Adolf Hitler se suicidó un 30 de abril de 1945; unos días después, el 7 de mayo, el ejército alemán se rendía y la Segunda Guerra Mundial, oficialmente, concluía en el frente europeo. ¿Concluía? Sobre el pueblo alemán se cernían unos tiempos de dura prueba en los que, tristemente, se iba a demostrar que la cualidad básica del ser humano no es precisamente aprender de los errores de los demás, sino repetirlos. Vae victis! ¡Ay de los vencidos! Tomando la expresión del famoso título del film de Roberto Rossellini, del que luego hablaré, comenzaba para Alemania el año cero, cuyo símbolo lo constituiría la capital de ese Reich para el que Hitler soñó una duración de mil años, esa ciudad que nunca llegó a ver cómo se materializaba el proyecto (diseñado por su arquitecto favorito, Albert Speer) de ser convertida en una megalópolis más propia de una recreación cinematográfica digital que de la realidad. Bien al contrario, la Berlín sobre la que se cernían los aliados era una ciudad fantasma: un lugar en ruinas cuyos habitantes trataban a duras penas de esconderse en agujeros, temiendo la justa venganza de los nuevos ocupantes. Que ciertamente fue dura: en primer lugar (y es una de las historias olvidadas de la guerra mundial), los soldados soviéticos se dedicaron a violar sistemáticamente a cuanta mujer alemana se tropezaron en esos días: hasta un millón en su avance por tierras germánicas y 100.000 solo en la capital. Después, el hambre y el frío, las humillaciones, la impotencia de ver cómo cualquier posesión podía ser objeto de robo, el reparto de los despojos por parte de las potencias ocupantes.
El sufrimiento de los alemanes se debió, claro, a que los aliados decidieron que tenían una responsabilidad colectiva en los desmanes cometidos por Hitler y sus sicarios. Es una cuestión sobre la que no merece la pena entrar: no creo en culpables colectivos, del mismo modo que no creo en identidades colectivas y, en general, en cualquier aplicación sana en cuestiones políticas o morales de este adjetivo. Y por otro lado, es evidente que la responsabilidad de cada alemán no nazi en el sufrimiento de sus conciudadanos, empezando por los judíos, aun cuando sea por el hecho de mirar para otro lado (por miedo, por comodidad, por beneficio), es cuestión individual que habrá perseguido, en caso de tenerla, la conciencia de cada uno: las responsabilidades penales que se rindieron, como se sabe, acabaron siendo escasas.
Hay diversos libros que refieren (de modo espeluznante: su lectura es un jarro de agua fría para cualquier defensor de que la humanidad es la cualidad esencial que define a nuestra especie) las barbaridades que se hicieron sobre los alemanes, tanto en los países que fueron desgermanizados (Checoslovaquia o los territorios que Stalin entregó a los polacos para compensar la desvergonzada rapiña a que él mismo los sometió cuando fue cómplice de Hitler por medio del Pacto de No Agresión de 1939, y que no reparó) como en la misma Alemania ocupada. En particular, recomiendo el excelente libro de Giles MacDonogh Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg), que hace una minuciosa exposición de todos los elementos que caracterizan esa terrible época.
Sin embargo, pocas obras superan los testimonios de primera mano de los protagonistas de esa época. Especialmente impresionante es Una mujer en Berlín, el diario que de las semanas que siguieron a la caída de Berlín en manos de los soviéticos llevó una mujer alemana que no quiso firmar el libro cuando aquéllos fueron editados una década después, en 1954. En cualquier caso, la autora anónima era una mujer de más de treinta años, cultivada y con conocimiento de idiomas (hablar ruso la ayudó a superar más de un problema) y una trayectoria profesional que la había hecho viajar, antes de la guerra, por varios países de Europa, entre ellos la misma URSS. Esta anónima mujer comienza relatándonos la cotidiana convivencia con las bombas en los últimos días de la guerra (para conjurar el angustioso tedio es por lo que comienza a poner por escrito sus impresiones) para, a partir de la llegada de los soldados soviéticos, comenzar a referir la lucha por la supervivencia diaria. La autora fue una de las incontables berlinesas violadas en los primeros momentos, pero su crónica muestra a una mujer que levanta la cabeza y decide vivir, no renunciando a la dignidad pero sí dejando a un lado la moral convencional, que desde luego no puede permitirse el indefenso habitante de un país ocupado sobre el que sus ocupantes cree que tienen todos los derechos. Buena lectora de la psicología, en el fondo tosca, de esos conquistadores, enseguida comprendió que ella y quienes convivían en la misma casa (el concepto de propiedad fue de las primeras cosas que voló con la ciudad) necesitaban «protectores», es decir, algún oficial de rango superior a los acechadores con uniforme que implantara un tabú sobre su persona, y que la valorara lo suficiente como para aportar la comida que no se hallaba por ninguna parte. Con realismo pero sin sensacionalismo, dibujando un día a día en el que la sordidez acaba convirtiéndose en una crónica familiar que realza la indomable cualidad de su dueña, Una mujer en Alemania es una obra imprescindible para conocer de primera mano la epopeya, grande o pequeña, que atravesaron tantos alemanes durante aquellos años de hierro.
