Este artículo, ahora mínimamente reelaborado, fue publicado en el nº 15 de la revista Delirio.
Habrá quien no haya visto Metrópolis (1927), pero creo que existen pocos aficionados al cine que no conozcan su renombre, que no hayan contemplado alguna de sus imágenes o visto alguna de las películas que existen porque una vez existió Metrópolis. Se trata, por lo tanto, de uno de los films más conocidos de la historia, y sin embargo parte de su sugestión radica en que se trata también de los más misteriosos. En primer lugar, muy pocos espectadores han podido disfrutar la versión inicialmente estrenada en enero de 1927: el fracaso de los primeros pases hizo que el film fuera retirado de las salas y, a partir de entonces, iniciara una carrera de remontajes, en especial para su exhibición extranjera. La principal la realizó la Paramount —que había participado en la financiación del film— para el estreno norteamericano, amputándola en un tercio de su metraje. Esta versión es la que volvió a Europa y se exhibió en cines. Con el paso de los años, y convertido el film en uno de esos títulos de referencia que todos conocen pero pocos han podido ver, llegó la hora de la restauración. Abrió la veda un músico pop con inquietudes cinéfilas, Giorgio Moroder, que impulsó en 1983 un muy discutible trabajo (metraje muy reducido, horrendas cancioncillas a cargo de ídolos del momento en la banda sonora) que sin embargo tuvo la virtud de redescubrir el film. Dos décadas después, el especialista Enno Patalas, comparando copias depositadas en distintos archivos repartidos por el mundo, consiguió montar la versión más fiel posible al original, con una duración cercana a las dos horas. Por último, en 2008 apareció una copia completa del negativo original en el Museo del Cine de Buenos Aires. La copia estaba en muy mal estado y además, en los años 70, el negativo había sido pasado a 16 mm, con lo cual los nuevos empalmes muestran claramente su deficiencia frente al resto del metraje, pero ha permitido disponer por fin de una versión razonablemente fiel a la que concibió su director Fritz Lang.
Ahora bien, todo el tiempo en que esta versión permaneció en el limbo, estuvo a disposición de quien sintiera curiosidad una fuente fundamental, a la que parece que se le ha prestado poca atención: la novela que, a partir de su propio guión, publicó Thea von Harbou, la esposa de Lang, de forma paralela al rodaje y estreno. Pues bien, este artículo quiere girar en torno a las similitudes y diferencias, a las complementarias resoluciones narrativas (y a veces argumentales) entre ambas obras, considerando que la película es una de las grandes obras de la ciencia-ficción cinematográfica, sin duda, pero la novela es una narración que carece del menor complejo de inferioridad y se deja leer con sumo placer.
Una historia contada dos veces
Se suele señalar como desencadenante de Metrópolis el viaje que hizo Lang a Nueva York, en compañía del productor Erich Pommer y del arquitecto Erich Mendehlsson (cuya Torre Einstein, construida a principios de los años 20 en Potsdam, Berlín, es ya una muestra eminente de la arquitectura de Metrópolis), y su descubrimiento de la ciudad de los rascacielos, es decir, de la fascinación de las formas y comportamientos de la moderna megalópolis. Esto no es cierto, pues ya antes de partir hacia América el matrimonio Lang había completado el argumento de su próximo proyecto que, cierto es, sí recibió el impulso definitivo a su regreso.
