«Ese tipo me ha robado el bigote», dicen que afirmó el gran Charles Chaplin cuando le echó una ojeada a ese sujeto a la vez severo y gesticulante que estaba apareciendo más de la cuenta en las primeras planas de los periódicos o en los noticiarios de las películas. Y cuando descubrió que mucha gente se tomaba en serio ese exterior ridículo (porque los infortunios que provocaba eran muy serios), decidió hacer lo inevitable: parodiarlo él mismo. Así, el primer Hitler relevante de la gran pantalla fue rebautizado como Astolfo Hynkel, dictador de Tomainia y protagonista de la entrañable El gran dictador (1940), el primer film sonoro de Chaplin y una de sus obras más comprometidas (como se sabe, en España hubo que esperar más de 25 años para poder verla, porque aquí también teníamos a un dictador con bigotito y gestualidad ridícula). Pero enseguida, con el estallido de la II Guerra Mundial, la propaganda aliada se puso en marcha y el Führer acabó convirtiéndose en una presencia recurrente, aun cuando fuera de modo episódico, en diversas películas antinazis. No sería hasta tiempo después, ya con la suficiente distancia como para apreciar el fundamental relieve del personaje en la trágica historia del siglo XX, que el siniestro fundador del NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, se convirtiera en una figura histórica «consolidada» cuya vida y circunstancias pudieran ser objeto de una ficción cinematográfica, y por tanto, un reto interpretativo. Actores como Anthony Hopkins, Alec Guinness o el más reciente Bruno Ganz se atreverían a darle vida. Ahora bien, al contrario que otras figuras históricas (incluso del mismo siglo XX, de la cuales contamos con sobrados documentos visuales para poder confrontar hasta la extenuación el original con la copia), Hitler se resiste a ser ficcionalizado como lo han sido, por ejemplo, un Napoleón o una reina Victoria, incluso una Margaret Thatcher. De ahí que, antes de que ningún actor lo intentara, el cine ya había ofrecido una interpretación perfecta del Führer. Su responsable, un antiguo aspirante a pintor nacido en Austria pero que siempre se consideró alemán, Adolf Hitler; el film donde pudo lucirse sobradamente, el que se considera la mejor obra de propaganda jamás realizada, El triunfo de la voluntad (1935), de Leni Riefenstahl, la llamada musa del cine nazi.
En esas películas, unos pocos actores tuvieron a su cargo el ingrato (por anónimo) papel de dar vida a la imagen fugaz del Führer. Sus nombres, desde luego, no los recuerda nadie. Por ejemplo, Bobby Watson, que lo encarnó nueve veces —aparece en Berlín Occidente, de Billy Wilder, en un recuerdo de la vida de Marlene Dietrich—, o Carl Ekberg, que lo hizo en cuatro, entre ellas en Ciudadano Kane, de Welles (dentro de un falso noticiario), o en El hombre atrapado, de Lang (donde está a tiro del cazador protagonista durante un breve momento que podría haber cambiado la historia mundial). De estos fugaces Hitlers tal vez deba destacarse a Tom Dugan, de quien IMDb recoge hasta 274 películas, casi siempre sin acreditar, una de las cuales fue la genial Ser o no ser (1942), de Lubitsch, donde no interpretaba directamente al Führer, pero sí a un actor de la compañía teatral sobre la cual se centra la acción, cuya magnífica caracterización de aquél da pie a algunas de las escenas más jocosas de la historia, comenzando por la primera, en que vemos a «Hitler» paseando por las calles de Varsovia antes de que los tanques alemanes hayan cruzado la frontera polaca.
En algún momento, el cine decidió convertir al Führer en personaje central o al menos fundamental de alguna película. Una búsqueda minuciosa en Internet parece indicar que el primer film a él consagrado es un ignoto film norteamericano del año 1962, dirigido por un grisáceo artesano de Hollywood, Stuart Heisler, cuyo conciso pero tajante título es Hitler! (1962). En la red se localiza, incluso, un cartel en español, proveniente de su estreno en México (con el engañoso título de Cenizas sin gloria), y que, a juzgar tanto por los eslóganes que se leen en él como por los rebautizos del film tanto fuera como dentro de los EE.UU., parece un biopic centrado en algo tan exótico como su vida sentimental (uno de los personajes principales es la misteriosa Geli Raubal, su sobrina carnal y probable amante, que se suicidó a principios de los años 30 en extrañas circunstancias). El actor que encarna el papel es el excelente Richard Basehart, magnífico intérprete trotamundista que trabajó en Italia para Fellini o en España para Berlanga, por ejemplo.