Por su parte, el cine aporta el conocimiento visual que las palabras, demasiadas veces desgastadas por el uso, no consiguen impregnar en la mente de quien lee en estos tiempos de reinado de la imagen. Muchas películas se rodaron en suelo alemán, con especial inclinación por Berlín. De ellas, la más famosa sigue siendo Alemania, año cero (1948), de Roberto Rossellini, pero asimismo se incluyen conocidos films de Hollywood como Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann, o Berlín Occidente, de Billy Wilder, también de ese mismo año. Todas se caracterizan, como es natural, por la fuerza testimonial de esas imágenes que solo parecen dantescas la primera vez: si uno contempla seguidamente varias películas seguidas del mismo ciclo, se acostumbra, y esa sensación, curiosamente, contribuye a empatizar más con quienes vivieron de verdad en esos escenarios derruidos, y enseguida tuvieron que familiarizarse y dejar de lamentar la excepcionalidad para poder enfrentarse a lo cotidiano.
Esas películas vienen condicionadas por el contexto de la Ocupación, como es lógico: en muchos casos, tenían que afrontar la censura o la ceñuda mirada de unos financiadores preocupados por no ahuyentar a espectadores demasiado sensibles. Del vasto corpus de elementos que componían el día a día de sus protagonistas, unos fueron incluidos desde el primer momento (los problemas de suministro de productos básicos, la existencia del mercado negro, la increíble cantidad de gente desvalida y sin hogar, la confrontación con los pecados del pasado). Otros lo hicieron en función de la libertad de que disponían los cineastas. Y unos cuantos no encontraron el cauce adecuado en las pantallas (por ejemplo, el Holocausto pasa de largo por la mayoría de esos productos).
Con el tiempo, y como es lógico, las películas irían retratando sin filtros la situación real en todas sus implicaciones, incluso las que en su día no se podían contar. Por ello, y antes de centrarme con detalle en los films producidos en ese contexto, voy a citar brevemente dos películas modernas, una europea y otra estadounidense, que fueron concebidas con grandes ambiciones y que abordan temas de lo más interesante, para saldarse con muy mediocres resultados, si bien por motivos muy diferentes.
La primera es Europa (1991), la película que reveló al muy polémico Lars von Trier, que pretende abordar desde un punto de vista ideológico y no solo material las preocupaciones de la población ocupada —si bien su portavoz es un joven norteamericano, hijo de un emigrante alemán, que decide participar en la reconstrucción de su patria cultural, desde «abajo», como empleado de un tren. Trier muestra las diferentes reacciones de los miembros de una misma familia (los antes acomodados propietarios de la compañía ferroviaria en que trabaja aquél, que ahora sufren la zozobra de la posguerra), desde el cabeza de familia, sometido a un proceso de desnazificación que en el fondo es un mero trámite (ya se sabe que la guerra fría enseguida canjeó la búsqueda de justicia por el interés económico y político), a la hija que pertenece al cuerpo de los Werwolf (los hombres-lobo), una fuerza irregular y secreta concebida por los nazis para sabotear la llegada de los aliados mediante acciones terroristas (que, en la realidad, tuvo mucha menor importancia de la que sugiere el cineasta). En cualquier caso, enseguida resulta muy evidente que al director le importa muy poco la reflexión político-moral en beneficio de la elaboración de un artefacto visual sin más propósito que sugestionar a cualquier precio y crear eso que Carlos Aguilar suele llamar, con maliciosa lucidez, «obra de culto prefabricada», en la cual acaba disolviéndose, por prometedora que fuera, la fábula sobre la imposible inocencia en la Alemania que salía del nazismo.
