Los duelos morales en los westerns de John Sturges

Wyatt Earp y Doc Holliday, Burt Lancaster y Kirk DouglasLa gran década del western, en mi opinión, es la de los 50. El número de grandes títulos estrenados y de espléndidos directores que a él se consagraron es ciertamente notable. En concreto, y aparte de las obras de los maestros más venerables —por ejemplo, John Ford con Centauros del desierto o Howard Hawks con Río Bravo—, el aficionado asocia esos años a la dedicación intensiva de varios directores que filmaron consecutivamente un buen puñado de títulos irrepetibles a modo de ciclo, algo que siempre estiman mucho los cinéfilos y mitómanos en general. Los nombres más conocidos son los de Anthony Mann, Budd Boetticher y Delmer Daves, que merecieron (en especial los dos primeros) los favores de la crítica para revaluar su obra bajo la etiqueta de «autores». A su lado, en un peldaño no discuto que inferior, también se desarrolló la obra de otro director que no mereció semejante atención pero que también brindó espléndidas películas. Se trata de John Sturges, un realizador cuyo nombre dice poco pese a firmar uno de los títulos más famosos del género, Los siete magníficos (que irónicamente no figura entre sus grandes aportaciones), y que dirigió en la segunda mitad de los 50 cuatro excelentes westerns que giran en torno a un rasgo dramático y argumental común, el duelo, moral tanto como físico, entre dos personajes de equivalente peso carismático, que dirimen en él mucho más que sus vidas: la rúbrica de que la decisión que tomaron en cierto momento (y que los alejó del otro) fue la correcta

La extensa carrera de John Sturges (1910-1992), ese director a quien casi nadie parece haber reivindicado jamás, abarca cuatro décadas: le dio tiempo a comenzar en los años 40 como director de películas de serie B (lógicamente, en esa década es cuando acumula más títulos) para hacerse un nombre en la serie A en los años 50, sobre todo gracias a los westerns que enseguida voy a comentar.

Es cierto que, incluso en ellos, el cinéfilo advierte que les falta ese «algo» tan difícil de explicar pero tan reconocible al instante y que separa a los grandes creadores del buen narrador que sabe situarse en su estela pero que no consigue cabalgar a su lado. La fascinación que despiertan las grandes obras de Mann, Boetticher y Daves descansa en su valoración del paisaje como elemento dramático fundamental, en su forma de reflejar la violencia como un síntoma ético o una opción moral, en su identificación con personajes solitarios cuyo carácter o forma de vida atrae los problemas como la miel a la abejas. En los cuatro westerns de Sturges, es cierto, cada uno de esos rasgos también aparece, pero de modo menos intenso, o más esporádico, sin la sensación de continuidad que se advierte en la obra de los otros. El autor de Los siete magníficos tuvo, por desgracia, cierta tendencia hacia la sequedad, que inevitablemente suele desembocar en envaramiento. En sus cuatro westerns hay elementos propios de la tragedia que sin embargo no terminan de cuajar, salvo esporádicamente, en las atmósferas de fatalismo romántico que tan propias le son a aquélla, por lo menos en el western. Siempre me pregunto qué hubiera hecho con esos guiones alguien tan dotado para esto último como el gran Fritz Lang…

Ahora bien, la mirada de conjunto sobre sus cuatro títulos resulta apasionante, cuando se aprecia el fascinante vínculo entre todos ellos: el duelo como peripecia física y como metáfora moral, tanto entre personajes que al mismo tiempo son polos opuestos (en cuanto a dignidad y honradez) y ambiguos dobles especulares (el «bueno» reconoce con inquietud que, de mediar otras circunstancias o haber tenido menos carácter, podría haberse convertido en el «malo»). Cuatro películas, cuatro parejas. El hombre que descubre que su añorado padre se ha convertido en un villano sin escrúpulos; el antiguo forajido reformado y convertido en marshal que reencuentra a su antiguo compañero de andanzas, dispuesto a vengarse de la amistad traicionada; el sheriff que viene a detener al hijo de su viejo amigo, ahora un todopoderoso cacique acostumbrado a no ceder su voluntad ante nadie, aun cuando la justicia no esté de su parte; incluso los dos amigos que luchan juntos pero que, de reojo, miran al otro porque éste tiene algo que ellos, aun sabiéndose incapaces de conseguirlo, anhelan tener.