Metrópolis, como bien se sabe, es la historia de la reconciliación entre el Capital y el Trabajo —o, siguiendo la conocida metáfora que se inserta en el film, entre «la cabeza y las manos»— en la ciudad futurista donde se desarrolla la acción. Una ciudad controlada por el frío e implacable Joh Fredersen desde el centro neurálgico de la misma, el rascacielos conocido como Nueva Torre de Babel, desde donde se domina toda Metrópolis y se controlan las máquinas que garantizan su funcionamiento. Sobre la superficie de la ciudad viven las clases propietarias, acomodadas a una existencia muelle y parásita (con excepciones como el mismo Fredersen, su rector, que no parece dormir nunca). Bajo el subsuelo trabajan y viven los obreros que garantizan la subsistencia de la urbe, encuadrados como hormigas obreras de quienes solo se espera que siempre cumplan con su cometido sin cuestionarlo jamás. El conflicto, sin embargo, está a punto de estallar: los obreros han encontrado su líder en una joven llamada María. La amenaza de la revolución y la rehabilitación de la posición de los obreros serán conjuradas gracias a la mediación del Amor: Freder, el hijo de Joh Fredersen, se enamora de la muchacha nada más verla cuando conduce a unos pequeños, hijos de los obreros, a la Casa de la Vida, el lugar de recreo de las clases superiores, y por ella arrostrará los peligros del abismo y se hundirá en el mundo subterráneo. Su padre, alarmado, decidirá contraatacar desacreditando a María: la hace secuestrar y consigue que el siniestro inventor Rotwang, con quien muchos años atrás levantó Metrópolis, cree un robot con su mismo rostro que destila maldad por todos sus tornillos…
Aunque es lógico pensar que Fritz Lang intervino en su elaboración, el guión lo firmó en solitario Thea von Harbou. En el año largo que ocupó el rodaje, la escritora, también prolífica novelista, publicó una novelización del mismo. Lo hizo primero por entregas, durante el año de 1926, en la revista berlinesa Das Illustrierte Blatt, y después del estreno ya fue publicado en un volumen. Parece ser que entre ambas versiones hay diferencias, lo cual no era una práctica inhabitual en los tiempos en que los escritores de literatura popular presentaban de dicha forma sus obras: por ejemplo, es el caso de la celebérrima novela de Stevenson La isla del tesoro. En España, la edición más conocida la publicó Orbis en 1977 dentro de su Biblioteca de Ciencia Ficción, con traducción de Amparo García Burgos, desde su versión en inglés. Recientemente, Gallo Nero ha reeditado esta traducción.
Basten estas explicaciones para señalar que llamar a esta obra novelización en vez de novela es injusto. No sólo no es el clásico trasvase de un guión al formato de libro, lo cual normalmente se hace por encargo sin participación del guionista original, sino que, después de leerlo, salta a la vista que Harbou actuó, en buena medida, con una autonomía que nada tiene que ver con el impersonal mimetismo que caracteriza estas operaciones, proponiendo soluciones argumentales diferentes con respecto al film e incluso desarrollando los personajes en la medida en que puede hacerlo la literatura en el uso de su lenguaje propio distinto del cinematográfico.
Sobre esta novela apenas existe el menor renombre. En primer lugar, claro, porque, sin leerla, lo fácil es pensar que está completamente subordinada a los logros del film. Pero la razón principal, sospecho, estriba en la mala prensa que siempre ha tenido —especialmente entre los admiradores incondicionales de Fritz Lang— el nombre de Thea von Harbou. Recuérdese que, mientras que él abandonó Alemania en el momento del ascenso del nazismo, ella no solo permaneció en el país sino que se afilió al NSDAP. Esta circunstancia ha sido muy afortunada para los admiradores más acríticos de Lang, pues permite echar sobre los hombros de la señora los numerosos elementos ideológicos que el tiempo ha vuelto poco convenientes que se observan en varias de las películas de la etapa muda del director. Confieso que a mí, en particular, siempre me ha repugnado el tratar de aumentar el brillo, por merecido que sea, de un autor mediante la denigración de otro. Sobre todo, cuando la mayor parte de quienes realizan estos juicios lo más probable es que sólo actúen de oídas.
