Una parábola de misticismo cristiano
La fascinación que sigue despertando Metrópolis, de Fritz Lang, no solo no se ha agotado todavía sino que sigue creciendo, gracias a su imperecedera estampa visual, tan influyente en la historia del cine, tan homenajeada, tan plagiada o tan bien absorbida por determinadas obras. De la no menos imprescindible Blade Runner (1982) al diseño del entrañable androide C3PO de la saga Star Wars (que masculiniza sin mayores variantes la forma del robot del inventor Rotwang) o el dibujo de múltiples ciudades futuristas del cómic, empezando por la saga de El Incal, de Jodorowsky y Moebius, podríamos citar una verdadera ristra de referencias. Los numerosos artistas de talento que unieron fuerzas tuvieron muy claro que para dar vida a ese mundo distópico debían hacer convivir en paradójica armonía lo ultratecnológico (ese famoso plano de la ciudad futurista, con sus enormes rascacielos y sus carreteras aéreas) con lo arcaizante (los aeroplanos muy años 20 que surcan el cielo de ese mismo plano o los múltiples elementos medievales que recorren su entraña).
El mejor símbolo que se me ocurre es la inesperada aparición de la casa de Rotwang, que en medio de la ciudad, parece surgida de otro clásico alemán mudo, El Golem (1920), como trasplantada desde una judería medieval. Como es lógico, su morador recuerda más a un alquimista que a un genio de la modernidad, como bien remarca el decorado de su biblioteca, donde consulta añosos grimorios en respuesta a la pregunta que viene a hacerle Joh Fredersen, el Amo de Metrópolis. Otro escenario central es la inesperada catedral gótica de la ciudad, donde se desarrollará la conclusión, que tiene ecos evidentes de nada menos que la novela de Victor Hugo Nuestra Señora de París, con Rotwang haciendo de un Quasimodo perverso y la María malvada pereciendo como bruja nada menos que en una hoguera, que es el destino que se reservaba a Esmeralda, la amada del jorobado.
Parece mentira saber que, durante un tiempo, Metrópolis tuvo la consideración de un clásico trasnochado, que solo cinéfilos jóvenes se empeñaban en recordar. Desde primera hora, la película tuvo que luchar contra la teórica simplicidad de su lectura social, cuando no con la peligrosa carga ideológica que, durante los años más duros del compromiso político con el comunismo (incluido el estalinista), impedía defenderla en público. No en vano la película viene marcada por ese famoso adagio con el que se abre y con el que concluye: «El mediador entre la cabeza y las manos es el corazón». Así formulado, en efecto, parece que, o bien cuela una muy simplista alegoría de la lucha de clases y su superación del modo más conciliador, o efectúa una fea ridiculización de la entonces muy temida revolución proletaria. No es extraño que irritara tanto ese final en que el Amo de Metrópolis y el capataz que representa a los obreros, después de haber estado a punto de destruirse mutuamente, estrechan sus manos, bajo la noble mediación de quien es hijo del primero pero se ha puesto en la piel de los segundos, solucionando así, sin más tensiones, el conflicto social. No en vano, la URSS no autorizó su estreno en suelo soviético.
Sin embargo, hacer caso de modo literal a su enunciado es empobrecer una película maravillosa. La clave estriba en que Metrópolis es, antes que nada, un sencillo cuento construido sobre arquetipos y no sobre estereotipos, que permite al matrimonio Lang lucir lo que más les interesaba, la narración pura y la sugestión visual. De hecho, antes que una parábola social, lo que plantea (y más como método de organización dramática que por convicción religiosa) es una parábola cristiana. Metrópolis desarrolla su trama recurriendo a un misticismo de raíz cristiana de simbología muy diáfana pero al mismo tiempo muy abstracta, casi intemporal, único modo de evitar los peligros de esa lectura religiosa. Un misticismo bañado por un aura medievalizante que la pareja ya había utilizado en su previo e inolvidable díptico Los nibelungos, y que existía antes de la eclosión de las ideologías fascistas que también hicieron uso de él, como el nazismo. Lo cual no quiere decir que, antes y entonces, no fuera un producto claramente reaccionario: es el magma, por ejemplo, del prerrafaelismo inglés o de tantos artistas rabiosamente individuales etiquetados bajo el paraguas del simbolismo de finales del siglo XIX.