La segunda es la superproducción de Hollywood El buen alemán (2006), dirigida por el irregular director Steven Soderbergh. Situada en los días de la polémica conferencia de Potsdam, celebrada por las potencias aliadas sobre las todavía humeantes ruinas de la rendición, el aspecto sobre el que el film efectúa su denuncia es acerca de la hipocresía de las potencias ocupantes que, al tiempo que pedían justicia contra los culpables, se preocuparon por esquilmar en cuanto pudieron los restos del antiguo pastel nazi y, en concreto, sus talentos científicos, con los cuales, a uno y otro lado del Telón de Acero, se pondrían los cimientos de la carrera espacial. Una vez más, tan interesante trama acaba siendo un pretexto para hacer otra cosa: un nostálgico (e inocuo) ejercicio de supuesto clasicismo de toda la vida con la mirada bien puesta en esos melodramas entre aventureros y románticos al estilo de Casablanca: nada más significativo que su póster de promoción, como se ve bajo estas líneas. El resultado, desde luego, al menos es digno y no irritante como en el caso de Lars von Trier, pero aunque sea por esto último Europa no se olvida, mientras que El buen alemán se disuelve en la memoria prácticamente al rato de haberla visto.
A la hora de pasar ya a los títulos rodados sobre la misma destrucción hay que empezar con aquellas que tienen el atractivo de estar ejecutadas en primera persona. Me refiero a las propias películas alemanas, que también las hubo, pese a que hoy son muy poco visibles, entre otras razones por la escasa accesibilidad de todo el cine patrio que se hizo entre las dos épocas más conocidas de su cinematografía, el de la República de Weimar y el llamado Nuevo Cine Alemán de los 70 (Fassbinder, Wenders, Herzog).
Por fortuna, hay excepciones. Una de ellas es Die Mörder sind unter uns (1946, Wolfgang Staudte) —esto es: Los asesinos están entre nosotros—, una de las primeras películas con las que la industria alemana (en concreto, la oriental, si bien todavía no se había producido la radical división del país en dos repúblicas) reanudó sus actividades. El film recoge las miserias cotidianas de la población superviviente de Berlín, de sus traumas pero también de su propósito de salir adelante, sin dejar por ello de mirar atrás y comprender lo sucedido en su país. Por todo ello, en general se trata de un film esperanzador, que se centra en el amor que surge (de modo muy precipitado: es lo peor del film) entre un médico alcoholizado del que se presume, como en efecto se sabrá al final, que arrastra el trauma de haber presenciado hechos horribles durante la guerra, y una joven que ha pasado varios años en un campo de concentración (por razones políticas, se entiende). La muchacha, todo un ángel de dulzura, dotada además de dotes artísticas, encarna el futuro y la regeneración; el médico, la Alemania que, pese a haber sufrido, encierra dentro de sí la semilla de lo sano en grado suficiente como para salir adelante tan pronto arroje de su alma el veneno de su amargura.
El film está situado, por supuesto, en pleno Berlín, sin la menor tentación de mostrar lugares emblemáticos (como sí hacen muchas de las producciones norteamericanas que no tardarán en rodarse en el mismo terreno), con un conseguido prurito de realidad (el plano que abre el film muestra una calle derruida donde destacan unas cruces con cascos de soldado y un tanque abandonado). El director Staudte, para elaborar la atmósfera de desolación de la película, hace uso del manual de efectos expresionistas que tan famoso hizo el cine alemán de los años 30 —contrastes lumínicos, abundancia de primeros planos, encuadres torcidos, uso abundante de las sombras—, pero denotando que es antes cuestión de aplicar una fórmula que de coherencia dramática, con lo que todo resulta muy plano. Pero sobre todo, al film acaba perdiéndole un comprensible exceso de prudencia, aunque se entienda que, teniendo en cuenta que los ocupantes consideraban culpables a todos los alemanes que habían vivido bajo la férula de Hitler, se esfuerce por delimitar las responsabilidades en personas muy concretas, que envenenaron al buen pueblo alemán.