Von Harbou firmó todos los guiones de Lang (en alguna ocasión compartiendo también éste el crédito) desde 1920 hasta 1932. Doce años y trece películas (que incluyen un buen puñado de obras maestras) son demasiados como para pensar que ella siempre fue la rémora artística de la pareja, y es algo que, creo, ni siquiera intentó difundir nunca el director de Los sobornados. Está claro que tuvieron muchos intereses en común, más allá de una relación sentimental. Ambos compartieron el mismo amor por el cine y la literatura de género y sus soluciones trepidantes, enfebrecidas, seguramente ingenuas. Disfrutaron de los arquetipos, pues sabían que estos se prestan de modo eminente a las mayores reflexiones sin necesidad de subrayar éstas en primer plano. Lang fue fiel hasta el final a este concepto del arte; sobre la carrera de Von Harbou no sabemos nada después de su separación del director.
Pues bien, aunque tampoco quiero decir que la novela Metrópolis alcance la misma altura artística que la película Metrópolis, aquélla es también muy atractiva. Partiendo del mismo argumento, propone otras soluciones que hacen que su lectura no se agote con el recuerdo del film y en muchos momentos posee una fuerza arrasadora. Es decir, en Thea von Harbou se aprecian esas condiciones de la narradora de raza, con una habilidad especial para el dibujo de emociones extremas y situaciones bizarres a las que dota de una especial cualidad visual, sin perder nunca su esencia literaria. Es más, acierta plenamente con el tono necesario para dotar de convicción a unos sucesos que continuamente se encuentran en el borde de la credibilidad, precisamente por su énfasis, por su gusto por llevar las cosas a su extremo. Y esto último, esa tensión continua de la credibilidad, la comparte con la película.
Thea von Harbou, la gran desconocida
Thea von Harbou nació en 1888 en el seno de una familia aristocrática prusiana, origen del que da fe esa partícula, von, que en la Alemania de la época era como una patente de nobleza. Educada en instituciones de gran prestigio, la inquietud de la joven, sin embargo, la condujo por un camino muy distinto al que marcaba el tradicionalismo propio de la clase a la que pertenecía: esto ya me parece significativo. Con la desaprobación paterna, Von Harbou decidió comenzar una carrera como actriz. Su debut se produjo en 1906, y enseguida conoció a Rudolf Klein-Rogge, actor y director teatral con quien se casó en 1914. Sin embargo, enseguida la joven cambió la actuación por la pluma, convirtiéndose en una reconocida escritora y guionista. Así fue como conoció a un joven y prometedor director de cine, Fritz Lang. En 1920, ella se divorció de Klein-Rogge, pero aún tuvieron que esperar un par de años hasta que, a la muerte de la primera esposa de Lang, pudieron contraer matrimonio. El elemento quizá más curioso de toda esta historia es que Klein-Rogge se convertiría en el actor más asociado a la filmografía muda de Lang, no en vano interpretó para él a los más grandes villanos de sus películas, desde el inventor loco Rotwang de la misma Metrópolis hasta el mismísimo doctor Mabuse, pasando por el bárbaro rey Etzel (trasunto de Atila) en Los nibelungos o el genio del crimen Haghi en Los espías.
Como bien se sabe, el matrimonio (y por tanto, la colaboración profesional) concluyó en 1933, el año en que Lang abandonó Alemania. La leyenda dice que el mismísimo Goebbels (cuyas inclinaciones cinéfilas son bien conocidas) le ofreció la dirección de toda la industria alemana y él cogió esa misma noche un tren en otra dirección, a París, al exilio voluntario en América después. En cambio, Von Harbou se afilió al partido nazi y se convirtió en una entusiasta partidaria del régimen. Al no haber tenido acceso nunca a ningún estudio biográfico sobre la escritora, ignoro si ese entusiasmo es atribución de los incondicionales de Lang para echar aún más tierra sobre su esposa. Sin embargo, lo cierto es que ella siguió siendo un puntal del cine alemán, e incluso en 1934 debutó en la dirección, con dos películas que, nueva curiosidad, protagonizó su primer marido. Después de la guerra, estuvo detenida unos meses en un campo de prisioneros británico y sufrió durante un tiempo la lógica postergación profesional. En 1948, sin embargo, se reincorporó a sus tareas como guionista. Sus últimos años parece que estuvieron marcados por el dolor y la enfermedad. Su muerte se produjo en unas circunstancias cuando menos curiosas: murió en julio de 1954 como consecuencia de la caída que sufrió a la salida del cine donde acababa de acudir al reestreno de Las tres luces (1921), una de las películas en las que colaboró con su marido Fritz Lang… cuyo título original, además, es La muerte cansada.