Metrópolis resuelve su conflicto mediante el recurso a la fe, y nada puede haber más cristiano que ello. Una fe propagada por alguien que es caracterizado como una virgen (encima, también llamada María) pero que actúa ante todo como una profetisa, una muy particular versión femenina de san Juan Bautista que anuncia la llegada de un Mesías: ese famoso Mediador entre el Cerebro y las Manos que será encarnado por el joven Freder. El equivalente al bautismo de Jesús por parte del Bautista lo sería esa escena que abre la película y en la cual María, rodeada por los harapientos niños de los obreros, se presenta en la idílica y exclusiva Casa de los Hijos para despertar al joven de su aletargamiento, de su ignorancia. No es casual que, en el momento en que María se convierte, y ya para siempre, en el centro de su atención, Freder se lleve la mano al pecho, es decir, al corazón: acaba de sufrir la revelación de cuál ha de ser su misión en este mundo. Más adelante veremos que la profetisa, además, proclama la Palabra a los obreros desde un lugar que en la novela es llamado la Ciudad de los Muertos (es una necrópolis) pero que en la película parece ante todo una iglesia rupestre enclavada dentro de unas catacumbas paleocristianas (no deja de ser gracioso, además, que la ciudad subterránea de Metrópolis contenga otro lugar más subterráneo aún como es esta zona de las catacumbas) cuyo signo icónico más visible son precisamente varias cruces de largo poste.
Otra referencia bíblica que está presente, y de un modo evidente, es la de la Torre de Babel, una de las fuentes de inspiración más evidentes para el matrimonio Lang a la hora de construir su historia. Así, el edificio más alto de Metrópolis, desde donde Joh Fredersen rige los destinos de la ciudad se llama, como no podía ser menos, la Nueva Torre de Babel. Y la noche en que Freder conoce a María, la predicación que ésta dirige a los obreros versa sobre el relato bíblico de la torre erigida para celebrar la grandeza de Dios pero sobre todo de los hombres. Episodio que en la película da pie a uno de los momentos más intensamente visuales del film: un encadenado de poderosas imágenes, nacidas de la estirpe de los relatos bíblicos de D. W. Griffith o Cecil B. DeMille, donde destacan instantes tan imborrables como aquel que muestra el incontable fluir de obreros en varios ríos humanos hasta confluir en primer plano (una perspectiva visual imposible, resuelta gracias a uno más de los incontables e ingeniosos trucos que contiene la película) o la rebelión de los obreros, que se lanzan escalinatas arriba hacia el jerarca que diseño la torre. La destrucción final de Metrópolis, por supuesto, es el inevitable correlato del fracaso de la erección de Babel.
Del mismo modo, una de las imágenes más justamente celebradas de la película también está inspirada en el Antiguo Testamento. Se trata de la alucinación que padece Freder tras el desastre que tiene lugar cuando uno de los obreros de la Máquina M es incapaz de seguir su ritmo infernal: la máquina se transforma en el dios fenicio Moloc con sus ojos iracundos, sus enormes patas tumbadas sobre el suelo y su boca tragando sin cesar nuevos sacrificios humanos.
Una fantasía romántica
Fritz Lang es el prototipo de cineasta romántico por antonomasia. En su gusto por los personajes que no son capaces de sentir de otro modo que no sea con exacerbada intensidad; por las intrigas retorcidas, cuya ardua superación es lo que acaba definiendo a los hombres; en su amor por las atmósferas fúlgidas, tenebrosas; en su debilidad por el misterio; en su decidida inclinación por lo más primitivo del hombre: por los sentimientos más puros, sean el odio más febril o la pasión más incontenible, la curiosidad imposible de contentar o el ansia de venganza más luciferina. Películas como Los contrabandistas de Moonfleet (1955), el díptico formado por El tigre de Esnapur y La tumba india (1959) o su trilogía sobre el doctor Mabuse, que se prolongó a través de varias décadas, desde los inicios de su carrera hasta cerrar, con la última entrega, su carrera, son buena prueba. Su esposa Thea von Harbou, por supuesto, compartió con él esos mismos intereses, como indican sus guiones de esta etapa… y su novela Metrópolis es una buena prueba de ello.