De hecho, por más que el título hable en plural, el argumento pone en el punto de mira a un solo personaje, un antiguo capitán del ejército que a su regreso a Berlín ha puesto en marcha una industria y ha empezado a recuperar su antigua prosperidad, y sobre el cual el médico protagonista guarda una terrible acusación: la dureza con que ordenó fusilar a todos los habitantes de un pueblecito polaco en el curso de una de esas represalias que fueron tan habituales en el ejército alemán. Con todo, en el final, el ángel rubio impide que el atormentado médico haga justicia por sí mismo. «No debemos dictar sentencias», le dice mientras le abraza y se lo lleva, camino se supone de la reconciliación consigo mismo, mientras añade: «pero sí de denunciar los cargos».
Como bien se sabe, estas buenas intenciones se verían desmentidas por la realidad y, como denuncia Hannah Arendt en su genial libro Eichmann en Jerusalén (y hoy es de dominio público), fuera de los peces gordos condenados en Nuremberg, y de los responsables de crímenes en los países ocupados que fueron extraditados en los primeros tiempos, juzgados en ellos y también ajusticiados, a la altura de 1961 no solo no quedaba casi ningún criminal nazi en las cárceles sino que muchos cargos importantes seguían disfrutando de buenas posiciones en la administración de la República Federal Alemana.
Mucho mejor, incluso a ratos verdaderamente asombrosa, es La balada de Berlín, dirigida por Robert A. Stemmle. Al contrario que la anterior, es una producción de la Alemania Occidental y, además, está ya más distanciada del final de la guerra, puesto que es del año 1948, razones ambas que le otorgan una mayor libertad de crítica y un discernimiento superior de la situación. El interés del film radica en la muy sugerente manera en que combina la lectura del presente con unas ambiciones narrativas y estéticas que van más allá de lo meramente coyuntural, y que es lo que mantiene su gran interés en nuestros días. La balada de Berlín construye su planteamiento desde un punto de vista satírico, con una estructura visual y argumental de extraordinaria ligereza narrativa, casi impresionista, por cuanto está compuesta de una serie de retazos, a ratos realistas, a ratos oníricos, a ratos musicales (el director del film fue fundador de un importante cabaret berlinés de principios de los años 30, Die Katakombe, cerrado a instancias de Goebbels), cuyo hilo conductor son las desventuras por el Berlín de la posguerra de un individuo medio, no por nada llamado Otto Don Nadie (aunque la traducción literal del apellido Normalvebraucher —todos los personajes tienen nombres simbólicos— es Consumidor Medio), cuyos sufrimientos, anhelos y pequeños o grandes consuelos traducen los del pueblo alemán en medio de la ruina, el hambre, la falta de horizontes y, claro, la Ocupación.
De entrada, resulta de lo más sugestiva la asociación (involuntaria, en ese momento) que provoca en el espectador el reconocimiento en su escuálido protagonista de un jovencísimo Gert Fröbe, actor que en los años 60 hizo toda una carrera internacional gracias a su papel de Goldfinger para uno de los más famosos ejemplares del ciclo James Bond. Y es que la imagen del Fröbe maduro es la de un hombre orondo, de enorme corpulencia y considerable dureza, mientras que el del presente film (su debut en el cine, además) es un muchacho enclenque y ahusado, como un Goldfinger al que se le hubiera arrebatado buena parte de su fuerza vital. La película sigue las peripecias de su Otto: su desmovilización, su llegada a Berlín (para descubrir, como la protagonista de Los asesinos están entre nosotros, que ahora su piso está ocupado por otros supervivientes, con los que deberá compartirlo), sus primeros pasos por el universo de las cartillas de racionamiento y el mercado negro, sus precarios trabajos, sus sueños románticos (siempre asociados, por supuesto, a la comida: su amor ideal es una belleza rubia que le sirve pasteles todo el tiempo… y a la que encontrará en la vida real, casándose con ella)… Otto Don Nadie es todo un acierto, pues resulta imposible no sentir simpatía, no identificarse con su humilde mirada sobre la cruda realidad, su continua y comprensible oscilación entre el indolente pesimismo y un optimismo siempre precariamente infeliz; de hacer nuestro su propósito, pese a todo, de seguir adelante en busca de que en algún momento todo acabe por enderezarse.