¿Fue Thea von Harbou una nazi convencida? Parece evidente que hay una corriente de pensamiento nacionalista que recorre su obra, pero que en aquella época incluso era signo de modernidad. No parece que su vida delate a una persona conservadora en lo moral, si bien en lo social es muy probable que tuviera una clara conciencia de su condición aristocrática, no tanto por su estatus nobiliar sino por el reconocimiento de sus propios dones. Se sabe que hizo campaña contra el artículo 218 del código penal alemán, que convertía el aborto en una práctica ilegal, lo cual congenia bien con la libertad moral y sexual de que hizo gala a lo largo de esos años. Sin embargo, y a falta de esa biografía (que ignoro si existe), la mejor fuente de análisis es su propia obra, tan indisociable en esos años de la de su esposo Fritz Lang.
Ahora bien, en la Alemania de los años 20, de la república de Weimar, esa obra se muestra tan convulsa como la propia época, y de ella se puede extraer cualquier cosa, en una dirección o en otra. Así, El doctor Mabuse puede leerse como una advertencia contra la fascinación del totalitarismo, pero Los nibelungos contiene un resbaladizo cántico a la arianidad, en la persona de su rubísimo Sigfrido, que no puede eludirse. La misma Metrópolis puede interpretarse en muchos sentidos: como una proclama antirrevolucionaria que soluciona la conflictividad social mediante un conveniente compromiso conservador, como una denuncia de la alienación del moderno mundo urbano que convierte en especiales víctimas a los más humildes, como una apología de los sentimientos humanos contra el maquinismo, etcétera. Y sus imágenes se balancean en un sentido o en otro: por ejemplo, la escena inicial de la película que muestra a los jóvenes delfines del patriciado dedicados a practicar el atletismo (el culto al cuerpo) en un espacio enorme presidido por estatuas más o menos clásicas, ¿no recuerda a Leni Riefenstahl… cuya Olimpiada es muy posterior?
¿Abandonó Lang a su esposa por nazi? Lo que tienen las leyendas es que son gratas al oído pero no suelen corresponderse con la realidad. Las informaciones indican que el director sorprendió a su mujer con un joven amante indio, Ayi Tendulkar, lo cual provocó la ruptura de la pareja: que, de todos modos, discreparan de modo profundo en cuanto al futuro de su país, no es incompatible con este dato. En cualquier caso, y es una nueva prueba de la independencia moral de la escritora, ésta no dudó en escandalizar a una sociedad alemana que ahora caía definitivamente en una nueva ola de conservadurismo (ya del todo letal) viviendo una relación sentimental con un joven de piel oscura, nada ario (aunque, no sé si los nazis notarían la ironía, procedente del país donde se dio nombre a lo ario). Parece ser que se casaron en secreto, aunque Tendulkar acabó abandonando el país poco antes del estallido de la guerra. En cualquier caso, Von Harbou argumentó en su defensa, tras el conflicto mundial, que su afiliación al partido nazi se debió a su utilidad de cara a la defensa de los indios en Alemania. Es evidente, eso sí, su fascinación por esa cultura, como delata su novela La tumba india, llevada al cine varias veces en Alemania desde la época muda, la última por parte de su ex esposo Lang, en la que supone una de las cumbres de su cine.