De ahí que, por mucho que adopte, por su riqueza simbólica, la forma de la parábola cristiana, Metrópolis es, por encima de todo, una fantasía romántica, en la que el amor y las pasiones (buenas y malas) se convierten en el gran motor de su historia. Su instantánea atracción por María, al verla aparecer en la Casa de los Hijos, es lo que lleva al joven Freder a iniciar su odisea en el mundo subterráneo y a despertar su conciencia social. El amor puro entre los dos jóvenes, sin embargo, palidece ante las pasiones mucho más refulgentes de los representantes de la generación vieja, Joh Fredersen, y el inventor Rotwang, dos hombres que fueron antiguos amigos, que crearon Metrópolis entre los dos (sin que nunca se den detalles) y que acabaron separándose (y odiándose) por el amor de una mujer, que abandonó al inventor al enamorarse locamente del primero. Esa mujer, llamada Hel (nombre de la diosa de los muertos del panteón escandinavo, no por nada) murió al dar a luz a Freder. Desde entonces, ambos hombres están muertos en vida, aunque han compensado su vacío interior por medios distintos. El impenetrable Joh Fredersen no deja que nadie adivine su dolor. Rotwang, más primario, de sentimientos más incontenibles, ha convertido un rincón de su casa-laboratorio en un sancta sanctorum en recuerdo de su amada: mediante un enorme busto que la recuerda del modo más palpable. (Por cierto, que el remontaje sufrido en Hollywood para el estreno mundial amputó toda esta parte, quitándole a la historia, del modo más increíble, buena parte de su contenido dramático. La copia argentina, por fin, la restituye: claro que quien hubiera leído la novela ya podía haberse hecho una buena idea…).
Metrópolis, es claro, se construye, al modo más germánico del término romántico, mediante el recurso al contraste entre opuestos. Lo ultramoderno y lo medieval. El hombre y la máquina. El rutilante mundo de los patricios y el triste y oscuro de los obreros. El arriba y el abajo. Pero la contraposición más fuerte es entre pasión y odio a muerte. Aunque sea el amor entre Freder y Maria lo que inicie el conflicto, si acaba resolviéndose de modo positivo es, paradójicamente, porque los mucho más implacables Joh Fredersen y Rotwang ponen en marcha la catástrofe, cuyo vehículo será el robot que asume los rasgos de María y que será la portadora del apocalipsis. Y lo hacen por razones distintas. El primero, que encarna la fría opresión del raciocinio, decide escarmentar a los obreros para que sepan cuál es su sitio. El segundo, que es la imagen del odio sin freno, buscando la venganza definitiva por la pérdida de su amada, decide destruir todo y a todos, a Metrópolis y a cuantos la habitan, sobre o por debajo de la superficie.
A este respecto, resulta de lo más interesante la comparación entre película y novela. La primera aporta a los personajes un matiz que es ajeno al libro: la propia personalidad del actor que encarna cada personaje. La segunda resuelve mucho mejor la ingenuidad de la historia, incluso añadiendo matices verdaderamente malsanos, y define también con más rigor a sus criaturas.
El primer ejemplo es el personaje de Joh Fredersen, a quien en el film interpreta el excelente Alfred Abel, actor delgado y de porte aristocrático, de modos interpretativos suaves, que otorga al personaje un notable sentido del distanciamiento. Es, verdaderamente, el Amo de Metrópolis, el hombre que desde lo alto de la Nueva Torre de Babel permanece insensible a las demandas de humanitarismo de su hijo. Hay que recordar que ese corazón latió una vez y será su visita a Rotwang la que lo ponga de relieve, ante la contemplación del busto de su amada Hel. Aunque esa visita desencadenará el odio y la muerte, sin embargo también es el inicio de la re-humanización de Fredersen, y la mirada melancólica de Alfred Abel consigue anunciar el resquicio que, a partir de ese momento, irá rompiendo su máscara impenetrable.
El Joh Fredersen de la novela carece del intermedio humanizador que aporta el actor. Es el genio situado por encima de la humanidad. Su símbolo es el enorme reloj de sólo diez horas que se sitúa en lo alto de su sancta sanctorum, la Nueva Torre de Babel. Cada vez que se cumple ese lapso de tiempo, pulsa una placa de color azul y de las entrañas de la ciudad surge ese sonido que tanto impresiona al joven Freder cuando se dirige, en el arranque de la novela, a ver a su padre. Sonido que señala el cambio de turno. Sonido que siempre es Fredersen quien se encarga de producir. Es decir, cada diez horas, de modo indudable, se encuentra en su mesa de la Nueva Torre de Babel, sin necesidad de haberse demorado en dormir: en vivir. De ahí la reputación que posee ante los habitantes de la ciudad.