Como ya sugería en el párrafo introductor de este artículo, no sé si es posible interpretar a Adolf Hitler sin incurrir en alguno (o en todos) de los inconvenientes siguientes. Uno: provocar un casi insuperable efecto de distanciamiento que se deriva de la excesiva familiaridad que todos tenemos con el Hitler real: es decir, que a quien se vea en pantalla sea antes al actor embarcado en el ejercicio interpretativo que al personaje histórico. Dos: incurrir en un molesto ejercicio de enfatismo interpretativo (un actor amigo de la sobreactuación encarnando a un político célebre por su sentido del histrionismo puede provocar una redundancia difícil de soportar). Tres: o lisa y llanamente, dar pie a una imposibilidad dramática; y es que, si nos es fácil admitir a un Napoleón o un Gandhi cinematográficos, Hitler nos resulta demasiado real para cualquier propósito de recreación. Se me ocurre que tal vez el Führer solo pueda ser completamente creíble si es encarnado por un actor completamente desconocido, que lo siga siendo después de su actuación, algo realmente difícil de conseguir, al tratarse de un personaje tan complicado que exige ser encomendado a un actor experimentado y reconocido.
Hoy olvidada, le corresponde a la producción italo-británica Hitler: los últimos diez días (1973, Ennio de Concini) el propósito de haber intentado ser la primera aproximación histórica a la figura real de Hitler. Como la posterior El hundimiento, y como recoge el título, el film aborda los días finales de la existencia del Führer dentro del búnker que se hizo construir debajo de la Cancillería berlinesa: eso sí, carece de los medios económicos de aquélla, de tal modo que la acción prácticamente no sale de sus muros de hormigón, optando por construir la atmósfera del film mediante el constante uso sonoro de las explosiones que asolan el mundo exterior, a modo de símbolo dramático de la incapacidad del protagonista para salir de su ensimismamiento, subrayando así su patética falta de empatía con los sufrimientos (con los sentimientos) ajenos.
El mayúsculo defecto de esta discreta película es el envaramiento con que sus responsables consideran que deben abordar las circunstancias que narran. Más que una película que use los recursos de la ficción para narrar hechos que fueron reales, Hitler: los últimos diez días se desenvuelve como si directamente fuera un documento histórico, con unas dosis de didactismo que terminan siendo fastidiosas. Así, Hitler parece empeñado en dar en todo momento una clase sobre sí mismo, mediante la continua repetición de sus consignas más conocidas, sin el menor sentido de la dramaturgia interior que lo libre a él y a los famosos personajes que lo rodean (Goebbels, Bormann…) de la condición de meros monigotes. No extraña, por ello, el continuo uso al material documental (por ejemplo, la misma película de Leni Riefenstahl). Y aun así, el film termina incluyendo un elemento de ficción especulativa tan gratuito como inverosímil: en el momento final, Eva Braun, la amante del dictador, con quien éste contrajo matrimonio en el último día de su vida, acaba descubriendo horrorizada la clase de monstruo inhumano que es su amado, ingiriendo la cápsula de cianuro no para compartir su suerte, sino por no poder soportar el descubrimiento de su verdadero ser.
En su momento, la elección de Alec Guinness debió de parecer todo un acierto: pocos actores relevantes poseían, al mismo tiempo, la increíble capacidad camaleónica y el talento del futuro Obi Wan Kenobi y, de hecho, su caracterización física es tan perfecta que casi hace olvidarnos de que es Guinness. Es irónico, por otra parte, que quien acabara encarnando al Führer sea un intérprete que 25 años atrás provocara cierta polémica por la forma en que dio cuerpo visual (en Oliver Twist, de David Lean, dando vida al famoso Fagin) a la figura del judío eterno del imaginario antisemita clásico, al modo que un Julius Streicher, el más abyecto propagandista nazi, difundió día tras día durante varias décadas desde las páginas de su panfleto Der Stürmer (lo que le costó la ejecución en Nuremberg). Sin embargo, en último extremo hay algo que impide la completa suspensión de la credulidad del espectador, que termina por no hacer del todo convincente el equilibrio que Guinness intenta crear entre la impenetrabilidad del personaje histórico (como señalando que, en el fondo, es imposible comprender quién fue) y la exuberancia gestual asociada a su capacidad carismática. De ahí que Alec Guinness no consiga ser Hitler, sino Alec Guinness meticulosamente disfrazado de Hitler.