Lamento no coincidir con estas líneas: » Los nibelungos contiene un resbaladizo cántico a la arianidad, en la persona de su rubísimo Sigfrido, que no puede eludirse.». En primer lugar, si se le el poema – Nibelungenlied – y los Eddas – los relacionados con Sigur -, escritos en la Edad Media, mucho antes del nacismo, vemos que la oelícula en dos partes»Die Nibelungen» siguen escrupolosamente el Cantar, donde no hay nada que se refiera a la «arianidad» – ni una sola palbra en todo el libro. Los nórdicos solían ser majoriteriamente rubios ugual que los latinos, morenos. Tampoco veo arinidad. Es como si alguien pretendier decir los Homero era protonazi porque los griegos también son indoeuropeos, es decir, arios. Sencillamente se trata de un lugar común en el que se cae sin pensat. Alemán, rubio, Siegfried rubio luego nazi. No era eso lo que uns décadas antes pensaba el socialista fabiano y Premio Nobel George Bernard Shaw, que consideraba ak rubio de Siegfried un trasunto de Bakunin, el anarquista que iba a romper las estructura de la sociedad burguesa. Creo que en el tema Wagner y similares, ela película que nos ocupa hay quien se deja llevar por estereotipos falsos. Las leyendas germanoescandinavas son muy anteriores a nazis y judíos; aún así hay quien se empeña en ver judíos en historias que proviene e Islandia.
Finalmente, la película está dedicada «Al puebo alemán» no por un guiño nazi, sino porue al iguial que la Chançon de Roland o el poema de Mío Cid se considera que son poemas épicos estrechamente vinculados a Alemania, Francia o España. Por otra parte, nacionalista no significa nazi necesaramente. Verdi era un nacionalista italiano de carácter liberal-democrático y miembro del parlamento.
saludos
Como señalo en mi comentario (y en el que hace tiempo dediqué a la evolución de la leyenda de los nibelungos), cada obra, por mucho que adapte un original muy anterior, es hija de su tiempo y la película de Fritz Lang no puede evitar serlo también. Que en el Cantar medieval o en las Eddas no hay arianidad es evidente: el mito ario es una invención del Romanticismo alemán, de sus lingüistas, de sus antropólogos, de sus pensadores. El mismo término «ario», como definidor de esa supuesta raza de la cual descienden los pueblos nórdicos, fue creado por el filólogo y lingüista Friedrich Schlegel en 1819.
El Cantar, redescubierto a mediados del siglo XVIII, enseguida se convirtió en símbolo de la germanidad. Como con todas las grandes obras y prototipos literarios, sufrió la misma manipulación nacionalista, fue convertido en el gran símbolo de las esencias patrias alemanas, como ha sucedido en otros rincones con la Iliada, con el Mio Cid, o ya puestos, con la Biblia. No es culpa de la obra: es responsabilidad de quienes la interpretan según la mentalidad de cada época (o los intereses ideológicos del «interpretador»).
En mi comentario no indico ni que ser nacionalista y nazi sea lo mismo ni que «Los Nibelungos», versión Lang, sea propaganda nazi. Desde luego, y en este sentido lo declaró el mismo Lang, lo que sí se propuso es expresar un testimonio del espíritu nacional. No en vano el mismo Cantar ya se encargó de cristianizar una leyenda que en origen era completamente pagana: como digo, cada época (aun las más remotas) interpreta una obra prestigiosa según la mentalidad imperante en ese momento.
Por otra parte, que «Los Nibelungos» (como también «Metrópolis», sobre la que me detendré con más espacio en la próxima entrada) contenga elementos que con el tiempo dejan de ser «ortodoxos» es lógico, y no invalida en absoluto su calidad. Que las obras maestras del género aventurero contienen una evidente apología del colonialismo no resta un ápice de su maestría artística, y desde luego, por muy anticolonialista que yo sea, no hace que yo cuestione su arte. No podemos hacer las obras del pasado a la medida del lector o espectador que somos hoy: sencillamente, tenemos que hacer un esfuerzo de comprensión para situarnos en el punto de vista de quienes las crearon, si pensamos que merecen la pena. Pretender que nuestros autores y obras más admirados sean absolutamente inmaculados desde un punto de vista ideológico muy posterior a aquel en que nacieron es absurdo. Muchas de las obras más fascinantes en buena medida lo son por las contradicciones que despiertan. Y la misma «Metrópolis» es un ejemplo eminente.