La característica principal que Harbou hace restallar en Fredersen es, huelga decirlo, un enorme complejo de Dios, que se suma con naturalidad a los componentes religiosos de la película. No en vano, si Freder es el Mesías, es decir, el Hijo, Joh Fredersen sería Dios Padre. Pero el Dios Padre veterotestamentario, un Creador que trata con muy poca compasión a sus criaturas y cuyos designios son verdaderamente inescrutables: ante ellos no queda sino aceptarlos con humildad, pues incluso la resistencia es inútil. Fredersen actúa como el Dios que destruyó Sodoma y Gomorra o envió el diluvio a la humanidad (en Metrópolis hay un símil en la inundación final del mundo subterráneo). Pues no duda en destruir la ciudad —él es quien da la orden al capataz Grot de que permita la entrada de la turba iracunda en la sala de la máquina-corazón de la que depende todo el funcionamiento de Metrópolis—, justificando ante su hijo que lo ha decidido «para que tú puedas construirla de nuevo… para que tú puedas redimirlos» (a los obreros). La sombra terrible de uno de los mayores actos de arbitrariedad que contiene el Antiguo Testamento, el sacrificio de Isaac, pende sobre esta idea, con el mismo peso inescrutable.
El Rotwang de la película tiene una incuestionable ventaja sobre el del libro: la fascinante presencia de Rudolf Klein-Rogge, el doctor Mabuse, cuya mera presencia tiene tal aura maléfica que casi ni necesitamos saber nada más de él. Un elemento que añade un matiz especialmente morboso es el paralelismo entre la realidad y la ficción que supone la elección de Klein-Rogge para el papel del amante abandonado. Ya he señalado que el actor fue presencia constante en los principales títulos de la pareja en los años 20, con lo cual cabe suponer que no habría resentimiento, al menos explícito, entre ellos. Pero no deja de ser sugestivo. ¿Qué pensarían los protagonistas de ese triángulo ante la trama propuesta por el vértice femenino? ¿Colmaría la aparente ansia de morbosidad sensual que, a juzgar por la novela, latía en el alma de Thea von Harbou?
Para Rotwang, la creación de la mujer artificial es la exteriorización del tormento de su alma. Con amargo sarcasmo, Rotwang la presenta ante Fredersen bajo los nombres de «Futura, Parodia, como quieras llamarla. También: Engaño. En resumen: es una mujer». Palabras escritas, hay que recalcarlo, por una mujer. Y es imprescindible leer estas líneas, claro, teniendo muy presente las imágenes de la película: los ojos convulsos de Rudolf Klein-Rogge ante el impasible Alfred Abel, el pelo alborotado, la gesticulación agresiva (una de sus dos manos es artificial, perdida en un experimento no aclarado), como se ve en la fotografía superior. Donde es lógico que la novela pase de puntillas es sobre el acto de transformación del robot en la María diabólica: Von Harbou sabía que era imposible competir con las fabulosas imágenes creadas por Lang y sus técnicos de efectos especiales, que se concretan en la estampa del robot sentado, inexpresivo, majestuoso, mientras es rodeado por unos halos luminosos hasta concluir en la transformación. Escena que justamente se recuerda como el precedente de la famosa secuencia de la creación del monstruo de Frankenstein en la película de James Whale y por tanto hoy símbolo icónico del género, aun cuando sea por cinta interpuesta.
Por otro lado, la María diabólica provoca algunos de los mayores reparos que deben hacérsele a la película. En primer lugar, la muy discutible interpretación de Brigitte Helm, insoportable en casi todo el metraje. Encarnando a la María angelical, la actriz se excede en el arrobamiento, incurriendo en la pura cursilería. Pero haciendo de la María malvada asistimos a algunos de los momentos más incómodos de la película. Quizá por mantener la sensación de que, después de todo, es un ser mecánico, Helm se empeña en mover continuamente la cabeza de forma espasmódica (remarcándolo con enarcamientos de cejas, guiños y cierre de párpados y aparición y reaparición de sonrisas diabólicas), en mover, de hecho, todo el cuerpo. Pero la expresividad de la actriz carece de la riqueza y de los matices necesarios, y sencillamente resulta ridículo.