Todo ello sin dejar de ofrecer, además, una mirada crítica sobre la Alemania coetánea, amparada como es natural por el planteamiento satírico. Así, toma a chacota la herencia prusiana (no hay una estatua, de las múltiples que ensalzaban sus glorias militares, que no esté mutilada), la división del país y de su ciudad en zonas, la polarización de los dos bloques que ya anuncia la guerra fría (los discursos paralelos e idénticos de dos políticos que solo varían su mensaje en que uno critica el capitalismo monopolista y el otro el totalitarismo), la «confraternización» entre los soldados norteamericanos y las chicas alemanas, incluso al mismísimo Führer, de modo inesperado (el revisor de un autobús que se comporta con Otto como un dictadorcillo y se proclama así, el líder del bus)… El film, también, posee cierto tono de irónico cuento de hadas, en cuanto que toda la historia se evoca desde nada menos que cien años en el futuro (la película se inicia con unas imágenes del Berlín del 2048, con ciertas reminiscencias de Metrópolis por el uso de maquetas), pero no pierde de vista el presente inmediato (incluso se menciona el famoso puente aéreo que debió ser coetáneo de la finalización del rodaje).
Finalmente, la película concluye, como Los asesinos están entre nosotros, con un canto a la esperanza —pero mucho más coherente—, y expuesto con notable gracia, pues se produce a través de una escena final de tono onírico en que el protagonista asiste a su propio funeral, para acabar enterrándose todo aquello que estorba a la verdadera reconstrucción del país: el miedo, el egoísmo, el mal humor o el odio. Y la frase final de la voz del futuro que ha ido narrando toda la historia, concluye, como en un cuento de hadas, diciendo: «Esto sucedió en 1949. Bueno, creo…».
(En la segunda parte de este artículo comentaré las películas que Hollywood filmó sobre la derruida tierra germana, cerrando con la obra maestra del género, que es, claro, Alemania, año cero)
De esta interesantísima entrada (bueno, al menos para mí, como «forofo» de la historia del siglo XX, en concreto de su primera mitad, casi en analogía con el bueno de Jacinto Antón y otros), un primer apunte (cuando tenga más tiempo, intentaré opinar sobre tu excelente exposición, José Miguel).
Llevo años intentando ver Los asesinos están entre nosotros. Por lo que sé, no la han pasado por televisión y no está editada en DVD en España y de estarlo sería en Alemania (pero mi alemán no llega para ver la película en versión original). Espero que algún día alguien tenga a bien editarla.
…Y otra cosa rápida, El buen aleman es un remake inconfeso de Casablanca, gélido como un témpano, y con un casting desafortunado. El que haya leído la novela comprobará que Clooney no da el papel ni queriendo (otra cosa hubieran sido Mitchum o Bogart).
Puesto que yo mismo soy profesor de Historia, imagínate el interés que siento por las relaciones entre esta materia y el cine, por no hablar del tema de los totalitarismos y sus consecuencias. «Los asesinos están entre nosotros» es un film muy difícil de encontrar, si bien los caminos de la Red, como sabes, hoy llevan a cualquier parte. En cambio, «La balada de Berlín» sí fue emitida a principios de los 90, aunque entonces se me pasó.
Y sí, Robert Mitchum hubiera sido idóneo para ese papel, incluso más que Bogart. Pero es que a mí Mitchum me parece que es capaz de hacer cualquier papel…
Salvo Alemania, Año Cero, no conocía demasiadas películas sobre este período (no tanto por número sino por falta de visionado por mi parte), aunque sí es evidente que estas son menos numerosas que las que presentan una visión más triunfal y más libertadora. Todas ellas finalizan en el momento del fin de la guerra, de la batalla… El resto se convierte en un aspecto de la historia por el que se pasa de puntillas, o bien, se esconde vergonzosamente bajo la alfombra.
Hay una gran diferencia entre las películas europeas rodadas en Alemania (por ejemplo, la de Rossellini) y las norteamericanas (de las que hablaré en la segunda entrega). Las primeras se ponen en el punto de vista de la población local; las segundas, claro, estudian el impacto de la guerra y la posguerra entre los soldados, así como sus relaciones con los ocupados.
Por cierto, que hablando de esa perspectiva que se tiene sobre que la guerra acabó con Hitler y poco más, recuerdo a un gran crítico de cine, José María Latorre, al que le molestaban los films en que unos personajes atraviesan un territorio lleno de peligros en busca de algún tesoro o lugar fabuloso (tipo «Las minas del rey Salomón», por ejemplo), y la película acaba, y con felicidad total, cuando conseguido lo que buscaban se disponen a volver… como si no importara que, en ese camino de regreso, lo lógico es que pasen las mismas penalidades que a la ida.