Cartel original de El sexto fugitivoLa inauguración del ciclo de Sturges tiene lugar con una película espléndida, aunque quizá sea la menos conocida del mismo: El sexto fugitivo (1956). La primera y sugerente particularidad es que diríase que Anthony Mann (cuyo último film con James Stewart es del año anterior) le da el relevo a Sturges cediéndole buena parte de los elementos que conforman sus mejores westerns: el productor Aaron Rosenberg, varios actores (el principal, el gran John McIntire, villano en Tierras lejanas) y, sobre todo, el guionista Borden Chase, que brinda un guión muy característico en su estructura itinerante que lleva a unos personajes en busca literal y simbólica de sus obsesiones, confrontando a su protagonista con un doble especular que le recuerda/tienta con lo que pudo ser o con aquello en lo que se puede convertir. Es decir, que ese esquema dramático que se encuentra en el resto de los títulos de John Sturges bien puede decirse que, con nuevos matices, lo hereda de las películas de Anthony Mann.

El título (rebautizo español) nos sitúa bien ante el argumento: cinco hombres fueron masacrados por los indios, que apenas dejaron tres cuerpos que pudieran ser identificados; pero un sexto consiguió huir con el oro extraído de la mina que habían explotado todos, sin preocuparse en procurar auxilio para sus compañeros. Jim Slater, cuyo padre formaba parte del grupo, lo busca para ajustar cuentas; Karyl Orton, cuyo marido también era uno de ellos, para recuperar su parte del oro. Aunque Donna Reed, en este papel, nunca estuvo más atractiva, y el planteamiento de su relación no puede ser más singular (es una mujer que de continuo parece atraer la muerte sobre Jim: los disparos traicioneros parecen buscarlo ante todo cuando ella está presente), no es lo más relevante del film sino el espléndido dibujo del personaje masculino a partir de esa búsqueda del padre que acaba revistiéndose de trágico fatalismo: como poco a poco va anticipando el espectador, el sexto fugitivo tenía que ser aquél, y cuando por fin Jim lo alcanza, descubre que se ha convertido en un implacable cacique que sostiene a una banda de maleantes para conseguir todo el control de una rica región ganadera1.

El gran Richard Widmark elabora uno de sus papeles positivos enmarcado por las suficientes líneas de sombra que hacen tan geniales sus villanos, y sobre esta roca El sexto fugitivo dibuja un magnífico y lacerante retrato de las relaciones entre padre e hijo, entre un padre que disfruta de su poder (y de la inescrupulosa impunidad con que lo ha alcanzado) y el hijo que buscaba en la figura paterna (que lo abandonó en su infancia, no es un dato desdeñable) la superación del desarraigo y del envilecimiento en que teme hundirse (sin que llegue a decirse de modo explícito, por la opinión que merece de entrada en los demás y por su diabólica rapidez con las armas) se intuye que la profesión de Jim es la de pistolero), de ahí la tragedia que para él suponga el descubrimiento de la verdad. El hombre que ahora se hace llamar Jim Bonneville, por tanto, se recrea en el hombre en quien ve una proyección de sí mismo, más joven, y un heredero de su legado. El conflicto está servido: ¿la fuerza de la sangre impulsará a Jim a unirse al padre? ¿o se rebelará contra el destino fatal? En su breve metraje, El sexto fugitivo no posee una sola laguna de interés, traza un itinerario en el que cada peripecia aporta un nuevo elemento al drama central y ofrece numerosos momentos para el recuerdo, en especial la primera escena de acción (un duelo en un risco que bien podría haber filmado Anthony Mann, pues eran su especialidad) y el enfrentamiento fratricida final.