El talento de Fritz Lang y de los montadores del expresionismo alemán, sin embargo, consigue cubrir la discutible actuación de la actriz. El momento que está a punto de ser más bochornoso es la aparición de María en el club Yoshiwara, el templo de los placeres para los jóvenes ociosos, para quienes baila, cual Salomé, para así atraparlos en su hechizo (y de qué modo: a partir de ese momento, se enemistarán, pelearán e incluso se matarán por ella). Advirtiendo las nulas dotes de Helm para la danza a lo Mata-Hari, Lang resuelve la escena de modo genial: mediante un montaje sincopado de planos de María, de sus ojos malvados, de su danza convulsa, alternado con otros de los embobados galanes, de sus ojos superpuestos, incluso de un único y enorme ojo en primer plano. En un detalle genial, el montaje salta también a la alborotada pesadilla que tiene un Freder que acaba de perder a la verdadera María y donde cree hallarse ante la predicación del Apocalipsis: en el sueño, la falsa María acaba encarnando literalmente a la puta de Babilonia sobre el dragón de siete cabezas.
En el libro, las maldades de María son relatadas de forma elíptica o mediante la narración indirecta de testigos, lo cual alcanza una gran eficacia. La fundamental escena, concebida como réplica a la primera predicación de la angelical María, es resuelta por Von Harbou con el recurso, de probada sugerencia en sus manos, de dejar el curso de los hechos al diálogo desnudo, sin ningún otro apoyo. La convicción es completa, y se entiende incluso mejor que en el film —donde el histrionismo de Helm es cargante— que los obreros, embrujados por sus palabras, corran a destruir las máquinas sin reparar en que así también están condenando a sus hijos a perecer ahogados en la ciudad ahora sometida a las aguas incontrolables que una vez domeñó Joh Fredersen para construir los subterráneos.
En fin, a lo largo de esta doble entrada (y sin ser exhaustivo por razones de espacio: quedan en el tintero temas como las implicaciones edípicas de la historia o la curiosa supervivencia de la madre de Fredersen y abuela de Freder…) he intentado señalar los profundos vínculos entre película y libro pero también los distintos recursos narrativos con que cada autor, en el campo que le era más natural, se enfrentó al mismo reto argumental o dramático. Y por supuesto, también sus divergencias, muchas de las cuales nacen del mayor sentido de síntesis de la película o, sencillamente, lo que hacen es complementar ambos medios. Los vasos comunicantes o divergentes entre ambas obras convierten su comparación en una apasionante prolongación de los placeres que provocan por separado.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Metrópolis / Metropolis. Año: 1927
Dirección: Fritz Lang. Guión: Thea von Harbou. Fotografía: Karl Freund y Gunther Rittau. Música: Gottfried Huppertz. Reparto: Brigitte Helm (María), Alfred Abel (Joh Fredersen), Rudolf Klein-Rogge (Rotwang), Gustav Fröhlich (Freder). Dur.: 153 min.
Excelente comentario. Me ha gustado más aún que el primero. He caído que hoy es el Día de Andalucía. Mi madre era de Úbeda (Jaén). A los 15 años escribí una canción para mi madre. Aún la recuerdo con casi 56. Te envío la letra. Me ha salido de un tirón e incluso podría cantarla. Ay, cuánto se puede echar de menos a una persona. Nunca olvidaré ni los cerros de Úbeda ni los olivos.
Viva Andalucía Libre.
Hace siglos fuimos libres
por todos reconocidos,
vino el fosco castellano,
quemando pueblos y olivos.
Guadalquivir verdiblanco
convertido en rojo río,
de la sangre derramada
por los que fueron vencidos,
esclavo de caciques,
ladrones no arrepentidos,
que tiranizan y explotan
a los en el Sur nacidos.
Yo te juro por nuestros muertos
que seremos lo que fuimos
si luchamos todos juntos
y expulsamos al que vino.
Hace siglos fuimos libres
por todos reconocidos,
vino el fosco castellano,
quemando pueblos y olivos.
Regí
PD. En el blog cuento más cosas, como el intento de independizarse de 1640-41 al tiempo que Portugal, Catalunya y Frandes.