Interesante respuesta, como siempre. He visto las dos partes de la película «Die Nibelungen» en diversas ocasiones. Es la versión cinematodráfica del Nibelungenlied que, como dices, fue cristianizado y recoge la mitología islandesa, que es donde por la distancia se conservó más puro. El texo alemán procede de Austria, siglo XIII y parte de él, de Holanda. Uno está en alamán – creo que alto alemán – y el otro, en neerlandés. Ni a la fuente ni al film le enuentro ningina «arianidad». La peli refeja fielmente los textos. Eso sí, la dedicatoria «Al pueblo alemán» podríamos considerarla nacionalista, pero – con perdón – mucho menos que a Manolo Escobar con su «Y viva España». Que Thea acabara siendo nazi ni quita ni pone. Sobre el Cid se hizo una peli con Heston y Sofía Lore, ¿es nacional-católica? ¿hace apologóa del franquismo? Yo diría que la peli alemana es mucho más «aséptica» y que se limita a reflejar el original. Pienso que puede haber un prejuicio. AHitler le gistaba Wagner, a este el Nibenlungenlied, luego «Die Nibelungen» o es nada o lo «preludia». Sinceramente no creo sea así. Otra cosa es Leni sus oelis sobre las Olimpiadas o «La voluntad de vivir». Esto sí que es nazi, de manera contundente como «Raza» lo era franquista.
Saludos.
Sobre el término «ario» realmente es, como dices, un término lingüístico que recoge lenguas que tiene un troco comón desde la India con el sanscrito a la mayoría de las lenguas europeas: románicas, eslavas, germánicas, etc
A alguien se le ocurrió hablar de pueblos arios, es decir, de la India a Portugal; quizá en Alemania tuvo más éxito, no sé. Ypo pienso que se puede usar como sinónimo de indoeuropea. Lo mismo pasa en España. Eskal Herri significa «tierra de los que hablan vasco» y los Països Catalans, los territorios donde se habla catalán. Hay una estrech relación entre lengua y nacionalidad.
«Los Nibelungos» de Lang refleja el argumento original, claro, traducido por la mirada de los hombres posteriores en varios siglos a las fuentes, y que lo hicieron bajo su propia perspectiva. Por tanto, y como es lógico, funde dos épocas y dos perspectivas distintas, del mismo modo que luego sucedería con el «Excalibur» de John Boorman con respecto a la leyenda artúrica… o bastante antes, con las mismas leyendas escandinavas en manos de Wagner. Por cierto que la película no sigue con absoluta fidelidad el cantar, sino que utiliza, con inteligencia, elementos de las sagas escandinavas: por ejemplo, para los elementos fantásticos, tal vez porque la cristianización de la leyenda hizo que sus autores no quisieran «competencia» con los poderes divinos, los únicos sobrenaturales para un cristiano.
La asepsia ideológica (o estética, o dramática), por lo tanto, es imposible puesto que para un creador es imposible aislarse de su tiempo (ya sea para aceptarlo o para criticarlo). Tu misma mirada, o la mía, también responden a la forma particular que tenemos de interpretar esa obra, y esto solo sucede, pienso, con aquellas creaciones con una riqueza manifiesta.
A Metrópolis como película, con el tiempo, le noté ese mensaje conciliador que hoy se me antoja un tanto paternalista, y que en la novela es igual de evidente, aunque esta última, sí cabe, me pareció que tenía un estilo algo más místico en la figura de su protagonista María.
Tampoco la consideré nunca una novelización, sino una novela con peso propio, donde se nota el estilo de Von Harbou como narradora y que a nivel narrativo, ofrece curiosidades como una visión más amplia del mundo en el que se desarrolla, que en la película se limitaba a la ciudad y sus subsuelos.