Cartel de Duelo de titanesEl siguiente título es el western más reputado del ciclo: Duelo de titanes (1957). El rebautizo esta vez es ampuloso: el original, Gunfight at the O.K. Corral, remite con sencillez a uno de los más famosos episodios del auténtico Far West, el enfrentamiento entre el marshal Wyatt Earp y sus hermanos, ayudados por el pistolero y jugador Doc Holliday, contra la familia Clanton y su gang, episodio sobradamente popularizado por el western. Este incidente simboliza el fin del viejo Oeste de los pioneros, libre y violento, frente al nuevo Oeste de las leyes y la civilización, el cual, irónicamente, no hubiera sido posible sin aquéllos. Lo interesante del planteamiento de este film es que esa dualidad se encarna no en los dos bandos sino en los dos amigos que combaten juntos: Doc Holliday representa al primero, Wyatt Earp, al segundo. Por lo tanto, el duelo aquí es simbólico y no literal. Y el espectador (al menos este que escribe) queda indeciso en cuanto al resultado final, por cuanto debe reconocer la extraordinaria ecuanimidad con que se trata a ambos personajes: los dos resultan igualmente antipáticos y distantes. Ni el gesto perpetuamente severo de Burt Lancaster ni la continua tendencia de Kirk Douglas por el rechinar de mandíbulas consiguen que elijamos a uno por encima del otro.

Earp es el hombre de ley que ha acabado considerando que su mero juicio ya representa lo que es correcto: una aureola de puritanismo casi mormónico lo envuelve a su paso (Holliday lo llamará varias veces «predicador») e impone una distancia entre él y el resto de la humanidad, incapaz de estar a su altura. Holliday es el westerner sin ataduras, al que la «buena sociedad» contempla con desconfianza y prefiere que salga cuanto antes de su ciudad (de hecho, la primera reacción de Earp al conocerlo es justo esa: advertirle que debe irse de su Dodge City, la ciudad donde es sheriff). Un tipo de westerner destinado, por ello, a la desaparición, aunque no vaya a ser en el duelo en O.K. Corral: pero que debe dejar sitio más pronto que tarde, como simboliza su famosa tuberculosis. Consecuentemente, cada uno de esos dos hombres condenados a ser amigos envidia en el otro lo que él no tiene, no puede tener. Earp, la libertad, la posibilidad de no estar obligado a caminar por un sendero del que ya no puede desviarse ni un milímetro, aunque anhele un descanso en su cruzada contra el delito; Holliday, la buena reputación, la estima de todos, la convicción de que Wyatt es la roca que él no puede ser. Y Holliday puede apreciarlo en su condición de caballero de buena cuna arrastrado a la degradación por la historia (su familia se arruinó con la derrota del Sur) y la degeneración de su crianza: su atildado exterior encubre, como ya he indicado, un cuerpo minado poco a poco por la muerte.

Ahora bien, este planteamiento exigía un rasgo que sin embargo no se halla presente en ningún momento en el film: un romanticismo de fuerte matiz trágico. Bien al contrario, lo que las imágenes devuelven es una sequedad bastante árida, que degenera en un enfatismo bastante molesto, como si los personajes lucieran tan intensos sentimientos para la Historia. El metraje se alarga demasiado, quienes rodean a los protagonistas nada interesan (por ejemplo, y pese a la deslumbrante belleza de Rhonda Fleming, su personaje, prometedor al principio —una jugadora que tienta a Earp precisamente por su condición de pecadora y que parece ofrecerle una salida del rígido mundo del deber asociado a la violencia— acaba desaprovechándose por completo) y se echa de menos una mayor cohesión entre los varios episodios que componen la historia. El acierto de esa balada que abre y cierra la historia, y que va punteándola a lo largo del metraje, habría sido mayor de poseer el film el hálito romántico que precisaba. En fin, Duelo de titanes, pese a su solidez, decepciona para lo que podía haber deparado. Y es que no hay sino que compararlo con la versión de la misma historia que el gran John Ford rodó diez años atrás y que aquí se tituló, de modo pomposo, Pasión de los fuertes, pues tiene todo lo que le falta al presente film: el romanticismo, la tragedia, la emoción, la cercanía a los personajes…