Muchas gracias por tus palabras, Regí. En cuanto a la celebración del día de Andalucía, aparte de agradecer que nos proporcione un día festivo (en Málaga, coincide con toda una Semana sin clases llamada, no sé por qué, «Blanca»), confieso que no es algo que me preocupe. Facebook, whatsapp y demás redes sociales se llenan este día de proclamas en las que la gente afirma sentirse orgullosísima de ser andaluza, pero yo confieso no tener ni idea de qué mérito especial supone serlo, como no creo que tenga mérito alguno (y por tanto tampoco me afectan sus celebraciones) ser malagueño, español, inglés o chino. Como creo que intento transmitir con mi blog, considero que los vínculos principales que hay entre las personas (además, claro, de los particulares y profundos que tenemos con las personas que nos rodean) son los culturales, y estos no se parcelan, de ahí que este malagueño que soy yo o el valenciano que eres tú podamos emocionarnos igualmente con mitos y películas del ámbito germano, por ejemplo: y como sucede aquí, seguro que hay muchos habitantes de allí que no lo valoran como lo valoramos tú y yo, y habrá quien crea que por el mero hecho azaroso de haber nacido en el lugar «patrio» de esas manifestaciones tienen un derecho especial a sentirlo «suyo». Allá ellos. De ahí que, aunque no pretendo ponerme pedante, crea que las identidades que hay que cuidar son las personales y nunca las colectivas, que no dependen de nosotros. En todo caso, sí preocuparnos porque el espacio colectivo que compartimos respete los derechos fundamentales que en demasiados lugares del mundo sabemos que no se respetan.
Un abrazo y muchas gracias otra vez.
Yo creo que básicamente todos los seres humanos somos iguales ya que reaccionamos igual ante los mismos estímulos. Cualquiera siente dolor antye la muerte de un ser querido o se alegra de ver a un amigo que hacía años que no habías visto.
Recuerdo que cuando estudiaba Psico-d pedagogía nos dijeros que el ser humano tiene un componente individual y otro colestivo. Yo creo que es así. Mi madre, p.e. , salió de Andalucía a los 18 años y nunca la olvidó. Cuando llegamos a su pueblo cumplió allí los 75 y lloró de alegría. Es como la serie de Antonio Gala «Paisajes con figuras». Todos somos de un sitio y es lógico que lo amemos; lo malo es que creamos que es el mejor del mundo y despreciemos el resto. Esto es horrible y una de las bases del fascismo.
Sobre la «casualidad», el hecho de ser hijo de quien sea es otra casualidad, tú no has hecho nada para ello. Sin embargo, lo lógico es sentirme unido a los padres de uno. Ni mejor ni peror, tuyo. Esto no quitas que también te sientas atraïdo por los lejano. Por ejemplo, yo soy muy aficionado a Bukowski o a B. Wilder, el rey de la comedia.
Saludos.
Por supuesto, Regí, estoy de acuerdo contigo en la importancia de la memoria sentimental. Pero efémerides como el «Día de Andalucía» y la ola de «sentimiento» que despiertan me provoca un considerable escepticismo sobre la reivindicación del particularismo. Cada 28 de febrero es inefable, no digamos ya en la televisión andaluza, que mejor ese día no poner para nada.
Creo, José Miguel, que debes recortar tu primer comentario y enmarcarlo al comienzo del blog.
Opino exactamente igual que tú y me produce gran desagrado y hasta me inquieta esas reivindicaciones con amenaza de sangre que incluso se remiten a cientos de años atrás, disturbando ahora la calma.
Sigo leyéndote y, he de decir, que nunca en balde. ¡Gracias!
Con lectores como tú, siempre es un placer escribir, Fernando. Y sobre toda cuestión particularista, poco que decir salvo expresar la pereza que me produce descubrir la importancia que todavía tiene para mucha gente que vive en la parte privilegiada del mundo. Los que padecen de verdad las arbitrariedades políticas (los refugiados que están llegando en oleadas a Europa, por ejemplo) sentirían verdadera perplejidad al descubrir que, entre caña y caña, en nuestro confortable mundo, gusta discutir, e incluso enfadarse, sobre nimiedades que nada aportan a la vida cotidiana.
Un abrazo muy fuerte.
Deposito mi comentario en la segunda parte, pues entiendo que es un artículo único y no requiere de matizaciones entre ambos bloques. Lo primero es agradecerte el trabajo tan exhaustivo sobre esos dos vínculos paralelos, por un lado el matrimonio, ellos dos, y por otro, nuevamente ellos dos, pero respecto de sus respectivas obras, la película, él, y el guión y la novela, ella. No he leído la novela y obviamente sí he visto la película en dos diferentes versiones. La que comentas de menor metraje y con esa disparatada banda sonara, y la extendida cercana a las dos horas.
