el terror del hampa (1932) —el protagonista de esta última está inspirado en el mismo Capone, como indica el famoso apodo que comparten, Cara Cortada—, y convirtió en estrellas a actores tan emblemáticos como Edward G. Robinson, James Cagney o Paul Muni.
Pues bien, el título con el que Walsh inició su contrato en la Warner bien puede considerarse la culminación de la crook story, su colofón al tiempo que su epitafio, en su condición de recapitulación de una época y un modelo de personaje. Siguiendo la trayectoria de su personaje protagonista, Eddie Bartlett, desde los últimos días de la Gran Guerra y su condición de veterano, el film ofrece un recorrido panorámico sobre los años de la Prohibición: sus inicios, su escenario social y geográfico, las relaciones entre el crimen y la ley, las rivalidades entre las bandas de gánsteres y, finalmente, su decadencia y muerte definitiva (con la derogación de la Ley Seca por el recién elegido presidente Franklin Delano Roosevelt, a finales de 1933). El propósito testimonial del film nace, de entrada, con el dibujo, nada complaciente, que hace del desarraigo de los soldados estadounidenses que, como Eddie, fueron a combatir a Europa en la Gran Guerra creyéndose la propaganda de que eran los paladines de la democracia y al regresar se encontraron con el rechazo y la incomprensión de una sociedad que consideraba demasiado lejano aquel conflicto.
Ahora bien, contra lo que pudiera esperarse, esa dimensión documental de Los violentos años treinta no condiciona la estructura de la película: el film no es en absoluto (aunque también lo es, claro) la crónica testimonial de uno de esos típicos chicos malos del género, sino la historia, triste y desgarrada, de un individuo del que podemos intuir, prácticamente desde sus primeros pasos, que un halo de tragedia flota sobre él y que, tarde o temprano, descenderá para destruirlo.
Los especialistas en Walsh suelen señalar la filiación shakesperiana del director, y su influencia en varias de sus películas, y ciertamente ésta es una de ellas. Eddie Bartlett es un tipo precipitado en la senda del delito por un destino nada complaciente, que intenta mantener un imposible equilibrio entre la vida de violencia que acaba escogiendo cuando ve cerradas el resto de puertas y cierta nobleza primordial que le impide descender a la abyección necesaria para convertirse en un hampón irredimible. El gesto nervioso que el gran James Cagney sabe aportar a sus personajes es la mejor carta de presentación de Eddie, alguien que denota un enorme carácter que en ocasiones amenaza con desbordarse, amenazador, contra quien provoca su disgusto, aunque nunca llegará a lo patológico (como su futuro Cody Jarrett). En mi opinión, y junto con el impagable ejecutivo de la Coca-Cola que interpretó para Billy Wilder en Uno, dos, tres (1961), estamos ante su mejor papel.
La tragedia de Eddie estriba en su forma de fiar toda su esperanza de futuro al amor de una chica que no es para él y de no saber contentarse con el cariño sin condiciones de la mujer que sí se sabe de su propio mundo (el personaje de Panama Smith, inolvidable Gladys George), de carecer de la necesaria piel de camaleón para adaptarse a las circunstancias cambiantes (como sí hará su inescrupuloso camarada de guerra y socio, papel encarnado por Humphrey Bogart); en suma, de dejarse guiar antes por el instinto que por la razón, hasta acabar cayendo por la pendiente de la degradación social, económica, incluso física —este traficante de alcohol sólo bebe leche… hasta la noche que sus sueños románticos ceden a la realidad y prueba por primera vez el licor que él mismo fabrica, y ya no parará. El crack del 29 será el que lo arruine definitivamente, pero ya mucho antes estaba muerto en vida.
Supongo que el talento de Raoul Walsh no nació con Los violentos años veinte, pero el encuentro con este director y este film es tan deslumbrante que uno ha de preguntarse por qué ninguno otro de sus títulos anteriores, al menos en el sonoro, posee el renombre de éste. Y es que el pulso maestro del director deslumbra a la hora de contar una historia que, aunque sólida, carece de especial brillo, y cuyo largo desarrollo temporal podía haber incurrido en la arritmia o la descohesión entre sus elementos. Nada de eso ocurre: la crónica de Eddie Bartlett posee la misma fuerza expositiva, la misma intuición para los detalles y la tensión, en su arranque y en su final. Y qué final… Convertido otra vez en un don nadie, alcoholizado, Eddie todavía se deja llevar por su nobleza para atender la angustiosa llamada de la chica a la que amó (ahora acomodada madre de familia y esposa de un fiscal) para acabar con el gánster que amenaza a su esposo, su antiguo socio, al precio de ser malherido por sus sicarios. En su agonía, Eddie corre sin dirección alguna (buena metáfora de sus últimos tiempos) hasta encontrar la muerte en los escalones de una iglesia, cubiertos de nieve como un sudario, en brazos de su fiel Panamá, quien todavía, a la pregunta de un policía acerca de quién fue ese tipo harapiento que ha ido a mal morir en plena calle, responderá, con dolor: «Fue un tipo importante»…
El último refugio (1941)
Dos años después, El último refugio completa el panorama de la crónica negra de la América anterior a la guerra centrándose ahora en el criminal propio de la Gran Depresión: el bandido rural que, al modo de los antiguos forajidos del Far West, sigue un itinerario nómada por el interior del país, trazando de golpe en golpe una carrera que es magnificada por la prensa y que, acto seguido, es objeto de despiadada caza por los agentes del FBI. Sus figuras más famosas (mitificadas por el cine, además), cuyo final fue perecer acribillados sin recibir cuartel alguno en emboscadas de los G-Men, fueron Bonnie y Clyde o John Dillinger, el famoso «enemigo público número uno» (no por casualidad, Roy Earle, el protagonista de este film es comparado en determinado momento con él). Ahora bien, El último refugio posee una importancia genérica todavía mayor, pues constituye una especie de film-bisagra entre la crook story de los años 30 (subgénero al que, en rigor, pertenece al centrarse en un gánster, tal vez el último gánster) y el cine negro de los años 40, cuyos antihéroes (a uno u otro lado de la ley) ya son contemplados bajo una nueva mirada, al tiempo cínica y romántica, desengañada y fatalista.