Cartel original de Desafío en la ciudad muertaEn otro artículo hablo con más extensión del film al que llego ahora, por lo que seré breve. Desafío en la ciudad muerta (1958) no es solo la obra maestra de Sturges, sino un western apasionante y uno de los más atractivos de su época. El argumento une/enfrenta a dos antiguos amigos que compartieron correrías como forajidos: uno de ellos, Jake Wade, a raíz de un traumático episodio (un niño murió en un fuego cruzado con agentes de la ley) se reformó y ha acabado convertido en marshal y en un ciudadano modélico, a punto de fundar su propia familia para terminar de convertirse en eso que se llama un «pilar de la sociedad»; el otro, Clint Hollister, es un canalla irredimible que nunca perdonó a Jake, a quien tenía sinceramente por amigo, que lo abandonara. En el arranque del film, Jake lo rescata de la celda donde espera su ahorcamiento tan pronto salga el sol. Lo hace movido sin duda por la mala conciencia de haber salido de su vida sin una explicación (sí, es inevitable cierto componente homoerótico en su relación: el western clásico, por viril que fuera en principio, se prestaba mucho a estos matices). Pero Clint no considera que la deuda de aquél quede así saldada sin más, de modo que sigue su rastro y lo secuestra junto con su prometida, persiguiendo un doble objetivo: que Jake lo conduzca hasta el lugar donde escondió el último botín con que se hicieron (y que está enterrado en la «ciudad muerta» del título español)… y ajustar entonces, y para siempre, las cuentas con él.

El film contiene, sin duda, el más imborrable de los duelos morales que unen los cuatro westerns de John Sturges. Imborrable por su considerable carga de ambigüedad: por mucho que el hosco Jake sea el personaje presuntamente positivo y que encarne las bondades de un sistema que permite la regeneración a quien decide afrontar la superación de su pasado, el espectador no puede evitar sentir mucha más simpatía por el villano —quien no piensa redimirse nunca porque no encuentra el menor atractivo en la vida en el lado correcto de la ley— y, por tanto, una inevitable solidaridad hacia él. Por supuesto, en buena medida esta simpatía se debe a la genial interpretación de Richard Widmark en uno de los mejores papeles de su carrera (y eso que su oponente, Robert Taylor, no está nada mal, y que en el recuerdo cinéfilo su personaje se agrande por la aureola de héroe noble de sus películas de aventuras para el mismo estudio, la Metro, al estilo de Ivanhoe).

Pero la película juega sus cartas con ecuanimidad: si Jake acaba triunfando sobre Clint no es meramente porque en el Hollywood clásico el bien deba resplandecer siempre por encima del mal, sino porque, reducido a sus propios recursos —en el desierto y en la ciudad muerta, esto es, en el territorio de Clint, la Ley nada puede hacer por el nuevo marshal—, el antiguo forajido deberá recuperar su antigua habilidad natural en el terreno de la violencia, su vieja astucia de proscrito para el que el peligro es como una segunda piel. Es decir, Jake deberá vencer a Clint en su mismo terreno: en último término, la Ley, por tanto, necesita de la Violencia (legal o alegal) para perdurar. Todo ello en medio de una atmósfera visual imborrable —el escenario de la ciudad muerta es inolvidable— y mediante un sentido de la tensión y de la narración de una precisión como Sturges, ni antes ni después, conseguiría repetir.

Cartel original de El último tren de Gun HillLa última película del ciclo, El último tren de Gun Hill (1959) vuelve a oponer a antiguos amigos, de un modo que prolonga y a la vez modifica los planteamientos previos del primero y del tercero de los títulos anteriores. El conflicto viene esta vez desencadenado por la violación y asesinato de la esposa de uno de ellos por parte del hijo del otro (era india, lo que enriquece el planteamiento con otro matiz: ¿en serio que una amistad debe sufrir por una piel roja?). El primero, otra vez, es sheriff; el segundo no es un forajido, sino un poderoso terrateniente que actúa como si encarnara el poder divino sobre la comarca donde ha progresado. Es sin duda éste el personaje más interesante de la película. Craig Belden es un hombre acostumbrado a hacer su voluntad porque considera que ha sabido ganarse bien el derecho a imponerla. En la cúspide de su poder, sin embargo, siente que su obra está incompleta porque su hijo no está a la altura de sí mismo (como puede verse, la situación de El sexto fugitivo expresada justo al revés). Pero aun así, es su hijo, es decir, una proyección de su misma entraña y de su poder, y no puede permitir que nadie, ni siquiera la única persona a la que respeta en el mundo, su viejo amigo Matt —a quien frecuentemente ha puesto como modelo ante su vástago—, lo tome a discusión.