La mano del extranjero nunca defrauda y es siempre excelente. Tan solo destacar de Una mujer en Berlín, el comportamiento de los hombres alemanes que ante los hechos que ocurrían dieron la callada por respuesta no defendiendo a las mujeres y no haciendo nada para parar la locura desatada en esos momentos, no se trata de que no fueran héroes, sino simplemente que se comportaran cívicamente. Creo que fue así por el complejo de culpa sobre el nazismo que aún arrastran. Gracias por mantener tan estupendo blog
Completamente de acuerdo. La guerra supuso un duro pulso a la «masculinidad» en todos aquellos países que vivieron la ocupación, primero por los nazis y luego por los aliados, y un desgraciado símbolo de ese revanchismo fue el trato vejatorio dado en Francia y otros países a las mujeres que habían realizado lo que allí llamaron «colaboración horizontal», en el que confluyeron el complejo ante la cobardía general de la sociedad ocupada, el revanchismo cuando el enemigo tan temido ayer ha desaparecido… y el machismo, claro. En «Una mujer en Berlín» un buen símbolo de esta postración masculino es el individuo que se pasa todo el tiempo en la cama, postrado ahora literalmente, mientras las dos mujeres de la casa son quienes se ocupan y preocupan por el sustento, aunque sea mediante lo que pocos meses después será considerado una inmoralidad, buscar protectores entre los soldados ocupantes.
Y muchas gracias por tus palabras, Luis Felipe.Como es lógico, suponen un buen estímulo para mantener el ritmo de la publicación.
Sobre «olvidos» hay mucho que decir. Procuraré ser breve para centarme en el tema de los gitanos. Los alemanes entraron primero en la URSS de manera genocida, violando a todas las rusas que pudieron para luego prostituirlas y matarlas. Berlanga que con Cignes estuvo allí y lo contó. Los nazis tenían dos objetivos prioritarios, no uno: eliminar o deshacerse de los judíos como todas las pelis nos recuerdan y externinar a los eslavos que pudieran para hacerse su «espacio vital» (lebensraun). Cifras. Por cada judío asesinaron tres rusos (en retraguardia) más polacos y ucranianos no colaboracionistas. De esto no se dice nada. La URSS fue quien derrotó al III Reich. Millones de muertos en Stalingrado y Leningrado. Millones. En Normandía y siguientes, cuando el trabajo ya estaba hecho, llegan los anglosajones y ponen miles de muertos. Nada en comparación.
Tampoco se dice nada del genocidio ustachi o ustacha, católicos croatas fascistas que, con el apoyo de la Iglesia, sacerdotes incluidos, realizaron un gran genocidio sobre judíos, gitanos, serbios y comunistas. Especialidad: te bautizo a la fuerza y luego te decapito. Al cielo. A las mujeres , aparte de violarlas, les amputaban los pechos y sus partes. Mucha gente no tiene ni idea. El Vaticano dio pasaporte a esta gente y nazis para sudamérica.
Acabo con dos grupos: exterminio de los Testigos de Jehova por no aceptar la autoridad de Hitler, lo que sí que hacían católicos y protestantes. Finalmente, los gitanos, caso similar a los judíos, pero con la diferencia que los gitanos eran pobres y no tenían quien velara por ellos. Realmente, no se hizo nada porque los europeos eran y son racistas hacia ellos. Ni una palabra. Me consta que grupos gitanos han querido estar representados en museos como los judíos, pero los semitas se han opuesto ya que pretenden hacer creer que las únicas víctimas fueron ellos, que su pasta cobraron hasta hace poco de la Merkel, uno o dos años. Por no saberse, no se sabe ni cuántos asesinaron. Cifras diversa: De medio millón a millón y medio o dos millones. Nadie reconoce estos hechos. Cuando he sido secretario y no había extranjeros pobres en las escuelas públicas, los papaítos me decían: «No es que sea yo racista, pero…. aquí no habrá gitanos, verdad?. Sé de muchos casos que los padres han cambiado a sus hijos de cole porque no pueden ni ver un gitano. Bien, proporcionalmente asesinaron más gitanos que judíos. Pero los gitanos no están organizados ni tienen inflluencia económica ni política. En Auschwitch (perdón por la orto) fue a parar un millón de gitanos. Tenían su «subcampo» separado. Actualmente, los que llevan el «negocio» son judíos. No consienten dejar ni un milímetro de espacio para su recuerdo. Zapatero y Juan de Dios Heredia, diputado español gitano, les hicieron un pequeño homenaje hace unos años. Creo que ni nos mismos gitanos saben nada de su «Porraimos» (Holocausto en romaní)
Saludos.