Para mayor fortuna simbólica, el actor que encarna a Roy Earle, en su primer papel protagonista, esto es, Humphrey Bogart, no solo había hecho carrera, como secundario, en el modelo anterior, por lo común interpretando a gánsteres desalmados o sicarios sin corazón, sino que, como hemos visto, formaba parte del reparto de Los violentos años veinte. Roy Earle es una figura sorprendida en el tránsito de los tiempos: su temple y profesionalidad, también sus principios, ya son de otra época. Un pasado de violencia (del que, y es un buen detalle, nada se explicará) le persigue y condiciona su futuro: de hecho, y aunque nada más salir de la cárcel en el arranque del film acepta volver a encargarse de un golpe (es cuestión de lealtad al hombre que le ha conseguido el indulto, que se entiende ha sido su jefe y mentor de toda la vida), él bien intuye que su futuro es mínimo, lo cual no quiere decir que no consagre toda su energía al presente e incluso trate de abrazar (por desgracia, inútilmente) el pequeño brote de esperanza sentimental que le sale al paso. Bogart aprovecharía bien la oportunidad que le dio Walsh —y que, enseguida, John Huston reforzaría en El halcón maltés, donde dará su paso definitivo al otro lado de la ley— para encarnar a ese reconocible hombre de vuelta de todo que sería su marca dentro del noir años 40. Su Roy Earle es un personaje tan inolvidable como el Rick de Casablanca, con su genuina combinación entre dureza y nobleza, aquí matizada por el aire crepuscular (que remarcan las canas que tiñen sus cabellos) y el aroma de tragedia fatalista que se cierne sobre su figura.
Pocos personajes han sido mejor definidos con su entrada en escena como Roy Earle. Después de abandonar la cárcel, tras una estancia de ocho años que estaba a punto de volverlo loco, desdeña el coche que le está esperando y camina hacia el cercano parque, porque desea respirar la libertad, la sensación de estar al aire libre. Hombre criado en el campo (como sabremos enseguida: su primera parada será para volver a ver la casa donde nació), añora rodearse de naturaleza (aun la domesticada de un parque urbano), sentir bajo sus pies la hierba, el suelo cubierto de hojas: y el contraplano de las ramas de los árboles, desde el punto de vista de Roy, resulta tan jubiloso como la propia expresión de un Bogart aquí maravilloso.
Esa felicidad, sin embargo, es ilusoria (Walsh se encarga de señalarlo haciendo que un movimiento de cámara vaya de Earle a un periódico arrastrado por el viento, cuyo titular recalca su condición de criminal indultado). Enseguida, Roy habrá de ponerse al frente de un golpe que no le gusta, liderando a unos jovenzuelos que le repugnan, sin ilusión, incluso con la cabeza puesta en otra parte. Eso último será el espejismo del amor en la persona de una jovencita coja, de pocos medios, a quien costea la operación necesaria para curar su pie. Y como era de esperar, la muchacha no está dispuesta a encadenarse por mero agradecimiento a un hombre a quien no quiere, porque ya estaba enamorada además, si bien —y es el único elemento del guion que no me gusta, porque era innecesario para remarcar el fin de los sueños de Roy—, de un tipo tan vulgar e incluso mezquino que, al contemplarlo, Roy siente asco de su vana esperanza. Y, claro, el golpe no saldrá, no podía salir bien.
El último refugio, sin duda, es uno de los mejores ejemplos que dio el Hollywood clásico de exposición del fatalismo químicamente puro y la demostración de que Walsh fue uno de los grandes cineastas románticos del cine. Sus imágenes transmiten una conmovedora solidaridad con su protagonista, sin disculpar ni su vida ni sus errores: sencillamente, reconoce en él una ética que habría merecido mejor suerte. Rebautizado por la prensa sensacionalista como «Perro Rabioso» —lo cual le indigna: por mucho que él se sepa un criminal, tan vergonzante apelativo le parece una miserable degradación—, Roy acabará siendo objeto de una caza por parte de la ley, sin cuartel alguno, siendo abatido, como una alimaña, por un francotirador. Y sin embargo, la última imagen es para mostrarnos la reacción de Marie (Ida Lupino, tan maravillosamente vulnerable como siempre), la chica cuyo amor puro mereció haber podido brindarle ese último refugio, al aceptar que, en el fondo, su muerte era su única posibilidad de alcanzar la libertad que el destino se ha empeñado en negarle.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Los violentos años veinte / The Roaring Twenties. Año: 1939
Director: Raoul Walsh. Guion: Jerry Wald, Richard Macaulay y Robert Rossen; historia de Mark Hellinger. Fotografía: Ernie Haller. Música: Ray Heindorf y Heimz Roemheld. Reparto: James Cagney (Eddie Bartlett), Priscilla Lane (Jean Sherman), Humphrey Bogart (George Hally), Gladys George (Panama Smith). Dur.: 106 min.
Título: El último refugio / High Sierra. Año: 1941.
Director: Raoul Walsh. Guion: John Huston y W. R. Burnett; novela de W. R. Burnett. Fotografía: Tony Gaudio. Música: Adolph Deutsch. Reparto: Ida Lupino (Marie), Humphrey Bogart (Roy Earle), Joan Leslie (Velma), Arthur Kennedy (Red). Dur.: 100 min.