Por mucho que el cinéfilo tenga motivos para detestar el prototipo que encarna Belden (hay tantos clásicos donde es el villano…) y simpatías sobradas hacia Matt Morgan —el film parece un cruce entre Solo ante el peligro y Río Bravo, y el personaje encarnado por Kirk Douglas una combinación de los Gary Cooper y John Wayne de esos títulos—, la estupenda interpretación de un Anthony Quinn que sabe dar con el punto justo entre la prepotencia y la vulnerabilidad consigue, de nuevo, mantener al espectador en un incómodo punto intermedio. Y es que no hay forma de eludir cierta empatía ante la patética situación a que se ve conducido ese hombre que se creía el amo del mundo, cuando descubre no ya que no tiene razón (esto, alguien como él, ni se lo plantea), sino que por una vez no lleva la iniciativa (le corresponde a Matt, desde el momento en que atrapa al muchacho y lo retiene con él en la habitación del hotel, a la espera de ese último tren que da título al film en ambas versiones). Y el resultado perturbará para siempre su mundo, al dejarlo sin un continuador, cuestión que es fundamental para quien encierra dentro de sí el espíritu del pionero: siempre debe haber alguien que siga nuestras huellas, porque así nuestra obra perdurará. Además, el dibujo de Belden previo al estallido de la situación central —Matt acorralado en el hotel, casi sin nadie que se atreva a ayudarlo—, es memorable: su forma de tratar al hijo (conduciéndolo a la humillación mediante erróneas «lecciones de virilidad») o de exhibir su poder y fortuna mediante la decoración del salón en que recibe a su amigo (esa enorme cornamenta sobre la chimenea…), son buen ejemplo.

Es lástima que, una vez más, cierta tendencia a la rigidez reduzca la tensión del film en su segunda mitad, amén de que el personaje femenino no termina de estar bien definido: a él me refería con el «casi» de la soledad de Matt, por cuanto que la mujer, amante de Belden que acaba de romper con él, entiende e incluso admira el valor del marshal, prestándole la mínima ayuda de proporcionarle un fusil. Con todo, Sturges lo compensa con su espléndida parte final, presidida por varias imágenes imborrables: la increíble tensión que despierta la forma en que Matt conduce a su preso a la estación (de pie ambos en el carro que guía con una mano mientras con la otra apoya su fusil bajo la barbilla del muchacho); el dolor de Belden cuando su hijo muere bajo las balas de uno de sus hombres: en el fondo, sabe bien que es él el causante de esa muerte; el modo en que reta a su viejo amigo a un duelo a muerte que sin duda sabe que perderá; y el cruce final de miradas (mediante dos travellings subjetivos, a cuál más triste) entre el marshal que se marcha en ese último tren y la mujer que ahora abraza al hombre brutal y arbitrario al que, pese a todo, amaba, y cuyo cadáver ha quedado abatido en el suelo de la estación…

Al año siguiente, y como he señalado, Los siete magníficos supuso la cima profesional de Sturges. A mí me parece un film muy sobrevalorado y demasiado pendiente de una mítica bastante cargante, que adolece de una excesiva blandura y numerosas concesiones a los actores más estelares de los susodichos siete, y que solo se sostiene en su primer tercio, gracias a la interesante forma de ir presentando a los miembros del septeto. De los quince años de carrera que le quedaban por delante, sin embargo, lo mejor me parece un film bastante cercano al anterior, no en vano repiten tres de los siete y por el que siempre he sentido un gran cariño: La gran evasión (1963), que es un muy digno ejemplar de eso que hoy se llamaría cine de palomitas, y que con sus irregularidades posee un sentido del espectáculo tan digno como irresistible (¡la huida en moto de Steve McQueen!). Si alguien recordaba o valoraba el nombre de Sturges, sus siguientes títulos lo arrumbaron en el baúl de los trastos viejos. Con injusticia mayúscula, pues autores coetáneos más reputados son incapaces de acreditar tres o cuatro títulos de la categoría de los que he comentado.