Treinta años después se estrenaría, con gran repercusión mundial, El hundimiento (2004), una superproducción del propio cine germano que, a grandes rasgos, podría ser considerada un remake de la anterior, en cuanto que aborda justo las mismas circunstancias, si bien lo hace extendiendo su crónica de la caída final del Tercer Reich a la del mismo Berlín bajo cuya superficie languidecía el Führer. El hundimiento se beneficia de las fértiles investigaciones realizadas desde el título anterior sobre Hitler y el nazismo. En concreto, se basa en el libro homónimo de Joachim Fest, el cual relata, con gran minuciosidad, todo cuanto sucedió en el Berlín conquistado metro a metro por los soviéticos. Ahora bien, el film introduce una segunda fuente, las memorias de Traudl Junge, la más joven de las secretarias del Führer, que lo acompañó en esos instantes finales, mediante la cual se intenta introducir un elemento de «normalidad» ajeno a las otras figuras históricas del nazismo: la muchacha sería algo así como el avatar a partir del cual el espectador puede situarse en un escenario tan agobiante. Este recurso no termina de estar bien aprovechado, ya que ni la película se cuenta bajo su exclusivo punto de vista (lógicamente, entonces no habría tenido sentido ese propósito de reconstrucción ni su condición de gran producción) ni el personaje consigue convencernos de su relevancia dramática.
El actor que interpreta ahora a Hitler es Bruno Ganz, figura del Nuevo Cine Alemán de los 70 asociado sobre todo a Wim Wenders, mediante un tratamiento que difiere notablemente del propuesto por Guinness. El Hitler de Ganz es un hombre ya acabado, una sombra de lo que fue, tanto física (el cuerpo encorvado al andar, el temblor incontenible en su mano izquierda: todo ello documento fiel de la realidad, insisto) como mentalmente (sus explosiones de ira ante los sucesivos contratiempos de que se le informa: imposibles movimientos de ejércitos que ya no existen, traiciones de Göring o Himmler…). Algunos críticos (no a la fuerza de cine) denunciaron el intento de humanización del personaje, interpretando equivocadamente el mero hecho de contemplarlo siendo gentil con su personal subalterno o disfrutando de su perro. Pretender que el Führer actuara todo el tiempo, y con el menor de sus gestos, como un villano total al estilo de los relatos pulps (como si se temiera que, en caso contrario, alguien pudiese ver al «hombre» debajo del monstruo) es, lógicamente, un ejemplo de infantil maniqueísmo: en todo caso, esas muestras de pretendida humanidad lo único que hacen es subrayar la trivialidad mental y moral de ese hombre del que dependieron tantos millones de vidas. Que un asesino de masas quiera mucho a su perro no me parece, precisamente, que lo deje en buen lugar.
Ahora bien, tampoco Ganz termina de convencer, aun cuando al prescindir del hieratismo y del didactismo histórico su Hitler resulte más convincente que Guinness. Y si bien su creación resulta eficaz, tampoco se desprende del todo del halo de irrealidad al que me he referido a lo largo de este artículo, y tampoco consigue evitar (probablemente porque sea imposible) ser antes un icono que un personaje creíble en términos dramáticos. Por una vez —por una sola vez—, la realidad se demuestra imposible de convertir en ficción. Curiosamente, el personaje histórico que sí está revestido de una muy inquietante convicción es el de Goebbels, el fanático ministro de propaganda hitleriano, en buena medida por el aspecto que le otorga el actor Ulrich Matthes, con esos ojos muertos que le hacen parecer un muñeco que si mantiene una chispa vital es precisamente por el hombre al que idolatra por encima de todas las cosas.