Regí.
La guerra mundial y la inmediata posguerra mundial demuestran, sencillamente, la facilidad con que las víctimas acaban convirtiéndose en verdugos y viceversa, siendo tan vergonzoso lo uno como lo otro, por mucho que unos empiecen primero o que otros batan el récord de asesinatos. Hay otro libro terrible aparte de los que cito: «Continente salvaje», de Keith Lowe, tras cuya lectura dan ganas de obligar al ser humano a pedir, ante quien competa, el documento que acredite su expulsión de las criaturas civilizadas.
Y, claro, tienes razón en que es verdad que la barbarie del Holocausto judío ha acabado casi suplantando cualquier otra noticia sobre otras víctimas, aunque en buena medida se sabe al complejo de culpa de las potencias aliadas, o de la misma Alemania democrática (y más bien a partir de los años 60, cuando los hijos de los supervivientes de la guerra se avergonzaron de unos padres que o habían mirado para otro lado o habían colaborado con el régimen y prefirieron pasar página para no escupirse unos a otros). Los gitanos no tuvieron propagandistas adecuados, en ningún lado, ni un estado que reivindicara su memoria.
Eso sí, con independencia del rédito que Israel haya podido extraer de ese complejo de culpa, no quita que el nazismo tuviera a los judíos como el principal objeto de su odio, como «raza» a eliminar por encima de cualquier otra, incluidos los gitanos: no hay que olvidar que Hitler es la culminación de un antisemitismo que había mutado del religioso al racial y cultural precisamente a partir del avance del laicismo en la sociedad europea. Los judíos eran un peligro «mayor» que los gitanos porque estaban perfectamente integrados en la sociedad alemana, mientras que los romaníes, en su mayoría, mantenían esa condición marginal que durante mucho tiempo tuvieron en lugares bien cercanos, como esa España nuestra en donde (hasta que comenzó a llegar la inmigración masiva) no existía el racismo. Para Hitler, fue fácil cazarlos y hacerlos desaparecer como si no hubieran existido nunca.
Gracias por la contestación, no quisiera repetirme. >Lo que me da mucha rabia son las manipulaciones. Nadie sabe el caso del genocidio ustachi coata católico y lo salvale que fue. He visto fotos y te quedas de piedra. Otros que colaboraron con los nazis fueron los bosnios musulmanes. Su presidente tras la guerra de ex-Yugoslavia era un alto jerarca de las SS implicado en el Holocausto. Cuando Yugolslavia es desmembrada los medios de desinformación nos pintan a unos serbios malos malísimos de la muerte. Eran los descendientes del genocidio ustachi y los croatas que se separan con apoyl alemán eran fascistas, incluso usaban el unifiorme negro de los alos 30-40. Tampoco se dice nada del Vaticano y sus preferencias políticas y cómo ayudan a los asesinos nazis a huir. En «Amén», de Costa Gavras se toca el tema.
Tampoco se insistte en un tema documentado: HIItler era católico, lo dijo y escribió el mismo. Hacía mucha relación a la «Providencia» y a «acabar la obra de Dios». En los libros dedicados al los papas del XX del autor de la magna «Hª criminal del cristianismo» hay ejemplos con profusión. Esto viene a cuento de «estadísticas» que se pretenden hacer en número de muertos entre creyentes y ateo que circulan por ahí. Stalin estudió en en seminario pero se lo dejó y tuvo más años para asesinat, hasta los 50.
Saludos
La guerra mundial esconde múltiples barbaridades en distintas partes de Europa, eso es indiscutible. Que la actuación del Vaticano durante la guerra fue vergonzante, también. Que la información, en una sociedad como la actual, está al alcance de quien quiera saber más allá de silencios y ambigüedades para no dejarse engañar o manipular, y para formular por tanto opiniones apoyadas en datos y no en lo que a uno le gustaría según su ideología o nacionalidad, es indudable. Lo que no entiendo es tu referencia al catolicismo de Hitler. El Führer, más allá de su adolescencia, fue un ateo pragmático y oportunista, mitómano (de los mitos arios) y no precisamente un católico practicante. Y que Stalin fuera seminarista no creo que explique su personalidad asesina. El determinismo, en Historia, no me parece buen consejero para intentar explicar el totalitarismo, por fortuna.