El sheriff y su prisionero, hacia el último tren de Gun Hill

1 Quien conozca este film solo por su (magnífico) doblaje del estreno ha recibido siempre una película manipulada: en la versión española, John McIntire es el «padrastro» y no el padre del protagonista, lo cual obliga a cambiar diálogos que subrayan el vínculo más profundo, perdiendo su fuerza revulsiva. ¿Intento de la pacata censura franquista por no manchar la institución del Padre, pieza miliar del sacrosanto concepto de Familia nacional-católica?

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: El sexto fugitivo / Backlash. Año: 1956.

Dirección: John Sturges. Guión: Borden Chase; novela de Frank Gruber. Fotografía: Irving Glassberg. Música: Herman Stein. Reparto: Richard Widmar (Jim Slater), Donna Reed (Karyl Orton), John McIntire (Jim Bonneville). Dur.: 84 min.

Título: Duelo de titanes / Gunfight at the O. K. Corral. Año: 1957.

Dirección: John Sturges. Guión: Leon Uris, inspirado en un artículo de John Scullin. Fotografía: Charles Lang. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Burt Lancaster (Wyatt Earp), Kirk Douglas (Doc Holliday), Rhonda Fleming (Laura), Jo Van Fleet (Kate). Dur.: 122 min.

Título: Desafío en la ciudad muerta / The Law and Jake Wade. Año: 1958.

Dirección: John Sturges. Guión: William Bowers; novela de Marvin H. Albert. Fotografía: Robert Surtees. Reparto: Robert Taylor (Jake Wade), Richard Widmark (Clint Hollister), Patricia Owens (Peggy), Henry Silva (Rennie). Dur.: 86 min.

Título: El último tren de Gun Hill / Last Train from Gun Hill. Año: 1959.

Dirección: John Sturges. Guión: James Poe, basado en un cuento de Les Crutchfield. Fotografía: Charles Lang. Música: Dimitri Tiomkin. Reparto: Kirk Douglas (Matt Morgan), Anthony Quinn (Craig Belden), Carolyn Jones (Linda), Earl Holliman (Rick Belden). Dur.: 95 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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5 respuestas a Los duelos morales en los westerns de John Sturges

  1. rexval dijo:

    De iño me encantaban estas pelis, pero al crecer dejó de interesarme el género salvo excepciones. Lo encuentro demasiado monótono y repetivivo, siempre pasa lo mismo, el chulo, el cobarde, el tramposo, la prostituta… y algún indio, chulería y violencia. Dicen que es la versión americana de su época, de sus «cantares de gestas», pero yo me quedo con los europeos en papel. Lo que más me revienta es que los indios masacrados y extermindos eran los «malos». Igual son tonterías mías. En cambio el cine negro americano sí que me gusta, y se la banda sonora incluye jazz, mejor aún. Como excepción moderna «Bailando con lobos» me encantó , banda sonora incluida y por ser más propicia a los indios sin ser maniquea.

    Salut. Regí

    • Todos los géneros, Regí, están compuestos por una serie de elementos recurrentes que se convierten en tópicos, claro, cuando se utilizan sin talento, ya sea el western, el terror o el cine negro. El del indio malo es uno de ellos, pero hay sobrados westerns donde los indios son los buenos (lo cual no convierte esos westerns en buenas películas: el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, como sabes), y también unos cuantos en que, sin paternalismo ni maniqueísmo, se les retrata con la debida dignidad. En cualquier caso, el western de los años 50 destaca especialmente, en sus grandes títulos, por su complejidad dramática y psicológica, incluso histórica, y entre ellos son especialmente destacables los que comento aquí.