En cualquier caso, El hundimiento es una película muy estimable pero que se ve perjudicada por diversos defectos como la excesiva duración o la previsible dificultad en compaginar cine y documento histórico. Lo mejor de la misma, eso sí, se encuentra en su primera mitad, en la forma de captar, a modo de caótico caleidoscopio, el final de una ciudad en donde unos se dejan arrastrar por el miedo, otro el oportunismo y muchos por el nihilismo, y en donde casi todos aguantan en sus puestos, sencillamente porque advierten que es la única forma de negar que una realidad que pretendía ser milenaria llega a su fin.
En particular, y en esa hora inicial, El hundimiento me provoca la malsana impresión de hallarme ante una variante del estupendo inicio en el planeta helado de El Imperio contraataca (1980), pues también narra el asalto de un cuartel general (toda la ciudad de Berlín, en este caso) y muestra los incontables esfuerzos de los sitiados por tratar de retardar lo inevitable: lo malsano, por supuesto, radica en que el proceso de identificación que parece demandar en el espectador es sobre un conjunto de tipos que se merecen justificadamente el calificativo de villanos de la Historia. ¡Adolf Hitler convertido en un Darth Vader que ahora es quien se ve sometido al cerco! Lástima que los soviéticos no puedan tampoco ser considerados un equivalente de la noble Alianza Rebelde…
Hay que volver, por tanto, al «mejor» Hitler del cine. El triunfo de la voluntad (1935) fue un encargo personal del Führer a la actriz y realizadora Leni Riefenstahl para que filmara el congreso del NSDAP de 1934 en su encuentro anual en la ciudad de Nuremberg. Después de una inicial reticencia, la joven cineasta aceptó al asegurarse unos medios y una libertad muy notables. No solo pudo contar con 30 cámaras para filmar cada acto del partido desde todos los puntos de vista posibles, sino con un equipo a la altura y, en especial, la garantía de que el congreso seguiría las directrices estéticas que ella dictara para la mejor satisfacción de la obra estética y propagandística que debía realizar. El mismo Albert Speer, el joven arquitecto protegido por Hitler, contribuyó a la película con diversas aportaciones en el diseño escenográfico, por ejemplo, los grandes haces columnares de luz que otorgan a los nocturnos del congreso su espectacular apariencia. El resultado es un film que todavía hoy fascina en términos estéticos (es decir, artísticos), pero que obliga a imponer una distancia, a que quien hable de él se vea obligado a declarar, antes que nada, su profundo desacuerdo con su mensaje. Román Gubern, en un magnífico análisis del mismo, la calificaba como una obra maestra del mal. Ahora bien, utilizando las palabras ya de por sí sardónicas que profería el Ser Supremo encarnado por Ralph Richardson en el entrañable film Los héroes del tiempo (1981), hay que reconocer que a Leni Riefenstahl el mal le quedó muy bien.
Es evidente que Riefenstahl puso todo el talento de que disponía al servicio de aquello para lo que se la había contratado: antes que nada, la propagación de la imagen de Hitler como el verdadero Mesías para su pueblo. En segundo lugar, la expresión de la unidad de un Partido que acababa de salir de la catártica Noche de los Cuchillos Largos —mediante la cual Hitler depuró a los más molestos elementos de las SA— y la propagación al exterior de la magnificencia del régimen nazi a través de las ideas de obediencia, orden y majestuosidad expresadas por esas multitudes enfervorizadas hacia su líder y por las ingentes masas del Partido moviéndose geométricamente al compás de una única batuta. Todavía hoy la estampa de esos desfiles en el gran estadio Zeppelin de Nuremberg sigue siendo una de las imágenes que mejor expresa lo que es un totalitarismo con su idea de inhibición de lo personal dentro de lo colectiva, del ahogamiento del individuo dentro del grupo, de la masa, del Volk.