La novela aprovecha bien lo que es propio de la literatura: tener más espacio para poder desarrollar unos ambientes y unos personajes, y lo hace de modo excelente, añadiendo muchas cosas que no sé si estaban previstas para la película pero que en las versiones actuales no aparecen por ningún lado. Por ejemplo, el curioso sancta sanctorum que tiene Joh Fredersen en algún lugar donde incluso tiene a su propia madre.
Se comenta que Thea Von Harbou ademas de guionista de cine tambien escribia algunos de los discursos del partido nazi.
Concretamente se habla de una gran amistad con Goebbels el responsable de propaganda del regimen nazi. De hecho parece que fue ella la que le presentó a su marido a Goebbels para que trabajara en favor de la propaganda nazi
De Thea Von Harbou se dice que era muy atractiva y que utilizó su atractivo para hacer …..carrera.
Primero seduciendo a Fritz Lang,que estaba casado para conseguir que éste le diera trabajo como guionista en sus peliculas, y mas adelante que utilizó su atractivo con buena parte de la cupula nazi, a la cual servia no solo con guiones sino tambien preparando ….discursos.
Nadie duda de su ….oratoria ni de su capacidad como escritora.
Contesto a la vez tus dos comentarios, Fritz. Salvo que tengas una información que los demás desconocemos (y tú mismo utilizas verbos que no transmiten precisamente seguridad en tus afirmaciones: «se dice», «se comenta»…), no veo razones para atribuir a Thea von Harbou todo ese cúmulo de malicias que dejas entrever. Antes de conocer a Lang, Thea von Harbou era una escritora mucho más conocido que su marido, luego en todo caso, de creer que hubo algo más que amor (o atracción sexual, o como queramos llamarlo, entre los dos), creo que tendría que ser al revés. Y lo cierto es que no hay motivos: la Alemania de la República de Weimar fue un mundo conocido por su liberalidad en términos de costumbres. Ojalá hubiera una biografía razonablemente ecuánime sobre la escritora (ignoro si la hay de cualquier tipo, aunque quiero creer en su Alemania natal sí ha interesado), para poder acabar con las especulaciones que suelen convertirla en el elemento negativo de la pareja que formó con Lang. Como señalo en el artículo, para juzgarlo (si es necesario juzgar todo lo que tiene que ver con los artistas que admiramos o detestamos, claro), solo contamos con especulaciones y con el sentido común. Y desde luego, lo poco que he podido encontrar sobre Von Harbou indica que fue una mujer de notable personalidad, que fue a contracorriente en muchos sentidos (por ejemplo, de su propia clase) y que es evidente que, como poco, es una figura controvertida y contradictoria (además de talentosa, como delatan sus magníficos guiones y su novelización de «Metrópolis»), algo natural en todos quienes protagonizaron aquella desdichada, y apasionante, época. Si de la polémica no se libra ni Thomas Mann, el más reputado de los escritores alemanes que se enfrentaron al nazismo (siendo de clase burguesa y mentalidad conservadora, lo que ya es notable), lo lógico es que sobre Thea von Harbou descienda un manto todavía más tupido de reproches. Un saludo.
Excelente escrito. Gracias por los datos. Leí recientemente la novela Metrópolis y me fascinó. Es realmente vergonzoso el olvido voluntario a que ha sido sometida esta artista del cine y las letras. Espero que las cosas cambien alguna vez.
¡Muchas gracias! Como intento dejar bien claro en el artículo, cualquier amante del cine de Fritz Lang a la fuerza le debe agradecimiento eterno y admiración a esta artista tan fundamental en sus geniales años en el cine mudo. Pretender ignorarla porque su trayectoria se vuelve «inconveniente» (y como digo también, sin que exista en español una biografía que permita ir más allá de las vaguedades generales que existen sobre Thea von Harbou) es hacerle un flaco favor a Lang: un gran creador no necesita que se menosprecie a quienes trabajaron con ellos para que brille más. Y la lectura de «Metrópolis», novela, sin duda es un descubrimiento. Ya no puedo concebir revisar esta peli sin que acto seguido me sumerja de nuevo en sus páginas…