Frente a un análisis tan riguroso como el tuyo y de aspectos fuera/dentro de la propia obra o, mejor dicho, esenciales de su gestación y resultado, decir que la primera vez que la vi fue para mí un espectáculo sencillamente fascinante. No quiero analizarla bajo ningún punto de vista más allá de esa explosión que aún guardan mis retinas y que generó, entre otras, el profundo amor por los orígenes del cine, la importancia de sus creadores, la innovación en el leguaje cinematográfico y técnico, y esa extraña fascinación y misterio que atesoran algunos de los clásicos del cine silente. Como perfectamente indicadas, la influencia de Metrópolis en el cine de anticipación es brutal y el desarrollo del género no se puede comprender sin esta cumbre del séptimo arte (véase, por ejempolo, una película anterior «Aelita» y su ínfima influencia, pese a su interés indiscutible en eso que si vino en llamar constructivismo).
Y sí, dudo como tú que la mujer de Lang tuviese tan estrecha y profunda complicidad con el nazismo, confrontadas con esas peculiaridades que indicas de Thea y su rebelde modernidad. Trabajo apasionante hay para un historiador, sea o no del cine. También quería felicitarte por todas esas brillantes y acertadas vinculaciones que realizas entre la obra que nos ocupa y otros clásicos, figuras, imágenes y personajes, que enriquecen y mucho la crónica. Enhorabuena.
En origen es, en efecto, un artículo único que por extensión he cortado en dos partes para el blog. Mi relación con esta película ha ido evolucionando a medida que he ido accediendo a mejores versiones. La versión Moroder, en su momento, me dejó la impresión de que no había para tanto, salvo, como es lógico, la impresión visual. Pero la grandeza de «Metrópolis» va mucho más allá de su estética, aunque esta es fundamental para la transmisión de toda su poética. De hecho, el film que citas, «Aelita», en un buen ejemplo de cómo otro título coetáneo, también muy sugestivo desde el punto de vista de la estética, no posee su fuerza por razones de narración y concepto dramático. La mejor versión actual del film de Lang se comercializó hace poco tiempo, en la magnífica colección «Orígenes del Cine» de Divisa, y que es la que recoge los descubrimientos realizados en Buenos Aires. Aun notándose mucho los cortes de las nuevas aportaciones, esta versión termina de convertir la película en una cumbre del cine de todos los tiempos. Verla y después «saborearla» en las páginas de la novela es una experiencia ciertamente irrepetible.
Muchas gracias por tus palabras y un abrazo.
Muy interesante tu comentario. Un placer leerlo.
Saludos.
Muchas gracias y feliz año 🙂 !
Je, estas seguro de eso? Los odios tribalistas son muy universales, también se dan en las zonas de origen de los inmigrantes de África y el Creciente. Recuerdo un artículo de un columnista de que al llegar a la India un taxista le preguntó al comenzar a hablar quienes eran los enemigos de España, que para el, no tener enemigos era de cobardes y mindundis.
Soy malagueño como tú y comparto tu desdén por el mal llamado andalucismo, que es mas bien un bajoguadalquivirismo. En el antiguo reino de granada en general no nos sentimos para nada identificados con el bajoguadalquivirismo, no sé si por el diferente entorno o por descender de colonos castellanos, o ambos.
Acá en Málaga, quienes mas se odian, no son fachas y rojos, son los dos clanes gitanos de la Palmilla.
Así que mucho me temo que este odio partidista está muy hondo en nuestro carácter.
Esta sucesión de comentarios que me diriges, desde luego, me está llevando a releerme, por cuanto hace ya tiempo de alguno de los artículos. En concreto, aquí he andado un rato perdido al no saber por dónde iban los tiros a que te referías… hasta que he lleagdo a la parte propia de comentarios. Desde luego, no esperaba que también te leyeras esto, de tal modo que agradezco tu lectura concienzuda. Poco más tengo que añadir a lo que dije entonces, si acaso señalar que, más que nunca por todo lo que estamos viviendo en los últimos meses, mi desconcierto y rechazo es aun mayor al hecho de que los privilegiados del mundo occidental pierdan el tiempo con bizantinismos colectivos en vez de cuidar su individualidad…