      • rexval dijo:

        Tienes razón, todos los géneros tienen elemntos recurrentes que los definen. Pasa con los westerns, las pelis policiacas, eróticas o las que sean. Yo de niño era muy de «vaqueros e indios» aunque con el tiempo dejó de interesarme tanto reconociendo que los hay muy buenos, como los de John Ford. Este género, bien trabajado, sería más o menos el equivalente de la épica europea medieval»La diligencia»es todo un clásico y «Balilando con lobos», ya más moderno, me gustó mucho, banda sonora de Willians incluida.

        Un género que siempre me ha gustado ha sido el histórico – quizá por eso estudié Historia antes que Filología. Recuerdo que mi madre me preguntaba: «¿Y queé pasó al final? o ¿Qué pasó realmente?» Yo iba coorriendo a mi enciclopedia de Hª y me documentaba antes de contárselo.
        Saludos, José Miguel.

  2. Ángel Hernando Saudan dijo:

    Conviene reseñar, a modo de curiosidad, que John Sturges volvió a abordar en 1967 el tema del duelo en el OK Corral en La hora de las pistolas, un notable western que no merece el olvido en que está sumido. El film se inicia donde termina Duelo de titanes y parece más fiel a lo que ocurrió en realidad, ya que Ike Clanton no murió en el famoso duelo, como sucede en la película de Sturges y en la obra maestra de Ford Pasión de los fuertes (aunque Ford conoció a Wyatt Earp y le relató los hechos). La hora de las pistolas destaca por su tono seco y sombrío y por una brillante interpretación de Jason Robards como Doc Holliday.
    Es muy posible que el mejor western de Sturges sea Desafío en la ciudad muerte, pero confieso que tengo debilidad por El sexto fugitivo con un trío memorable (McIntire, Widmark y Donna Reed, una actriz por la que siempre tuve predilección).
    ¿Habría que incluir aquí esa espléndida amalgama de noir y western que es Conspiración de silencio? Se podría hablar de ella en otra ocasión.
    Con respecto a la etapa final (y menos afortunada) de John Sturges, también haría mención a un film de ciencia-ficción nada desdeñable, como es Estación tres ultrasecreto.
    Lo más brillante de Los siete magníficos es la presentación sucesiva de los personajes, pero, en efecto, Sturges hizo cosas mucho mejores. Además, cuenta con el inconveniente, al menos para mí, de que Horst Bucholz está especialmente cargante.

    • Precisamente, la edición del artículo para no alargarlo demasiado me hizo suprimir el pequeño comentario que tenía, a modo de introducción del ciclo, sobre «Conspiración de silencio» que, en efecto, tiene un ambiente y unos ingredientes argumentales por completo de western. «La hora de las pistolas» hará al menos dos décadas desde la única vez que la vi, por lo que no recuerdo nada de ella… salvo, precisamente, lo bien que estaba Jason Robards, actor por el que también siento especial predilección.

      «El sexto fugitivo» es espléndida y mejora mucho con las revisiones. Encima, al descubrir que el doblaje de toda la vida convertía la relación padre-hijo entre McIntire y Widmark en padrastro-hijastro cambia considerablemente la intensidad de ese vínculo fatalista que persigue al protagonista y le aporta un nuevo valor.

      Y coincido en que Horst Buchholz está insoportable en «Los siete…». Además, siempre me ha reventado que solo sobrevivan las tres estrellas de la película: Brynner, McQueen y Buchholz. Porque es que alguno de los otros muere, más que nada, para no hacer sombra estelar en la despedida de esos tres (la muerte de Bronson, por ejemplo). «Estación tres ultrasecreto» la he revisado hace poco: tenía buen recuerdo de ella, pero ahora me ha convencido menos. Creo que la parte inicial en la susodicha base está muy bien, pero luego baja. Eso sí, basta la presencia de Richard Basehart (uno de esos actores nada estelares pero magníficos que abundaron en el cine norteamericano) para levantar cualquier secuencia en que aparece.

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