¿Ha recibido alguna vez una estrella de Hollywood el tratamiento que Riefenstahl otorgó a su protagonista? No hay sino que contemplar el prodigioso inicio de la película, que muestra la llegada de Hitler en avión a Nuremberg como si fuera una venida, la de una criatura elegida, distinta a todos, cuyo punto de vista parece guiar el vuelo del aparato que aparta las nubes a su paso, como un dios solar, hasta que las brumas se desvanecen literalmente y hace aparecer la maravillosa ciudad a donde se dirige. En especial, es inolvidable el travelling que sigue la sombra del avión (como si fuera un águila, imagen especialmente grata al nazismo, y que luego aparecerá transmutada en piedra en las ceremonias del Partido) mientras se desliza sobre las casas medievales de la ciudad: es significativo, además, que mientras el líder llega por el aire, abajo ya le esperen las masas perfectamente encuadradas, desplazándose por Nuremberg como un todo guiado por una única voluntad, la del hombre que llega. Esa aparición estelar se completa con el recorrido del Führer, en coche descubierto, hasta el Deutscher Hof, su hotel, saludando a las masas entusiasmadas, con el brazo en alto, de espaldas o de tres cuartos, de tal modo que su figura se magnifica por la reverencia con que la cámara parece resistirse a revelar el rostro «sagrado»: en un momento determinado, el sol se posa sobre su mano como si verdaderamente fuera ésta el origen de su luz.
A partir de este segmento inicial, el film se desarrolla por medio de toda una serie de actos, protagonizados cada uno por distintas organizaciones del Partido, o de varias ceremonias donde los líderes principales tienen su momento de aparición al lado de la estrella singular, el Führer. Leni Riefenstahl le dedica toda una sinfonía de primeros planos, de encuadres en contrapicado que pretenden otorgar una aureola de dominio de la figura a la que se observa desde abajo (es un recurso que figura en la primera página de todos los manuales sobre la retórica del poder). Hitler habla en cada uno de los encuentros, en cada una de las ceremonias, sin leer nunca (solo lo hará en el discurso de clausura final, la pieza culminante de su exposición), transmitiendo toda la terribilitá del líder que, amado o temido, está por encima de todos: de todo. No en vano, hay que recordar que hablamos del primer líder político que difundió su imagen mediante series de fotografías en calculadas poses que hoy parecen propias de una estrella del espectáculo.
Al lado de este genuino torrente de sumisión estelar al Führer, ningún actor, por bueno que sea, podrá jamás competir en credibilidad: nunca podrá ser Hitler. Y vuelvo por tanto al genio con el que comencé, a Charles Chaplin: él sí entendió que la única forma de abordar al original era desnudar su letal realidad dejando bien claro que solo mediante la distorsión, la exageración, la caricatura puede definirse a un ser tan distorsionado. Chaplin fue como el niño que es el único en gritar que el emperador no lleva ningún traje: que está desnudo. Que alguien como Hitler existiera, que llegara tan alto como llegó, que consiguiera sugestionar a tanta gente y lanzarla a la destrucción de la humanidad, hoy día nos parece propio de una pesadilla provocada por la ingestión de algún alucinógeno. Cuando mis alumnos contemplan a Hitler en sus discursos (por ejemplo, extraídos de la película de Riefenstahl) u observan las instantáneas que sacó su fiel fotógrafo Heinrich Hoffmann no pueden evitar reírse: llamémosle cosas de la edad, distancia cronológica y emocional, cambio del perfil de lo que hoy se considera estelar o falta de empatía histórica. Pero quien primero se rió fue el hombre al que ofendió que Hitler le robara el bigote, y por ello se cobró cumplida venganza.
Entre el discurso final del Führer en El triunfo de la voluntad y el genial speech inicial de Hynkel en la película, doblando los micrófonos ante el estentóreo peso de sus palabras (palabras que no significan nada: el peso mortal del vacío verbal de Hitler es uno de los grandes hallazgos de Chaplin), sin duda gana el de este último. Que también concluye su película con un discurso filmado en primer plano, pero de corte radicalmente distinto: un discurso ya no del dictador Hynkel sino del pobre pero noble diablo que lo ha suplantado casi sin quererlo, el sastrecillo judío. Un discurso en el que éste es filmado en primer plano frontal, sin contrapicado, pues no pretende imponer a una persona, sino un mensaje. Un discurso en el que Chaplin se desprende de sus dos personajes para dirigirse directamente, él, al espectador, con su denuncia de los falsos mesías que se erigen en símbolos de su pueblo y su mensaje de concordia universal. Un discurso cuya fuerza emotiva nace de su profunda autenticidad, que escapa de los márgenes de la mera ficción. Y es que ahí está la clave: ante la sobrecogedora realidad de Hitler, la ficción carece de sentido. Lo real solo puede combatirse mediante lo real.